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En los ratos libres, Vernet planta papas chilenas y arvejas. Su recreo es el trabajo en la huerta.

Hace poco contrató a un alemán que estuvo empleado en la quinta de Holmberg —en Buenos Aires— y que ya sembró —en Malvinas— muchas semillas de hortalizas y flores.

Vernet quiere hacer en las islas algo similar a aquella quinta, tan famosa por su extensión y lo avanzado de sus cultivos. Y planea un invernadero para los más delicados. A María la entusiasma la idea de tener flores en su casa, pues hasta ahora sólo llena sus jarrones con las silvestres.

Con Loreto y Brisbane plantaron una alameda que llega hasta el arroyo del puente. Forma una calle muy espaciosa y bonita, piensa María. Ese túnel incipiente les brindará adorno y regocijo.

Un día lluvioso y de mucho viento, el capitán Brisbane, desembarca un arbusto lleno de frutas parecido a la mora, aunque no tan dulce, que crece en Statenland. A María le parece muy bello, con las hojas semejantes a las del arrayán. Por fortuna, trae bastante raíz como para ser trasplantado.

Los capitanes, encargados de buscar especies que pudieran darse allí, andan de recorrida. Esa época es propicia para aclimatar plantas.

Las mujeres, ocupadas en la elaboración de velas, que comienzan a escasear, salen a recibir los árboles como si fueran amigos. Y hablan de ellos con igual entusiasmo. Así intercambian conocimientos. Y se enteran de cómo es la vegetación de sus países.

El capitán Bruks aguarda un día de sol para bajar la leña. Trae también una fruta semejante a la uva y que, según miss Nims, es común en Inglaterra, y muy sabrosa.

Las plumas de color oro de los pájaros niños no son tan bienvenidas. El recuerdo de don Cosme está fresco aún. Así como las recibe, María las esconde de la mirada de sus hijos.

—Desembarcaré dos pájaros niños vivos. En esta estación pueden pasar dos meses sin comer porque es el tiempo en que salen a las playas a poner sus huevos y mudan de pluma —dice Bruks.

—Le agradezco, capitán. Pero los chicos ya han tenido uno y les costó desprenderse de él.

—Tal vez los quieran en el saladero…

—Cuestión de ellos. —María frunce el entrecejo—. Pero aquí no. Lo ideal sería que los regresara a su colonia.

—Mire que son animales sin memoria. Por algo se los llama también bobos. La prueba está en que no huyen de sus depredadores, y hasta rodean las ollas donde los loberos hierven a los ya cazados para extraer su aceite.

Si hay algo que hiere la sensibilidad de María en esta nueva vida es la crueldad con los animales.

Vernet invita a los hombres a un asado. Desde temprano, los asadores están clavados al reparo y en ellos hay ensartadas dos medias reses de cordero y un costillar de vaca para que todos tengan su ración.

Alrededor de los fogones algunos gauchos vigilan las brasas. Otros, más allá, matean.

Gente rara, piensa Bruks. Qué diferentes del dandy porteño con sus trajes ingleses. Estos gauchos llevan el pelo largo y trenzado, como los chinos, y atan los pañuelos con que se cubren bajo la barbilla… Sentados en círculo, y a la luz del fuego, parecen las brujas de Macbeth. El dandy y el gaucho son compatriotas diferentes en un mismo país. No hay diálogo. Apenas un discreto respeto.

Algunos marinos y Vernet ya se han acostumbrado a comer a la manera gaucha, cortando cada bocado de la res con un tajo certero.

Alaban la excelencia de la carne. Los pastizales, cuidados por Loreto, ya muestran sus frutos. La bota de carlón va de mano en mano. Y los vasos de peltre auxilian a aquellos que no saben usarla.

Vernet habla de las piedras que Bruks desembarcara esa mañana y que contienen plomo y otros metales.

—Estas islas no serán sólo ganaderas, ya lo verán.

—Con dinero y científicos, sabrá uno las sorpresas que traerá el futuro.

Evocan el laboratorio de química y la sala de física, que se trajo de Europa a Buenos Aires. Y a los profesores y sabios italianos contratados. Vernet dice que conoció en Hamburgo a Octavio Mossotti, uno de ellos, y que cada tanto hojea “La abeja argentina”, en la que se entera de las novedades y reaviva su espíritu inventor. Grande en cambios y avances, el siglo que les toca vivir. Con la utilización del arsénico, los cueros duran, ya no se tiran más. Y es sabido la fuente de riqueza que ese descubrimiento proporciona a la Argentina…

Al verse rodeado por rostros amables, el gobernador se hace más locuaz. Las grandes olas de los océanos y mares atravesados, alientan su memoria. Ve claramente las costas de Malvinas. También ve otras, lejanas. En todas embarca y desembarca gente. La gente es el misterio. No las piedras; a estas últimas se las puede analizar, estudiar… Vacía la copa y lo embarga una dulce quietud, similar a la que experimenta cuando, en cubierta, se queda contemplando la iridiscente estela que el buque va dejando atrás.