18
Mi madre se pasó tres días encerrada en el dormitorio, sin dejar entrar a Coyote. Le gritaba en francés si intentaba abrir la puerta y le arrojaba objetos que chocaban con estruendo contra la puerta cerrada. A mí me habría dejado entrar, pero no quise verla. Ahora que estaba empezando a sentirme a gusto en Jupiter, tenía miedo de que mi madre decidiera regresar a Maurilliac, de manera que simulé que no pasaba nada. Desayunaba con Coyote, me vestía y tomaba el autobús amarillo que me llevaba al colegio. Después de clase, charlaba un rato con los amigos y luego volvía a casa paseando bajo los árboles de hojas otoñales. Con Coyote no hablábamos del retiro voluntario de mi madre, sino que cantábamos canciones acompañados de la guitarra y jugábamos a las cartas. Sin embargo, Coyote estaba nervioso; parecía cansado, con los ojos hundidos y una cara larga, y las comisuras de sus labios se esforzaban por no tirar hacia abajo como las de un triste payaso.
Yo no entendí por qué se habían peleado. No me importaba que no estuvieran casados. Al fin y al cabo, nadie sabía la verdad, y la idea de una boda en París resultaba muy romántica. Nunca había estado en París, pero había visto fotos y sabía que era la capital cultural de Europa y una de las ciudades más bonitas del mundo. ¿Por qué le preocupaba tanto a mi madre que la gente pensara que se había casado allí?
La mañana en la que se cumplían tres días de encierro mi madre salió del dormitorio pálida y delgada, con mirada de resignación. Coyote se levantó para correr a su encuentro, pero ella levantó la mano para que no se acercara.
—Seguiré con la farsa, que Dios me perdone —dijo—. Soy una tonta, pero ¿qué otra cosa puedo hacer? —Se inclinó y me dio un beso en la sien—. Sólo pongo una condición.
—Lo que tú quieras. —Coyote se había puesto rojo como un tomate.
—Quiero un anillo.
—Te compraré el anillo que quieras.
—Es una cuestión moral, Coyote. No es por mí, sino por mi hijo. ¿Lo entiendes?
—Lo entiendo.
—Pues no hablemos más del asunto. Quiero que volvamos al punto en el que estábamos.
Coyote le acercó una silla. Mi madre se sentó y tomó mi mano entre las suyas.
—¿Cómo estás, cariño?
—Muy bien —dije, mientras masticaba mi tostada.
—¿Te lo has pasado bien en el colegio?
—Sí.
—Estupendo.
Coyote le sirvió una copa de café. Mi madre se la bebió con los ojos cerrados para saborearlo mejor, y exhaló un suspiro de satisfacción.
Yo estaba encantado de que hubieran hecho las paces, y no sólo porque Coyote parecía feliz de nuevo. En realidad, sentía un gran alivio por no tener que volver con Madame Duval y el padre Abel-Louis. Me encaminé con paso ligero a la parada del autobús, tarareando las canciones de Coyote. Los árboles estaban perdiendo sus hojas y dejaban pasar los rayos del sol entre las ramas. Sentí que el mundo se abría ante mí repleto de infinitas oportunidades. Me gustaba vivir en Jupiter, tenía amigos en el colegio y me caían bien los vecinos de aquella pequeña localidad costera, pero sobre todo me gustaba mi nueva identidad. Por primera vez en mi vida, me sentía a gusto en mi propia piel.
Aquel día, después del colegio, mi madre me llevó en coche a la Tienda de curiosidades del capitán Crumble. En el dedo anular de la mano izquierda lucía un anillo de oro con un pequeño diamante, y en sus ojos asomaba una mirada distinta, más dura que antes. Con todo lo que le había ocurrido después de la guerra, mi madre no había perdido su candor, pero ahora la inocencia había desaparecido, reemplazada por un aire pragmático y mundano que resultaba nuevo para mí.
—Es un anillo muy bonito —le dije. Habíamos empezado a hablar en inglés incluso cuando estábamos solos. Mi madre sólo recurría al francés cuando estaba enfadada, dolida o demasiado nerviosa.
—¿Verdad que sí? —Movió la mano para admirar el anillo y exhaló un suspiro.
—¿Irá todo bien ahora?
—Todo irá bien, Mischa.
—Me gusta vivir aquí.
—Ya lo sé.
—Me gusta la Tienda de curiosidades.
—También a mí.
—Podría ayudar allí después del colegio. ¿Me dejarás?
—Claro que te dejo. Yo también les echaré una mano.
—¿En serio?
No sé por qué me extrañaba que mi madre quisiera trabajar. Después de todo, había trabajado en el château. Pero ahora, con sus nuevos vestidos, no parecía una trabajadora. O tal vez lo que me chocaba era aquel brillo de determinación que había venido a sustituir a la resignación que dulcificaba sus facciones en Francia. Ahora parecía saber que, aunque Coyote nos había rescatado de Madame Duval, seguíamos siendo maman y su pequeño chevalier. Seguíamos estando solos, ella y yo, y siempre lo estaríamos.
Cuando llegamos al almacén, Matías nos saludó con su vozarrón.
—¡Dos ayudantes! ¡Coyote, han llegado los refuerzos!
Saqué del bolsillo la pluma verde que me había regalado y me la coloqué detrás de la oreja. Matías me dirigió una radiante sonrisa.
—Ahora pareces un indio de verdad —dijo con una risotada.
Mi madre nos interrumpió.
—¿Dónde está Coyote?
—En el despacho, como siempre, con el papeleo.
Coyote odiaba el papeleo. Le costaba horrores quedarse sentado ante el escritorio. Era un espíritu libre, y lo que le hacía feliz era ir de un lado a otro. El papeleo era una auténtica tortura para él, pero mi madre iba a liberarle de esa carga. Ella quería trabajar en la tienda, quería participar en el proyecto y necesitaba saber cómo funcionaba todo. Mientras mi madre hablaba con Coyote, yo seguía a Matías como un perrillo faldero por el almacén. Él me explicó dónde habían comprado cada objeto.
—De todo el mundo, Mischa, desde Rusia hasta Chile, y todos los países que hay enmedio.
Cogí un enorme colmillo.
—Viajarás mucho.
—Ya no tanto como antes —dijo, poniéndose las manos sobre la tripa—. Ahora no me resulta tan fácil viajar. Yo era un chiquillo delgado, aunque te parezca increíble. Me llamaban «flaco», delgaducho. El que viaja es Coyote, y vuelve cargado de cosas.
—¿Son objetos valiosos?
—Algunos sí y otros no. —Se inclinó y me susurró al oído—: Pero te aseguro que para el cliente todo es de gran valor, raro, difícil de conseguir. ¿Entiendes? —Asentí—. Lo primero que tienes que aprender para trabajar en esta tienda es que todo es precioso. El cliente paga por un objeto único, como esta pata de elefante, algo fuera de serie. La señora Slate no la encontrará en el salón de la señora Gardner ni en ningún otro salón de Nueva Jersey. Sólo hay una.
—¿Quieres decir que hay un elefante de tres patas cojeando por ahí?
Matías soltó una carcajada.
—No creo. Primero tuvieron que matar al elefante.
—¿Y para qué sirve?
Se encogió de hombros.
—Como papelera, tal vez, o para dejar los paraguas.
—¿Y esto? —Levanté el colmillo.
Matías lo cogió y lo sostuvo en alto.
—Este diente perteneció a un rinoceronte. Muy afilado, ¿verdad? Como te dije, es único. Nadie más lo tiene.
—¿Y cómo encuentra estas cosas Coyote? —Lo admiraba más que nunca. Me lo imaginaba matando animales en África con un rifle.
—Tiene su propio sistema, pero no hay que hacerle preguntas. Coyote es un misterio, un hombre lleno de secretos. No le gusta que la gente sepa demasiadas cosas acerca de él —bajó la voz—. Es mi fantasma, Mischa. No creo que nadie conozca al verdadero Coyote.
Excepto yo, me dije con orgullo. «Yo lo conozco mejor que nadie, mejor incluso que mi madre.»
Matías me llevó por todo el almacén y me fue explicando la historia de cada objeto. Yo quería saberlo todo. Había una alfombra «mágica» de Turquía, y Matías me dijo que anteriormente había tenido el poder de volar, y un juego de sillas en miniatura que venían de Inglaterra, y que se suponía eran las del Sombrerero loco de Alicia en el País de las Maravillas. Y también había un equipo de caballero medieval, con su armadura casi tan pequeña como yo.
—En la Edad Media los hombres eran casi de tu estatura, Mischa. Mira, éstos son el escudo y la espada. ¡Vaya, para ser un chevalier no pareces muy familiarizado con ellos!
Me dio una palmada en la espalda que estuvo a punto de enviarme volando al otro lado del almacén. Vimos también un bonito tapiz donde aparecía Baco, el dios del vino, rodeado de ninfas, y un unicornio en un bosque de un intenso color verde. Los colores eran preciosos, aunque un poco desvaídos. Matías desenrolló el tapiz y me lo mostró con orgullo.
—Lo encontramos en Francia al principio de la guerra.
—Es muy bonito —dije espontáneamente. En el château había uno muy parecido en el recibidor.
Matías lo enrolló de nuevo. Luego me mostró una prenda hecha con retales de colores.
—¿Sabes qué es esto?
Abrí los ojos como platos. No me lo podía creer.
—¡El abrigo del vagabundo de Virginia! —exclamé emocionado.
Matías frunció el entrecejo.
—¡Es un abrigo de muchos colores, y más viejo que este país!
Una mujer y su hijo entraron en la tienda. Matías los recibió con los brazos abiertos, como si fueran de su propia familia.
—¿En qué puedo ayudarles?
—Estoy buscando un regalo para mi nuera —dijo la mujer, sin mucho entusiasmo.
—¿Qué tipo de cosas le gustan?
—Pregúntele a él, se casó con ella —replicó encogiéndose ele hombros. El hombre exhaló un suspiro. Era alto y delgado, y la mujer parecía pequeñita a su lado—. El Día de Acción de Gracias celebraremos en mi casa su cumpleaños. —La madre tenía una cara larga, de mejillas flojas, y un poco de papada—. Vamos, Antonio, cuéntale qué cosas le gustan.
—Es muy femenina —dijo él. No hizo caso del resoplido de su madre y continuó—: Le gustan las cosas bonitas para la casa.
—Tengo justo lo que necesitan. —Matías los guió al fondo del almacén. Yo me escondí detrás de la pata de elefante para observar sin ser visto.
La madre la emprendió contra su hijo.
—No llamáis, no escribís nunca, apenas venís a vernos. Cualquiera diría que vivís en otro país, pero estáis en el mismo estado, por el amor de Dios. ¿Qué diría tu abuela si viviera? Te he educado para que respetes a tu familia. —Antonio quiso apaciguarla con un gesto, pero la madre le apartó la mano—. Es igual, moriré sola. No pasa nada.
—Pero...
—¿Tu padre? No está nunca en casa. No me preguntes por tu padre, Antonio. Dice que tiene trabajo, pero lo más probable es que se trata de otra mujer. Puedo aguantarlo, ¿qué otra cosa voy a hacer? —Alzó la barbilla y respiró ruidosamente por la nariz.
Matías regresó con una caja antigua con botellas de cristal tallado con tapones de plata. Eran para el tocador. A Antonio se le iluminó la cara.
—Esto le encantará —dijo.
—¡Es demasiado bueno para ella! —exclamó su madre.
—Mamá...
—¿Qué va a hacer con esto? ¿Acaso no tiene suficientes trastos?
Matías se volvió hacia mí.
—Mischa, ven a echar un vistazo a esto.
Salí de detrás de la pata de elefante con las manos en los bolsillos, fingiendo que había estado ocupado.
—¿Qué es? —Miré dentro de la caja.
—Pertenecía a una dama victoriana. ¿Ves la inicial? Es una uve doble, por Wellington. Esta caja pertenecía a la duquesa de Wellington. Señora, esto es auténtico, una antigüedad de gran valor que viene de Inglaterra.
—Es precioso —dijo Antonio—. ¿Cuánto cuesta?
—Será demasiado caro, Antonio. Perteneció a una duquesa —protestó su madre.
—Si me dedican una sonrisa, se lo dejaré por doce dólares —dijo Matías en un intento por hacer que olvidara su mal humor.
—¿Y por qué iba a sonreír? Ya nunca veo a mi hijo —dijo la mujer con tristeza—. De haber sabido que iba a morirme sola no habría aguantado esas veinticuatro horas de parto.
—Mamá...
—¿Quieres a tu madre? —me preguntó la mujer.
—Sí.
—Cuando te enamores, no la olvides, como ha hecho Antonio. No olvides a tu anciana madre. Te ha entregado su vida. —Antonio me dirigió una sonrisita de disculpa—. ¿Me vende esto por doce dólares? —preguntó, volviéndose a Matías.
—Para usted, doce dólares.
—Entonces, sea. —Una sonrisa iluminó su rostro—. Es lo más parecido a un regalo de duquesa que me puedo permitir —dijo riendo con ganas—. Puedes decirle que pertenecía a la realeza, Antonio, seguro que eso le gustará.
—Y le gustará que se lo regale usted —dijo Matías.
—Si la ve por aquí: es bajita, con una cara afilada y pelo rubio, dígale que yo me llevaría al chico.
Me quedé escandalizado, pero Matías se rió a carcajadas.
—A lo mejor se lo vendo, si me paga bien —dijo. Me dio una palmada en la espalda.
La mujer me pellizcó la mejilla hasta hacerme daño.
—Eres demasiado bueno para mí, y caro, vales tu peso en oro. Además eres guapo. Antonio nunca fue tan guapo. Pero ¿qué puedes hacer? Cada uno tiene que arreglárselas con lo que Dios le ha dado.
Por fin me soltó la mejilla, pero me seguía doliendo una hora más tarde.
—Tus primeros clientes —rió Matías—. Aquí vienen muchos parecidos.
—Su hijo no ha dicho casi nada.
—Siempre se comportan así. Están dominados por la madre, los pobrecitos. Estas matriarcas italianas ven a sus nueras como competidoras. Me gustaría poder espiar su comida del Día de Acción de Gracias por el ojo de la cerradura.
—¿De verdad pertenecieron las botellas a una duquesa inglesa?
—Por supuesto. —En sus ojos brillaba una chispa traviesa.
—¿Y por qué no las has vendido más caras?
—Todo es relativo. Lo que para una persona resulta caro, para otra es una ganga.
—Cuando le dijiste el precio, la mujer sonrió.
—Sí, señor, así es. Seguro que tiene un montón de dinero escondido debajo del colchón. Conozco a esas mujeres.
—¿Crees que su nuera vendrá? —le pregunté asustado.
Matías se rió de mi cara de miedo.
—Tienes que aprender a distinguir una broma, Miguelito. —Él no podía saber que ese tipo de amenazas eran reales en el château.
Dejé a Matías y fui en busca de mi madre y de Coyote. Caminé por la tienda como una pantera, sin hacer ruido, y cuando llegué a la oficina no entré, sino que me puse de puntillas y miré por la ventana. Mi madre estaba sentada sobre las rodillas de Coyote. Se estaban besando. Me quedé observándolos, con un intenso sentimiento de déjà vu. Me recordaba al día en que Pistou y yo espiamos a Jacques Reynar y a Yvette en el pabellón. Coyote había deslizado una mano bajo la falda de mi madre y la apoyaba en su pierna. Se daban besos y se reían. No cabía duda de que se habían reconciliado. La oficina estaba en penumbra, pero el anillo destellaba en el dedo de mi madre. Todavía llevaba su sombrerito, la chaqueta verde abotonada hasta arriba y el collar de perlas. La mano de Coyote pugnaba por quitarle las medias. Mi madre parecía una niña allí sentada, aunque no había nada inocente en la escena. Me quedé un buen rato mirándolos, fascinado por los secretos del mundo adulto, hasta que por miedo a que me descubriera Matías —o, peor aún, mi madre— volví al almacén para ayudar con un grupo de clientes que acababa de entrar.
Me encantaba la vida que llevaba en Jupiter. Por primera vez, me gustaba lo que era, me sentía feliz. El Día de Acción de Gracias comimos con Matías y su esposa, María Elena. Matías aseguraba que había matado con sus propias manos al inmenso pavo que nos íbamos a comer. Me senté frente a mi plato repleto de comida con la agradable sensación de formar parte de una familia, una familia de verdad.
—¿Quieres que te explique la historia del Día de Acción de Gracias, Junior? —me preguntó Coyote dando un sorbo al vino tinto debidamente chambré. Yo estaba deseoso de aprender todo lo posible de aquel país que ya consideraba mío—. El este de América del Norte estaba poblada por indios que vivían de la pesca y la ganadería. En el siglo diecisiete, los colonos que llegaron de Europa los mataron a casi todos, pobres diablos. Los que no morían en combate caían víctimas de las enfermedades. Muchos de los primeros colonos eran puritanos, y entre ellos estaban los que llegaron a Cape Cod a bordo del famoso Mayflower. Eran ingleses, en su mayoría perseguidos por motivos religiosos, que querían fundar un nuevo mundo en América. A la tierra que acababan de descubrir la llamaron Nueva Inglaterra. El Día de Acción de Gracias se celebra en todo el país, y conmemora el final del primer año de los peregrinos del Mayflower y el éxito de su cosecha. —Paró de hablar un instante y posó en mi madre una mirada cargada de vino y de amor—. Quiero brindar por los recién llegados a este Nuevo Mundo. Quiero celebrar su huida de Francia y su llegada por mar sanos y salvos, y les deseo un futuro de salud y bienestar, pero también lleno de oportunidades. Porque esto es para mí esta tierra, el país de las infinitas oportunidades.