27

Hay pocas velas encendidas; los días son más largos pero ya se deja sentir la oscuridad de la noche.

María, en la tranquila penumbra del cuarto, se acerca al candil. Sería oportuno escribirle a su madre. Vernet no regresará hasta el día siguiente; miss Nims se ha retirado temprano; un té sedativo, buena lectura… A María le agradaría ser tan metódica para sus actos, aunque cierta complacencia adolescente cuando improvisa, la hace sentir más viva.

Los niños, con la cercanía del verano, a veces se ponen insoportables: creen que toda esa agua, toda esa inmensidad, ha sido creada para que ellos brinquen a su antojo. Por suerte ya duermen y el ama vigila su sueño.

Querida madre:

El año 1829 pronto se acabará y con el nuevo…

Otro domingo de baile y bulla. Se acerca a la ventana, mira la luna y escucha.

Es como si las puertas no estuvieran cerradas. El suelo parece moverse bajo sus pies y eso le provoca un dichoso desasosiego.

Se meterá en la cama. Un licor de naranjas y un libro de poesías harán buenas migas con esa luna redonda y su vientre caprichoso.

Con su amplio camisón de cintas al cuello y las sábanas almidonadas, parece una joven princesa. Sonríe: nadie es joven ya con tres hijos y uno por venir.

En la mesa de luz, sus compañeros la aguardan: un sorbo y un poema que serán como la caricia del hombre ausente.

Ignorará los ruidos. Ignorará la fiesta. El calor y el color también reina en los dulces sueños.

Más allá, en otra cama, Elisa aguarda. Está vestida, pero se siente desnuda. Nadie desnudo saldría a la intemperie y a esas horas. Pero ella sí, se lo ha prometido a Dickson.

—Iré —le dijo.

Entonces irá.

Aparta las sábanas. Se sienta en el borde del lecho. Se calza. Se pone de pie.

Sofía se agita en su cama. ¿Y si despertara? Desecha sus prevenciones. Él la espera.

Al atravesar la galería, se dice que entre ella y los negros que bailan en el galpón hay una gran distancia: ellos son como una familia; ella está sola. Piensa en su padre con remordimiento. Y en misia María. Pero el recuerdo del sudor del caballo al que Dickson había traído ayer al galope y su sudoroso pedido, la hacen correr sin remordimientos.

—Dame un beso —le pide, apenas ella entra en el sitio donde se almacena el forraje.

La negra Gregoria había dicho que los truenos son lamentos de almas en pena. Pero aquello que truena en su cuerpo no tiene pena y tal vez no tenga alma. Es una explosión. Igual que ver aparearse las fieras. Igual que imaginar entre sábanas sudorosas. Igual que la rebelde mano que, ajena a su voluntad, en las interminables noches, la explora, la encuentra, la soba. Sólo que ahora no son suyas las manos. Ni propio el aliento. O tal vez sí. ¿Quién podría decir de qué boca parte el gemido, de qué corazón ese latir, de qué secreciones los jugos? Oler. Tocar. Y no ver. Cegada por la oscuridad y por aquello más oscuro aún que la atormenta —la posibilidad de la preñez—: todo, murmura, pero ahí no. Más que pudor, más que decencia, es miedo: al parto, a la soledad, a la muerte… Su madre, que ella matara al nacer, se lo ha advertido en las pesadillas. Entonces lo aparta. Y cuando él la sujeta hasta lastimarla, y la pierna de ella se libera y golpea ahí, donde ha visto golpear a los hombres en peleas desleales, y escucha que él le dice, perra, aprovecha para salir, veloz, sin resuello.

¿Y si la siguiera, se metiera en la casa, despertara a su patrona…?

El sonido visceral del candombe crece, se encabrita.

La salvación está ahí, en ese sexo sin pecado, en esos rojos sin sangre, en ese baile sin mesura. Ese ritmo la llevará por sobre el abismo. Por sobre la culpa. Y volará por sobre la sorpresa que causa el ama ahí, en medio de un domingo que se despide y comienza a ser lunes: de labores, de sí misia María, de sí patroncitos. A bailar, Elisa, a buscar la complicidad de los negros que juran que no, no dirán nada.

Porque entienden que sin meneos de caderas, sin miradas a lo alto y a lo bajo, sin plantas ni palmas gozosas, la vida sólo es trabajo, pena, hartazgo…

¿Cómo hará Leonor con su amante sin pies?, se pregunta Elisa mientras los suyos brincan y recuerdan cómo fueron, rápidos, al encuentro de Dickson. Dickson: boca de miel, piel de fuego, manos de lobero. Pero ella esquivó el garrote, la sangre. Su humanidad entera se negó a ser colgajo del hombre que dejó de serlo cuando ella le pidió que no ahí. Ahí no.

Quisiera ser invisible.

Siente que por su carne protestan las mujeres. Todas: hasta las muertas. El lenguaje de la música le ha permitido gritar que el amor no es supremacía, ni castigo, ni insultos. Perra, le han dicho. Perra se siente. Y en cuatro patas quisiera entrar en el dormitorio del cual saliera en dos. Sin pies es el hombre que ha elegido la “ninfa de las bolsas de azúcar”, pero seguro con alma. Por algo Leonor acepta ser los pies de él. También ella aceptaría ser los ojos y oídos de su amado. Pero no su presa. Tantos seres con alas en las islas. Y ella con tan poco vuelo.

Le parece una debilidad indigna la que la detiene junto a la puerta que debe abrir.

La niñez, ajena aún a los tumultos del cuerpo —que siguen reclamando la pesada levitación del deseo— tampoco se desvela con los llantos del ama.

Bajo los cobertores, Elisa se despide de la que fuera. Ha visto en las sombras los riesgos de la pasión. Y sabe que, a pesar de la reciente lucha, querrá volver a mirarla a los ojos.