33
Estuve con Jacques hasta la medianoche, bebiendo vino. Ahogamos las lágrimas y las risas en el vino, que es la sangre de Burdeos. Había bebido demasiado para volver en coche, pero quería estar en el hotel para encontrarme con Claudine por la mañana. Nos despedimos con un abrazo. Creo que Jacques sabía que no nos volveríamos a ver. A su edad, el tiempo se le acababa. Pasarían años antes de que yo volviera, si es que volvía a Francia algún día, y para entonces él ya no estaría. Jacques hizo un intento de retenerme.
—¿Por qué no te vienes a vivir aquí? —me preguntó.
—Tengo mi vida en Estados Unidos —respondí. Pero él conocía la verdadera razón y asintió comprensivo.
—Aquí ha habido demasiada tristeza. Tienes que dejarlo todo atrás, Mischa, y seguir adelante, como hizo tu madre. Y yo debo hacer lo mismo.
Nos abrazamos, felices de que el vínculo entre nosotros fuera lo bastante fuerte para unirnos media vida más tarde. Jacques se quedó en el umbral, haciendo girar la gorra entre las manos, viva estampa de un anciano frágil y vulnerable. Me alejé en el coche por el sendero y saqué la mano por la ventanilla para decir adiós. Cuando volví a mirar por el retrovisor ya no estaba en la puerta.
Conduje en la oscuridad inclinado sobre el volante, intentando concentrarme y disipar la neblina de mi cabeza, no sólo por el vino sino por todo lo que me había contado Jacques. Lo que más me impresionó fue saber que había amado a mi madre todos estos años y que no guardaba ningún rencor. La había visto enamorarse de mi padre y tener un hijo con él, y sin embargo me había querido como a un hijo. Entendí que el auténtico amor es incondicional y generoso. Yo no me sentía capaz de amar de esa manera. Quería que Claudine fuera sólo mía. Cierto que pretendía salvarla de la infelicidad, pero sobre todo para aliviar mi propia desgracia. Mi amor era egoísta, y esto me hizo apreciar más el de Jacques.
Logré llegar al hotel sin perderme en el camino y sin dormirme. El portero de noche pareció sorprendido al verme salir del coche tambaleante, intentando caminar en línea recta, y palideció cuando le sonreí y le saludé con entusiasmo, incapaz de entender mi extraño comportamiento. En cuanto llegué a mi habitación me desplomé sobre la cama, diciéndome que descansaría un poco antes de desvestirme, pero cuando abrí los ojos ya era de día. Pedí que me trajeran el desayuno, corrí las cortinas y abrí las ventanas para que entrara el aire frío de la mañana. Era un día despejado, y el sol hacía relucir las diminutas partículas de hielo que flotaban en el aire. Me sentí tranquilo y en paz. Jacques había despejado muchos misterios de mi pasado. Ahora comprendía a mi madre mejor que nunca, y deseé que estuviera viva para hablar con ella de todas esas cosas. Deduje que había guardado La Virgen Gitana de buena fe, confiando en que los Rosenfeld volverían al finalizar la guerra. No podía saber lo que les ocurriría. Probablemente había temido durante años que la acusaran de robo. Era comprensible. ¡Qué satisfacción para ella cuando Goering requisó todos los objetos artísticos de la casa y dejó aquel cuadro tan valioso! Me sentí orgulloso de Papillon.
Mientras me duchaba y me afeitaba pensé en Claudine. Estaba esperando que me telefonara. El sonido de su voz acrecentó mi deseo y despertó de nuevo mis celos.
—¿Cuándo podemos vernos? —le pregunté, con mi habitual impaciencia.
—Esta mañana, en el puente.
La idea de otro paseo me produjo un sentimiento de frustración, pero me pareció que era preferible no expresarlo por teléfono.
—Te echo de menos —dije, en cambio—. Te he echado de menos todo el fin de semana.
—Yo también te he echado de menos —dijo Claudine. Pero su voz sonaba diferente, con una contención que me llenó de espanto.
—Ven ahora mismo —le dije—. Tengo que explicarte muchas cosas. Te estaré esperando.
No tuve que esperar mucho rato. Claudine apareció con abrigo, sombrero y un pañuelo de rayas alrededor del cuello. Llevaba botas forradas de borrego y medias marrones. Cuando la abracé, la noté tensa.
—¿Estás bien? —le pregunté.
—Vamos a sentarnos —me dijo. El estómago me dio un vuelco. La seguí hasta el banco de piedra donde nos habíamos sentado la mañana de nuestro primer encuentro.
—¿Qué ocurre? ¿Tienes dudas? ¿Qué problema hay?
Claudine tomó mi mano entre las suyas y me miró a los ojos. Vi miedo tras su capa de seguridad.
—Estuviste en misa —me dijo.
Me quedé atónito, pero intenté disimular.
—Así es —dije—. Tú estabas con Laurent y no quería molestar.
—Y me seguiste hasta casa.
De nuevo me dejó sorprendido. No me quedaba más remedio que decir la verdad. Apoyé los codos sobre los muslos y me froté la cara con las manos.
—Siento haber hecho el tonto —le dije.
—¿Por qué me seguiste, Mischa?
—Quería ver cómo te trataba Laurent.
—¿Por qué no me lo preguntaste?
—Me parecía que no querías hablar de él.
—No quiero que estropee lo que tenemos.
—Lo estropea por ser tu marido.
—Si estoy contigo no quiero pensar en él. —Me sentí aliviado cuando vi las lágrimas en sus ojos. No la había perdido, después de todo—. Te quiero, Mischa. Cuando estamos juntos puedo fingir que Laurent no existe.
Me incorporé y tomé sus manos entre las mías.
—Y puedes hacer que no exista, Claudine, puedes abandonarle y venirte a Estados Unidos conmigo.
—No puedo. —Volvió la cara y se secó la nariz con el dorso de la mano—. No lo entiendes.
—Claro que puedes. Tus hijos son mayores. Maurilliac es un desierto, aquí no te retiene nada. En Nueva York podemos empezar una nueva vida juntos. —Claudine se volvió para mirarme—. Eres joven y hermosa —le dije, acariciando su fría mejilla con la punta de los dedos.
Claudine me cogió la mano y se la llevó a los labios.
—Tengo miedo —susurró.
—¿De Laurent?
—No, Laurent me da lástima. No para hasta que controla todo lo que le rodea, yo incluida. Se ha convertido en un hombre amargado, siempre enfadado. Ahora percibe que yo me alejo de él y se aferra a mí con desesperación. Nunca quería hacer el amor, y ahora me desea más que nunca. Estoy cansada de poner excusas.
—Entonces, ¿de qué tienes miedo?
Claudine me miró con timidez. Una arruga de preocupación ensombrecía su rostro.
—Tengo miedo de hacer algo incorrecto. Tengo miedo de Dios.
—¡De Dios! —Me sentí tan aliviado que me entró risa, pero recordé la estrecha relación de Claudine con el padre Robert—. ¿Te has confesado? —Ella asintió—. Pero ¿por qué? Un sacerdote no puede aprobar el adulterio.
—Pero tenía que decírselo. Todos estos años ha sido amable conmigo, mi único apoyo. Al principio no podía hacer frente a Laurent y él me enseñó a decirle que no. No estaba bien mentirle.
—No puedes quedarte con un hombre que no te hace feliz simplemente para contentar a un sacerdote. Tienes que seguir tus instintos y luchar por tu felicidad.
—Me siento culpable. Laurent es el padre de mis hijos. Nos conocemos desde niños y llevamos veintiséis años durmiendo juntos. Hicimos nuestras promesas ante Dios. Estoy incumpliendo uno de los diez mandamientos, algo que no había hecho nunca.
—Todavía no has hecho nada.
—Pero tengo la intención de hacerlo.
Lo decía totalmente en serio. Me parecía increíble que se dejara engañar de esa manera. ¿Acaso no sabía que no eran más que tonterías inventadas por los curas para controlar a la gente?
—Maldita sea, Claudine, no dejaré que otro sacerdote destruya mi felicidad. —La tomé en mis brazos y la besé con pasión—. Atrévete, deja de esconderte. Puedo entender que tengas miedo de Laurent, que tengas miedo del futuro, o de ti misma, pero no utilices la Iglesia de excusa. ¿Me quieres?
—Sí.
—Eso es lo único que importa. No me iré sin ti.
Me sonrió con gratitud. Pareció tranquilizarse al verme tan decidido, como si buscara una muestra de mi amor. Necesitaba asegurarse de que la quería y de que no la iba a dejar tirada. Al fin y al cabo, estaba a punto de abandonar el mundo que conocía, y una vez que se marchara no podría volver.
—Quiero acostarme contigo, Mischa —dijo de repente—. Quiero que me hagas el amor, que me hagas tuya.
—¿Dónde? —me limité a preguntar. No necesitaba saber nada más.
—Conozco un lugar. —Se puso de pie y me tomó de la mano—. Ven, Mischa, empecemos nuestro futuro juntos.
Caminamos junto al río cogidos de la mano, como una pareja de jóvenes amantes. El corazón se me llenó de nostalgia al recordar aquellos veranos: la hierba repleta de grillos y saltamontes, los árboles de frondosas ramas donde piaban los pajarillos, el aire cargado de aroma a romero y a pino. Claudine representaba todas esas cosas, y si venía conmigo a Estados Unidos me traería lo mejor del verano. Al cabo de un rato llegamos a una casa de campo con establos y cobertizos. No se veía un alma por los alrededores.
—Aquí venía a jugar de pequeña —dijo Claudine—. ¿Te acuerdas de Antoine Baudron?
No lo recordaba. Imaginé que sería uno de los que me escuchaban embobados cuando me inventaba cuentos de milagros y visiones místicas en el patio del colegio.
—Era su casa. Se casó y se fue a vivir a otro pueblo, pero su padre sigue llevando la granja. —Me condujo por el camino asfaltado que pasaba junto a los cobertizos. De vez en cuando se agachaba y se escondía con ánimo juguetón, lo que me recordaba mis juegos con Pistou. Finalmente abrió la puerta de un establo—. Aquí guardan los terneros en primavera. Arriba está el pajar, y seguro que queda algo de heno donde echarnos. —Soltó una risita maliciosa y me indicó con un gesto que la siguiera.
—Hay gente que nunca crece —le dije en broma.
—Ya somos dos, Mischa —respondió ella mientras subía al pajar por la escalera de mano.
Pero cuando nos tumbamos sobre el heno, resguardados del frío, dejamos de sentirnos como unos chiquillos. Claudine se apretó contra mí.
—Abrázame fuerte —dijo—, necesito que me des calor.
La única iluminación era la de los débiles rayos de sol que se filtraban entre las grietas del techo de madera y la luz lechosa que conseguía atravesar el ventanuco cubierto de moho. Nos abrazamos y empezamos a besarnos lentamente. Acaricié con la boca sus labios, sus mejillas, su frente y sus largas pestañas; cerré los ojos para saborear su aroma a bosque. Claudine metió la mano por debajo de mi abrigo y mi camisa y me tocó con sus dedos helados.
—Tienes las manos frías —dije.
—Se calentarán enseguida. Estás ardiendo.
Metió la otra mano por debajo de mi camisa y me acarició la columna vertebral, deteniéndose un instante sobre mi cicatriz. Nuestros besos se tornaron más ardientes, nuestra respiración se hizo más agitada y mi miembro se apretó vigoroso contra el pantalón. Claudine tenía las mejillas enrojecidas y yo me notaba las manos calientes como brasas. Liberé la blusa de la falda y abrí los corchetes del sujetador. Los pechos de Claudine, suaves y esponjosos, no eran los de una joven que no ha sido madre, pero me emocionaba su madurez. Las huellas que la maternidad había dejado en su cuerpo la hacían más auténtica y terrenal. Hubiera querido ser el padre de sus hijos, hubiera deseado crecer a su lado. Oculté el rostro en su cuello y le levanté la blusa para besar sus pechos y saborear su piel. Claudine dejó escapar un gemido y enterró los dedos en mi cabello. Le levanté la falda —de tweed, larga hasta las rodillas— por encima de la cintura, y me emocionó descubrir que bajo los calcetines de lana llevaba medias de seda y un liguero. Me resultó excitante ver sus blancos muslos por encima del encaje. Con los ojos entrecerrados, Claudine me dirigía una mirada llena de dulzura y placer. La despojé de toda la ropa interior y se quedo desnuda ante mí, esperando mis caricias con un abandono exento de vergüenza. Estuvimos toda la mañana haciendo el amor, parando de vez en cuando para conversar, y volviendo a empezar.
—No hacía así el amor desde que era joven —me dijo, ruborizándose de placer—. Pensaba que había perdido toda mi sensualidad en el aburrimiento de mi vida cotidiana.
—Estás preciosa —le dije, admirando su belleza—. El sexo te sienta bien.
—¿Quién nos iba a decir que un día nos acostaríamos juntos cuando jugábamos a canicas en la Place de L'Église? —comentó Claudine riendo, mientras se tumbaba encima de mí.
—¿Qué diría monsieur Baudron si nos encontrara aquí?
—Tendría que marcharme de Maurilliac para siempre.
—Entonces espero que nos encuentre —dije muy serio. Claudine me miró en silencio un buen rato. Hubiese dado cualquier cosa por adivinar su pensamiento—. Ven conmigo, Claudine. No puedo irme sin ti.
—Pero todavía no has encontrado tu cuadro.
—Sí que lo he encontrado.
—¿En serio? —Me miró sorprendida—. Cuéntame.
—Sólo si me prometes que vendrás conmigo.
Claudine se puso seria a su vez.
—¿Me prometes que nunca me abandonarás, que cuidarás siempre de mí? ¿Me prometes que envejeceremos juntos, que nos querremos y que recuperaremos el tiempo que no hemos estado el uno al lado del otro? ¿Puedes prometérmelo, Mischa? Porque si me lo prometes, me iré contigo.
La hice bajar de encima de mi cuerpo y la abracé en mi regazo como a un bebé.
—Puede que ya no seamos jóvenes, pero nos quedan muchos años de vida juntos. Claudine, te prometo que te amaré y te cuidaré hasta que la muerte nos separe. Sólo te pido que confíes en mí. De haberme conocido durante los últimos cuarenta años, estarías tranquila porque sabrías con certeza que nunca he amado así a otra mujer.
—¿Cómo te hiciste la cicatriz?
—En una pelea —respondí. No tenía deseos de dar a conocer los detalles más terribles de mi juventud.
—¿Y cómo ocurrió?
—Todo empezó cuando Coyote se fue... —Poco a poco fui despojándome, una capa tras otra, de la gruesa piel que me cubría como una armadura pensada para que nadie pudiera acercarse a mí, que me mantenía a salvo y fuera del alcance de los demás. Y a medida que levantaba una capa tras otra, me sentía más contento y más ligero. Le hablé de la Tienda de curiosidades del capitán Crumble, de Elena y Matías, del día que vinieron los ladrones, y del momento doloroso en que Coyote me abrazó por última vez, de la irritante costumbre de mi madre de ponerle un plato en la mesa, de su fe inquebrantable, de cómo se fue separando poco a poco de mí y de cómo yo me sumergí en un mundo de violencia y bandas callejeras. Le hablé de mis robos, de mi actitud violenta y el terror que inspiraba. No estaba orgulloso de aquella etapa de mi vida, pero quería que Claudine lo supiera todo, no quería tener secretos para ella. A Linda no le había dejado entrar en mi corazón, pero Claudine lo tendría en sus manos, porque siempre le había pertenecido a ella.
Le hablé de la pelea que casi me cuesta la vida.
—Los miembros de mi banda se largaron corriendo y me dejaron tirado sobre el asfalto, indefenso y sangrando en mitad de la noche. En aquel momento vi pasar toda mi existencia, entendí que había convertido mi vida en un desastre, y todo por culpa de un hombre.
—No, Mischa. —La mirada de Claudine era tierna y seria—. Él fue el desencadenante, pero no la causa de tu crisis. Eras un niño herido. Quién sabe, tal vez habrías hecho lo mismo aunque no le hubieras conocido.
—Coyote me rechazó, y su rechazo me cayó sobre los hombros como un fardo cada vez más pesado. En mi primera pelea me descargué de una parte del peso. La carga se hacía más ligera con cada enfrentamiento.
—Probablemente esa cuchillada te salvó la vida —dijo Claudine sonriendo.
—Me empujó a reflexionar sobre mi vida, y a partir de ese momento cambié. Me puse a trabajar con mi madre en la tienda, estudié todo lo que pude sobre antigüedades...
—¿Tuviste novias?
—Principalmente una, Linda. Estuvimos nueve años juntos, pero lo cierto es que nunca me entregué a ella, aunque desde el primer día hizo todo lo posible por «salvarme». Creo que por eso le gustaba, porque yo era su proyecto.
—¿La amabas?
Lo pensé un instante. Ahora que amaba a Claudine podía ver la diferencia entre amar y necesitar.
—Estaba a gusto con ella —dije—. La necesitaba, pero no, no la amaba.
—¿Qué tal se llevaba tu madre con ella?
—No muy bien. A mi madre nunca le gustaron mis novias.
Claudine soltó una risita.
—Te quería sólo para ella. Y no la culpo, porque tú eras todo lo que tenía. —Trazó con el dedo una línea sobre mi mejilla—. Yo también te habría querido sólo para mí. Lástima me habrían dado Linda y las demás chicas que llevaras a casa; no les habría concedido ni una sola oportunidad.
—¿Te acuerdas de mi madre?
—Recuerdo que era muy hermosa pero fría. Caminaba erguida, con la cabeza bien alta. Recuerdo que tenía unos bonitos pómulos y una piel muy bonita, pero no creo que la viera sonreír.
—Tenía una sonrisa preciosa cuando se dignaba mostrarla. Creo que tú le habrías gustado.
—¿Por qué lo crees? —Claudine sonreía con incredulidad.
—Fuiste la única niña que se mostró amable conmigo. Eso le habría gustado.
Sentados al sol sobre el puente nos comimos las baguettes que Claudine había preparado y contemplamos cómo se fundía la escarcha. Luego nos pusimos a caminar para no helarnos de frío. Claudine me llevó al cementerio de una aldea al otro lado del Garona donde estaba enterrado su padre. Quería despedirse de él. La dejé arrodillada sobre la hierba ante la lápida para que pudiera hablar con su padre a solas y di una vuelta por el cementerio con las manos en los bolsillos. Mientras jugueteaba con la pelota de goma me pregunté si mi padre tendría una tumba en Alemania. De repente sentía la necesidad de hablar con él. Estaba pensando en esas cosas cuando una lápida sencilla y en pleno abandono desde hacía años, cubierta de musgo y de malas hierbas, me llamó la atención. Me la quedé mirando tan sorprendido que contuve la respiración. En grandes letras ponía «Pistou», y debajo: Florien Roche, 1941-1947, el amado hijo de Paul y Annie, te llevamos siempre en nuestro corazón. Me arrodillé ante la lápida y arranqué el musgo con las uñas. Así que Pistou no había sido un mero producto de mi imaginación, sino un niño de mi edad que nunca llegó a hacerse mayor.
María Elena lo había adivinado. Era el espíritu de un niño el que venía a jugar conmigo entre los viñedos en el momento en que más lo necesitaba, cuando no tenía a nadie más con quien hablar. Y yo había creído en él. Sabía que nunca lo volvería a ver porque el mundo adulto me había envuelto en un muro duro como el cemento y me impediría oír su voz, pero yo lo recordaba con amor, como si hubiese sido un hermano. Arreglé un poco su tumba, aunque no tenía flores para adornarla, y le hablé en susurros: «Pistou, amigo mío». Me lo imaginé a mi lado, escuchando divertido, como si me hubiera conducido hasta allí deliberadamente, jugando. «Así que eras un chiquillo de mi edad. Nunca te he dado las gracias por hacerme compañía cuando no tenía a nadie con quien jugar. Espero que sigas correteando por los campos y junto al río, a lo mejor en compañía de otro niño que te necesita igual que yo te necesitaba. A juzgar por el estado de tu tumba, tus padres estarán ya contigo. Si ves a mi madre, salúdala de mi parte. Y si te es posible, si te apetece, muéstrate otra vez ante mí para que pueda darte las gracias.»
Aquella tarde hice la maleta. Decidimos que nos iríamos a la mañana siguiente. Claudine vendría al hotel y nos iríamos en coche al aeropuerto. Era un plan tan simple que no podía salir mal. Ella dejaría una nota sobre la almohada de Laurent, porque, según me confesó, se sentía incapaz de decírselo en persona. Y yo la entendía. Habían estado siempre juntos, y aunque el matrimonio hubiera salido mal, aquello era toda una vida. Además, era el padre de sus hijos, el hombre con el que había compartido el lecho durante veintiséis años.
Metido en la bañera del hotel imaginaba nuestra vida juntos en Nueva York. Con Claudine todo sería muy diferente. Por fin podría limpiar a fondo el apartamento de mi madre, mirar su correo, ordenar sus papeles y seguir adelante. Ya no estaría solo nunca más, Claudine y yo nos tendríamos el uno al otro.
Bajé a la biblioteca, me senté frente a la chimenea y pedí una copa de vino. Jean-Luc parecía inquieto, pero no le hice ningún caso, sino que me dediqué a leer una revista mientras saboreaba mi burdeos. Ahora que todas las piezas habían encajado por fin en el difícil rompecabezas de mi vida, sentía una gran satisfacción. Había averiguado de dónde había sacado mi madre el cuadro, aunque no estaba seguro de las razones que le llevaron a esconderlo, pero eso no tenía demasiada importancia. Mi curiosidad había quedado satisfecha, y encontrar a Claudine me ayudaba a dar por finalizada mi frenética investigación.
—Perdone, monsieur. —Al alzar la vista vi a Jean-Luc, que me miraba con nerviosismo.
—¿Qué desea? —pregunté con amabilidad.
—Me preguntaba si le importaría compartir la mesa con una señora encantadora que se aloja en el hotel.
—Siga. —No me emocionaba especialmente tener que dar conversación a una desconocida.
—Es la señora Rainey. Está sola y es norteamericana como usted. He pensado que sería agradable para ella tener compañía para cenar. Es una señora mayor muy agradable, una clienta habitual del hotel.
Estuve a punto de negarme, pero me pareció egoísta y descortés.
—Será un placer —dije, asombrado de lo amable que me había vuelto de repente. Jean-Luc pareció animarse.
—Muchas gracias, monsieur. A las ocho en punto se la presentaré.
Volví a sumergirme en mi lectura. Ahora que estaba a punto de fugarme con Claudine, no tenía sentido que me irritara la idea de cenar con una señora mayor. Al contrario, tal vez me ayudaría a distraerme. Sólo esperaba que no fuera aburrida o, todavía peor, una de esas señoras llenas de entusiasmo que no paran de hacer preguntas. En realidad no tenía muchas ganas de hablar de mí.
A las ocho de la tarde, Jean-Luc se presentó con la señora Rainey. Apuré mi copa, dejé la revista que estaba leyendo y me puse de pie para saludarla.
—Madame, le presento a Monsieur Fontaine.
Los dos nos sonreímos con educación hasta que nos dimos cuenta, casi al mismo tiempo, de que nos habíamos conocido muchos años atrás.
—¡Joy Springtoe! —exclamé atónito. La sorpresa me dejó con la boca abierta. No la noté muy cambiada, sólo más vieja.
—¿Eres Mischa? —Estaba tan asombrada como yo. Movió la cabeza perpleja. Sus ojos azules brillaban de emoción—. ¿Puedes hablar?
—Es una larga historia —respondí.
—Me encantará oírla.
—Entonces te la contaré.
—¿Ahora eres norteamericano?
—Nos fuimos a Estados Unidos cuando yo tenía seis años. —Le cogí la mano y me la llevé a los labios, al estilo francés. Sin apartar su mano de mis labios, alcé la mirada hacia Joy Springtoe—. Pero yo nunca he podido olvidarla.