27

Divisé las torres del château mucho antes de llegar a Maurilliac. Las agujas gris oscuro rematadas por finos triángulos se elevaban tentadoras por encima de los árboles, tal como las recordaba, y parecían encontrarse al alcance de la mano. Sobresaltadas por un ruido, una bandada de palomas levantó el vuelo y se desparramó por el cielo gris pálido como una oscura nube de perdigones. Se me aceleró el pulso y empecé a sentir calor dentro del coche. Abrí la ventanilla para tomar una bocanada de aire fresco. Estaba en casa por fin.

Al pie de la colina detuve el coche. La carretera subía dibujando una suave curva, y a la luz lechosa del invierno, la hierba junto al arcén parecía relucir. Pensé en todas las veces que me habrían llevado de niño por esa misma carretera. Parecía que había sucedido en otra vida, y sin embargo lo recordaba como si hubiera sido ayer. Me había convertido en un hombre, pero en mi pecho latía el corazón de un niño.

Era invierno y la tierra estaba desnuda. El viento que entraba en el coche estaba cargado de escarcha, y sin embargo yo recordaba aquel día de verano en que Coyote nos llevó a la playa en su descapotable. Podía revivir la sensación del viento alborotándome el pelo, el sentimiento de libertad y de optimismo ante un futuro repleto de posibilidades, el cariño y el orgullo que me henchían el corazón. Recordaba que Coyote había puesto una mano sobre la rodilla de mi madre y que ella se la había apartado con suavidad, pero había dejado la mano sobre la de él. Yo lo veía todo y lo oía todo, pero no podía recordar qué se sentía al no poder hablar. Y a pesar del aire frío que me congelaba las narices, podía sentir el calor y oler el aire cargado de aroma a pino, a hierba fresca, a chopo y a jazmín. Podía oír las cigarras, el suave zumbido de las abejas y el canto estridente de los pájaros, y a pesar de que los únicos animales que tenía cerca eran una pareja de cuervos que buscaban gusanos en el frío suelo, notaba en la piel la caricia de unas alas de mariposa. Era como si volviera a ser un niño, pero las manos que agarraban el volante pertenecían a un hombre de mediana edad. Suspiraba por hacer revivir un pasado que estaba muerto y frío como el invierno.

Puse el coche en marcha, y el ruido del motor perturbó mi ensoñación como cuando se arroja una piedra a la superficie quieta de un lago. Fui directamente al lugar que siempre había amado, a pesar del odio que me profesaban sus gentes. Me preguntaba si Yvette seguiría con vida, y qué habría sido de Monsieur y Madame Duval. ¿Me reconocerían, o acaso yo había cambiado tanto que resultaba imposible? Me miré en el retrovisor y pensé que aunque me vieran no sabrían quién era, había pasado demasiado tiempo. Sólo quien me hubiera querido podría reconocer al niño solitario en los ojos de un hombre que aparentaba más edad de la que tenía.

El château seguía tal como lo recordaba, no había cambiado en lo más mínimo: las paredes de piedra clara, las altas ventanas de guillotina, los postigos azul pálido abiertos para dejar entrar el sol, el tejado de tejas grises con sus bonitas ventanas abuhardilladas, sus esbeltas chimeneas y sus dos bonitas torres. Hasta entonces no había apreciado su belleza, sólo lo que significaba. Representaba un tiempo pasado, pero seguía siendo bonito. Aparqué el coche, y un joven con uniforme blanco y gris salió de recepción y se ofreció a llevarme la maleta. Me llamó la atención el bonito suelo de losas de piedra del vestíbulo. La alfombra azul y dorada que yo recordaba ya no existía. Me recibió un hombre atractivo de unos treinta años, alto y tieso, con el pelo negro peinado hacia atrás. Se presentó como Jean-Luc Lavalle y, dando por supuesto que yo era extranjero, se dirigió a mí en inglés.

—Bienvenido a Château Lecrusse. ¿Viene de lejos?

Su sonrisa dulzona y su aire de suficiencia me irritaron desde el primer momento. No podía imaginarse que mi padre había pisado estas mismas losas con sus botas negras, y que yo había jugado aquí mismo con mis cochecitos; que este lujoso hotel había sido un día mi hogar. Como no tenía ganas de conversar, fui breve.

—De Estados Unidos.

—Tenemos muchos huéspedes de Estados Unidos —dijo con orgullo—. Sobre todo a causa de la historia. Este château es del siglo dieciséis, y creo que en Estados Unidos no tienen muchos lugares con historia.

—Sabe muy pocas cosas del mundo, monsieur —le respondí. Pero mi respuesta no lo amilanó en absoluto.

—A los estadounidenses les fascina la cultura europea.

—Tal vez porque no tienen cultura —repliqué. Pero el hombre no detectó mi sarcasmo.

Exactement. En cambio en Maurilliac hay mucha cultura, ya lo verá.

—Desde luego, no lo dudo. Pero ahora me gustaría ir a mi habitación.

—Claro, monsieur. Si es tan amable, tendría que rellenar un formulario. He hecho que le subieran la maleta a la habitación.

Tomé asiento en el lugar que me indicaba y aproveché para hacer unas preguntas.

—Dígame, ¿a quién pertenece el hotel?

—Pertenecía a un matrimonio llamado Duval, pero hace unos diez años lo compró una empresa, Stellar Châteaux, que tiene mansiones de este tipo en Francia.

—¿Y usted es...?

—El gerente. Si tiene usted un problema o alguna pregunta, estoy a su disposición.

—Es muy amable por su parte —respondí—. ¿Quién se ocupa de los viñedos?

La pregunta le sorprendió.

—Alexandre Dambrine.

—¿Y la iglesia? ¿Cómo se llama el párroco?

—El padre Robert Denous.

—Ah, ¿ya no está el padre Abel-Louis?

—Se ha jubilado. Vive en el pueblo, en la Place de l'Église.

Empecé a rellenar el formulario.

—Perdone que se lo pregunte, monsieur, ¿ya había estado aquí otras veces?

Alcé la vista del papel y le miré a la cara.

—Yo vivía aquí —respondí. Y luego añadí con cierto humor—: antes de que usted naciera.

Jean-Luc pareció animarse. Parecía deseoso de hacerme un montón de preguntas, pero se dio cuenta de que yo no tenía ganas de hablar y desistió. Cuando acabé de rellenar el formulario, me acompañó a mi habitación. En el pasillo descubrí la silla tapizada que utilizaba de niño para esconderme. Estaba en el mismo sitio, y hasta la tela del tapizado era la misma, aunque ahora estaba más ajada, y los colores apagados por el sol que entraba por la ventana cercana. Me pareció demasiado pequeña para ocultarme tras ella; no me imaginaba que hubiera sido tan pequeño. Llegamos a mi habitación y Jean-Luc abrió la puerta. Más allá, siguiendo el pasillo, estaba la habitación de Joy Springtoe, la recordaba bien. Saqué del bolsillo la pelotita de goma que estuve a punto de perder para siempre detrás de la cómoda, y recordé con nostalgia cómo Joy me la había devuelto. Al rememorar su último beso y el sabor de su piel se me encogió el corazón pensando lo triste que me sentí tras su partida. Pocas personas me dieron tanto cariño en mi infancia, y no las olvidaría nunca.

—Desde aquí se ven muy bien los viñedos, es un panorama precioso —dijo Jean-Luc—. Aunque, como usted ya sabe, es mucho más bonito en verano.

—Muchas gracias. —Estaba deseando que se marchara. Quería quedarme solo, y él tenía ganas de charla.

—Muy bien. Si necesita algo, marque el cero, el servicio de habitaciones. Si no quiere nada más, le dejo descansar.

Me acerqué a la ventana y contemplé ensimismado los campos donde jugaba de pequeño. En cuanto acabé de deshacer mi escaso equipaje, decidí dar una vuelta por los alrededores. Tenía ganas de ver el resto del château y el edificio de las caballerizas. Era un fastidio que los Duval ya no estuvieran; me hubiese divertido atormentándolos un poco, porque seguro que no me habrían reconocido. Había planeado comportarme como un huésped exigente e insoportable sólo para hacerlos sufrir. Era un placer estar al otro lado de la valla. Recordé una ocasión en que Madame Duval me descubrió espiando la llegada de los huéspedes y me arrastró de la oreja hasta la cocina, donde me propinó una paliza delante de Yvette y sus horribles empleados. Ahora que yo era un huésped y no podía vengarme, esperaba una justicia divina, que a causa de sus duros corazones se hubieran convertido en seres desgraciados, condenados a envejecer en triste soledad.

Bajé las escaleras y di una vuelta por la planta baja. Todo me parecía mucho más pequeño de lo que lo recordaba, los lugares donde me escondía eran minúsculos, y el comedor que recordaba tan grande y ruidoso era en realidad una sala acogedora pero con mala acústica. Sin embargo, el olor era el mismo, una mezcla de cera de muebles, humo de leña de la chimenea del recibidor y cuatrocientos años de historia que me entró por la nariz, me impregnó los huesos y me transportó al pasado, inundándome de agridulce nostalgia. Entré en el invernadero y miré hacia fuera: la terraza estaba húmeda y cubierta de musgo. Las sillas donde los Faisanes se habían sentado para hablar de Coyote mientras yo jugaba con Rex debajo de la mesa estaban cubiertas de hojas secas. Como estábamos en pleno invierno, no había mesas en el jardín, y la hierba se veía castigada por el viento y cubierta de desechos otoñales. Rememoré cómo me escondía con Pistou entre los arbustos para espiar a los huéspedes que tomaban el té. No eché un vistazo alrededor para ver si lo veía, porque sabía que no estaba, y sentí el dolor de su ausencia. Ya no podía conjurarlo como antes. Al hacerme mayor lo había perdido.

Entré en la cocina. Un chef con gorro blanco metía un largo cucharón en la olla de la sopa mientras un miembro de su equipo aguardaba sus comentarios. Le oí decir algo en voz baja, todo lo contrario de los berridos que daba Yvette. Cuando me vio, alzó las cejas e inclinó la cabeza a modo de saludo antes de volver a su trabajo. Había un ambiente eficiente y agradable. Eché un vistazo a las cazuelas de los últimos estantes y a los diversos utensilios, cazos y sartenes que colgaban del techo. Los habría podido coger sin esfuerzo, alargando la mano, y sin embargo, convertirme en el «agarrador» de Yvette me había cambiado la vida en el château: de ser un inútil había pasado a ser importante. Sonreí para mis adentros y salí de la cocina.

El edificio de las caballerizas estaba muy cambiado desde que la maquinaria había venido a sustituir al caballo y al arado. Ahora en los establos había tractores y otras máquinas, y el piso de arriba se había transformado en oficinas. El taller de Jacques Reynard todavía existía, pero ahora era un lugar sin alma. Me inundó la tristeza. Desde la desaparición de Coyote, no había permitido que nadie ocupara el hueco que dejaron en mi corazón Jacques Reynard, Daphne Halifax y Joy Springtoe. Cuando salí del edificio de las caballerizas me sentía derrotado. Seguí caminando sin rumbo por los terrenos del château, recordando detalles, tocando cosas, prestando atención a los ecos de las voces que me llegaban del pasado. Deseaba con toda mi alma poder compartir esos recuerdos con alguien. Pero mi madre había muerto, Pistou sólo había existido en mi imaginación; y en cuanto a Yvette y los Duval, ya no estaban, aunque no tenía ganas de verlos. Sin embargo, una parte de mi ser clamaba venganza; quería acabar con mis demonios. El chevalier anhelaba probar su espada en los que le habían atormentado, quería disfrutar infligiéndoles dolor, como si de una forma perversa fuera a mitigar así su sufrimiento. Y con la esperanza de encontrar al padre Abel-Louis me encaminé al pueblo.

El sol estaba alto en el cielo. A pesar del café y los cruasanes que había tomado con Caroline, me sentía hambriento. Los rayos del sol eran demasiado débiles y hacía frío, pero no quise coger el coche. Me puse el abrigo y el sombrero, metí las manos en los bolsillos y decidí que iría por la carretera, ya que los caminos que atravesaban los campos estaban demasiado embarrados y yo no tenía el calzado adecuado. Hacer el camino a pie resultó más agradable que en coche. Los recuerdos no resultaban tan opresivos, y el aire frío me llenaba de vigor. Disfruté del paisaje, de los campos abiertos, del amplio horizonte. De vez en cuando se oía algún que otro pájaro. Estaba preparado para enfrentarme a mi mayor enemigo.

El pueblo había cambiado muy poco en cuarenta años. Había unas cuantas casas más en las afueras, y ya no quedaban carros ni caballos, sólo había coches. No vi una sola cara conocida. Paseé por las calles, miré los escaparates y atisbé el interior de los cafés. Ya no me emocionaba el anonimato. Hacía tiempo que me había acostumbrado, y además ahora era otra persona, por lo menos exteriormente. Era un adulto que recorría los lugares de su infancia, y lo que de niño me pareció inmenso ahora se me antojaba pequeño e insignificante.

Llegué a la Place de l'Église y me senté en el borde de la fuente. De la boca del pez que yacía al pie del santo ya no manaba agua, porque estaba tan helada como los árboles. La plaza estaba llena de vida: críos, madres que charlaban al sol, palomas que picoteaban las migajas del suelo. Parecía imposible que allí mismo, al pie de la iglesia, mi madre hubiera sido desnudada, rapada y humillada por una muchedumbre sedienta de sangre, y que me hubieran alzado como a un corderito pascual para que presenciara el sacrificio. Por supuesto, mi madre y yo no fuimos los únicos. Otros fueron castigados de la misma forma, desnudados y exhibidos como animales, pero yo no los conocía, y sólo recordaba el horror vivido. Pero Maurilliac había progresado, y ahora era un pueblo alegre y bullente de vida. No había ninguna estatua de Mischa Fontaine, el chico que tuvo una visión y vivió un milagro. No venían peregrinos buscando una experiencia similar y no me habían levantado un santuario. Nadie se acordaba de mí. O eso me parecía.