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El médico, un hombre enjuto de ojos pequeños tras los cristales de sus lentes, baja desde los altos. María oye el crujido de la escalera y le suena a lamento.
—¿Y, doctor? ¿Cómo encontró a Julia?
—Como sospechábamos, es tisis. Me temo que el desenlace es inminente.
—Pero por lo menos…, algo habrá para aliviarle el sufrimiento…
—He traído cortezas de sauce para las fiebres, y una mixtura de yerbas que calma la tos. Aconsejo que la alimenten bien y le den muchas infusiones con miel. Si el verano no estuviera lejos, el sol ayudaría. En Buenos Aires se los manda a tomar el aire de las sierras.
—El sol es tan esquivo, aquí, doctor. Y con las colinas no alcanza…
—Sin duda. He comprobado el fuego que hay en la chimenea; manténgalo así.
El doctor Eustaquio Méndez, de buen talante, acepta el convite: un licor y confituras de anís. Después, hará una recorrida por las Bruks de los negros para ver si hay alguno enfermo. No sea que, por imprevisión, tuviera que regresar pronto; estos viajes a Malvinas, durante el invierno, no son nada fáciles. Él ya tiene treinta y seis años y no es lo mismo que cuando era mozo. María le comenta su preocupación porque Malvina está fastidiosa y llora cuando se le aprietan los oídos.
—Póngale unas gotas de aceite caliente y no la saque sin cubrirle las orejas. A propósito, doña María, ¿cómo anda el gobernador? Por lo visto, atareado con esos norteamericanos. Mándele mis respetos.
El doctor sale apresuradamente, maletín en mano y con las solapas levantadas, al frío de la tarde. Por la ventana, María lo ve alejarse hacia las Bruks, un hombrecito cada vez más pequeño que resalta en la blanca planicie. Luego, volverá a comer con ellos.
En la bahía, semiocultos por la nevisca, se mecen los navíos: la Betsie y la intrusa Harriet. Imagina, más atrás, aquella goleta que naufragara a la entrada de la bahía, antes de que ellos llegaran. Ese dedo oxidado, la Ucrania, sigue apuntando al cielo. María levanta la vista; sólo ve una cortina sucia hecha de lluvia y nieve, que va robándole poco a poco el paisaje. También sus ojos están velados: su pobre negra, agoniza.
Con la capa de seda orlada con finos bordados, uno de sus tesoros que saca del arcón, María sube. Pisa cada escalón con premeditada lentitud. Parece un paje llevando el almohadón de su señora. La enferma, como una desdichada reina africana, no abandona el lecho desde hace más de dos meses.
Aunque las velas de olor perfuman y Gregoria se encarga del aseo de Julia y del cuarto, huele a alcanfor y a muerte. Los jarabes y ungüentos, dispuestos sobre una carpeta muy almidonada son, junto a la jarra de agua, un vaso, y dos cucharas, el único adorno, además de los contradictorios objetos de culto: un crucifijo, y una higa tallada en madera oscura para espantar los malos espíritus.
Es el turno de Domitila, la negrita del mate, que no cesa de cumplir las órdenes del doctor. Y tanto está poniéndole paños en la frente, como untos en el pecho.
—Julia, te traigo esto para que cuando recibas a las visitas estés linda y abrigada. —María extiende la capa sobre el quillango que cubre la cama. La prenda resplandece a la luz del fuego.
—¡Es muy bella, misia María! ¿Pero no recuerda que los negros tenemos prohibido usar sedas, orlas y perlas?
—Eso será en Buenos Aires. Aquí la ley dice —sonríe— que sí puedes usar cualquier prenda que quieras. No es ley escrita, pero vale lo mismo.
La negra sabe —piensa mientras baja la escalera: ella le ha dicho que vio morir a otros que escupen sangre. Y hoy, ha manchado su pañuelo.