5
La ausencia de Joy Springtoe resonaba con fuerza en el château, y yo vagaba como alma en pena por los alrededores. Ya no me importaba si las piedras que arrojaba al río se hundían o rebotaban. Pasaba horas contemplando mi Citroën amarillo, abriendo y cerrando el capó y recordando la cara y el olor de Joy. Ni siquiera Pistou conseguía curarme de mi desconsuelo. La gente cree que un niño tan pequeño —al fin y al cabo sólo tenía seis años y tres cuartos— es incapaz de sentimientos tan profundos, pero Joy Springtoe había tenido mi corazón en sus manos y lo había tratado con bondad, de manera que le pertenecía para siempre.
Monsieur Duval me prohibió ayudar a Lucie, pero no me importó. Ahora que Joy no estaba, no tenía sentido rondar por la Zona Privada, y además Lucie estaba cada día más taciturna. Los Tres Faisanes me caían bien, pero incluso pasar las tardes mirándolas pintar había perdido su atractivo, así que me pasaba el día por ahí con la pelota de goma en las manos. Ahora la pelota tenía todavía más significado que antes, porque Joy me la había devuelto.
Un día me escondí en la fría y húmeda bodega del château. Las botellas, dispuestas en hileras, llenaban cajas y más cajas, como los cadáveres de las catacumbas. Las paredes estaban mohosas, y el aire olía a cerrado. Mis pasos resonaban con fuerza en aquel silencio. Recorrí los pasillos hasta llegar a un pequeño cuarto de un aire tan tenebroso que se me erizaron los pelos de la nuca. Sólo había una silla, pero yo notaba un extraño calor, como si alguien hubiera vivido allí. Entré lleno de curiosidad y me senté en la silla. Eché un vistazo alrededor preguntándome para qué serviría aquel lugar. En la pared de piedra había grabados unos nombres: Léon, Marthe, Felix, Benjamin, Oriane. Acaricié las inscripciones con el dedo. Me intrigaba que parecieran recientes. Tal vez eran personas que el malvado Monsieur Duval había retenido prisioneras. La idea me gustó, y grabé mi nombre en una piedra pequeña, escribiendo «Mischa» con letras bien grandes. Yo también era un prisionero del amor y el silencio.
Aunque ya no tenía fiebre, todavía estaba débil. Mi madre me vigilaba preocupada y por la noche me apretaba estrechamente contra su cuerpo, como temerosa de que un demonio viniera amparado en la oscuridad y me llevara consigo. Mis pesadillas se hicieron más frecuentes. Soñaba que el rostro de mi madre se transformaba en el de Joy, y me despertaba sudoroso, confuso y bañado en lágrimas. Cuando descubría que Joy me había dejado pero que mi madre seguía allí, sentía un alivio inmenso.
Una noche me despertó el rugido del viento, un vendaval que quebraba las ramas de los árboles y llegaba acompañado de una lluvia intensa, horizontal. Era un fenómeno muy raro en verano. Mi madre se despertó también y nos sentamos junto a la ventana para ver la tormenta en la oscuridad.
—¿Sabes una cosa, Mischa? Mi madre, tu abuela, decía que los vendavales de verano anuncian un cambio. —Apoyó la cabeza en el brazo doblado y me miró con expresión infantil. Era muy supersticiosa, y por supuesto siempre tenía razón. Tenía razón en todo. Exhaló un hondo suspiro y sus suaves ojos castaños se llenaron de lágrimas—. Me pregunto qué pensaría ahora de mí. ¿Crees que puede verme desde el cielo? Seguro que cruza los brazos sobre el pecho y me mira con desaprobación, chasqueando la lengua. Pero a ti, pequeño chevalier, te habría adorado. Estaría muy orgullosa de ti. —Se inclinó hacia mí y me tocó el brazo—. Ya sé que estabas enamorado de Joy Springtoe, Mischa. A mí también me entristece que se haya ido, porque trajo el sol a esta casa. Quiero que sepas que te entiendo. El amor duele, cariño. Duele cuando están contigo y duele cuando se van, y duele todavía más cuando sabes que no volverás a verlos. Pero los momentos de felicidad que has vivido hacen que todo ese sufrimiento valga la pena. Y te prometo que con el tiempo podrás recordarla sin sufrir. Incluso es posible que vuelva el año próximo. Su novio murió cuando liberaba este pueblo, como un héroe, y ella vuelve aquí para recordarlo. Estoy segura de que también te echa de menos.
Conseguí esbozar una sonrisa y seguí contemplando el vendaval. Mi madre me leyó los pensamientos.
—Espero que nos traiga cambios a los dos.
Al día siguiente, sábado, mi madre propuso que fuéramos caminando al pueblo. Yo escondí la cabeza entre los hombros y puse mala cara. Odiaba el pueblo, para mí todavía lleno de malos recuerdos. Pero mi madre quería que afrontara mis miedos y los superara, así que dijo:
—Sólo con la práctica puede un chevalier aprender a luchar y a ganar.
A regañadientes, bajé con ella las escaleras de madera que llevaban al patio. Antes de que el château se convirtiera en hotel, el edificio de las caballerizas estaba lleno de caballos preciosos, musculosos y de pelo brillante. Cuando yo era muy pequeño, mi padre me subió a uno, y todavía recordaba la emoción que sentí cuando el caballo empezó a andar —clip, clop, clip, clop— sobre las losas de piedra mientras él llevaba las riendas. Ahora sólo quedaban dos caballos, y eran animales de carga, grandes y pesados, que se utilizaban para el trabajo en los viñedos. Jacques Reynard los había entrenado para caminar en línea recta entre los viñedos, y les había enseñado a utilizar la fuerza precisa para clavar el arado en el suelo y arrancar las raíces, pero sin dañar las raíces principales.
Cuando emprendimos el camino al pueblo, el miedo me atenazaba el estómago. Lejos de sentirme un pequeño chevalier, sólo tenía ganas de dar media vuelta y salir corriendo, pero la idea de que mi madre tuviera que verse sola en medio de tantos enemigos me dio fuerzas para seguir con ella. La tormenta de la pasada noche había pasado, dejando el suelo mojado y las hojas de los árboles limpias y relucientes, un poco estropeadas por el viento. Ya me había olvidado de lo que decía mi abuela sobre el cambio que traía la tormenta, y creo que mi madre se había olvidado también, porque no lo mencionó.
Recorrimos las calles del pueblo entre la hostilidad de costumbre, seguidos por las miradas que espiaban tras las cortinas de encaje. Al principio era peor: nos gritaban «bastardo alemán», «traidor», «pequeño nazi», «puta». Ahora sus insultos habían quedado reducidos a murmullos y miradas de odio. Siempre me fijaba en los niños. La mayoría imitaban a sus padres y me contemplaban con desprecio, y alguno ponía cara de desconcierto, como si no supiera qué hacer. Por eso me sorprendió que una niña me sonriera con simpatía. Era una niña ligeramente dentona, de pelo castaño y mejillas sonrosadas, y su sonrisa era cautelosa pero sincera. Hubiera querido corresponderle, pero el miedo torció mis labios en una mueca. Mi madre se detuvo delante de la boulangerie, un establecimiento que yo detestaba. Me gustaba lo que vendía, los dulces del escaparate, pero me aterraba el panadero, un tipo alto y grueso que solía aparecer en mis pesadillas.
Mi madre me apretó la mano y tomó aliento como si fuera a lanzarse al agua. Y entramos. La campanilla de la puerta anunció nuestra presencia. El panadero, con una amplia bata blanca que apenas le tapaba la inmensa tripa, salió de detrás de una cortina de cuentas de colores. Al vernos frunció el ceño y puso mala cara. Mi madre lo saludó con educación: «Bonjour, monsieur». Monsieur Cézade se limitó a contestar con un gruñido. Mi madre continuó con la farsa de que éramos clientes normales y corrientes.
—¿Qué te apetece, Mischa? —me preguntó con despreocupación.
El panadero me miraba fijamente y su boca se torció en una mueca de repugnancia, como si le disgustara mi sola presencia. Atemorizado, me acerqué a mi madre, sin saber qué contestar. En aquel momento se abrió la puerta, y el sonido de la campanilla me libró de la atención de Monsieur Cézade, que saludó con efusión al nuevo cliente para enfatizar el desprecio que le inspirábamos.
—Bonjour, monsieur —dijo con entusiasmo.
—Bonjour.
El desconocido tenía un fuerte acento similar al de Joy Springtoe. En cuanto lo vi, me sentí mucho más tranquilo. Era el hombre más rematadamente guapo que había visto jamás. A continuación, se dirigió a mí.
—Eh, hola, Junior —me dijo sonriendo.
Me resultó muy simpático. Desprendía un encanto y una calidez irresistibles. Cuando sonreía, se encendía una chispa de malicia en sus ojos de un azul intenso, y las comisuras de su boca se curvaban tanto que sus mejillas se plegaban como un acordeón.
—¿Qué te apetece? —me preguntó, haciéndose eco de la pregunta de mi madre de hacía poco rato.
—No puede hablar —le explicó el panadero, y su voz sonó despectiva—. Es mudo.
El estadounidense dirigió a mi madre una sonrisa de complicidad.
—Con lo guapo que es, no necesita hablar —dijo.
Mi madre se puso roja como un tomate y bajó la mirada. Noté que su mano estaba sudorosa.
El hombre se presentó.
—Coyote Magellan —dijo, tendiéndole la mano, y mi madre se la estrechó—. Bueno, ahora a lo mejor puede usted ayudarme. ¿Cuál es el mejor pastel de esta pastelería? —preguntó en inglés.
Mi abuelo materno era irlandés, de manera que mi madre entendía y hablaba bien el inglés. Yo deseé que Monsieur Cézade no entendiera nada.
—A mi hijo le gustan las chocolatines —dijo mi madre, señalando el escaparate.
—Qué buena elección. A mí también me gustan —dijo, satisfecho de que mi madre hablara su idioma—. J'en prendrais trois, s’il vous plaît —dijo, dirigiéndose a Monsieur Cézade, que asistía asombrado a la escena.
El panadero suspiró hondamente y metió los tres pastelillos en una bolsa de papel marrón. Al parecer había entendido por qué el norteamericano pedía tres.
Coyote se volvió hacia mi madre.
—Los invito a acompañarme al café de al lado. No podría comerme estos tres pasteles yo solo ni aunque lo intentara.
Y de no ser por Monsieur Cézade, estoy seguro de que mi madre habría declinado la invitación, pero le halagó que aquel desconocido atractivo y lleno de encanto la invitara delante del hombre que la había humillado. Y la atrajo también el desafío, porque no estaba bien visto aceptar la invitación de un hombre que acababa de conocer y del que nada sabía. Así que respondió con la cabeza bien alta.
—Nos encantaría.
Yo me sentí orgulloso de ella. Coyote le dio las gracias a Monsieur Cézade y salimos juntos de la panadería. De haber tenido yo una espada en aquel momento, le habría demostrado a mi madre que sabía usarla.
Mi madre y yo no frecuentábamos el café del pueblo, y todos se quedaron muy sorprendidos al vernos entrar. Se hizo un silencio total en el local, y hasta los camareros se quedaron mirándonos con la boca abierta. Todo el mundo conocía a mi madre de vista. No teníamos dónde escondernos. A algunos les podía parecer raro que no saliéramos nunca del château, pero mi madre se había casado allí con mi padre, y además era nuestro hogar. ¿A dónde podíamos ir, si además nadie nos quería?
Coyote se comportó como si no pasara nada. Sonrió a todos con aquella sonrisa encantadora y nos condujo a la mesa redonda del rincón. Mi madre apretaba los labios con resolución, decidida a no mostrar incomodidad por ser el centro de las miradas. Y era tanta la admiración que me inspiraba aquel hombre lleno de encanto, que por primera vez soporté la situación sin temor.
—¿Qué desea tomar, Miss Anouk? —le preguntó en cuanto tomamos asiento—. Espero que no le moleste que la llame Miss Anouk.
Mi madre estaba desconcertada. No se había presentado.
—Debo confesarle —dijo él, bajando la voz— que un día la vi con su hijo por la calle y pregunté su nombre. Entiéndalo, usted es una mujer hermosa, y yo soy un hombre. —Se encogió de hombros y metió la mano en el bolsillo de su camisa en busca de un cigarrillo—. ¿Quiere fumar? —Mi madre contestó que no y le dirigió una mirada recelosa—. Hoy he visto que ese gordo patán estaba mostrándose insolente y por eso he intervenido. Espero que no le importe. —Lo dijo con tal sinceridad que mi madre fue incapaz de enfadarse—. Y a su hijo no le irá mal comer un poco más —añadió guiñándome un ojo.
—Mischa ha estado enfermo —dijo mi madre—. Él tomará una limonada y yo un café.
—¿Qué edad tiene?
—Seis años.
«Y tres cuartos», añadí yo en silencio.
—Eres un chico muy guapo —dijo, mirándome.
—Se parece a su padre. —Mi madre lo miró a los ojos, poniéndolo a prueba. Me deprimí al comprender que mi limonada y mi chocolatina peligraban.
Coyote movió la cabeza comprensivo.
—Así que, a ojos de los franceses, es usted una traidora. Esto es lo trágico de las guerras.
—El amor no conoce fronteras. —La expresión de mi madre se dulcificó y mis posibilidades de una buena merienda aumentaron.
Coyote encendió un Gauloise y escrutó el local con los ojos entrecerrados.
—No es más que un niño —dijo con dulzura—. Vale, su padre es alemán, pero la guerra ha terminado. Ha llegado el momento de perdonar.
—Era alemán —corrigió mi madre—. Mi esposo murió en la guerra.
Cuando el camarero trajo las bebidas, Coyote abrió la bolsa de papel y me dio mi chocolatina.
—Tenemos que alimentarte para que seas un chico alto y fuerte —dijo riendo—. ¿Sabe escribir? —le preguntó a mi madre.
—Sí que sabe. —Mi madre me miró con ternura. No le gustaba que la gente hablara delante de mí como si yo no entendiera nada. «Que no tenga voz no significa que no tenga entendimiento», replicaba siempre enfadada.
Coyote pidió al camarero lápiz y papel y dio un mordisco a su chocolatina.
—Está muy buena, ¿no te parece? —Yo asentí enérgicamente con la boca llena de chocolate—. La comida sabe mucho mejor en Francia.
Mi madre dio un sorbito a su café.
—¿De dónde es usted?
—Del sur. Virginia. Me alojo en el château.
Mi madre asintió.
—Trabajo allí.
—Un sitio precioso, es una pena que lo hayan transformado en hotel. Seguro que era una casa muy bonita.
—No se la imagina. Una mansión preciosa, decorada con un gusto exquisito. Era una familia muy distinguida. Fue un honor trabajar para ellos.
El camarero trajo lápiz y papel y Coyote me los pasó.
—No me gusta dejar a nadie fuera de la conversación, sobre todo si se trata de un niño tan despierto como tú. Si tienes algo que decir, Junior, escríbelo, porque quiero leerlo.
Empecé a escribir al momento, lleno de emoción. Quería demostrarle que sabía.
«Gracias por mi chocolatine», escribí en francés. Coyote esbozó una amplia sonrisa.
—Gracias a ti por acompañarme. Esto no resulta muy divertido para ti —dijo, alborotándome el pelo.
Volví a garabatear.
«Vivimos en el edificio de las caballerizas.»
—¿Y hay caballos?
Levanté dos dedos y me encogí de hombros. Son de tiro, escribí, y añadí: «¿Cuánto tiempo piensa quedarse?»
—El que haga falta —contestó. Se apoyó en el respaldo y miró directamente a mi madre—. Me gusta esto —dijo sonriendo—. Por el momento, Junior, no pienso irme a ninguna parte.