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Encapotados y tristes bajo la llovizna, se parecen a todos los que emigran.
En el muelle que muchos de ellos ayudaron a construir, se agolpan los que han ido a despedirlos.
Sin resentimiento, casi aliviado, el gobernador encabeza el grupo.
María, sentada al piano, toca una mazurca. Debería estar ahí, diciéndoles adiós.
La resignación también es algo fortuito. A esos colonos les ha tocado no resignarse: al frío, al viento, a la soledad…
Con miss Nims y las negras ha preparado recuerdos para todos ellos: bufandas, almohadillas de olor para los roperos, pañuelos bordados, confituras de mora de las islas, mitones y gorros.
Todos están ahí, en la playa. Tendría que ir. Y toca un arpegio. Y una escala. ¿Iré? Y un trémolo. Voy.
Con la caperuza puesta, pesado el paso, la mirada en un punto, avanza.
Se acerca a su marido y lo toma del brazo.
—¿Estás bien? —pregunta él.
—Algo triste. Me había encariñado con esta gente.
—Por eso no debes llorarlos. Tal vez la felicidad de ellos esté en otra parte. La nuestra y la de muchos otros, está aquí.
Un albatros sobrevuela el palo mayor de la Betsie, que cruzará los viajeros al continente.
Varios jóvenes han preparado una serenata de despedida: se alternan los tristes, las milongas camperas, y algunas canciones populares inglesas y alemanas.
Las negras abren los canastos y María y el ama reparten los regalos.
Hay besamanos y miradas huidizas: “Es que tengo a mi madre enferma”. “Pronto mi mujer estará de parto”. “Estos fríos no terminan nunca”. “Si tuviera aquí a mi familia…”
Se van con la disimulada sensación del fracaso, que lastima más que el viento.
Una joven que se marcha con sus padres se abraza a un mozo y promete volver.
Dos muchachas no terminan de separarse. La madre de una de ellas, viene a buscarla. Se la lleva casi a la rastra: “Te escribiré”, le grita su amiga.
Apiñados, los que se quedan parecen multitud. Pero en cuanto se desperdiguen para volver a sus casas y a sus tareas, se notará la pérdida.
Los que parten, firmes contra la barandilla de la goleta, agitan sus pañuelos, saludando.
¿Por qué la vida debía ordenarse en momentos tristes y alegres? ¿Por qué no mezclarlos? María decide improvisar una reunión en el salón grande. En las alacenas nunca faltan los bizcochos. Y desde temprano hierve el chocolate en las ollas.
Hay licor de huevo y de naranjas. Ayer justamente han batido manteca y se están enfriando los dulces. Consulta a Vernet, que aprueba la idea.
Mientras la mayoría hace lo posible por evadir la melancolía, Elisa se empeña en atesorarla. Es mejor ese sentimiento que aquel que le encendió la sangre cuando, en el muelle, vio a Dickson junto a una muchacha muy alta y muy rubia. Desearía no estar ahí, en el salón. Pero carece de excusas; misia María le ha dicho que, con Jacinto haciendo pan en la cocina, y Marta entreteniéndolos con juegos de amasado, los chicos no la echarán de menos. Que disfrute, le dijo, que hay pocas oportunidades en Malvinas y que su canto aplacará tristezas. ¡Justamente ella aplacando tristezas!
El piano suele ser un eficaz quitapenas. María ataca con una polca. La melodía festiva aligera pies y ánimos. Hasta una pareja de granjeros, de gruesas figuras, se atreve a dar saltos: a la derecha, a la izquierda, tomados con firmeza para no caerse. Sus hijos baten palmas y comentan el acontecimiento. Los bailarines, de invariable atuendo oscuro y gesto adusto, parecen estar ausentes. Es como si estuvieran bailando en otro sitio y tuviesen otra edad.
Por efecto de la comida, el licor, y las estufas encendidas, el buen humor se despierta. Y bajo el influjo de la fantasía hasta lo real se disfraza. Ese salón bien podría ser el de un príncipe europeo, el del gobernador de Buenos Aires o el de una famosa cantante… Hay algo operístico en las voces que acompañan a la pianista y en el vaivén de las faldas.
A pesar de haber tenido que ser llevado en andas desde el carro, los ojos de Jon, el marino sin pies, relucen. Y Leonor, con digna placidez, apoya una mano en su hombro.
Elisa, a un costado del aparador, semioculta por una estatuilla de bronce, los contempla, conteniendo el llanto.
Vernet va de aquí para allá. No quiere que nadie se sienta desatendido. Bastante tiene María con su música y su estado. Entonces, echa rápidas miradas a las sirvientas y a las fuentes que se vacían, alienta a los jóvenes a danzar, charla sobre cosechas, pesca, caza, ganado…
Los pensamientos de Elisa revolotean en su voz cuando la reclaman junto al piano. La casualidad ha hecho que la canción escogida por su señora hable de una muchacha engañada. Trata de no mirar hacia donde Dickson y la casi albina se murmuran al oído. Inmóvil, erecta, canta. Es como si su cuerpo buscara la rigidez mientras la música y las palabras, calientes, vivas, se expanden por el recinto.
Mariano, con los ojos reptando por la sinuosa figura del ama, imagina que a ella no le parece poco un peón, que en el saladero lo nombran ayudante principal, y que su familia —que le ha hecho saber que una muchacha sin madre ni dote no es gran cosa— les prepara ajuar y vivienda. Tendría que tener presente lo que todos los colonos comentan y perder esperanza. Hasta el capitán de un buque había dejado rodar por ahí, que si la muchacha no hiciera reparos por la diferencia de edad, él la pediría en matrimonio.
Cuando finalmente todos se marchan, Vernet abraza a su mujer y suspira. Esa velada ha sido más difícil que cavar la tierra y poner postes.