19
No había forma de librarse de Gray Thistlewaite y su programa «Otra historia auténtica» en la radio local. Mi madre se negó a acudir, convencida de que explicar su vida a un grupo de desconocidos suponía rebajarse. En realidad le encantaba su intimidad, que la gente apenas supiera nada de ella. El anonimato había sido un lujo fuera de su alcance en Maurilliac, y ahora no pensaba renunciar a él. Pero no resultaba fácil decirle que no a Gray Thistlewaite. A primera vista podía parecer una encantadora abuelita, bajita y menuda, con ojos azules del color del cielo de otoño en Jupiter, y pelo gris, recogido en un moño bajo. Tenía los labios llenos y sonrosados y la tez pálida; se empolvaba la cara y se aplicaba un perfume que olía a lirio. Pero lo que delataba la dureza de su voluntad de acero era su mandíbula, demasiado prominente y huesuda para un rostro tan suave. Nos convenía llevarnos bien con ella si no queríamos ver cómo adelantaba la mandíbula y su mirada se tornaba de hielo antes de destrozarnos y reducirnos a papilla. Cuando se le metía una idea en la cabeza, no había quien la parara. Estábamos a principios de diciembre y llevábamos tres meses en Jupiter. No podíamos rechazar su petición sin parecer groseros.
Coyote entendía la postura de mi madre y tuvo la inteligencia de no presionarla, no quería volver a sufrir la experiencia de asistir a una de sus explosiones de furia. Hasta el momento él había conseguido librarse de asistir al programa, de manera que sólo quedaba una posible víctima: yo mismo. Y yo me mostraba encantado. Recordaba que en Francia Yvette siempre estaba escuchando la radio, y me emocionaba la idea de hablar para centenares de personas.
—Sólo quiere que le cuentes qué te parece Jupiter, Mischa. Puedes hablarles del château, de la vendimia y el vino; puedes hablarles de Jacques Reynard y de Joy Springtoe si quieres —dijo mi madre mientras me alisaba las arrugas de la camisa.
—¿No deberías decirle lo que no tiene que mencionar? —preguntó Coyote.
—No. Él ya lo sabe. ¿Verdad, Mischa?
Y así era. Yo sabía que había cosas de las que nunca hablábamos, ni siquiera entre nosotros, cosas que queríamos olvidar, que nunca contaríamos a nadie. Mi madre y yo teníamos un pacto secreto.
—¿Seguro que no te importa ir? —me preguntó preocupada. Se sentía culpable porque me enviaba a mí en su lugar.
—No me importa. —Estaba tan emocionado que me costaba quedarme quieto—. Quiero ir —aseguré.
—Entonces irás —dijo Coyote—. Pero recuerda que debes tener tu espada desenvainada, preparada en todo momento, por si acaso.
La casa de Gray Thistlewaite era pequeña, cálida y limpia, exactamente como se espera que sea la casa de una abuelita. En la chimenea ardía un fuego, y sobre las mesas había figuritas, y elaborados marcos de plata con fotografías de sus hijos vestidos de uniforme, y de sus sonrientes nietos. En las paredes colgaban cuadros de escenas marinas y de caza, jaurías de perros corriendo a través de un paisaje inglés persiguiendo a un zorro. No había ni una superficie libre de algún objeto de valor sentimental, ya fuera una cajita de esmalte, un ramillete de flores secas, una muñeca de porcelana o una figurita de cristal. El salón olía a leña y a perfume de lirios. Una librería abarrotada de libros cubría una de las paredes, y en la mesa redonda del rincón, junto a dos ventanas con cortinas de encaje, estaba instalada la emisora de radio con su caja negra y sus micrófonos.
Para evitar que Gray Thistlewaite intentara persuadir a mi madre o a Coyote de participar en el programa, llegué acompañado de María Elena, la mujer de Matías. María Elena se sentó en el sofá con estampado de flores azules y tomó el té en un bonito servicio de porcelana china. Gray me acercó una silla frente a la mesa de la emisora.
—Toma asiento. Ésta es mi modesta estación de radio. No es gran cosa, pero establece comunicación con las buenas gentes de Jupiter y proporciona un inmenso placer a los ancianos que no pueden salir de casa.
Por supuesto, ella no se consideraba anciana. Tomó asiento, se alisó la falda de tweed y la blusa blanca de algodón, y se colocó sobre la nariz unos anteojos de montura plateada que llevaba colgando de una cadena. Luego sorbió por la nariz con aire de estar a punto de hacer algo importante y dio unos golpecitos en el micrófono.
—Antes de empezar, Mischa, te daré un consejo: sé tú mismo. No te pongas nervioso, estás entre amigos. Todos quieren escuchar tu historia, yo incluida. Es una pena que no puedan verte, con lo guapo que eres. Pero no te preocupes, yo ya se lo diré. Ponte esto. —Me dio unos auriculares para que me los colocara en las orejas y acercó un micrófono que había sobre la mesa de manera que me quedara cerca de la boca.
—¿Me oyes bien, Mischa? —Yo asentí—. Entonces, querido, está todo listo.
—La oigo bien —dije obedientemente.
—Estupendo. —Miró el reloj que había sobre la mesa—. Empezaré dentro de unos minutos. Primero tengo que dar algunas noticias, así que habrás de esperar.
El corazón me latía cada vez más deprisa y empecé a temblar. María Elena me sonrió para darme ánimos. Sentados en silencio, observábamos el minutero del reloj, que se movía muy lentamente. Cuando por fin las manecillas marcaron las once en punto, Gray apretó un botón sobre la misteriosa caja negra y empezó a hablar con voz baja y misteriosa.
—Muy buenos días, queridos vecinos de Jupiter. Bienvenidos a mi programa. Para aquellos que no lo sepan, empieza una nueva emisión de «Otra historia verdadera», y yo soy Gray Thistlewaite. A todos los que me estáis escuchando, en vuestros salones y en vuestras cocinas, voy a intentar, dentro de mis pequeñas posibilidades, haceros la vida más alegre y llevadera. Hoy tenemos a un invitado muy interesante. Es tan guapo como agradable, pero antes de presentarlo quiero daros algunas noticias: el próximo jueves a las seis de la tarde, Hilary Winer organiza una pequeña fiesta prenavideña en su tienda, Toad Hall, en la Calle Mayor. Estáis invitados. Santa Claus estará allí para atender a los niños, así que buscad al hombre vestido de rojo y entregadle las listas de peticiones para Navidad. Deborah y John Trichett han tenido un hijo varón que se llamará Huckleberry. Por favor, no enviéis ramos porque Deborah es alérgica a las flores y no nos gustaría verla estornudando encima del bebé, ¿no les parece? Estarán encantados si les lleváis ropa o juguetes. Hilary Winer dice que le acaban de llegar mantitas, gorritos y manoplas a juego para bebé, de color azul. La perra de Margaret Gilligan está en celo, así que por favor mantened a los perros a distancia, porque no quiere otra camada de chuchos. Los abetos de Stanford Johnson ya están a la venta en Maple Farm. Se venden por riguroso orden, así que ya podéis daros prisa en comprar uno antes de que se acaben. No olvidemos la Tienda de curiosidades del capitán Crumble, donde encontraremos regalos para todos. Y esto me lleva a presentaros al nuevo hijastro de Coyote, Mischa Fontaine. Está conmigo ahora mismo, dispuesto a hablar con las buenas gentes de Jupiter. Hola, Mischa.
—Hola, madame —respondí. No sabía qué trato debía darle.
—Llámame Gray, como todo el mundo —dijo ella con una sonrisa—. ¿Te gusta tu nuevo pueblo?
—Me encanta —dije entusiasmado.
—Me alegro mucho. A nosotros también nos gusta. Diles a los que te están escuchando la edad que tienes.
—He cumplido siete años.
—Vaya, siete años, sí que eres mayor. Hablas muy bien el inglés, para ser un niño francés.
—Mi abuelo era irlandés.
—Yo tengo un antepasado inglés. Fue uno de los primeros colonos, un lord.
—¿Llegó en el Mayflower? —pregunté. Grey levantó las cejas, impresionada por mis conocimientos.
—Eso mismo. Así es. A lo mejor estamos emparentados. —Rió suavemente y me dirigió una mirada traviesa a través de los anteojos. Yo me había calmado y estaba totalmente cómodo con ella—. Explícales a los oyentes cómo era tu vida en Francia.
—Vivíamos en un château, en un pueblito llamado Maurilliac.
—Y para que lo sepan los oyentes, un château es un castillo, ¿no?
—Es una casa grande —le corregí.
—Qué distinguido. Nos sentimos muy orgullosos de tener entre nosotros a un auténtico aristócrata francés. Háblanos del château, Mischa.
—Teníamos viñedos y hacíamos vino.
—Seguro que era muy bueno.
—A mí me criaron a base de vino —dije, recordando la risa que mi comentario había provocado a la señora Slade. Gray Thistlewaite rió y movió la cabeza. Yo estaba cada vez más lanzado.
—¿Echas de menos Francia?
—Ahora no pienso mucho en eso. Echo de menos los viñedos y el río, y a mi amiga Claudine. Desde el pabellón se ve el valle. Es muy bonito, sobre todo cuando se pone el sol. Allí vi a Jacques Reynard y a Yvette besándose.
—¿Quiénes son?
—Jacques cuida de los viñedos e Yvette es la cocinera. Están enamorados.
—El amor es muy bonito en Francia. Cuéntanos cómo conoció tu madre a Coyote.
—Cuando él llegó a Maurilliac con su guitarra y su magia, se enamoró de él. —Me puse rojo nada más decirlo. Ojalá mi madre no se enfadara.
—¿Llegó con su magia?
—Oh, sí, él puede hacer magia.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé, simplemente. —No quería traicionarlo.
—Cuéntanoslo. Coyote es uno de los personajes más queridos de Jupiter, pero ignoraba que fuera capaz de hacer magia.
—Tiene un poder especial.
—¿En serio? ¿Qué tipo de poder?
—Bueno... —dije dubitativo.
—¿Y bien? —Adelantó la mandíbula con gesto decidido—. Estamos deseando saberlo.
—Me devolvió la voz.
—¿La habías perdido? —Me dirigió una mirada de incredulidad.
—No podía hablar.
Gray arrugó la frente.
—¿Eras mudo?
—Sí. Y cuando llegó Coyote recuperé la voz.
—¡Increíble! ¿Cómo lo hizo?
—Me dijo que podría volver a hablar, y así fue.
Gray no sabía si creerme.
—¿Así, sin más?
—Así sin más. Ya le he dicho que hace magia. —Estuve tentado de hablarle de Pistou, pero lo deseché. Si no creía en la magia de Coyote, no creería en Pistou, ni tampoco en el poder del viento, aunque ella misma fuera una abuela—. En Maurilliac todos pensaron que había sido un milagro, y a lo mejor lo fue, pero yo no soy un santo. Maman dijo que Dios me había devuelto la voz, pero en realidad fue Coyote con su magia.
Gray decidió cambiar de tema.
—Háblanos de la boda.
—Fue en París. —Habíamos entrado en un terreno pantanoso, así que desenvainé mi espada por si las moscas.
—¡Qué romántico! Y seguro que tú fuiste el padrino —comentó con una afectuosa sonrisa.
—No lo sé. —Nunca había estado en una boda y no sabía lo que era un padrino—. Supongo que yo estaba en un lugar secundario,* porque Coyote era el protagonista.
Gray rió y yo me reí con ella. Me gustaba hacerla reír.
—Y dinos, ¿qué le pasó a tu padre?
—Murió en la guerra.
—Lo siento mucho. —Se inclinó hacia mí y me acarició la mano.
—Yo también. Seguro que Coyote le habría gustado —dije con toda inocencia.
—Estoy convencida de que sí —dijo ella con una risita—. No sé si me has estado tomando el pelo, Mischa, pero ha sido una charla muy interesante. ¿Volverás otro día al programa?
—Sí, por favor —dije con candor.
—Y a todos los que nos escuchan les diré que seguro que ninguno de nosotros es tan mayor o tan escéptico como para no creer en la magia. Es saludable y divertido tener tanta imaginación. Ahora dejaré que Mischa regrese volando en su alfombra mágica a la Tienda de curiosidades del capitán Crumble para reencontrarse con su padrastro hechicero, Coyote. Si alguien necesita un poco de magia en su casa, ya sabe dónde encontrarla. Se lo hemos contado aquí, en el programa de Gray Thistlewaite. Gracias por oírnos desde sus salones y sus cocinas. Espero haber contribuido a hacer sus vidas más agradables.
María Elena me llevó a tomar un helado. Me gustaba María Elena; era tierna y cariñosa y hablaba con un acento que tenía un timbre exótico.
—Lo has hecho muy bien —me dijo. Estaba orgullosa de mí, y me miraba con ternura casi maternal—. Gray no cree en la magia, pero yo sí. Aunque creo que eres tú el que tiene poderes mágicos, más de lo que te imaginas.
—Pero es cierto que Coyote puede hacer magia —insistí.
—Todos los niños pueden, y él no es más que un niño grande.
—Vio a Pistou, aunque no lo reconoció. —Nunca le había contado esto a nadie.
—¿Quién es Pistou?
Me arrepentí de haberlo mencionado, pero ya no me podía echar atrás.
—Era mi amigo. Nadie más que yo podía verlo. Vive en el château, y me fui sin decirle adiós —dije con tristeza.
—¿Y dices que Coyote lo vio?
No se reía, sino que me miraba muy seria.
—Sí, Coyote lo vio, estoy seguro.
—Estoy convencida de que tienes razón. No te preocupes por no haberle dicho adiós, él lo entenderá.
—¿De verdad lo crees?
—Lo sé. —Me acarició suavemente la mejilla con los nudillos—. Los espíritus son más sabios que nosotros. —No entendí lo que quería decir. Pistou no era un espíritu, era un niño mágico.
—Y un día regresaré y lo veré, ¿no?
—Por supuesto, Mischa. Francia está sólo a un viaje en avión, lo mismo que Chile. Yo también echo de menos mi país, igual que tú echas Francia de menos. Pero tu país no desaparecerá. Siempre podrás regresar y ver a Pistou, créeme.
Después de mi entrevista por la radio, todos querían saber más sobre la milagrosa recuperación de mi voz. Cuando le preguntaban a Coyote por sus poderes mágicos, él se encogía de hombros y respondía que todo era producto de la «imaginación del niño». Sin embargo, yo sabía la verdad, sabía que tenía poderes aunque lo negara. Y él lo sabía también, lo veía en su mirada de complicidad cuando me sonreía. Mi madre me dijo que lo había hecho muy bien. Me hizo sentar y me explicó lo que era un padrino de boda. Le preocupaba pensar que yo me viera obligado a mentir.
—No creo que debas hablar de nuestra boda si eso implica que digas mentiras —me dijo.
Pero en realidad ya no importaba porque al poco tiempo nadie volvió a preguntarnos por el tema. Todos dieron por sentado que Coyote y mi madre se habían casado en París y punto. En realidad se interesaban más por mí. No había sido mi intención traerme mis propias mentiras de Francia. De hecho, quería empezar de cero, pero me fue imposible. Las gentes de Jupiter no me consideraban un santo, como en Maurilliac. Se limitaban a mirarme sonrientes y a mover la cabeza con gesto comprensivo. Para ellos no eran más que invenciones de un chiquillo que había quedado huérfano de padre en la guerra y que se había visto arrancado de su hogar y trasladado a un país extraño. Eran amables conmigo, pero no me creían.
—Es un niño tan guapo —decían, como si eso lo excusara todo.
Sin embargo, los niños me creían, y de nuevo me vi hablando sobre mi visión en los recreos.
Aquel primer año en Jupiter fue el más feliz de mi vida, o por lo menos el que mejor recuerdo. Cuando la tienda iba bien, mi madre, Coyote y yo íbamos al cine, veíamos una película, cenábamos en un restaurante o pasábamos el día en la playa, además de brindar con champán de importación. Pero Coyote pasaba en un momento de ser rico a no tener nada.
—Vivo improvisando —me dijo un día alborotándome el pelo—. Lo entenderás cuando seas mayor.
Coyote viajaba mucho. La mayor parte del tiempo no estaba con nosotros. Yo le echaba de menos, pero nuestra casa era tan acogedora y alegre que su ausencia era fácil de soportar. Matías y María Elena se convirtieron en mis segundos padres. Pasaba mucho tiempo en su casa, entre juegos y risas. Con ellos me sentía mimado y comprendido. Me encantaban las historias de magia y de misterio que me leía María Elena, y sus poesías. Me acurrucaba a su lado y respiraba el aroma cálido y especiado de su piel. Era magnífico contar con el cariño de otra mujer.
Ya tocaba bien la guitarra y había empezado a componer mis propias canciones. A la salida del colegio tocaba con un grupo de amigos: Joe Lampton tocaba el saxo, Frank Mullet la batería, y Solly Halpstein el piano. Nos reuníamos en casa de Joe porque su madre tenía un piano en el salón. Lo que tocábamos no sonaba demasiado bien, en realidad era horrible, pero no nos importaba. Por lo menos hacíamos algo mejor que dar vueltas por la calle pasando frío.
Mi madre llevaba las cuentas de la tienda y María Elena se convirtió en su mejor amiga. Ella y Matías nos visitaban o nosotros íbamos a su casa. Los dos matrimonios estaban siempre juntos y yo iba con ellos. A veces me quedaba dormido en su casa y después Coyote me llevaba en brazos al coche y me metía en la cama sin que yo me enterara de nada.
Matías y María Elena no tenían hijos. Me pregunté si habrían tenido un disgusto como el de Daphne Halifax, pero sabía que no debía mencionarlo.
Con el verano llegaron los turistas, los bañistas que abarrotaban la playa, el alboroto en los bares y cafés, y las tiendas a rebosar de clientes. Las parejas paseaban arriba y abajo por el paseo marítimo, los niños jugaban en la arena, los perros entraban y salían del agua y todo el mundo era feliz. Coyote, con sus idas y venidas, nos llenaba de amor y alegría y nos traía de sus viajes objetos extraordinarios. Siempre regresaba con historias sobre los lugares que había visto y las gentes que había conocido, pero yo prefería sobre todas la historia del anciano de Virginia y se la hacía contar una y otra vez. A veces Coyote volvía con barba, y otras veces limpio y recién afeitado, con un traje nuevo recién planchado y los zapatos lustrosos. En ocasiones aparecía con una barba de varios días, áspera y punzante como los rastrojos de maíz después de la cosecha, y en otras tenía las mejillas suaves y aterciopeladas. Pero ya viniera con aspecto de rico o de pobre, siempre me traía algún regalo, nunca llegaba con las manos vacías. Podía ser una tela para mi madre, que había vuelto a hacerse sus propios vestidos, o un juguete para mí, zapatos, una baratija, una cajita o un libro... siempre traía un regalo y a mi madre siempre le gustaba.
Su relación era cada vez más sólida, como las raíces de un árbol que se hunden en la tierra para que las ramas puedan crecer. Se notaba en las miradas que intercambiaban, en la forma en que se acercaban el uno al otro, y en los gestos de ternura que tenían. Cuando veía aparecer a mi madre, a Coyote se le iluminaba el rostro; la dicha le confería una luz especial, como esos farolillos chinos que se iluminan por dentro, y la seguía con mirada arrobada y una mueca amorosa y sensual en los labios. Y mi madre coqueteaba y adoptaba poses seductoras, consciente de que él no dejaba nunca de mirarla.
Se acostumbró a poner un plato en la mesa pura él cuando estaba de viaje, porque Coyote nunca nos decía cuándo llegaría. Para no estar triste, mi madre trabajaba duramente en la tienda, pero por las noches se sentaba junto a la ventana, igual que en Francia, a contemplar las estrellas, como si pudieran traerle a casa. Todo el tiempo hablaba de él con un amor que le arrebolaba las mejillas, y cuando finalmente lo veía llegar, se arrojaba en sus brazos, se colgaba de su cuello y lo cubría de besos, olvidando que yo los miraba. Luego Coyote se me acercaba y me daba un abrazo.
—¿Qué tal, Junior? ¿Me has echado de menos? —preguntaba, dándome un beso.
Solían acostarse pronto y yo oía sus risas a través de la pared. Aunque también se peleaban. A veces mi madre se ponía furiosa con Coyote y le gritaba, despeinada y hecha una fiera. Pero siempre acababan por reconciliarse. Coyote intentaba por todos los medios que ella no volviera a encerrarse y apartarse de él como con el asunto de la boda. Parecían muy felices, y yo también era feliz. Hasta que ocurrió algo inesperado que hundió una daga en el corazón de nuestra pequeña familia.