6

Volvimos juntos al château a través de los campos. El sol brillaba en lo alto de un cielo totalmente azul, los pájaros saltaban de rama en rama, y las cigarras dejaban oír su monótono canto entre la maleza. En el aire flotaba una fragancia de tomillo. Era como estar en el paraíso. Me sentía tan ligero que caminaba dando brincos, y de vez en cuando echaba a correr detrás de una mariposa. Era consciente de que él me estaba mirando y quería impresionarle.

Mi madre, con las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes, caminaba junto a él despaciosamente, como si quisiera alargar el momento. Llevaba en la mano una florecilla y la hacía girar entre los dedos, luego arrancó los pétalos de uno en uno y los fue tirando al suelo. Hablaba en voz baja y lánguida y de vez en cuando se reía con suavidad. No recordaba haberla visto nunca tan guapa y tan feliz. Al caminar, balanceaba las caderas de forma que la falda ondeaba y se ceñía alrededor de su cuerpo como si tuviera vida propia.

Cuando llegamos al edificio de las caballerizas, mi madre y Coyote se quedaron hablando. Los caballos habían salido con Jacques Reynard, pero el lugar olía a sudor, a heno y a estiércol. Años más tarde, cuando crucé el Atlántico para establecerme en un país extraño, el recuerdo de aquel olor me llenaba de insoportable nostalgia.

Trepé a la cerca y los observé con la curiosidad con que un mono enjaulado contempla a otras especies. Siempre estaba observando a los demás. Como no podía hablar, casi nunca se daban por enterados. Nunca había conocido a un hombre como Coyote, que me incluía en la conversación y me miraba con simpatía, como si la mudez fuera un rasgo curioso de mi personalidad. No me consideraba un bicho raro, como Madame Duval, ni un engendro del demonio, como la gente del pueblo. Para él, era sólo un chico que no podía hablar, tan normal como un pingüino, un ave que no puede volar. Me encantó que me entregara lápiz y papel y que «conversara» conmigo. Me sentía feliz. Sólo me había comunicado así con mi madre, pero Coyote no lo sabía; o tal vez sí, pero en cualquier caso se había ganado mi eterna amistad.

Cuando Coyote emprendió el regreso al château con paso elástico y decidido, mi madre se quedó mirándolo pensativa, con una sonrisa de incredulidad, y se acarició los labios con los dedos. Luego exhaló un profundo suspiro y aterrizó con desgana en la realidad.

—Vamos, Mischa, a casa.

No pude evitar que en mi rostro se dibujara una amplia sonrisa.

—A casa ahora mismo, Mischa. ¡Vaya, tengo suerte de que no puedas hablar! —Bromeó cuando avanzábamos en la oscuridad. Me acerqué a ella y la tiré del brazo para que me mirara otra vez—. Sí, me gusta. Es muy simpático —respondió mi madre—. Ha sido amable con nosotros y nada más.

Pero yo sabía que había sido más que amable. Le gustábamos, le gustábamos los dos.

Aquella noche mi madre se quedó largo rato sentada frente al tocador, mirándose en el espejo. Se había apartado el pelo de la cara, una cascada de rizos color chocolate se derramaba sobre sus hombros y su espalda, dejando ver el pico de viuda en lo alto de la frente. El sol había bronceado su piel, y tenía las mejillas suaves y sonrosadas. Me senté en la cama para contemplarla. A mis ojos no era vieja ni joven, siempre había sido mi madre, pero ahora intenté verla como una mujer, una mujer joven, porque sólo tenía treinta y un años. Intenté verla como la veía Coyote. A lo mejor se casaban y yo volvía a tener un padre. Y nadie hablaría mal de él porque era norteamericano.

Mi madre vio mi reflejo en el espejo.

—Nunca dejaré de querer a tu padre, Mischa. —A la mortecina luz de la bombilla que colgaba desnuda del techo, vi su expresión solemne y sus ojos brillantes—. A lo mejor estuvo mal enamorarse del enemigo, pero para mí él no era el enemigo. Era siempre amable y caballeroso, y no creo que le hiciera daño a nadie. No importa de dónde venga una persona, ni el color de su piel, el uniforme que lleve o el bando en el que luche. En el fondo sólo es un ser humano, y todos somos iguales. Lo que importa en una persona es el corazón. Tu padre era un buen hombre, Mischa, no lo olvides. No te creas a nadie que diga lo contrario. Era un hombre de honor. Si los demás pudieran verle como era de verdad, como yo lo vi, me entenderían.

Sacó su fotografía enmarcada del cajón del tocador.

—Era muy guapo —dijo con dulzura, acariciando el cristal con los dedos.

Yo había visto la fotografía muchas veces. A menudo la sacaba y la estudiaba cuidadosamente, intentando rescatar recuerdos del fondo de mi memoria, entonces demasiado joven para recordar. Tenía pocos recuerdos y los atesoraba como objetos de gran valor, tan preciosos como la pelota de goma que me había regalado.

—Te pareces a él, Mischa —continuó mi madre—. Cada vez que te miro pienso en él. Tienes el mismo color de pelo, los mismos ojos azules y la misma boca bien dibujada. Él estaba muy orgulloso de ti, su hijo. Cuando pienso que nunca te verá crecer, se me parte el corazón. —Se detuvo para controlar el temblor de su voz—. Te convertirás en un hombre tan guapo y honorable como él, Mischa. Él ha muerto, pero sigue viviendo en ti.

Guardó la fotografía y empezó a cepillarse el pelo. Cuando volvió a la cama yo ya estaba adormilado. Noté su cuerpo frío y deduje que había estado sentada frente a la ventana abierta, contemplando las estrellas para ver si distinguía a mi padre, o reflexionando sobre el cambio que había traído la tormenta. Coyote Magellan había llegado con el vendaval, y yo confiaba en que se quedara. Tenía miedo de que se marchara y me abandonara, igual que Joy Springtoe. Entonces volveríamos a quedarnos solos, mi madre y yo, siempre solos los dos.

Aquella noche tuve la misma pesadilla de siempre. Estoy en brazos de mi madre, en la plaza del pueblo. La gente nos grita. Tengo miedo y me agarro con fuerza a ella, Unos vecinos cantan a voz en grito canciones triunfales, y otros, con los rostros congestionados de furia, aúllan como perros salvajes, En los ojos saltones de Monsieur Cézade leo una locura que nunca había visto. Veo el rostro impasible del padre Abel-Louis, que se comporta como si no nos conociera y deja que los demás se nos echen encima. No hace nada por evitar que ocurra lo peor; se limita a toquetear el crucifijo que le cuelga sobre el pecho. Aunque es un hombre de Dios, no siente compasión por nadie.

Intentan arrancarme de los brazos de mi madre, a los que me aferro como una lapa. Aterrorizado, grito y extiendo los brazos, abro las manos cuanto puedo. No entiendo lo que ocurre ni por qué nos hacen esto, sólo tengo dos años y medio. Soy demasiado pequeño para luchar, y por más que me debato y pataleo, alguien me pasa un fuerte brazo alrededor del vientre y me separa de mi madre, a la que gritan «traidora» y «puta». Todos se abalanzan sobre ella, y le hacen jirones la ropa hasta dejarla desnuda como un conejo despellejado. Entre tres mujeres la obligan a arrodillarse y le cortan el pelo a golpes de cuchillo. Mi madre no llora. Silenciosa y desafiante, me mira todo el rato, intentando tranquilizarme, pero yo intuyo su propio miedo. Aquel día, el mundo seguro y tranquilo que conocía desapareció para siempre. Maman! grito, pero mi voz se pierde entre los aullidos de los que quieren castigarla. Tengo que mirar cómo le cortan el pelo, un mechón tras otro, hasta que aparece la cabeza desnuda y sangrante. Ella repite, una y otra vez: «No hagáis daño a mi hijo», con una voz firme y decidida que no me resulta familiar. Pero la multitud está borracha de odio y es capaz de cualquier cosa.

Gritan: «¡Un niño alemán!», y me alzan en brazos para que todos me vean.

—Sólo es un niño. Por favor, no le hagáis daño —pide entre sollozos. Está temblando y tiene los ojos llenos de lágrimas—. No le hagáis daño a mi hijo, os lo ruego. Llevadme a mí, pero dejad al niño.

Los brazos que me sujetaban me dejan en el suelo. Gateo asustado hacia mi madre, convencido de que mi vida depende de que la alcance, pero está lejos y las piedras me hacen daño en las rodillas. Por fin me siento a salvo. Mi madre me coge en brazos y me mece, con el cuerpo sacudido por los sollozos. Me besa en la sien y me susurra al oído con voz quebrada por el llanto: «No te dejaré nunca. Nunca te abandonaré, hijo mío, mi pequeño chevalier».

De repente aparece un hombre y la multitud se dispersa. Viste un uniforme verde oliva que no había visto nunca. Se quita la camisa y se la echa a mi madre sobre los hombros.

—¡Debería daros vergüenza atacar así a vuestra propia gente! —grita, pero nadie le oye. Me pone una mano en la cabeza—. Ya ha pasado todo, hijo.

Quiero responder y abro la boca, pero no sale ningún sonido. Me han quitado la voz.

Me desperté porque mi madre me estaba acariciando la cabeza y besándome en la frente.

—¿Otra vez la pesadilla? —Asentí y enterré la cara en su cuello—. Ya nadie te puede hacer daño, cariño. Ahora estás a salvo.

Cuando estaba a punto de quedarme dormido, mi madre volvió a hablar.

—Mañana no iremos a misa, Mischa. Es hora de que nos enfrentemos al cureton.

Cureton era el término infantil para referirse al cura. Casi no podía creerlo. Olvidándome de mi pesadilla, me acurruqué junto a ella y le planté un beso en el cuello para demostrarle mi agradecimiento. Mi madre apoyó los labios en mi frente y me susurró:

—Es un hombre débil y asustado, cariño, un lobo desdentado, créeme.

A la mañana siguiente, me desperté lleno de ilusión. Coyote Magellan estaba en el hotel y todo iba a cambiar. Estaba seguro, tenía fe en el poder de las tormentas. Y supongo que mi madre también porque canturreaba mientras se vestía. Era la primera vez que la oía canturrear. Sentada ante el espejo, jugaba a ponerse el pelo de mil maneras, y luego iba distraída a un lado y a otro, como si su alma estuviera muy lejos de allí. Se maquilló y se salpicó el escote con agua de colonia. Cuando se agachó y me dio un beso en la nariz, me envolvió en una nube de aroma a limón.

—Pórtate bien, Mischa y no corras por ahí. Todavía te estás recuperando.

Yo le pasé la mano por el cabello y le dije con la mirada: «Estás guapa». Ella sonrió, me tocó la nariz con el dedo y se marchó.

Con la pelota de goma y el Citroën amarillo en el bolsillo salí al patio, donde encontré a Pistou. Por primera vez desde la partida de Joy Springtoe, me sentía feliz. Fuimos corriendo al jardín, donde había muchos lugares para esconderse: arbustos recortados, olorosas gardenias, macizos de magnolias y espesas matas de clavel moro. También eucaliptos, sauces llorones, y altos lirios de agua en tiestos de terracota. En la parte sur del château había una terraza con mesitas redondas, donde los huéspedes del hotel podían sentarse a tomar café o a leer bajo una pérgola cubierta de rosas blancas.

A Pistou no le hacía falta esconderse porque nadie lo veía, pero yo me agaché entre la hierba húmeda y me dediqué a mirar, oculto entre las sombras. Me complació ver que Coyote estaba sentado leyendo el periódico; en la silla que quedaba libre había una guitarra. Llevaba una camisa de manga corta, pantalones de tela clara y mocasines marrones, y se tocaba con un sombrero de paja. Recostado en la silla, con una pierna doblada y el tobillo apoyado sobre la rodilla, fumaba un Gauloise. No hablaba con nadie, pero aun así lucía una sonrisa de satisfacción, como si se divirtiera muchísimo. En la mesa de al lado, los Tres Faisanes tomaban el té y discutían acaloradamente mientras Rex, el perrito de Daphne, mordisqueaba una galleta a sus pies. Pistou tenía un día revoltoso, y cuando Gertie no miraba vertió una cucharada de azúcar en su taza de té. Cuando tomó un sorbo, la pobre hizo una mueca de asco y miró asombrada su taza, porque detestaba el dulce. Pero ¿qué podía decir? Daphne y Debo no tenían la culpa. Pistou y yo ahogamos nuestras risas.

Al cabo de un rato, Coyote se levantó, dobló el periódico y saludó tocándose el ala del sombrero a los Tres Faisanes, que respondieron con movimientos de cabeza y risitas contenidas. Estaban tan encantadas que olvidaron su edad y pestañearon con juvenil coquetería. El saludo de Coyote las dotó de vivacidad, tornó sus risas cantarinas y burbujeantes. El vendaval también les había traído cambios a ellas. La nube de tristeza que envolvía el château se disipó por arte de magia, dando paso a una hermosa luz que parecía brotar de su interior.

En cuanto Coyote entró en el edificio (lo que me llenó de pena), los Faisanes empezaron a hacer comentarios.

—Qué hombre tan encantador —observó Gertie. Olvidando que su té estaba demasiado dulce, dio un sorbito a su taza.

—Ah, si tuviera diez años menos —suspiró Daphne.

—Más bien cincuenta años menos, querida —replicó Gertie.

—Nunca caigo en lo vieja que soy. Ya sabes que me siento joven por dentro.

Vecchio pollo fa buon brodo. —Debo se colocó la boquilla entre los rojos labios y encendió el cigarrillo—. Quiere decir que la gallina vieja hace un buen caldo —aclaró, y las tres estallaron en risas.

Salí de entre las sombras y me acerqué a su mesa.

—¡Mischa! —Daphne me recibió con una carcajada de alegría—. ¡Qué pálido estás!

Me agaché para acariciar a Rex, que me dio la bienvenida moviendo la colita. Así supe dónde tenía la cabeza.

—Te ha echado de menos —dijo Daphne—, y nosotras también. Hace días que no te vemos.

—Supongo que la señora Danvers lo ha encerrado en los sótanos. Por eso está tan pálido —dijo Debo.

—Ha estado enfermo —explicó Gertie, colocando su taza de té a medio acabar en el centro de la mesa—. Me tomé la libertad de preguntarle a su madre, que estaba muy preocupada, la pobre. Es triste tener que criar a un hijo sola, y todavía más si es deforme.

Daphne salió al momento en mi defensa.

—¡No es deforme! —exclamó furiosa. Torció la boca en una fea mueca—. No digas tonterías. El niño no puede hablar, pero esto no es una deformidad. No se trata de una joroba o un pie zambo, no es... tuerto ni tiene una pierna torcida. Está muy bien formado, ¿entiendes?, por lo tanto no puede ser de—forme. Es un chico muy listo, además, y me parece vergonzoso que no te hayas dado cuenta.

Gertie se quedó callada un buen rato, con aspecto compungido. Asombrado, porque nunca había visto a Daphne tan furiosa, dejé a Rex y la miré. Daphne me acarició la cabeza.

—Es un niño precioso —dijo en voz baja.

Tras intercambiar una mirada con Gertie, Debo le tocó la mano a Daphne y ésta le sonrió con gratitud. Entre las dos se estableció una comunicación que no supe interpretar. Me pregunté si Daphne tenía hijos o nietos, o si las lágrimas que brillaban en sus ojos eran síntoma de un anhelo que quedaba lejos de la comprensión de un niño.

De pronto Coyote apareció por la puerta que daba a la terraza, seguido muy de cerca por Madame Duval, y Daphne me empujó rápidamente bajo la mesa. Cogí a Rex y me quedé quieto, medio oculto por las tres mujeres y el mantel azul pálido. Desde mi escondite veía a Coyote y Madame Duval pasear por el jardín señalando las plantas y pararse a cada momento para charlar. Él se mostraba interesado y miraba a su alrededor con los brazos en jarras. No era la primera vez que veía esa reacción. El château era muy bonito, desde luego, pero Coyote le había prestado algo más, un encanto del que antes carecía. Incluso Madame Duval parecía tocada por la magia y caminaba a saltitos, como si estuviera llena de burbujas.

Los Tres Faisanes volvieron a hablar de él, de sus andares casi militares, con la espalda recta, de su manera de pasarse los dedos por el abundante pelo de color arena. Pero sobre todo hablaron de sus ojos.

—Son del color de los nomeolvides —dijo Daphne, y por una vez estuvieron las tres de acuerdo.

Oculto bajo la mesa, yo compartía con Rex las galletas que me daba Daphne. De repente ocurrió algo extraordinario. Pistou apareció sonriente en medio del jardín, jugando con una pelota. Consciente de que no podían verlo, se dejó llevar por su espíritu travieso y al pasar corriendo junto a Madame Duval, le pellizcó el culo. La mujer se detuvo sorprendida, se llevó la mano a la nalga y, sin saber qué decir, le dedicó a Coyote una sonrisa coquetona que en mi opinión no la favorecía. Volví la mirada a Coyote y comprobé estupefacto que miraba a Pistou. No me cabía ninguna duda de que veía al niño correr tras la pelota y de que lo seguía con la mirada. Pistou se detuvo en seco. Miró fijamente a Coyote y éste le devolvió la mirada y le guiñó un ojo, ajeno a la cháchara de Madame Duval. Pistou se llevó tal susto que no le sonrió, como normalmente habría hecho, sino que siguió corriendo tras la pelota hasta un lugar donde ni siquiera yo podría encontrarlo. Coyote volvió a contemplar el jardín como si Pistou no hubiera existido, y yo me quedé preguntándome si todo habían sido imaginaciones mías, o si Coyote y yo compartíamos algo especial, una capacidad que no tenía nadie más que nosotros.