28
La iglesia de Saint-Vincent-de-Paul ya no me asustaba. Había arrojado una sombra siniestra sobre mi infancia, pero ahora irradiaba serenidad, y las estatuas de los santos sobre los pedestales no me contemplaban con reprobación, sino llenos de espiritualidad. Al fin y al cabo, eran de piedra, no de carne y hueso. Unos rayos de sol caían sobre los asientos que mi madre y yo ocupábamos los domingos. Ahora que el padre Abel-Louis ya no estaba, pensé que notaría la presencia de Dios, pero no noté nada. Sólo podía sentir a Dios al aire libre, en los campos, bajo el cielo abierto, cuando podía mirar el horizonte; entonces tenía la sensación de que percibía la existencia de un poder superior, pero no entre las frías paredes de una iglesia.
Sentado en el silencio de la iglesia me olvidé del hambre que hacía rugir mis entrañas. Pero mis piernas eran demasiado largas para aquel asiento duro e incómodo, y finalmente me puse de pie. El aire olía a cerrado y a viejo. Recordé que había gente enterrada bajo las losas de la iglesia y me pareció oler los viejos huesos. Las flores del altar eran hermosas, pero había habido mucha infelicidad aquí. Bajo la apariencia de serenidad latía la desgracia de lo ocurrido en aquel lugar. No podía borrarse la historia. El padre Abel-Louis había echado a Dios de su casa, y Dios no había regresado.
Comí en un restaurante que daba a la plaza. Los vecinos estaban acostumbrados a los turistas, y aunque me miraban con desconfianza, como miran las gentes que no han salido nunca de su pueblo, me dejaron comer en paz. La comida era buena. De niño había comido allí con Coyote, pero el viejo restaurante ya no existía y ahora era un local moderno donde servían foie gras y champán. Iba ya por el postre cuando me llamó la atención una pareja que salía. Vi el perfil de la mujer un instante, pero resultaba inconfundible: era Claudine. Me quedé de piedra. Miré por la ventana para ver si se volvía y conseguía verla mejor. Llevaba el pelo más corto, sobre los hombros. Aunque vestía un grueso abrigo, vi que tenía las espaldas un poco encorvadas, pero reconocí su pequeña nariz y su boca, con el labio superior un poco levantado. Ya no era dentona, pero era ella. De todas maneras nada pude hacer, porque cuando llegué a la puerta había desaparecido.
Me entró calor. Se me aceleró el pulso y la sangre me empezó a correr por las venas con renovada energía. Me tomé el café, me quité el jersey y me aflojé el nudo de la corbata. Claudine vivía todavía en Maurilliac y podía encontrarla. No sería difícil, era un pueblo pequeño. Podía esperar al domingo y tropezarme con ella en misa. De pequeña iba cada domingo a la iglesia, la obligaban a ir igual que a mí. Ambos odiábamos al cureton y nos habíamos reído de él en el puente de piedra. Era una de las pocas personas que me entendían, y deseé hablar con ella del pasado. Al igual que Coyote y Jacques Reynard, Claudine me había prestado atención.
Pagué la cuenta y le pregunté al camarero si sabía dónde vivía el padre Abel-Louis. El hombre me miró con desconfianza y me preguntó por qué quería saberlo.
—Soy un viejo amigo suyo —le dije.
El camarero dudó un instante.
—Le advierto que está muy enfermo y no le gustan las visitas —dijo entornando los ojos.
—Entonces es igual que yo —dije sonriendo. El camarero se encogió de hombros y me dio los datos. Le di una buena propina y me marché.
El padre Abel-Louis vivía en una casa fea y anodina, como si hubiera querido desaparecer en el anonimato. No era en absoluto la residencia elegante de un antiguo cura, el hombre más importante del pueblo. Me quedé pensando ante la puerta. Ignoraba lo que le iba a decir cuando lo viera, sólo quería verlo, y cuanto más viejo y decrépito estuviera, mejor. Llamé a la puerta, y como no respondió nadie, insistí. Oí unos pies que se arrastraban y a continuación un tintineo de llaves y cerrojos que se corrían. Parecía la puerta de una cárcel. Me pregunté por qué tantas medidas de seguridad, de quién se escondía.
Un anciano encogido y demacrado me miró con suspicacia. Tenía mucho menos pelo, y bajo unos mechones blancos se adivinaba el cráneo rosado, pero lo reconocí de inmediato. Con el rostro gris y las mejillas hundidas, los labios se habían quedado reducidos a una fina línea desdeñosa, pero los ojos conservaban el brillo cruel que en otro tiempo conseguía dominarme. Él no sabía quién era yo. Me dirigió una mirada inexpresiva y se pasó sobre los labios una lengua reseca.
—Padre Abel-Louis —dije.
—¿Quién es usted? —gruñó él.
—Mischa Fontaine. —El cura metió rápidamente la lengua dentro de la boca y pestañeó.
—No conozco a nadie con ese nombre. —Se apresuró a intentar cerrar la puerta, pero yo paré la hoja con el pie.
—Creo que sabe quién soy.
—Estoy enfermo.
—He venido a visitarle —dije, y abrí la puerta. El anciano tenía tan poca fuerza que no necesité desenvainar mi espada.
—No quiero ver a nadie. ¿Quién le ha dado mi dirección? ¿Por qué no ha telefoneado antes? ¿No tiene educación?
Entré en la casa y cerré la puerta. El padre Abel-Louis me precedió por el pasillo cojeando, apoyándose en un bastón. Había sido un hombre alto, pero ahora yo era mucho más alto que él. Vi que temblaba. ¿Acaso no sabía que los niños se convierten en hombres? Llegamos a un salón en penumbra. Los estores, casi cerrados, sólo dejaban pasar un rayo de luz. Apestaba a cerrado, a incontinencia y a muerte. El cura se dejó caer en un sillón. Tiré de la cuerda para que los estores se abrieran un poco, y la luz le obligó a cerrar los ojos y taparse la cara con la mano.
—¿Qué quiere?
—Quería verle, padre Abel-Louis. Quería vengarme por lo que me hizo sufrir, pero veo que se está muriendo.
—Soy viejo y estoy débil. Déjeme morir en paz.
Casi podía oír el crujido de sus huesos, pero no sentía compasión, sino odio.
—Usted es un hombre de Dios, ¿no es así? —dije. Vi que apartaba la mirada y que le temblaban los labios—. ¿Cómo cree que lo juzgará Dios?
—Dios obró un milagro en mi iglesia.
—Eso no tuvo nada que ver con usted, padre Abel-Louis, y usted lo sabe. Pero consiguió utilizarlo en su favor, ¿no es eso?
—Yo le perdoné, ¿qué más quiere?
—¿Me perdonó? —Solté una carcajada—. ¿Dice que usted me perdonó? —Mis carcajadas lo aterrorizaron. Torció los labios en una mueca y miró de un lado a otro como un animal enjaulado. Empezó a jadear y apareció espuma blanca en las comisuras de su boca—. Dejó que castigaran a mi madre y que me torturaran. ¿Cómo explica esto un hombre de Dios?
La frialdad había desaparecido de su mirada. Tenía los ojos inyectados en sangre y parecía aterrado.
—¿Ataca a un hombre enfermo y débil que no puede defenderse?
—Usted atacó a un niño demasiado pequeño para responder.
—Eso forma parte del pasado.
—¿Cree que para mí está enterrado y olvidado?
—Sólo hice lo que me parecía correcto.
—¿Cuántos inocentes murieron porque usted hizo la vista gorda? Dígame, padre Abel-Louis, ¿cuántos castigos tuvieron lugar al amparo de su iglesia?
—No sé de qué me habla. —Era presa de temblores, y me di cuenta de que había tocado un punto sensible, aunque no sabía cuál.
—Que el demonio se lleve su alma —dije suavemente—. Porque usted se la prometió, ¿no es así, padre Abel-Louis?
—Que Dios me perdone —dijo de repente. Estaba congestionado y me miraba con temor—. Perdóname, Mischa. —Cerró los ojos y se quedó totalmente quieto. Hacía un calor sofocante y me faltaba el aire. Sentí claustrofobia, como si las paredes se cerraran sobre nosotros. Me quité el abrigo y me senté en el sofá. Nadie limpiaba allí, todo estaba mugriento—. Lamento lo que hice. —Su voz era apenas un susurro—. Me he escondido del pasado, he cerrado las puertas con llave y apenas salgo de casa. Espero la muerte porque no puedo vivir sabiendo lo que he hecho.
—Todavía puede limpiarse de culpa. ¿No acoge Jesús al pecador que se arrepiente?
Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Yo he hecho cosas terribles, Mischa, para conseguir bienes materiales. Ahora que me enfrento a la muerte me doy cuenta de que esas cosas no valen nada. Me presentaré desnudo y solo ante Dios. No tengo nada, absolutamente nada. Tú no puedes entenderlo, eras sólo un niño.
—Ahora soy un hombre y lo entiendo.
—No, no lo entiendes. Pero deja que te lo explique, y luego te irás y no volverás a verme. Sabía que un día esto me alcanzaría. Y ahora que ha llegado no tengo miedo.
—Se lo prometo —dije. Notaba las manos húmedas de sudor y el corazón como un tambor enloquecido. Al contrario que el padre Abel-Louis, yo tenía miedo del pasado, miedo de sus palabras.
—Cuando llegaron los alemanes no me quedó más remedio que darles la bienvenida. No sabíamos cuánto tiempo iban a quedarse, ni si los aliados podrían vencerlos. Creí que los alemanes se quedarían para siempre y aposté por el caballo perdedor. Eran amables y nos trataron con respeto. Nadie resultó herido. Simplemente fueron en formación hasta el château y se instalaron allí. Tu madre trabajaba con la familia Rosenfeld, y cuando se marcharon se quedó a cuidar de aquello con Jacques Reynard, pensando que los Rosenfeld volverían después de la guerra. Los alemanes eran astutos, sabían que yo era el pastor del rebaño y que la gente me hacía caso. Si yo estaba de su parte, el pueblo me seguiría, así que me invitaban a comer, asistían a misa y se mostraban generosos. Eran malos tiempos para los franceses, y ellos se aseguraron de que a mí no me faltara de nada. Tu madre se enamoró de tu padre el primer día en que lo vio. Se querían, pero lo mantuvieron en secreto. Yo lo sabía porque lo vi con mis propios ojos. Cuando tu madre se quedó embarazada, tu padre me pidió que los casara. No querían que nacieras como un hijo ilegítimo. Los casé en la pequeña capilla del château, y durante un tiempo fuisteis una familia como cualquier otra. Tu padre era un hombre poderoso, y tu madre era encantadora, inteligente y de una gran belleza. Me gustaba mucho. —Se detuvo un momento y carraspeó. Me pidió un vaso de agua para aclararse la garganta y fui a buscarlo a la cocina.
—Ya ves. Anouk y yo éramos amigos, por extraño que te resulte.
—¿Qué ocurrió?
—Llegaron los aliados y los alemanes se marcharon. Tu madre sabía demasiado.
—Y por eso la castigó.
—La traicioné. Le dije a la gente que se había casado con Dieter Schulz y que su bebé era hijo de alemán, un retoño del diablo.
Oír el nombre de mi padre me produjo un agudo dolor.
—¿Por eso dejó que la maltrataran?
—No hice nada para impedir que la castigaran.
—¿Y yo? Sólo tenía tres años.
—Eras un bebé. —Exhaló un suspiro tan hondo que se quedó sin aliento, y de su pecho salió un ruido de matraca. Carraspeó para aclararse las vías respiratorias—. Lo hice para salvarme, y pensé que tu madre se marcharía, pero se quedó para atormentarme. Ella conocía mis acuerdos con los alemanes, sabía a cuánta gente había traicionado, sabía que tenía las manos manchadas con sangre inocente, pero no dijo nada.
—¿Por qué?
—Nadie le habría creído. Yo era un hombre de Dios. ¿Quién hubiera creído a una mujer caída en desgracia antes que a mí?
Tenía los codos apoyados en los muslos. Incliné la cabeza y me rasqué la frente mientras asimilaba las palabras del padre Abel-Louis: nos sacrificó para salvar el pellejo. Ahora entendía por qué mi madre insistía en ir a misa cada domingo: sabía que su presencia lo atormentaría, que le recordaría sus pecados. Por eso no quería marcharse, no quería verse derrotada. Pero me extrañaba que nunca me hubiera dicho nada, ni siquiera años más tarde, cuando el pasado no era más que un recuerdo. Nunca me hablo de mi padre, ni de la guerra, ni del padre Abel-Louis. Tal vez estos recuerdos se convirtieron en el cáncer que la envenenó y le causó la muerte. Tal vez se habría salvado de haberlos compartido conmigo.
—Perdí la voz, padre Abel-Louis. Éramos parias.
—No podía hacer otra cosa —siseó, evitando mi mirada.
—Podía haber hablado con mi madre. Si eran amigos, ella le habría guardado el secreto.
—Anouk no era ese tipo de mujer. Era terca, no obedecía a nadie.
—Pero le gustaban los alemanes.
—¡No! —rugió—. Ella amó a un alemán, a tu padre, pero también amaba Francia y a los franceses. Cuando llegaron los aliados lo celebró con el resto del pueblo. Yo sabía que con el tiempo acabaría por traicionarme, no podía correr el riesgo. Y Maurilliac necesitaba un sacerdote, no los podía abandonar.
—No era usted digno de servirlos.
—Necesitaban un guía.
—Usted les mostró el camino del odio y la venganza.
—Estaba confuso y asustado. No lo entiendes.
Tuve la certeza de que me ocultaba algo. Miraba en derredor, pero evitaba mis ojos, hacía lo posible por no mirarme.
—Ayúdeme a entenderlo para que pueda perdonarle.
El padre cerró los ojos y pareció encogerse. Estaba blanco e inmóvil, con las manos en el regazo, tan indefenso y encorvado como si la muerte se lo estuviera llevando poco a poco. No me iba a contar nada más, así que me marché, tal como le había prometido.
No tenía intención de regresar a aquel salón que apestaba a cerrado. Al padre no le faltaba mucho para reunirse con aquellos a los que había traicionado. Tendría que enfrentarse a su juicio. Yo quería creer en Dios y en el cielo sólo para que se hiciera justicia.
Cuando salí al exterior, me apoyé en un muro y bebí con avidez el aire frío, que me quemó los pulmones pero me hizo sentirme bien.
Cuando caminaba de vuelta deseaba con toda mi alma poder compartir con alguien aquella experiencia. Podía ir en busca de Jacques Reynard, pero me temía que hubiera fallecido, y tras mi encuentro con el padre Abel-Louis no me veía capaz de enfrentarme a una mala noticia. Prefería conservar la esperanza de que estaba vivo y de que me lo podía topar en cualquier momento en Maurilliac. No soportaba la idea de que todo lo que me quedara del pasado fuera aquel horrible sacerdote. Tal vez incluso la mujer que tomé por Claudine no era más que una señora que se le parecía. No me fiaba ya de mis sentidos, todo podía ser una ilusión. Agaché la cabeza y metí la mano en el bolsillo del pantalón para tocar la pelotita de goma regalo de mi padre. Me dije que tal vez había hecho mal en volver, que sólo estaba desenterrando recuerdos dolorosos. El padre Abel-Louis había descargado su conciencia, pero ¿y yo? Sus declaraciones habían cambiado en algo la imagen que yo tenía de mi madre, pero ¿y qué? Era demasiado tarde para cambiar mi relación con ella.
De repente me pareció oír una voz conocida que me recordaba a un tiempo muy lejano, cuando yo me sentía solo y desgraciado. Los años desaparecieron como por encanto, y volví a ser un niño emocionado ante su primer amor. Me volví lentamente, temeroso de que todo fuera un producto de mi propio deseo.
—¿Mischa?
—Claudine, entonces eras tú, no estaba seguro.
Claudine estaba frente a la oficina de Correos y me miraba con expresión de incredulidad.
—¿Qué haces aquí?
Me encogí de hombros.
—Tenía que volver. —La miré a los ojos, asombrado de verla convertida en una mujer.
—Has crecido —dijo sonriente. Todavía tenía los dientes un poco saltones. Su sonrisa me recordó a la niña con la que jugaba en el puente.
—Tú también.
—Pero sigues siendo Mischa.
—Y tú sigues siendo Claudine.
Ella movió la cabeza. Una arruga se dibujó en su entrecejo.
—No, no lo soy. —Suspiró y apartó la mirada—. Ojalá lo fuera, pero ya no lo soy.
Un hombre moreno y mal afeitado salió de la oficina de Correos. Era alto, de espaldas anchas, y tenía una expresión desagradable.
—Bonjour —dijo en tono arrogante. No me reconoció, pero yo sabía quién era.
—Te acuerdas de Laurent, ¿verdad, Mischa? Laurent es mi marido.