No todos los fantasmas tienen el extremado puntillo y la ridícula pretensión que el descubierto por Oscar Wilde en el Castillo de Canterville. Quiero creer que más de un rey guerrero o trovador, más de una reina que presidió torneos, más de un caballero de los que aquí probaron su destreza, más de una dama que vio lucir sus colores y dirigirle una mirada tierna antes de bajarse la férrea visera sobre los ojos, más de un magnate de los que tuvo su palacio en estas inmediaciones, vaga sin recelo entre los puestos del mercado, se codea sin rebozo con la gente que tan decidida va a su avío y entre la que tal vez puede reconocer algún remoto vástago venido a menos, escucha las voces de una lengua que todavía comprende y, en fin, vuelve a degustar, aunque sea en la forma palideciente y disminuida que es propia de los fantasmas, el suculento sabor de la existencia.

CARLOS SOLDEVILA, Barcelona

—Ànima, què fas aquí?
què fas, benaventurada?
—M’estic per un pecat
que no me’n so confessada.

MANUEL MILÀ i FONTANALS, Romancerillo