Estoy sentado en la terraza de un pequeño café que lleva el esperanzador nombre de Il·lusió [Ilusión], justo en una esquina del cruce entre la avenida Pérez Galdós con la calle Àngel Guimerà en la ciudad de Valencia. No creo que nadie de los que caminan por estas calles, rápidamente, agobiados por el tiempo y por la vida, piense en los premios Nobel de Literatura que pudieron ser y no fueron. Se trata, además, de un cruce de avenidas algo desabrido: muchos coches y bastante contaminación, circunstancias que no invitan al reposo y la reflexión. Desde mi mesa, mientras saboreo un buen café con leche que ayuda a compensar el entorno, puedo ver el paisaje atestado por ese pálpito permanente de un tráfico urbano incesante. Se puede ver una tienda de bisutería, un centro de manicura, un bar, una boutique, una entidad bancaria, una casa de comida para llevar y una inmensa torre de telecomunicaciones que completa el escenario a modo de gran guinda tecnológica.

Me levanto y cruzo la calle. Hay unas placas verdes que indican la dirección para encontrar los números 76 al 14 de la calle Àngel Guimerà y los números 86 al 128 de la avenida Pérez Galdós. ¿Y Harald Hjärne? Faltaría una tercera calle que se cruzara con estas dos para completar la historia, pero supongo que ya es suficiente casualidad que aquí en Valencia la calle Àngel Guimerà termine justo en la avenida Pérez Galdós, porque es por casualidad, ¿verdad?; ¿o no? Es posible que la gente que transita por aquí nunca repare en esta curiosa ironía del plano de Valencia.

Me explicaré: la historia de los premios Nobel de Literatura se remonta a 1901, cuando el francés Sully Prudhomme inauguró la lista de premiados de mayor prestigio en el mundo de la escritura. En los años siguientes, un alemán y un noruego obtuvieron el premio. Hasta ahí todo bien. El conflicto empieza luego. La Academia Sueca quería conceder premios Nobel a algunas literaturas de lenguas latinas que estaban en recuperación a principios del siglo XX, y los nombres de Frédéric Mistral, occitano, y de Àngel Guimerà, catalán, sonaron con fuerza, pero las presiones desde España forzaron a que la Academia Sueca concediera el premio de 1904 ex aequo a Mistral por un lado y a Echegaray por otro, este último en lugar de Guimerà. La Academia de Bellas Artes de Barcelona reaccionará entonces con energía y propondrá durante los próximos diecisiete años y de forma ininterrumpida la candidatura de Àngel Guimerà para el Premio Nobel de Literatura. Desde la Real Academia Española, sin embargo, se favorecieron las candidaturas de Menéndez Pelayo primero y de Benito Pérez Galdós después. La división de las propuestas que llegaban desde España, pues así era percibido por la Academia Sueca, no favorecía nunca las propuestas de nuestro país; y así escritores europeos de Polonia, Bélgica, del Imperio alemán, Reino Unido, Italia, y hasta un famoso escritor de la India (Tagore), obtuvieron el muy anhelado galardón. Los años van pasando y llegamos a 1916. Una vez más desde España se insiste en Galdós, por un lado, y en Guimerà, por otro. Harald Hjärne, presidente de la Academia Sueca en ese año, parece decantarse, por fin, por Galdós, por su impresionante obra de los Episodios nacionales, sin que eso vaya en demérito de la valía de Àngel Guimerà. Además, no hay que olvidar que Harald Hjärne era historiador en la Universidad de Uppsala. Quizá a su influencia debemos también el Premio Nobel al gran escritor polaco de novela histórica Henryk Sienkiewicz, de quien siempre está bien recordar su épica Quo vadis, inmortalizada por el grandioso Hollywood y que la televisión suele programar en Pascua. Nunca está de más volver a verla. Peter Ustinov como ese Nerón delirante realiza una actuación memorable.

Pero volviendo a 1916, cuando Hjärne empieza a emitir informes en los que recomienda al resto de la Academia Sueca a Benito Pérez Galdós, desde España llega no sólo la propuesta alternativa de Àngel Guimerà, apoyada una vez más por el Círculo de Bellas Artes de Barcelona, sino que también se remiten numerosos escritos y críticas de los enemigos políticos de Galdós, y eso que don Benito, pese a su ideología progresista, fue hombre ajeno a dogmatismos y se declaraba amigo de personas tan alejadas de cualquier izquierdismo como el propio Menéndez Pelayo o Antonio Cánovas del Castillo, con los que compartía animada tertulia en Madrid. Fuera como fuese, ante un país que pedía el Nobel con sus instituciones divididas en derechas, izquierdas y nacionalismos, el sueco se hizo precisamente eso, el sueco, y dio el Premio Nobel de Literatura de 1916 a un sueco, y en 1917 a dos daneses, a nadie en 1918 por causa de la primera guerra mundial, y a un suizo en 1919.

Me puedo imaginar al anciano Galdós o al propio Àngel Guimerà escuchando aquellos nombres que algún amigo o familiar les leería, en especial a don Benito Pérez Galdós, que estaba quedándose ciego.

—Don Benito, este año se lo han dado a Verner von Heidenstam.

—Ya, bien. Será bueno —diría don Benito.

—Dicen que es poeta y novelista. Creo que el periódico hablaba de que tenía una novela histórica sobre Suecia, pero no estoy seguro.

—Bueno. Bien está. Pero ahora sigue leyéndome Oliver Twist. Dickens sí que es bueno de veras —respondería don Benito, que disfrutaba escuchando pasajes de sus grandes autores favoritos, como el propio Dickens, Cervantes o Shakespeare.

Y al año siguiente.

—Don Benito, este año el Nobel se lo han dado a Karl Adolph Gjellerup y Henrik Pontoppidan.

—¿Y éstos quiénes son?

—Daneses.

Y al año siguiente.

—Don Benito, este año se lo han dado a Carl Spitteler.

—¿Danés? —preguntaría Galdós.

—No, suizo —le responderían—. Un poeta.

Y don Benito asentía y callaba. Y así hasta su muerte.

En 1920, don Benito Pérez Galdós falleció. Guimerà aún seguiría esperando pacientemente.

Aquest any l’han donat a Knut Hamsun [Este año se lo han dado a Knut Hamsun] —le dirían, y don Àngel Guimerà escucharía y aguantaría. Eso sería en 1920.

Al año siguiente le contarían que el Premio Nobel de Literatura iba a parar a manos del francés Anatole France. Y en 1922 el que lo recibiría sería el español Jacinto Benavente. Àngel Guimerà iba cayendo en el olvido de una Academia Sueca que tenía sus miras puestas ya en otras literaturas. En 1923 el premiado sería William Butler Yeats, abriendo el camino a los premios Nobel irlandeses que ya he referido en otro de estos episodios.

En 1924 don Àngel Guimerà falleció.

Ninguno de los dos, ni Galdós ni Guimerà, obtuvo un reconocimiento que, en mi opinión, con estilos literarios diferentes e intereses diversos, ambos merecían sobradamente. La desunión institucional y política propia de nuestro país hizo que sus oportunidades, es decir, nuestras oportunidades, se perdieran.

En una dinámica diferente hay que enmarcar el proceso contrario, en el que, por ejemplo, la Generalitat valenciana financió la puesta en escena de Los intereses creados del Nobel Benavente, madrileño, durante la temporada teatral 2011 en una magnífica producción dirigida por el actor valenciano Pepe Sancho. La obra cosechó, una vez más, un gran éxito de crítica y público, y la de 2011 es una puesta en escena que me permito recomendar a quien no pudiera verla, en caso de que la obra vuelva a representarse en Valencia o en cualquier otra ciudad española. Y es que en la literatura de verdad no hay tantas fronteras. Los escritores se respetaban entre sí: Echegaray traducía a Guimerà del catalán al español a la par que apreciaba enormemente a Galdós, pero las instituciones fallaron. En lugar de proponer conjuntamente a un autor y luego a otro, la división condujo a que ni Galdós ni Guimerà obtuvieran el Nobel.

Y ahora aquí están en Valencia estas dos calles, dos grandes avenidas, la de Pérez Galdós y la de Àngel Guimerà, cruzándose eternamente en este enclave donde el tráfico de la ciudad fluye constante sin detenerse un solo momento. Me pregunto si el hecho de que estas dos calles se cruzaran fue realmente una inocente casualidad del destino o un guiño irónico que algún urbanista de la capital del Turia quiso dejarnos para la posteridad.