7
Madame Duval y Coyote bajaron por los escalones que llevaban a los estanques y a los viñedos, y yo salí con Rex de debajo de la mesa.
—Monsieur Duval debería vigilar a su mujer. —Gertie los miró alejarse con los ojos entornados a causa del sol.
—Por Dios, Gertie, esta mujer tiene edad suficiente para ser su madre —protestó Debo.
—¿Por qué habrá venido? —dijo Daphne, y se colocó a Rex sobre las rodillas—. Quiero decir que es joven y está soltero, por lo que sabemos. Y no parece que tenga asuntos de negocios. Ha venido desde muy lejos...
—Probablemente esté de vacaciones —interrumpió Gertie—. ¿Es indispensable que cumpla una misión?
—Puede que haya venido atraído por el vino. Ya conocéis la canción. ¿Cómo era? —Debo entrecerró los ojos, intentando recordar—. «Dios creó al hombre frágil como una burbuja; Dios creó el amor, el amor creó el problema, y Dios creó las viñas. ¿Acaso es pecado que el hombre creara el vino para ahogar las penas?» —Soltó una alegre carcajada—. Creo que ha venido atraído por el vino.
—Pues claro que ha venido por el vino. ¿Por qué, si no, iba a venir alguien aquí si no está interesado en el vino? —Gertie estaba indignada.
—Me parece curioso, eso es todo.
—No es curioso en absoluto, Daphne —dijo Gertie—. Lo que pasa es que eres demasiado romántica, por eso ves problemas. Lees muchas novelas. ¿Acaso un hombre no puede disfrutar de unas vacaciones sin que se le atribuyan todo tipo de intrigas?
—A lo mejor ha venido huyendo de alguien. —Debo bebía pensativa su té. De repente, sus labios se curvaron y una sonrisa iluminó su rostro—. Puede que haya venido también buscando a alguien —añadió en tono misterioso—. Un amor perdido.
—Seguro que sí. —Daphne le dio otra galleta a Rex—. ¿Y tú qué piensas, Mischa?
Me encogí de hombros. No tenía ni idea de por qué había venido Coyote, ni me interesaba. Sólo me interesaba saber cuánto tiempo se quedaría.
—¿Por qué no lo invitamos a cenar con nosotras? —sugirió Debo—. Así averiguaremos algo.
—Buena idea, Debo —asintió Daphne—. Gertie, te aseguro que hay algo raro. ¿De vacaciones? No parece el tipo de hombre que se toma unas vacaciones. Es demasiado... —entrecerró pensativa los ojos—, está demasiado ocupado.
Las dejé hablando de su próxima excursión pictórica y me fui en busca de Pistou. Lo encontré sentado a la orilla del río, perdido en la contemplación de una mariposa que se le había posado en el dorso de la mano. Me senté junto a él sin hacer ruido para no asustarla y me quedé mirando hasta que la mariposa extendió sus alas de colores y salió volando haciendo eses, como si hubiese bebido vino y estuviera ligeramente borracha. Pasamos toda la mañana juntos, tirando piedras al río para asustar a los peces, metiendo los pies en el agua helada y tumbados al sol. Entonces le hablé de Coyote.
—Sin duda te ha visto —le dije muy serio—. A lo mejor le dejo entrar en nuestro mundo secreto... a lo mejor. Primero tengo que pensarlo —añadí.
En realidad tenía muchas ganas de concederle el honor. Ni siquiera mi madre conocía a Pistou.
Supongo que me quedé dormido, porque me despertó un canto acompañado por una guitarra. Aturdido por haberme dormido al sol, me senté y me rasqué la cabeza. Pistou se había ido. Me quedé un rato en la orilla del río, escuchando la canción. Era la primera vez que la oía, una canción triste y melancólica, suave como un zumbido. Guiado por la música, llegué a un claro en un bosquecillo. Allí estaba Coyote, a la sombra de un plátano.
Al verme, no dejó de cantar, sino que me indicó con la mirada que tomara asiento. Me senté en la hierba frente a él, con las piernas cruzadas como un indio, y observé cómo movía los dedos sobre las cuerdas de la guitarra. Con la espalda recostada en el tronco y la guitarra apoyada sobre la pierna doblada, Coyote mantenía el rostro semioculto bajo el sombrero de paja, pero yo veía sus largas pestañas, la incipiente barba que le cubría las mejillas y la barbilla, y dos dientes que sobresalían un poco y le conferían un aspecto lobuno. Jacques Reynard aseguraba que antes de la guerra había lobos en Burdeos, pero nadie le creía. Coyote cantaba para mí, sin dejar de mirarme, envolviéndome con su cálido afecto. Sentí una expansión en el pecho, mi caja torácica se abrió para acoger aquel afecto, y sonreí. Coyote formaba parte de mi mundo aunque no le hubiera invitado a entrar en él. Su canción había penetrado hasta lo más profundo de mi corazón, frío e inanimado hasta entonces, y lo había inundado de calor y de vida.
Oh, tocad lentamente los tambores
y soplad suavemente las flautas,
oh, interpretad la marcha fúnebre
mientras me llevan hasta la tumba
y arrojan tierra sobre mi ataúd.
Porque soy un pobre vaquero
y sé que he actuado mal.
Nos quedamos allí mucho rato. Él cantaba una canción detrás de otra, y yo me balanceaba al ritmo de la música, batía palmas si las canciones eran alegres, y escuchaba inmóvil cuando eran tristes. Quería cantar con él, y cantaba mentalmente. Tal vez él pudiera oírme, porque interiormente mi voz sonaba clara y alegre como la plata. Finalmente, Coyote dejó de tocar.
—Me siento hambriento. ¿Tienes hambre, Junior?
Asentí, pero en realidad me habría gustado seguir cantando. No tenía ganas de volver a casa. En aquel claro del bosque, el mundo exterior había desaparecido, sólo estábamos nosotros dos en mi mundo secreto.
—¿Me acompañas a comer algo?
Asentí de nuevo, sin imaginar que me iba a llevar al pueblo.
Me sentí asustado cuando llegamos, incluso junto a Coyote. Era la primera vez que iba al pueblo sin mi madre, y ella siempre me cogía de la mano. Tenía ganas de darle la mano a Coyote, pero no quería mostrar debilidad. Coyote me dio unas palmadas en la cabeza, como si percibiera mi inquietud.
—¿Estás bien, Junior?
Me esforcé en sonreír, y él me dedicó una sonrisa tranquila y confiada que me infundió valor. Era mediodía cuando recorrimos la calle. Yo miraba de reojo las casas, con los postigos cerrados para evitar que entrara el calor, y me imaginaba cientos de ojos observándome. Imaginé el odio que se escondía tras las ventanas, y me pareció ver cómo se escapaba entre las grietas cual si fuera humo.
De pronto Coyote empezó a hablar largo y tendido. Hablaba y hablaba sin parar.
—Virginia está al sur, pero no totalmente al sur, ¿entiendes, Junior? —Sus descripciones me transportaron muy lejos, a un campo de maíz rodeado por un viejo muro—. Allí solía acampar un viejo que hablaba con los animales. Y te juro que le entendían porque comían de su mano como si fueran viejos amigos. Había ardillas y conejos, y esos curiosos perros de la pradera, y desde luego montones de pájaros. Y yo era un niño como tú, correteando todo el día como un animalito salvaje. Me acercaba al muro para ver al anciano, y me sentaba con él para oír sus historias. Aquel hombre había corrido mundo, había estado en todas partes. Apuesto a que había estado aquí, en este mismo château. Seguro que probó el vino de aquí, porque no era de los que dejan pasar las cosas buenas.
Tan absorto estaba en su relato que llegué sin darme cuenta a la plaza del pueblo. Coyote se dirigió al bar, y yo le seguí tímidamente, intentando confundirme con las sombras.
—Nos sentaremos en una mesa fuera. ¿Qué te parece, Junior?
Coyote apoyó en mi hombro una mano protectora. El camarero nos miró asombrado, una y otra vez, y nos indicó una mesa bajo una sombrilla azul. Casi todas las mesas estaban ocupadas. Por primera vez me fijé en las grandes jardineras de piedra con geranios rojos; delimitaban un espacio cuadrado alrededor de las mesas para evitar que éstas se esparcieran por toda la plaza. A poco llegó el camarero con una libreta y un lápiz. Coyote había dejado la guitarra sobre la silla que quedaba libre, y se quitó el sombrero en honor de las damas de una mesa cercana que le saludaban con la mano. La sonrisa que les dedicó provocó que las señoras se ruborizaran y se pusieran a hablar entre ellas animadamente. El camarero no tardó en llegar con un menú. Coyote le dio las gracias y le pidió otro «pour mon petit ami». Yo me puse tan rojo como antes las señoras: me había llamado «amigo».
Leí el menú cuidadosamente, sintiéndome muy mayor. Entendía casi todas las palabras, pero no los números.
—Escoge lo que te apetezca, Junior. Nos vamos a dar un banquete.
Señalé el filete. Mi madre había bajado al pueblo para comprarme uno cuando estuve convaleciente; dijo que me daría fuerzas para recuperarme. Yo estaba harto de recuperaciones, harto de tener cuidado y no poder corretear por ahí. Quería ponerme lo más fuerte posible.
Mientras esperábamos la comida, escribí en el bloc: «Cuéntame más cosas sobre el anciano». Así fue cómo Coyote me contó la historia más fascinante que había oído jamás, mientras yo me bebía la limonada y él saboreaba un vaso de vino. Me explicó que el anciano tenía un abrigo hecho de retales, tan largo que le llegaba al suelo, y cada retal venía de un país distinto. El de China era de tela roja con un dragón de escamas doradas que escupía fuego. El de África era anaranjado, con un feroz león y unos niños de caritas alegres y negras. Había un pedazo de tela azul procedente de Argentina, con hombres cabalgando, y otro amarillo que procedía de Brasil. Cada retal tenía su historia, y cada una era más fascinante que la anterior. Nos trajeron los platos, y cuando acabamos nos los retiraron. Cuando miré a nuestro alrededor, el bar se había quedado casi vacío. Parecía que llevábamos horas allí.
Después de comer nos sentamos junto a la fuente en la Place de l'Église. Miré con recelo la puerta cerrada y la oscura ventana de la iglesia, que me pareció fría y hostil, como si el propio padre Abel-Louis me estuviera reprochando que hubiera faltado a misa esa mañana. ¿Cómo nos habíamos atrevido a desafiarle? Unos niños jugaban a la gallinita ciega, se perseguían dando gritos entre los árboles, y estallaban en risas cada vez que uno de ellos perdía. Vi a la niña de pelo oscuro que me había sonreído el día anterior.
Coyote empezó a cantar «Cuando paseaba por las calles de Laredo», acompañándose de la guitarra, y me olvidé al momento de la iglesia, del padre Abel-Louis y de los niños que me excluían de sus juegos. El alma se me llenó de dicha, y sentí en el pecho la cálida emoción de ser capaz de cualquier cosa. Los niños habían parado de jugar y se acercaban a escuchar. En semicírculo frente a nosotros, como un rebaño de terneros curiosos, cuchicheaban entre sí con los ojos fijos en Coyote, aunque de vez en cuando me miraban a mí.
La niña me sonreía con simpatía. Mi incapacidad para hablar me había convertido en un experto a la hora de hacerme entender mediante la expresión y de leer la expresión de los demás. Lo que ella me decía con la mirada era: «No me tengas miedo, quiero ser tu amiga». Yo le sonreí tímidamente, agradecido por su generosidad.
Coyote cantaba y los niños se habían sentado en el suelo. Nos apretujábamos para escucharle, como amigos de toda la vida. La música nos había unido. Yo estaba muy pegado a un niño, y nuestros hombros se tocaban, pero él no se apartó, de modo que me quedé allí, consciente de nuestros cuerpos. Me parecía que mi hombro estaba ardiendo. Coyote nos hizo reír con una canción muy graciosa, se quitó el sombrero de paja y me lo encasquetó en la cabeza. Me sonrojé al ver que me había convertido en el centro de atención. El niño que estaba a mi lado me quitó el sombrero y se lo puso, y sus amigos se rieron. Pronto aquello se convirtió en un juego: Coyote cantaba sin dejar de mirarme y sonreír, y los demás se pasaban el sombrero una y otra vez.
Entonces la niña de pelo castaño se abrió paso hasta los niños de atrás, recuperó el sombrero de Coyote y me lo colocó en la cabeza, pero antes de que yo tuviera tiempo de reaccionar me lo volvió a quitar y gritó: «¡A ver si me pillas!» Me levanté y corrí tras ella, y pronto todos corríamos por la plaza. Ahora yo era uno más entre los otros, y nuestros pasos resonaban contra el muro de la iglesia. Coyote seguía cantando, pero no me quitaba los ojos de encima, y yo me sentía feliz de tener tantos amigos.
Yo corría muy rápido, tan rápido como cuando jugaba con Pistou entre los viñedos, y descubrí con deleite que era más veloz que los demás niños. Era más bajito y más ligero, y corría en zigzag entre los árboles como un monito que saltara de rama en rama. No tardé en alcanzar a la niña y en quitarle el sombrero. Los otros gritaron «¡A por él!» y me persiguieron como una jauría de perros. Me asaltó el recuerdo de cómo tuve que huir de la multitud sedienta de sangre para llegar hasta mi madre, pero los niños sonreían y gritaban de placer, y me lanzaban pullas como si fuera uno más.
Estuvimos jugando toda la tarde mientras Coyote rasgueaba su guitarra, ora cantando, ora sólo tocando, y su música reverberaba contra las paredes de la iglesia mientras el sol se ponía. Las sombras se fueron alargando, y cuando por fin la formidable sombra de la iglesia acabó de tragarse las últimas luces, los niños se dispersaron. Era hora de volver a casa. Uno o dos se despidieron de mí con una palmadita en la espalda y un admirado «¡Eres muy rápido!» Había sido una tarde maravillosa, pero ¿volverían a dejarme jugar cuando Coyote no estuviera allí para encantarlos con su música? Me daba pena que se marcharan. Coyote dejó la guitarra y se puso de pie. La niña se acercó para devolverle el sombrero.
—Gracias, monsieur —le dijo, y luego me miró sonriente—. Me llamo Claudine Lamont. Sé que te llamas Mischa Fontaine y que no puedes hablar, pero no me importa.
Me embargó la emoción. La niña inclinó tímidamente la cabeza y se miró los pies.
—Corres muy rápido —dijo, lanzándome una mirada entre las largas pestañas. Tenía los ojos verdes como las hojas de los viñedos en otoño. —Gracias por la música, monsieur —añadió, y salió corriendo por las calles del pueblo—. ¡Laurent! Espérame.
Coyote se colocó el sombrero.
—Me parece que le gustas, Junior. El lenguaje del amor no necesita palabras. —Soltó una breve carcajada—. Venga, vamos a casa. Tu madre se estará preguntando dónde te has metido.
Volvimos al château en silencio, a través de los campos envueltos en la suave luz ambarina de la tarde. Los pájaros gorjeaban en las copas de los árboles, preparándose para la noche, y los grillos habían empezado su serenata entre las altas hierbas. Una liebre cruzó el camino de un salto. Coyote no pronunció palabra, pero no me importaba. Estaba acostumbrado al silencio. Lo disfrutaba. Me gustaba escuchar los sonidos de la naturaleza y mis propios pensamientos.
Me sentía profundamente feliz. Había estado jugando con los niños que hasta entonces me atemorizaban, y Claudine quería ser mi amiga. Miré a Coyote, que parecía pensativo. Lo que decía mi abuela era cierto: el vendaval había traído cambios. Ardía en deseos de contárselo todo a mi madre.
Cuando llegamos al edificio de las caballerizas, mi madre salió a recibirnos muy nerviosa.
—¿Dónde te habías metido, Mischa? —dijo, abrazándome—. No te he visto en todo el día. ¡No tienes que desaparecer así!
—Lo lamento, señora. Hemos comido en el pueblo, y Mischa se ha pasado toda la tarde jugando con los niños en la plaza.
Mi madre miró con incredulidad.
—¿Jugando con los otros niños? —repitió mientras me sacudía el polvo de la camisa.
—Se lo han pasado en grande, ¿verdad, Junior?
—¿En serio? —Yo asentí, y mi madre me estampó un beso en la mejilla—. ¡Cómo me alegro, Mischa!
Se incorporó y contempló a Coyote mientras se recogía un rizo tras la oreja.
—Esto es obra suya. Muchas gracias.
Se quedaron mirándose un largo rato, hasta que la mirada de Coyote se hizo demasiado intensa y mi madre bajó los ojos. Pero antes de partir, Coyote me dio unas palmaditas en la cabeza.
—Es un valiente chevalier —dijo finalmente.
Mi madre le sonrió agradecida y se quedó contemplándole mientras se alejaba.