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El paisaje lentamente ha ido entrando en la niebla que se traga todo.

Por la boca viva de la ventana, María intenta adivinar dónde la bahía, dónde los Bruks, dónde el muelle, dónde los pájaros…

Blanca como una pared encalada, dice para sí. Y sigue contemplando esa agrisada blancura con la esperanza, tal vez, de que el sol oculto lance sus haces y dibuje, nuevamente, la línea del horizonte. Por esa línea a veces vaga, recordando antiguas leyendas de mundos planos y con la sospecha de que a pesar de la redondez, hay del otro lado un precipicio. En el océano solía sentir el vértigo de la caída aun en aguas tranquilas. Y ahora, en su cuarto, bien parada sobre sus piernas, vuelve a experimentar el vacío del vuelo y la caída.

Los ojos muy abiertos intentan perforar esa cortina opaca ¿Y si en un día neblinoso como ése fondeara una nave enemiga?

Los afectos, como los Bruks, también van y vienen: el bergantín que trae a Loreto ha puesto proa a Malvinas. Y el de los Nims ya surca mar profundo: primero irán a Buenos Aires, y luego de dos semanas, zarparán rumbo a Inglaterra.

Sobre la repisa hay dos sobres: uno abierto, cerrado el otro. El cerrado, cuyo destinatario —miss Nims— ya no está, ha sido más frecuentado por las manos de María que aquel que abriera con un cortapapeles y cuya lectura hiciera pública porque el agradecimiento del capitán Perrins se extendía a la familia Vernet y a todos los servidores de la casa. Durante unos instantes, aguarda que alguna tarea la reclame. Enumera lo por hacer y sin embargo se queda ahí, aferrada al sobre. La carta que el capitán Perrins le escribiera a miss Nims busca su real destinataria: en cuanto averiguara su dirección se la enviaría. Seguramente Doris estará viviendo su vida. Una la vive igual. Pero qué distinta tal vez sería si la carta hubiese llegado a tiempo. El destino, se dice, mirando en dirección a la bahía.

Mensaje de un inglés a una inglesa… Los compatriotas, tal vez… Regresa a la ventana.

¡Y encima, los peligros de una neblina con pretensiones londinenses!

A pesar de su añoranza por Doris, y la buena amistad que ha hecho con algunos súbditos de la corona, desconfía de los ingleses. Su hermano Domingo, nacido en la Banda Oriental, peleó en las dos Invasiones Inglesas y en la emancipación de mayo, llegando a coronel. Aunque ella es once años menor que él, recuerda la desesperación de los porteños y en especial la de su familia, durante esas épocas de guerra: mil patriotas solamente en Maipú… Su pobre amiga Felicitas había perdido allí a su único hermano. Sí. Hubo que guerrear para emanciparse. Y la patria nueva tiene algo que atrae: los extranjeros que quedaron en Buenos Aires por boda con criollas o, por gusto, se afincaron. Tal vez por eso sus padres aceptaron cuando Luis Vernet, emprendedor comerciante nacido en Hamburgo, la pidió en matrimonio. Por lo menos no es inglés ni español, había bromeado Domingo que, por ser el mayor, solía mirarla paternalmente.

Vuelve a tomar la carta para Doris. ¿Es su imaginación la que la hace ver un trazo diferente en la escritura? Aquilata el peso del sobre: ¿a una sola persona una carta más larga que a toda una familia?

Doris no ha tenido hijos, piensa, y quizás una mujer estéril dé sus frutos de otro modo. La amistad, por ejemplo. Se lleva la mano al pecho y palpa el medallón ausente. Ha tenido muchas amigas, piensa, pero eran amistades de risitas y modales. Recuerda cuando acudía, como otras damiselas patricias, a las misas de diez en Santo Domingo porque allí estaría Monteagudo —personaje con fama de héroe homérico—: algunas se desmayaban ante el aspecto varonil del militar que, según sus subordinados, perforaba el hielo de los lagos cordilleranos para bañarse. Miles de anécdotas se tejían alrededor de él y todas las muchachas, apenas lo veían entrar en el recinto, ocultaban sus rubores con mantillas y abanicos; pero la fiebre de los ojos las delataba. Esas amistades que durante su soltería creyera íntimas, ahora eran sólo el frú-frú de una falda amplia sobre un piso de mármol. Con Doris, hasta el silencio hablaba. Y bastaron unas pocas palabras para que ambas supieran que sus pensamientos no estaban solamente en la pieza de tela que cortaban o en el hilván parejo. Aquel vestido imposible en el clima de Malvinas, aunque no lo cosieran, decía presente en las telas toscas de ahora. Y también la vida de ayer, y la no vivida, ocultaban sus sedosas enaguas debajo de las bayetas.

En la ventana cree ver una raya amarilla. Pero sólo es el resplandor del fuego de la chimenea.

Chato, como sábana extendida, el oculto corazón de la bahía. Chato y humeando nieblas.

Según los que saben, después de niebla intensa, sale el sol. Mejor entonces un día neblinoso que lluvia y viento. Ha visto muchos en Malvinas pero siempre protegida por las paredes sólidas de su casa. Porque tiene a seres queridos en altamar, teme y recuerda aquella tormenta que derribó Bruks y tablados frente a Nuestra Señora del Pilar. Aquel polvo llegó a ser tan espeso, que oscureció todo. Ella quisiera un eterno día claro y con viento a favor que llevara a buen puerto a las goletas. En especial aquella que trae a Loreto.

Gregoria le diría que no debe mirar tanto el mar, los que lo encrespan son los “negros del agua”, los cambá-i, le dicen los indios.

Luis interrumpe sus pensamientos tormentosos para decirle que, por el temporal en Fuerte Protector, el buque de Loreto no pondrá proa a Malvinas hasta que amaine.