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Burdeos, Francia, 1948

—¡Mira, Diana, aquí está otra vez ese niño encantador!

Joy Springtoe se inclinó y me dio un buen pellizco en la mejilla. Aspiré su perfume y noté que me ponía rojo. Con sus abundantes rizos dorados y su piel pálida y suave como la gamuza, era la mujer más hermosa que había visto jamás. Tenía los ojos del mismo color que las palomas que zureaban en el tejado del château, y aunque iba pintada y arreglada según el gusto estadounidense, demasiado chillón para las francesas, a mí me gustaba. Estaba llena de colorido. Cuando se reía, querías reír con ella, aunque para mí era imposible, así que me limitaba a sonreír con timidez y me dejaba acariciar con el corazón henchido de agradecimiento.

—Eres un niño muy guapo. Pero ¡si no tendrás más de seis o siete años! ¿A que no? ¿Dónde están tus padres? Me gustaría conocerlos. ¿Son tan guapos como tú?

Su amiga se acercó un poco nerviosa. Era gruesa como una tetera, de mejillas sonrosadas y tiernos ojos castaños. Aunque llevaba una blusa floreada, al lado de Joy parecía gris, como si Dios hubiera gastado todos los colores al pintar a Joy y a ella se hubiera olvidado de colorearla.

—Se llama Mischa —dijo Diane—. Es francés.

—No pareces francés, pequeño, con este pelo rubio y esos preciosos ojos azules, desde luego que no pareces francés.

—Su madre trabaja en el hotel —aclaró Diane—. He hecho averiguaciones por curiosidad.

Joy frunció el ceño. Diane se encogió de hombros y sonrió como excusándose.

—¿Y no vas al colegio? —me preguntó Joy—. Est-ce que tu ne vas pas à l'école?

—Es mudo, Joy.

Joy se incorporó llena de consternación. Me miró con ternura y me acarició la mejilla.

—¿No puede hablar? —Sus ojos estaban llenos de compasión—. ¿Quién te ha robado la voz, pequeño?

Mientras yo me dejaba envolver por la ternura de Joy, apareció Madame Duval. Al verme, su rostro se endureció, pero volvió a colocarse la máscara de amabilidad para saludar a las clientas.

Bonjour —dijo con voz azucarada.

Me puse rígido como un ratón asustado que no puede escaparse.

—Espero que hayan descansado.

Joy se apartó el pelo de la cara.

—Oh, hemos dormido muy bien. Esto es tan bonito... Mi ventana da a los viñedos, y esta mañana parecían destellar al sol.

—Me alegro mucho. Están sirviendo el desayuno en el salón.

Por su cara me di cuenta de que Joy había percibido mi terror. Me guiñó un ojo y me dio unas palmaditas en la cabeza antes de bajar las escaleras con Diane. Cuando las dos se hubieron marchado, la expresión de Madame Duval adquirió la dureza del hielo, como si se hubiera congelado.

—¡Y tú! ¿Qué estás haciendo en esta parte de la casa? ¡Largo de aquí! ¡Fuera!

Me espantó con un gesto despectivo, y mi corazón, momentos antes tan abierto, volvió a su concha. Salí corriendo antes que pudiera pegarme.

Mi madre estaba limpiando la plata en la antecocina.

—¡Mischa! —exclamó aliviada. Me abrazó con fuerza y me besó en la sien—. ¿Estás bien? ¿Te han hecho daño? —Al mirarme a la cara, comprendió—. Cariño, no debes entrar en la Zona Privada. Ahora esto es un hotel, ya no es tu hogar. —Yo lloraba tanto que le mojé el delantal de lágrimas—. Te cuesta entenderlo, pero así son las cosas. Tienes que aceptarlo y portarte bien. Madame Duval ha sido buena con nosotros.

Me separé de ella y negué furioso con la cabeza. Para mi vergüenza, volví a estallar en llanto, pero cuando mi madre intentó consolarme, la empujé y pateé el suelo. «La odio, la odio, la odio», grité. Pero mi madre no oía mi voz interior.

—Vamos, cariño, ya lo sé. Maman te entiende perfectamente.

Incapaz de resistirme a la ternura de sus besos, dejé que me abrazara y me acurruqué en su regazo. Con los ojos cerrados aspiré el olor a limón de su piel y dejé que posara sus labios sobre mi pómulo. Notaba su aliento en mi mejilla y sentía su amor, un amor intenso, incondicional, que yo bebía con avidez.

Mi madre era mi mejor amiga. Sin embargo, aquel horrible episodio que viví al acabar la guerra me trajo también a una persona muy especial, sólo para mí. Sé llamaba Pistou, y yo era el único que podía verlo. Tenía mi edad, pero no nos parecíamos en nada. Él era moreno, de ojos oscuros, pelo crespo y piel aceitunada. A él no tenía que explicarle nada, porque oía mi voz interior y lo entendía todo. Aunque sólo era un niño, era muy sabio.

La primera vez que lo vi era de noche. Desde el final de la guerra, yo dormía con mi madre. Me acurrucaba a su lado y me sentía a salvo. Y es que tenía pesadillas, unos sueños terribles de los que me despertaba llorando. Mi madre, medio dormida, me acariciaba la frente y me besaba para tranquilizarme. Como no podía explicarle mis pesadillas, me tumbaba en la oscuridad con los ojos abiertos, temeroso de que las imágenes volvieran y se me llevaran. Y entonces apareció Pistou. Se sentó en la cama y me sonrió con una expresión tan alegre y cálida que supe que seríamos amigos. Me miró lleno de compasión y comprendí que había visto mis sueños y que entendía mi terror. Mientras mi madre dormía, yo le hacía compañía a Pistou intentando mantenerme despierto hasta que el sueño me venció.

Tras algunos encuentros nocturnos, Pistou empezó a presentarse durante el día, y no tardé en comprender que nadie le veía, porque miraban a través de él. Pistou podía corretear entre la gente gastando bromas: pellizcaba el culo a las señoras, les daba capirotazos en el sombrero y les sacaba la lengua, pero nadie se daba cuenta. Cuando yo jugaba con él en nuestra pequeña habitación en el edificio de las caballerizas, incluso mi madre fruncía el ceño y me miraba preocupada. No hubiera podido hablarle de mi nuevo amigo ni aunque hubiera querido.

Yo no iba al colegio, no porque fuera mudo, sino porque no me aceptaban. Mi madre intentaba enseñarme lo que sabía, pero para ella representaba un esfuerzo. Trabajaba muchas horas en el château, y cuando volvía por la tarde estaba rendida. Pero pese a sus duras jornadas, encontró el tiempo para enseñarme a leer. Fue un proceso lleno de frustraciones debido a mi incapacidad para comunicarme, pero los dos pusimos mucho empeño y lo logramos. Siempre estábamos nosotros dos, y Pistou.

Yo sabía cuánto apenaba a mi madre que no tuviera amigos para jugar. Yo sabía muchas cosas que ella ni siquiera sospechaba. Y es que mi madre pensaba a menudo en voz alta, como si no pudiera oírla, como si además de mudo fuera sordo. Se sentaba frente al tocador para cepillarse la larga melena y se miraba muy seria al espejo. Echado en la cama de hierro, yo me hacía el dormido, pero lo oía todo.

—Qué miedo tengo por ti, Mischa —decía—. Te he traído al mundo, pero no soy capaz de protegerte. Hago lo que puedo, pero no es suficiente.

Otras veces se echaba a mi lado y me susurraba al oído:

—Eres todo lo que tengo, amor mío. Estamos tú y yo solos, maman y su pequeño chevalier.

Crecí rodeado de enemigos. Éramos como una isla en un mar infestado de tiburones. Para mí, el peor enemigo era Madame Duval. A causa de ella tuvimos que salir del château para instalarnos en el edificio de las caballerizas. Mi madre decía que era buena con nosotros y hablaba de ella con respeto y gratitud, como si le debiéramos la vida. Sin embargo, Madame Duval nunca nos sonreía ni se mostraba amable con nosotros. Sus ojillos de reptil contemplaban a mi madre con condescendencia. Y a mí me consideraba una alimaña, peor que las ratas a las que cazaban con trampas en las bodegas. Sólo de verme se ponía nerviosa. Cuando el hotel se inauguró, yo me escabullí hasta la primera línea para ver los lujosos coches que llegaban por el camino de grava, conducidos por hombres serios y bien vestidos, con guantes y sombrero. Madame Duval me agarró por la oreja y me arrastró hasta la cocina, donde me pegó en la cabeza con tanta fuerza que me tiró ai suelo. Sus gritos furibundos llamaron la atención de la cocinera, Yvette, y de su pequeño equipo. Todos se agruparon alrededor para ver lo que ocurría, pero nadie me ayudó. Yo me acurruqué en el suelo asustado, igual que en otras ocasiones, porque me rodeaban rostros llenos de odio. Mi madre me ayudó a levantarme, y una vez más sus lágrimas eran la prueba de que, a pesar de todo, me amaba profundamente.

Como el personal del hotel me daba miedo y como no podía hablar, me refugié en mi mundo. Con Pistou jugaba al escondite durante horas entre los viñedos. Él sabía esconderse y aparecía de repente en los sitios más insospechados, muerto de risa. Se reía tan fuerte que sacudía los hombros y tenía que sujetarse la barriga. Yo le imitaba, y entonces él se reía todavía más. Nos sentábamos en el puente de piedra y arrojábamos piedras al agua. Pistou las hacía rebotar, como la pelota de caucho que yo llevaba en el bolsillo. Era una pelota muy especial para mí, mi tesoro más preciado. Me la había regalado mi padre, y era lo único que me quedaba de él. Jugábamos a lanzarla y a recogerla, y la sosteníamos en la nariz, como hacen las focas. Una vez, la pelota cayó al agua con un sonoro plop, y al contrario de las piedras que arrojábamos, no se hundió, sino que bailó sobre el agua mientras la corriente la arrastraba río abajo. Me metí rápidamente en el río, y sólo me acordé de que no sabía nadar cuando el agua me llegó hasta la cintura. Aterrorizado, agarré mi pelota y me abrí paso jadeante entre el lodo y las algas. Pistou no parecía preocupado. Me miraba con los brazos en jarras y se reía. Salí del agua arrastrándome. Había estado a punto de ahogarme, pero tenía la pelota y estaba eufórico. Para celebrar mi acto de heroísmo, Pistou y yo bailamos sobre la hierba como pieles rojas, agitando los brazos y golpeando los pies contra el suelo. Con la pelota en la mano, juré que nunca volvería a ser tan descuidado.

Cuando los Duval compraron el château y lo convirtieron en un hotel, Pistou y yo empezamos a espiar a los huéspedes. Yo conocía el lugar mejor que nadie, sin duda mejor que los Duval. Había vivido allí, y me sabía todos los escondites, las puertas tras las que uno podía escuchar, las vías de escape. Bueno, no me escondía de personas como Joy Springtoe, que sabía guardar un secreto, pero sí que me escondía de Madame Duval y de su desagradable marido, que era feo como un sapo y fumaba cigarros, y besaba a las criadas cuando su mujer no le veía. A Pistou también le desagradaban los Duval. Le divertía esconderles cosas. Escondió los cigarros de Monsieur Duval y las gafas de Madame Duval, y nos ocultamos para contemplar cómo buscaban furiosos sus cosas.

Mi fascinación por Joy Springtoe llegó a superar mi miedo a Madame Duval. Sólo tenía seis años y tres cuartos, pero estaba enamorado. Para verla, me arriesgaba a cualquier cosa. Me colaba en la Zona Privada y me escondía tras los muebles y las plantas. El castillo, lleno de corredores estrechos, rincones y recovecos, tenía múltiples escondites para un niño de mi tamaño. Madame Duval pasaba una gran parte del día en su despacho, en la planta baja. Habían colocado una alfombra feísima, azul y dorada, que cubría las grandes losas de piedra sobre las que yo jugaba a deslizarme cuando era un bebé. Odiaba esa alfombra. El despacho del vestíbulo era la guarida de Madame Duval. Como una araña, aguardaba allí a los huéspedes que llegaban de Inglaterra y de Estados Unidos con los bolsillos bien provistos. Y mientras ella desplegaba su encanto, tan falso para los que conocíamos su verdadero rostro, yo me deslizaba por los pasillos para ver un momento a Joy Springtoe.

Un día me subí a la silla tapizada que había en el rincón junto a la ventana, y me puse a contemplar las idas y venidas de los huéspedes. Era temprano, y la suave luz matinal inundaba de verano el suelo alfombrado y las paredes blancas. Fuera se oía un clamor de trinos. Las primeras en llegar fueron los Tres Faisanes, como las llamaba mi madre, tres damas inglesas, algo mayores, que habían venido a pintar. A mí me gustaban los extranjeros. A los franceses los odiaba, excepto a Jacques Reynard, el hombre que cuidaba de los viñedos, el único que era amable conmigo. Los Tres Faisanes siempre estaban discutiendo, y me hacían sonreír. Llevaban semanas en el hotel, y me imaginaba sus habitaciones repletas de cuadros. La más alta, Gertie, tenía un cuello tan largo que parecía un faisán a punto de convertirse en cisne. Tenía el pelo blanco, y un rostro estrecho y anguloso donde brillaban dos ojillos negros. Cuando caminaba, sus grandes pechos se balanceaban a un lado y a otro y me recordaban dos huevos duros envueltos en muselina. Por debajo de la estrecha cintura, ceñida por un cinturón, su cuerpo se expandía en un gran trasero como si toda la gordura se le hubiera acumulado allí. Siempre era la primera en expresar una opinión, y toqueteaba con sus largos y pálidos dedos un collar de perlas, largo hasta la cintura.

Mi favorita era Daphne, la de las plumas en el pelo. Daphne era una excéntrica, se vestía siempre de forma sorprendente, a veces con vestidos llenos de puntillas, otras veces con adornos que semejaban flecos de cortinas. Tenía una cara redonda y sonrosada como un melocotón maduro, y una boca de labios llenos que siempre parecía sonreír, como si sólo discutiera por diversión. Iba siempre con un perrito lanudo que había logrado esconder a los aduaneros. El animal tenía tanto pelo que yo nunca le veía los ojos y no podía saber hacia dónde estaba mirando. En una ocasión llegué a agitar ante él una galleta para averiguarlo, y entonces me di cuenta de que lo que yo creía que era su cara era su trasero. Daphne tenía una voz ronca y grave, y me hablaba despacio para que la entendiera, aunque en realidad yo me había criado oyendo hablar inglés. Lo que más me gustaba eran sus zapatos: parecía tener un par para cada día, cada uno más colorido que el anterior. Estaban los de terciopelo rosa y los de satén rojo, unos tenían taconcitos y otros eran planos y de punta estrecha, y había un par que se ataban al tobillo con unas cintas de las que colgaban plumas o abalorios. Daphne tenía los pies pequeños y una figura menuda y femenina.

Luego estaba Debo, una mujer de aspecto lánguido, con vestidos floreados y vaporosos. Llevaba el pelo corto —una melenita oscura y brillante—, lo que acentuaba su mandíbula prominente y sus labios pintados de rojo intenso. Tenía los ojos grandes, de un verde muy pálido, y todavía era hermosa. Mi madre decía que se teñía, porque a su edad debía tener el pelo gris. También decía que las tres se vestían como si pertenecieran a otra época, pero como yo sólo tenía seis años y tres cuartos no sabía de qué época me hablaba. Desde luego, no se parecían a nadie que yo conociera; no tenían nada que ver con Joy Springtoe, en cualquier caso. Debo fumaba mucho. Aspiraba por su boquilla de marfil, y la punta del cigarrillo se encendía como una luciérnaga. Luego expulsaba el humo por un lado de su boca o lo sacaba formando nubecillas como una locomotora. No dejaba salir el humo, sino que jugaba con él como si la divirtiera. Su voz, a diferencia de la de Daphne, era aguda y quebradiza, y su risa parecía un cacareo. Hablaba como si tuviera la boca llena, sin mover las mandíbulas.

—No miréis detrás de la silla, chicas —susurró Daphne—. Aquel niño tan mono se ha escondido otra vez.

—Pero no tiene que esconderse de nosotras —cacareó Debo—. ¿No le han explicado que no mordemos?

—Se esconde de «la señora Danvers» —dijo Daphne—, y la verdad es que lo entiendo.

—Pues parece una señora muy amable —dijo Gertie.

—A ti te lo parece, desde luego —respondió Debo, esbozando una sonrisa de un rojo intenso.

—Nunca te enteras de nada, Gertie. ¡Es una mujer espantosa! —exclamó Daphne.

Cuando las tres desaparecieron de mi vista, aguardé a que llegara Joy Springtoe. Pasaron un par de hombres que no me vieron. Ya empezaba a perder la esperanza cuando Joy salió de su cuarto y se acercó a donde yo estaba. Pero esta vez no caminaba con su habitual paso elástico: estaba llorando. Me sentí tan conmovido que, arriesgándome a que me viera Madame Duval, salí de mi escondite.

—Mischa. ¡Me has asustado! —dijo Joy llevándose una mano al pecho. Se secó los ojos con un pañuelo y consiguió esbozar una sonrisa—. ¿Me estabas esperando? —Me miró con expresión pensativa—. Ven conmigo, quiero enseñarte una cosa. —Me cogió de la mano y me llevó hacia su cuarto. Yo estaba emocionado. Nunca antes me había cogido de la mano.

La habitación olía muy bien. Las ventanas, abiertas de par en par, daban al huerto y a los viñedos, y dejaban entrar un aire cargado de olor a hierba recién cortada. Joy había dejado el camisón de seda rosa extendido sobre la ancha cama, y en la almohada se apreciaba todavía el hueco dejado por su cabeza. Cerró la puerta, cogió una fotografía enmarcada sobre la mesita de noche y me hizo un gesto para que me acercara. Me senté tímidamente en la cama junto a ella, con los pies colgando. Nunca me había sentado en la cama de una mujer que no fuera mi madre, y me asustaba pensar que en cualquier momento se abriría la puerta y alguien me pillaría allí, me sacaría a rastras y me daría una paliza.

Era la fotografía de un hombre en uniforme.

—Era mi amor, mi corazoncito. —Suspiró hondamente y acarició la imagen con la mirada—. Mi sueño era casarme con él y tener un niño como tú. —Rió para sí—. Supongo que no entiendes lo que te digo, ¿verdad? Mi francés es un poco limitado, pero no importa. —Me abrazó y me dio un beso en la coronilla. Noté que me ponía rojo como un tomate, y confié en que ella no lo viera—. Murió aquí en Burdeos al final de la guerra. Era un hombre valiente, mi amor. Espero que nunca tengas que ir a la guerra. Es terrible para un hombre tener que luchar por la propia vida, perderlo todo. Mi Billy murió en acto de servicio, en una guerra que no era la suya. Sin embargo, a lo mejor sus esfuerzos te han salvado a ti, y eso me hace sentir un poco mejor. Si Estados Unidos no hubiera entrado en la guerra, podía haber ganado Alemania, ¿y qué habría sido de ti? Un día me gustaría tener un niño como tú, un niño muy guapo, de ojos azules y pelo rubio. —Me despeinó con la mano y sorbió por la nariz. Yo me puse rojo, y esto le pareció divertido, porque sonrió. Aunque no hubiera sido mudo, habría sido incapaz de hablar en aquel momento.

Joy ya no lloraba cuando bajó al comedor, y yo regresé al edificio de las caballerizas. Era domingo, el día libre de mi madre. Siempre la acompañaba a misa los domingos, aunque odiaba ir a la iglesia. Los vecinos del pueblo la detestaban tanto que si la hubiese dejado ir sola, temía que se le echasen encima.

Encontré a mi madre frente al tocador, muy formal con su vestido y su jersey negros, tocada con un elegante sombrero también negro. En cuanto me abrazó, notó el aroma a Joy Springtoe, y me olisqueó el cuello.

—¿Hay otra mujer aparte de mí? —me preguntó divertida—. Me siento celosa.

Le sonreí y volvió a olisquearme, esta vez con mucho aparato.

—Es una mujer hermosa y huele a flores. Gardenias, creo. No es francesa, es... —hizo una pausa— de Estados Unidos, de ojos verdes y pelo rubio, con una risa muy contagiosa. Me parece que estás enamorado, Mischa. —Bajé la mirada, convencido de que, en efecto, había entregado mi corazón, igual que los hombres—. Oh, y me parece que ella lo sabe, porque el lenguaje del amor no necesita palabras. —Apoyó los labios sobre mi frente—. Me parece que tú también le gustas.

Mientras recorríamos el camino que atajaba a través de los campos, me sentía tan henchido de felicidad que mis pies no tocaban el suelo. Pensar en Joy Springtoe me libró de los temores que me inspiraba la iglesia. Recordé su rostro bañado en lágrimas y supe que había conseguido que dejara de llorar. Mi madre tenía razón: yo también le gustaba.

Pequeñas moscas planeaban en el aire cálido, con sus alas diminutas centelleando al sol. La brisa movía suavemente los cipreses, haciendo danzar sus ramas. Yo llevaba un palo en la mano con el que iba golpeando las piedras. Caminábamos en silencio, escuchando el trino de los pájaros y el rumor del viento. El cielo estaba despejado y el sol brillaba, aunque no estaba todavía en lo más alto. Cuando oí el tañido de las campanas de la iglesia y vislumbré las techumbres de tejas rosadas del pueblo, tomé a mi madre de la mano.

La iglesia de Saint-Vincent-de-Paul se yergue dominante sobre el pequeño pueblo de Maurilliac. Se me antojaba idónea para el padre Abel-Louis, cuya mirada severa y acusadora aparecía en mis pesadillas, pero no para Dios. Si aquella era la casa de Dios, hacía mucho tiempo que Él había emigrado, y el padre Abel-Louis se había instalado allí como un cucú. La iglesia estaba hecha de la misma piedra clara que las casas del pueblo, con el mismo tejado de un descolorido rosa pálido y una aguja larga y estrecha. El pueblo se había ido construyendo alrededor de la plaza cuadrada donde se alzaba la iglesia. Allí estaba la boucherie, con su toldo rojo y blanco y su pulido suelo de azulejos, con los salchichones colgando del techo, además de las reses muertas, cubiertas de moscas. La boulangerie-pâtisserie, en la misma plaza, olía a pan recién hecho y a los apetitosos pasteles que invitaban a entrar desde el escaparate. Si yo hubiera sido un niño como los demás, me habría escapado a menudo al pueblo para gastarme el dinero que me daba mi madre en chocolatines y tourtières. Pero no lo hacía porque no me querían allí. Luego estaba la pharmacie, donde mi madre compraba la crema para mi eccema, así como un pequeño café y algunos restaurantes que disponían sus mesas en la acera bajo los toldos que lucían los tres colores de la bandera francesa. Estaba seguro de que los Tres Faisanes comían aquí pato y foie gras, y bebían buen vino del château. Y tal vez Joy Springtoe compraba tarta de manzana en la pastelería; parecía una mujer amante de los dulces.

Caminábamos por la acera, a la sombra de las casas, porque mi madre prefería pasar desapercibida. Cuando llegamos a la plaza, me apretó la mano. Yo mantenía los ojos fijos en el suelo, y seguía con la vista los pasos de mi madre, con sus zapatos negros con hebilla y sus calcetines blancos. Notaba perfectamente que todo el pueblo nos estaba mirando, y ni siquiera la imagen de Joy Springtoe podía evitar que el miedo me oprimiera el pecho. Me acerqué a mi madre y alcé la mirada para comprobar que iba con la barbilla bien alta, desafiante, aunque su respiración era agitada, como si no pudiera llenarse el pecho de aire.

A pesar de lo horrible que resultaba la experiencia, mi madre nunca faltaba a misa; sólo había faltado un domingo en que yo estuve enfermo. Cada domingo iba a la iglesia, como había ido antes y durante la guerra. Decía que se sentía a salvo en la iglesia, y que nada podía privarla de rendirle culto a Dios. ¿Acaso no sabía que Él no estaba allí?

Entramos en la iglesia y avanzamos por el suelo de losetas, por delante de severas estatuas de santos y de los fieles que nos observaban con hostilidad, hasta las primeras filas de sillas donde solíamos sentarnos. Mi madre se arrodilló y apoyó la cabeza en las manos, como hacía siempre. Yo me atreví a mirar alrededor. La gente murmuraba y nos miraba. Las señoras mayores hacían gestos de asentimiento, como si aprobaran que mi madre estuviera de rodillas pidiendo perdón. Mi mirada se encontró con la de una señora y aparté la vista. Tenía ganas de llorar, me picaban los ojos.

El padre Abel-Louis entró —una imagen siniestra con su túnica púrpura— y los murmullos cesaron. No pude evitar una mueca de disgusto. Tarde o temprano, clavaría la mirada en nosotros y nos haría sentir el peso de su reprobación. Mi madre se sentó. Su movimiento habría llamado la atención del sacerdote, de no ser porque cada domingo nos sentábamos en las mismas sillas, frente a una melancólica Virgen María. El padre Abel-Louis volvió hacia nosotros su mirada severa y empezó a hablar. Me estremecí. ¿No se daba cuenta mi madre de que esta iglesia ya no era la casa de Dios?

Saqué del bolsillo mi pelotita de goma y jugueteé con ella, la única forma de superar mi terror. La hacía girar sobre la palma de la mano y me acordaba de mi padre. Si mi padre hubiera estado vivo, no habría permitido que pasáramos miedo. Habría atado al cura en medio de la plaza y le habría hecho pagar sus maldades. Nadie era más importante que mi padre, ni siquiera el padre Abel-Louis, que se creía el mismo Dios. Cómo deseaba que mi padre estuviera allí para protegernos. No me atrevía a alzar la vista por si el cura me leía los pensamientos. Como era imposible resistir el peso de su mirada acusadora, intentaba no mirarle. Si no le miraba, estaría a salvo. Si me tapaba los oídos para no oír su voz, casi podía creer que no estaba. Casi.

Finalmente, el reloj dio las doce y el cura invitó a los fieles a tomar la comunión. Era el momento de marcharnos. Me puse en pie de un salto y seguí a mi madre. Sus tacones resonaban en el suelo de piedra. Siempre deseaba que fuera más discreta a la hora de marcharse. Era como si quisiera que todo el mundo la oyera. Noté la mirada del cura clavada en mi espalda y pude oler su ira como si fuera humo. Pero no miré a mi alrededor y me limité a seguir a mi madre con la mirada fija en sus tobillos, en esos calcetines blancos que le daban un aspecto más de niña que de mujer.

En el camino de vuelta retocé como un perrito al que hubieran tenido encerrado un tiempo en una jaula: perseguía mariposas, pateaba las piedras y saltaba sobre las largas sombras que arrojaban los cipreses sobre el camino. No tendríamos que volver a la iglesia en una semana. Cuando finalmente apareció el château en todo su esplendor, sentí un gran alivio. Mi hogar estaba allí, tras las paredes color arena y las altas ventanas de postigos azules. La imponente puerta de hierro guardada por leones de piedra sobre los pedestales representaba un refugio frente a la hostilidad exterior. Aquella casa era todo mi mundo.