34

Nos instalamos en el rincón, en una mesa redonda decorada con velas.

—¡Oh, Mischa! Qué alegría verte —exclamó Joy.

Seguía siendo una mujer hermosa, con una cara suave y regordeta aunque surcada por finísimas arrugas, como un pañuelo de papel muy usado. Pero irradiaba felicidad y una bondad que resultaba patente en la ternura de su mirada.

—¡Qué guapo eres! Sabía que te convertirías en un hombre atractivo.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté. Me parecía increíble que nuestros caminos se hubieran vuelto a cruzar—. Quién iba a decir que volveríamos a vernos.

—Es mi escapada anual —dijo, riendo como una chiquilla—. Una vez al año dejo a mi marido y vengo aquí una semana para recordar a mi prometido, que murió en la guerra.

—Lo recuerdo. Un día te vi llorando y me llevaste a tu habitación para enseñarme su foto.

—Billy Blake. Sabes, Mischa —añadió, bajando la voz—, para mí sólo ha existido un amor en mi vida. Oh, he sido feliz con David, es un buen hombre. Pero Billy fue mi gran amor y no quiero olvidarle.

—¿Lo mataron aquí?

—Liberó el pueblo y fue el primero en llegar al château. Al día siguiente me escribió una carta, la última que recibí. Poco después murió en combate.

—Es una lástima que muriera un buen hombre.

—El mejor. Pero basta de hablar de mí.

El camarero se acercó a la mesa y esperó nuestras indicaciones. Elegimos rápidamente los platos y el vino, deseosos de seguir conversando.

—¿Por qué has venido tú?

Me sentía feliz de poder contarle mi vida. Después de todo, hacía muchos años que nos conocíamos y guardaba un buen recuerdo de ella.

—Todo empezó con la muerte de mi madre. Murió de cáncer.

—Lo siento muchísimo.

—Llevaba año y medio encontrándose cada vez peor, pero, típico de ella, no quería médicos a su alrededor, no quería que metieran las narices en su vida. Así que se dejó morir lentamente, escondiendo la cabeza en la arena, fingiendo que no pasaba nada. Me temo que yo soy como ella. Cuando me puse a ordenar sus cosas descubrí que lo guardaba todo. No sé si lo sabías, pero mi padre fue el oficial alemán que requisó el château durante la guerra. Mi madre había trabajado al servicio de los dueños, y siguió allí después de que Gustave Rosenfeld muriera en la guerra y toda su familia, mujer e hijos, fuera llevada a un campo de concentración.

—¿Eran judíos?

—Sí. Mi madre tenía la esperanza de que volverían cuando acabara la guerra.

—Pero no volvieron, por supuesto.

—No. Ella se enamoró de mi padre y se casaron en secreto. Yo nací el año cuarenta y uno. Después de la guerra mi madre fue duramente castigada por colaboracionista, y entonces fue cuando yo perdí la voz.

—Ahora lo entiendo. Pobre chiquillo, qué terrible. ¿Y qué fue de tu padre?

—Murió en la guerra.

—Como mi pobre Billy.

—Tengo algún recuerdo de él. —Hurgué en el bolsillo y saqué la pelota de goma—. Me dio esto. —Joy miró la pelota con atención.

—¡Dios me ampare! ¿La has guardado durante todos estos años?

—Es un lazo que me mantiene unido con él. Soy un tonto sentimental.

—Oh, no es cierto. Yo también guardo cosas. Tengo una caja entera llena de recuerdos de Billy: programas de teatro, billetes de autobús, flores que me regaló y que yo he secado entre las páginas de un libro, cartas que me envió durante la guerra. Todavía las leo de vez en cuando. Me ayudan a recordarle y a sentirle cerca de mí, como tu pelota de goma. No me asusta la muerte porque sé que él estará esperándome. Para serte sincera, es una idea que me emociona, incluso.

—Me parece que tendrás que esperar muchos años.

—Me estoy haciendo vieja, Mischa.

—No pareces vieja en absoluto.

—Esto es porque ves más allá de las arrugas a la mujer que fui hace cuarenta años, pero ya tengo casi setenta años. Nunca pensé que los años iban a pasar tan deprisa. La vida es realmente muy corta. —Exhaló un suspiro y tomó un trago de vino—. Así que has venido para recordar viejos tiempos.

—En cierto modo, sí.

Joy me miró fijamente.

—¿Eres feliz, Mischa?

—Ahora sí. Es una larga historia.

—Cuéntamela, cuéntamelo todo. En realidad, tengo cierto derecho a saberlo —bromeó—. Al fin y al cabo, yo fui tu primer amor.

Me reí y le tomé la mano.

—¿Lo sabías?

—Claro que lo sabía. Te ruborizabas cada vez que me veías, y me seguías a todas partes como un cachorrito. Siempre estabas escondiéndote detrás de la silla que había en el piso de arriba. Todavía sigue ahí, y me acuerdo de ti cada vez que la veo. Aunque ahora eres demasiado grande para esconderte detrás de esa silla.

—No sólo fuiste mi primer amor, sino también la primera mujer que me rompió el corazón. Me quedé destrozado cuando te fuiste.

—Yo también estaba muy triste. No quería dejarte. Eras el hijo que no tuve.

—¿Tienes hijos ahora?

—Sí, cuatro chicas, ningún hijo varón. —Me apretó la mano—. Siempre quise tener un chico rubio con ojos azules. Billy era rubio, y yo estaba convencida de que tendríamos un hijo. Pero no pudo ser. De todas maneras tengo nietos, y estoy como loca con ellos.

El camarero nos trajo el primer plato y empezamos a comer.

—Cuéntamelo todo, desde que os fuisteis de Francia. Supongo que tu madre quería empezar de cero en un sitio donde no conocieran su pasado.

—Creo que así fue —respondí, aunque no podía evitar preguntarme si no se había visto obligada a huir a causa del Tiziano—. Se enamoró de un norteamericano que se alojaba en el hotel, y nos marchamos con él a Nueva Jersey. Él fue mi segundo amor.

Y así le hablé a Joy de Coyote, de la Tienda de curiosidades del capitán Crumble, de Matías y María Elena, de la noche que entraron a robar. No mencioné el nombre propio de Coyote. Sin saber por qué, algo me decía que fuera prudente. Joy me escuchaba fascinada y emocionada. Le hablé también de la época en que entré en una espiral de violencia, bandas callejeras, navajazos y autodestrucción.

—¿Cómo saliste de eso? —me preguntó.

—Cuando has tocado fondo, sólo puedes subir.

—¿Lo lograste tú solo?

No quería hablarle de mi pelea en el aparcamiento, así que me referí a una época un poco anterior, cuando empecé a entender el sufrimiento que le causaba a mi madre.

—No —respondí—. Vi lo mucho que esto le dolía a mi madre. Yo la culpaba de la desaparición de Coyote. Pensaba que era todo culpa suya, y quería que reaccionara. Una noche volví a casa muy tarde, borracho, hecho una verdadera desgracia, y la vi bailando sola en su habitación con la música que solía poner mi padre. Solían poner el gramófono y bailar juntos, mientras yo miraba y aplaudía feliz. Bien, pues aquella noche mi madre bailaba como si estuviera con mi padre, una mano sobre el hombro y la otra en la mano de él. Levantaba la mirada hacia él imaginado rostro de mi padre y tenía los ojos llenos de lágrimas. Nunca lo olvidaré. Al momento se me pasó la borrachera, me tiré al suelo y me puse a llorar también. Por una vez dejé de pensar en mí mismo y en lo que había perdido, y pensé en las desgracias que había tenido que sobrellevar mi madre. Estaba sola, los dos hombres a los que amó habían desaparecido. Era una paria en su propio pueblo, y su familia la había repudiado. Había tenido que soportar pruebas mucho más duras que yo, y nunca había dejado de quererme. A pesar de la rabia que mostraba, de las cosas horribles que le gritaba, de berrinches y arrebatos de cólera, nunca me cerró su puerta ni su corazón. Al día siguiente me levanté dispuesto a cambiar. Nunca miré atrás, y no volví a usar los puños. Ninguno de los dos dijo nada al respecto, pero volvimos a ser amigos.

Luego le hablé de Claudine, y Joy me escuchó con simpatía, sin juzgarme. En realidad, me animó.

—Si es tu gran amor, Mischa, haz lo que te dicta tu instinto. La vida es demasiado corta para no vivirla a fondo.

—Me marcho mañana.

—Lamento que te vayas. Tal vez podamos volver a vernos en Estados Unidos.

—Me gustaría mucho.

Joy me tomó de nuevo la mano.

—También a mí.

Aquella noche estaba tan emocionado que no podía dormir. Joy Springtoe había vuelto a mi vida y Claudine había accedido a acompañarme a Estados Unidos. En cuanto le concedieran el divorcio, nos casaríamos. Me encantaba la idea de vivir con ella. Había vivido muchos años sin echar raíces, pero ahora compraría una casa donde pudiéramos envejecer juntos. Sólo me entristecía que fuera demasiado tarde para tener hijos con ella. Lamentablemente, nadie continuaría mi apellido cuando yo muriera, no dejaría nada de mí mismo sobre la Tierra.

Fuera se había desatado una tormenta. El viento aullaba en torno al château, la lluvia golpeaba contra los cristales de las ventanas, y de vez en cuando el cielo se iluminaba con un relámpago al que seguía el retumbar de un trueno. Corrí las cortinas y me senté junto a la ventana. Unos nubarrones espesos como gachas atravesaban a toda velocidad el horizonte. Recordé lo que mi abuela decía del viento y me vino a la mente la noche en que partimos a Estados Unidos. También entonces arreciaba una tormenta y el vendaval casi me tira al suelo mientras cruzaba el jardín. Fue entonces cuando, a la luz de un relámpago, vi a un hombre cavando. No había vuelto a acordarme de él, pero reviví la escena como si acabara de suceder: el hombre estaba arrodillado en el suelo, empapado hasta los huesos, y sacaba paladas de tierra; podía oír incluso los rítmicos golpes del metal contra las piedras. En aquel momento pensé que era un asesino enterrando el cadáver de su víctima, pero ahora no sabía qué pensar. ¿Habían sido imaginaciones mías o había algo más, como sucedió con Pistou? Decidí preguntarle a Jean-Luc si había habido algún asesinato en el château. Me parecía que conocía muy bien la historia del hotel.

Me quedé contemplando la tormenta hasta que cesaron los truenos y los relámpagos, aunque seguía lloviendo a cántaros y soplaba un vendaval. Me dije que al día siguiente me despediría de mi infancia para siempre. Llega un momento en que uno tiene que elegir entre vivir en el presente o no tener vida en absoluto. Volví a meterme en la cama, cerré los ojos y me sumí en un sueño plácido y profundo como no disfrutaba en mucho tiempo. Hacía años que no soñaba, pero aquella noche tuve un sueño tan vívido que me pregunté si sería real.

Volvía a ser un niño y me encontraba en el banco junto al río, tirando piedras al agua. El sol estaba alto en el cielo y el aire cálido olía a pino. El río borboteaba cantarín, las moscas revoloteaban al sol, las cigarras chirriaban entre la hierba y las doradas flores de la retama danzaban agitadas por la brisa. Pistou estaba a mi lado, jugando con mi pelotita de goma. Permanecíamos en silencio porque no nos hacían falta palabras. De repente, una mariposa se posó en la mano de Pistou, que se volvió hacia mí sonriendo. Entonces recordé lo que me contó Jacques Reynard: que el nombre secreto de mi madre durante la guerra era Papillon, mariposa.

—Así que ya ves, no soy un producto de tu imaginación —dijo Pistou.

—Lo siento. ¿Te molestó que lo pensara? —Tiré una piedra al río y me quedé mirando cómo botaba sobre la superficie.

—No, estoy acostumbrado.

—¿Cómo es estar en el cielo?

—Delicioso. Cuando llegues te gustará. Puedes comer todas las chocolatines que quieras.

—Me parece estupendo. ¿Estará también el cureton?

—Abel-Louis llegará en cualquier momento. Le están esperando.

—¿Recibirá su castigo?

—El infierno está en la Tierra, amigo. Tú ya has estado allí, ¿no?

—Pero quiero que sufra.

—Sufrirá cuando contemple su vida y se dé cuenta de cómo la ha fastidiado. No olvides la ley del karma, Mischa. Lo que enviamos nos es devuelto. Nadie escapa de la ley de causa y efecto.

—¿Y mi madre estará? —La mariposa abrió las alas y salió volando.

—Está aquí, y también tu padre. —Pistou me devolvió la pelota de goma.

—¿Están juntos?

—Por supuesto.

—¿Puedo verlos?

—Están siempre contigo, cuidando de ti. Que no puedas verlos no significa que no estén. —Se puso de pie—. Tengo que marcharme.

—¿Nos volveremos a ver?

—Sí, claro. Volverás a verme si abres bien los ojos —dijo, con una de sus risitas maliciosas.

—¡Eres un caradura! —Al ponerme de pie, comprobé que yo ya no era un niño y era mucho más alto que él.

—Te agradezco que hayas sido mi amigo, Pistou.

—Nos lo hemos pasado bien, ¿verdad?

—Muy bien.

—Todavía puedes pasarlo bien si no te olvidas de ser un niño.

—Lo intentaré.

Pistou se internó en el bosque. Yo me guardé la pelotita en el bolsillo y me volví hacia el sol, que brillaba tan intensamente que me obligó a entrecerrar los ojos. Me tapé la cara con la mano y me desperté sobresaltado en la cama. Había amanecido y hacía un día espléndido. La tormenta se había alejado y no quedaba ni una nube en el cielo.

Hice el equipaje, me vestí y bajé a desayunar sintiéndome tan nervioso que no podía estarme quieto. Claudine me había prometido que estaría a las diez en el vestíbulo. Desde allí nos iríamos en coche al aeropuerto de Burdeos, tomaríamos un avión hasta París, y otro avión a Estados Unidos, donde viviríamos el resto de nuestras vidas. El tiempo se me hacía eterno y no paraba de consultar el reloj. ¿Por qué pasan tan despacio los minutos cuando queremos que se aceleren?

Me preparé los cruasanes con mantequilla y mermelada y probé el excelente café. Intenté leer el periódico pero no conseguía entender las palabras, sólo podía pensar en Claudine. Después de desayunar me acerqué al invernadero para contemplar los jardines por última vez. No esperaba encontrar a Joy admirando el panorama con una taza de café en la mano.

—Qué mañana tan hermosa —me dijo sonriente—. Lástima que te marches hoy. Me habría gustado que me acompañaras a dar un paseo.

—Hace frío para pasear. Preferiría volver en verano.

—Es cuando suelo venir yo. Ésta es la primera vez que vengo de visita en invierno. Tal vez sea el destino —dijo, mirándome con ternura.

—Pero el jardín está precioso incluso ahora.

—Sí, incluso después de una tormenta.

—No podía dormir y estuve mirando la tormenta, como cuando era niño. Mi madre decía que el viento anunciaba cambios.

—En tu caso parece que es cierto. Después de todo, hoy empiezas una nueva vida. —Volvió a mirar ensimismada a lo lejos y suspiró—. Al parecer, hay una obra de arte muy valiosa enterrada en este jardín, ¿lo sabías?

Me quedé atónito, pero intenté disimularlo.

—¿En serio? —Me ardían las mejillas de vergüenza, como si yo mismo hubiera enterrado la obra de arte.

—En la última carta que me escribió Billy —susurró Joy— me decía que él y dos amigos más fueron los primeros en entrar en el château cuando se marcharon los alemanes. Uno de ellos, Richard Quigley, tenía conocimientos de arte, y al parecer identificó un cuadro de Tiziano. Por alguna razón no lo habían embalado con las demás cosas para llevárselo a Alemania en el tren privado de Goering. Porque Goering se dedicaba a robar todos los objetos de arte que encontraba. Para evitar que el cuadro desapareciera, Billy y los otros dos lo enterraron en el jardín. De no haber sido por Richard, me contó Billy, habrían enrollado mal el lienzo y lo habrían estropeado, porque hay que enrollarlo con la pintura hacia fuera. Encontraron una tubería de plomo y metieron dentro el lienzo con la idea de venir en su busca después de la guerra. Pero Billy murió poco después, y en cuanto a Richard... ¡pobre Richard!

—¿Qué le ocurrió? —Notaba la boca seca y la lengua como de trapo. Las últimas piezas del rompecabezas estaban a punto de encajar, y no estaba seguro de que quisiera ver el resultado.

—Lo asesinaron.

—¿Lo mataron? ¿Durante la guerra?

—No, hacia mil novecientos cincuenta y dos. Lo leí en los periódicos cuando fui a ver a mi familia en Staunton, que está en Virginia Occidental. Recuerdo que el asesino fue condenado a cadena perpetua en la prisión de Keen Mountain. Y espero que se pudriera allí, porque Richard era un joven estupendo. Billy me había hablado tanto de él que me parecía conocerle.

—¿Y cómo se llamaba el tercero de los hombres que liberaron el château?

—Lo llamaban Coyote —dijo, frunciendo el ceño—. Me pregunto qué habrá sido de él.

Me pareció que todo me daba vueltas y tuve que sentarme y masajearme las sienes.

—¿Te encuentras bien? —Joy se sentó junto a mí y me pasó el brazo por los hombros.

—Siento un poco de náuseas —dije, recordando a Coyote desenterrando el cuadro. Ahora entendía por qué había venido a Maurilliac y por qué habíamos tenido que huir en mitad de la noche como ladrones. Y es que habíamos sido unos ladrones, o por lo menos lo había sido Coyote. Recordé cuando entraron a robar en la tienda y la posterior desaparición de Coyote. ¿Habría asesinado a Richard Quigly después de desenterrar el cuadro? ¿Habría sido también el responsable de la muerte de Billy? Miré el reloj. Eran las diez menos cuarto.

—No me pasa nada. Supongo que son los nervios —dije, incorporándome—. Un vaso de agua me sentará bien.

—No creo que lleguemos nunca a saber si el cuadro está enterrado aquí o no —comentó Joy alegremente—. Pero me gusta la idea de que en este terreno puede haber enterrado un secreto precioso. Adoro los misterios. —Se levantó y apuró la taza de café—. Venga, vamos a buscar un vaso de agua. Te has quedado pálido como un fantasma.