La historia se repite, aunque muchos la olviden, pues es tozuda y tenaz y persistente. Lo del libro electrónico no es la primera vez que pasa. Ya hubo otras grandes revoluciones. La escritura ha ido cambiando de formatos a lo largo de la historia. No es nuevo. Realmente lo nuevo muchas veces coincide con lo olvidado. Es una lástima que la Historia (con mayúscula) no se transmita genéticamente. Avanzaríamos más, más rápido y mejor. Pero divago.
En mi última novela, Los asesinos del emperador, muchos lectores ya han detectado ese guiño que hago desde el siglo I d. C. al libro electrónico del siglo XXI: el veterano senador Marco Ulpio Trajano, padre de un joven e impetuoso adolescente del mismo nombre que luego será emperador, lleva precisamente a su hijo por las bibliotecas de Roma en busca de unos textos de Julio César y Homero; pero las bibliotecas han sido dañadas por varios incendios en la reciente guerra civil y aún están en obras:
—Las mejores [bibliotecas] están aquí, en la colina del Palatino, pero veo que también ha hecho estragos el incendio. —Trajano padre no había estado en la gran ciudad en los últimos cuatro años y era obvio que estaba indignado por la magnitud de aquel horrible incendio que tantos edificios había destruido por completo o dañado en gran medida—. Ahí está el templo de Apolo, y a su lado… —un breve silencio; el edificio contiguo estaba semiderruido—; a su lado estaba la Biblioteca Palatina. —De aquel antiguo centro del saber quedaba poco, demasiado poco. Miró alrededor y echó a andar de nuevo de regreso al foro—. Iremos a una de las bibliotecas que levantó el emperador Tiberio. No son tan buenas, pero quizá allí encontremos lo que busco para ti.
Las bibliotecas de Tiberio, aunque no destruidas, también estaban cerradas al gran público; uno de los trabajadores que estaba reparando el edificio le aconsejó a Trajano padre que se olvidara de las del centro y que acudiera a la gran biblioteca levantada por Augusto en el Campo de Marte, la que todos conocían con el sobrenombre de Porticus Octaviae.
Y hacia allí se encaminarán entonces Trajano padre y su joven hijo. En el Porticus Octaviae conocerán a Vetus, un viejo bibliotecario que, no obstante, también decepcionará a Trajano padre, pues le negará la posibilidad de sacar de la biblioteca los libros que quiere:
—Quiero la serie de rollos que contienen el Commentarii de Bello Gallico y el Commentarii de Bello Civili de Julio César para poder encargar a un escriba una copia de los mismos. […] Me consta que estos textos se prestan para estos fines.
Vetus inspiró aire despacio.
—Eso era lo habitual, sí, hasta el incendio, pero con varias bibliotecas dañadas se ha restringido el servicio de préstamo hasta que podamos hacer copias de todos los volúmenes relevantes para reintegrarlos cuando éstas hayan sido restauradas. Puedo permitiros consultar los textos que deseas aquí en la sala, pero no, por el momento, el préstamo.
Vetus observó que la indignación, una vez más, hacía presa de aquel senador que se expresaba con un fuerte acento hispano; podía dejarlo allí y que uno de los esclavos se ocupara en recibir sus quejas, pero hacía tiempo que no entraba nadie allí con el valor, incluso con la imprudencia, de criticar la mala gestión imperial de las bibliotecas en los últimos años; aquel Trajano era como una bocanada de aire fresco y puro en la corrompida Roma. Miró al adolescente, un joven fuerte y de mirada viva, que callaba junto a aquel alto oficial del Imperio.
—¿Las copias eran, entonces, para el muchacho? —preguntó.
—Así es —confirmó Trajano padre—. Hemos venido desde Hispania y quería regalárselas, pero veo que todo parece ponerse en mi contra.
—Son un excelente regalo para un joven que, sin duda, aspirará a ser un gran legatus algún día, ¿no es así?
El joven Trajano asintió sin decir nada al sentirse directamente aludido por aquella pregunta.
Así, el veterano bibliotecario terminará sugiriendo a Trajano padre que adquiera esos volúmenes en algunas de las nuevas librerías de la ciudad, y pasa a comentarle los diferentes libreros que hay y qué tipo de libros venden:
Vetus se permitió posar su mano sobre el brazo del senador y acompañarlo a la puerta de salida mientras le explicaba todo lo necesario.
—Está Trifón, tiene copias de todo, son baratas pero la calidad de sus escribas y del papiro que usa no son las mejores; luego está Atrecto, con él la calidad está garantizada, incluso el lujo. Atrecto es siempre una buena opción. Si vais a viajar, que imagino es lo más probable, de regreso a vuestra patria, lo ideal es algo muy nuevo que sólo vende Secundo: se trata de textos, los textos de siempre como los que buscáis de César o de Homero, pero copiados no sobre papiro sino sobre pergamino, más resistente, pegados por un lateral, como un códice de tablilla, en lugar de juntando luego las hojas en rollos; así se escribe por ambos lados del pergamino y en mucho menos volumen puedes tener los dos textos. Es una gran idea, pero muy cara; hay quien dice que un día esos códices reemplazarán por completo a los rollos, pero yo no lo creo posible, se perdería ese placer especial de desenrollar poco a poco el texto; es absurdo. Bueno, el caso es que para viajar son útiles los códices de pergamino, eso lo reconozco, y aunque sean caros no creo que el dinero sea un inconveniente para el senador Marco Ulpio Trajano.
Y no, el dinero no era un problema para aquel veterano senador hispano, que se hará con esos textos para que su hijo aprenda estrategia militar con Julio César y griego con Homero. Pero el viejo Vetus se equivocaba: el pergamino reemplazó, lenta pero progresivamente, al papiro; y el códice, el formato libro que conocemos hoy día en papel impreso, fue el soporte de poemas y novelas durante siglos. Ahora ha surgido un nuevo formato. Muchos periodistas me preguntan:
—¿Qué piensa usted del libro electrónico? ¿Cree que acabará con el libro impreso?
No soy augur romano, pero, a riesgo de equivocarme, me pronuncio alejado del dogmatismo del bibliotecario Vetus, pero distante también de aquellos que predicen la rápida desaparición de un formato que tiene siglos de existencia. También se predijo que la televisión acabaría con la radio y, que yo sepa, la radio sigue ahí. Es un potente medio de comunicación que se ha reinventado. Nadie pensó que uno puede conducir y escuchar la radio, o recoger la cocina y escuchar las noticias. Es más difícil, cuando no imposible, hacer esas y otras actividades viendo la tele. Y la radio, además, ofrece otras cosas diferentes a la televisión. Del mismo modo pienso que el libro impreso tiene unos espacios que el libro electrónico tiene difícil ocupar: ser regalo, ser el objeto fetiche que firma el autor preferido o ser lectura en lugares donde el objeto puede estropearse o perderse, como la playa, donde no nos importa un poco de arena en una edición de bolsillo de un libro, pero donde entraríamos en pánico si esto mismo pasara con nuestra recién adquirida tableta electrónica. Además, si te roban el lector, igual se llevan con él toda tu biblioteca. ¿Que podemos tener copias de seguridad? Es posible, pero, al final, como con las fotos digitales, terminamos teniendo menos fotos que enseñar porque la batería de tal o cual dispositivo no va o porque tal o cual otro dispositivo no lee el formato en el que tenemos las fotografías del último viaje. Quizá algo del bibliotecario Vetus sí que tengo en mí, es posible, pero de veras pienso que la transición será más larga y más compleja de lo que muchos piensan. Cierto es que el libro-regalo también puede ser reemplazado: podemos regalar un archivo, como podemos regalar una cantidad de dinero con una tarjeta de un centro comercial para que el agasajado se compre lo que desee, pero, de momento, ni en navidades ni en los cumpleaños se regalan sólo una serie de tarjetas o archivos, sino que a la gente le sigue gustando recibir y regalar objetos tangibles. Un libro, en muchas ocasiones, es más duro de pelar, ante el sol o el frío o la lluvia, que un dispositivo electrónico, y aún sigue siendo, para muchos, más apetecido. El libro electrónico, no obstante, crecerá en cuota de mercado en los próximos años, sin duda alguna, pero sigo pensando que durante varios decenios como mínimo coexistirá con el libro impreso. Ah, y también existe la posibilidad de que, antes de que el libro electrónico se consolide, aparezca algún otro formato que nosotros aún somos incapaces ni tan siquiera de imaginar, porque esto de la tecnología, ya se sabe, va muy rápido.
Y queda, por fin, un formato del que nadie se acuerda en esta disputa sobre diferentes formas de leer: el libro 3D. Es un formato impactante: los personajes se mueven delante de ti no como si fueran personas de carne y hueso, sino que en efecto lo son; se mueven y dan vida a las palabras del texto con pericia experimentada, con un realismo tal que parece que lo que lees no lo lees sino que lo vives. Es un formato que tiene más de dos mil quinientos años de historia y, siempre en crisis, siempre al límite, pese a todo y pese a todos, sobrevive y sobrevivirá al libro electrónico. Se llama teatro.
De igual forma que sobrevivirán otras formas de narrar, otras formas de leer historias. ¿O es que unos agotados padres no reciben como agua de mayo a aquel cuentacuentos ingenioso que sabe entretener a sus hijos en un centro comercial o en una lluviosa tarde fría de un pueblo, ya sea con su voz o con títeres? Y es que, por encima de formas y formatos, más allá de los rollos de papiro, los libros de papel o los lectores electrónicos, está la perenne pasión del ser humano por que le cuenten historias.
Igual que nos pasa con la rueda o el fuego, el arte de narrar, de contar relatos, de referir un cuento, se retrotrae a tiempos más allá de nuestra memoria, más allá del momento en el que empezamos a transcribir lo que nos acontecía en el devenir de la existencia humana. El escritor italiano Valerio Massimo Manfredi lo tiene muy claro y yo comparto su opinión punto por punto: un día un periodista le preguntó a Manfredi, hablando, cómo no, de novela histórica:
—¿Qué fue primero, don Valerio, el cuento o la historia?
Manfredi sonrió.
—No lo dude: el cuento.
La historia es memoria y tenemos memoria colectiva desde que anotamos lo que nos sucede, pero más allá de la historia, mucho antes, seguramente en alguna cueva del paleolítico, un hombre dejó perplejos a los miembros de su tribu con un relato sobre una cacería; o quizá fue una mujer con un cuento que se inventó sobre las nubes y las estrellas para calmar el miedo de un niño.
Allí empezó todo.