Capítulo 13

—Quedaos conmigo, por favor —suplicaba. No me gusta suplicar, pero en algunas situaciones es lo único que funciona. Aunque en este momento no estaba siendo de mucha ayuda.

Cassady y Tricia me empujaron fuera del taxi y me depositaron en la acera frente a mi edificio, mientras como tontas se reían de satisfacción. No habíamos cenado, tan solo comenzamos a agregar entremeses a los cócteles, hasta que se hicieron las nueve menos veinte. Me sentía un poco mareada, un poco hambrienta y un poco insegura de cómo iba a manejar la situación con el detective Edwards cuando llegara. Es por eso que les suplicaba a mis mejores amigas en el mundo que por favor, por favor, se quedaran, mientras que ellas se deleitaban con mis temores.

—Solo seríamos un estorbo —insistió Cassady—. Tienes cosas que hacer.

—Cosas importantes —enfatizó Tricia.

—¿Tienes toda la evidencia?

—Todo lo que he podido reunir.

—Es suficiente para creerlo. Recuerda que él ha sido entrenado para esto. Aunque no dudo de que tenga otros talentos.

Eso pareció divertir mucho a Tricia. Tenían intenciones claras de no salir del taxi. Me arrojaban a una isla como a un náufrago y luego zarpaban en su barco. Entonces, que así sea, me dije.

—Recordad que os he invitado a quedaros, cuando me llaméis mañana para pedirme que os dé detalles de lo sucedido.

—El tipo de detalles que me interesan no sucederán si nos quedamos, cariño. —Cassady cerró la puerta, las dos me tiraron besos y el taxi desapareció en la noche.

Veinte minutos después, me había duchado, vestido con mis Levi's más presentables y una blusa de nailon, y fortalecido con una Coca Cola de vainilla y una dosis de mantequilla de cacahuete —Jif, reducida en calorías pero extra crujiente— que me comí directamente de la cuchara.

Diez minutos después, recorría el piso de un lado a otro, jugaba con la cuchara vacía entre mis dedos y mascaba un caramelo de menta. Edwards tenía mi número de teléfono y podría haberme llamado si se le hubiese presentado un inconveniente que le impidiese ir. Diez minutos tarde no era demasiado. En especial para un policía, imaginé. Aun así, iba a ponerme nerviosa.

Pero no tan nerviosa como cuando vi la figura de Edwards en la puerta de entrada a las nueve y dieciocho minutos. Me quedé atrapada por sus grandes ojos azules, pero sus pómulos parecían más elevados y elegantes que la noche anterior. Por un instante, no me sentí capaz de poder llevar a cabo mi plan.

Hasta que el detective Lipscomb se acercó.

—Lamentamos haberla hecho esperar, señorita Forrester —se disculpó conmigo.

—No hay ningún problema, detectives. Por favor, pasen. —Pensé en darle un rodillazo a Edwards en la ingle, cuando pasó junto a mí, pues al llamar del vestíbulo solamente había dicho «Soy Edwards», en vez de «Soy Edwards, mi colega y yo estamos aquí».

Les ofrecí de beber, pero dijeron que no. Edwards no se atrevía a mirarme, lo cual me sacaba de quicio. Tomaron asiento en dos sillas de la sala de estar y dejaron el sofá para mí. No sé si fue de forma deliberada, pero con ese movimiento simple y suave, me habían hecho sentir que no era yo la que los había convocado, sino que ellos habían ido a interrogarme.

No iba a permitir que tomaran la delantera.

—Mi jefa, Yvonne Hamilton, mató a Teddy Reynolds —comencé a decir.

Edwards aún no me dirigía la mirada. En cambio, jugueteaba con la esquina de su libreta de notas. Lipscomb esbozó una sonrisa suave y profesional.

—¿Tiene pruebas que sustenten su acusación? —preguntó.

—Sé que Camille Sondergard les dijo que tenía un romance con Teddy y que habían terminado porque su esposa les había descubierto. —Edwards me miró esta vez, pero sus ojos volvieron rápidamente a la libreta. ¿Lipscomb no sabría nada de nuestro encuentro en el Mermaid Inn?—. He hablado con Camille por mi cuenta —continué, con intención de aclararles la situación—, pero después me enteré de que la mujer que Camille había confundido con Helen era, en realidad, Yvonne Hamilton.

Edwards levantó la mirada para observarme. Lipscomb abrió su libreta de notas. Me escuchaban con atención. Les conté de toda la gente que podía acreditar el romance, incluido el conserje del St. Regis. Se miraron el uno al otro. Aún no habían estado en el St. Regis, pero podía asegurar que irían a la mañana siguiente.

—¿Hay algo más que le gustaría contarnos? —preguntó Lipscomb, con el bolígrafo listo.

—Creo que es más que un romance que terminó mal. Creo que Yvonne y Teddy estaban relacionados con ciertas irregularidades financieras que hay en la revista. —Les conté los aspectos más importantes sobre el problema del anuncio—. Eso, tal vez, sea tan solo el comienzo. Sophie, de contabilidad, también podría estar involucrada, ya que todo salió a la luz cuando ella se cogió la baja por enfermedad. —Estaba pensando en voz alta y necesitaba detenerme, ya que estaba elaborando una teoría conspirativa que no sería de gran ayuda.

—Y en su teoría —prosiguió cauteloso Lipscomb—, ¿qué relación tiene eso con que la señorita Hamilton haya matado a Reynolds? —Podía sentir los ojos de Edwards posados sobre mí, por lo que decidí sostenerle la mirada a Lipscomb. Ahora, no podía distraerme y empezar a sonar como una idiota.

—Creo que el hecho de que él la estuviera traicionando tanto en el negocio como en el amor fue demasiado para ella.

—Una combinación poderosa —reconoció Lipscomb.

—Sé que ella se encontraba al límite. —Les tendí el montón de fragmentos de la nota guardados en la bolsa Ziploc—. Esta es una nota que le escribió a Teddy para decirle que eso tenía que terminar.

—¿Eso? —pregunto Edwards en voz baja.

—Su relación. Creo que la nota puede ser interpretada tanto desde un punto de vista emocional como profesional.

Lipscomb cogió la bolsa por la punta y la sostuvo en el aire, mientras miraba los fragmentos de papel en su interior.

—¿Esto puede leerse?

—Hay que montarlo como un rompecabezas.

—¿Dónde lo consiguió? —pregunto Edwards; Lipscomb colocó la bolsa en otra bolsa para pruebas y la guardó en el bolsillo de su chaqueta.

—La encontré en la oficina de Yvonne.

—¿La sacó de la basura?

—No, la saqué de su caja de música.

—¿Por qué estaba buscando en su caja de música?

—Porque ustedes creen que Helen mató a Teddy y yo sé que ella no lo hizo; intentaba encontrar una forma de probarlo.

Lipscomb cerró su libreta. No era una buena señal. Edwards suspiró. Eso tampoco era una buena señal.

—Me habría gustado que hablase con nosotros antes de ponerse a recolectar y, potencialmente, a arruinar las pruebas para el caso —dijo Edwards. Por primera vez desde que había llegado, me miró directamente a los ojos e hizo que me estremeciese, incluso a pesar de que comenzaba a irritarme con él. También me irrité conmigo misma. ¿Por qué permitía que ese hombre me volviese loca?

—Pensaba que era mejor conseguir algo para respaldar mi teoría, en vez de irme de la lengua como una loca —justifiqué, procurando que mi voz fuera suave y uniforme.

—Pero todo esto es… —comenzó a decir Edwards, pero Lipscomb le hizo un leve ademán con la cabeza.

—… muy interesante, y apreciamos mucho su colaboración. Seguiremos en contacto. —Lipscomb se puso de pie, me estrechó la mano y se dirigió hacia la puerta confiado en que Edwards le seguiría.

Yo le seguí más de cerca que Edwards.

—Detective Lipscomb, sé reconocer cuándo me quitan de en medio —protesté.

—Señorita Forrester, de verdad apreciamos todo lo que ha hecho y dicho, pero es importante para la transparencia de la investigación que, de ahora en adelante, nos deje seguir por nuestra cuenta. No querrá ver cómo el asesino del señor Reynolds sale en libertad porque la prueba estaba contaminada, ¿verdad?

—Por supuesto que no.

—Gracias, señorita Forrester. Estaremos en contacto —repitió con cautela para hacer imperar mi deber de obediencia, y salió al pasillo.

Me di la vuelta esperando que Edwards estuviera justo por detrás. Pero no. Estaba unos cuatro metros más atrás, y me observaba con su acostumbrada expresión indescriptible. Miré por encima del hombro, pero Lipscomb ya no estaba a la vista. ¿Aquello era un cambio de buen policía a mal policía? ¿Lipscomb era el educado, aunque un poco brusco, y Edwards se quedaba detrás para leerme la cartilla?

—Lo siento —dijo Edwards después de un instante, y me cogió con la guardia totalmente baja.

—¿Respecto a qué?

—Por lo de anoche.

Hice un esfuerzo para no tocarme los labios.

—Yo no me opuse. Y tampoco se lo he dicho a nadie. —Cassady y Tricia no contaban.

—No fue apropiado —se excusó. ¿Se estaba cubriendo el trasero o se estaba retractando?

—Lamento que lo sienta de esa manera.

Caminó lentamente hacia mí, pero esta vez sentí temor, no excitación. Había algo en sus modales, algo oscuro que no había visto antes. Me mantuve firme y él se colocó junto a mí, al punto de casi tocarnos.

—No quiero que salgas lastimada.

«Entonces no me hagas daño», pensé, pero sabía que eso no podía decirlo. Él parecía referirse a algo mucho más amplio.

—Gracias —atiné a decir solamente. Estábamos tan cerca que tuve que inclinar la cabeza hacia atrás para poder verle los ojos. Si me hubiese puesto de puntillas, podría haber colocado mi boca junto a la suya. Parecía una idea fantástica y horrible a la vez.

—Cuando todo esto termine, haremos las cosas bien —murmuró, y rozó la palma de mi mano con la suya. Me esforcé por no temblar, cuando al dirigirse hacia la puerta me rozó con todo su cuerpo. He oído hablar de sexo tántrico y me preguntaba si acababa de experimentar caricias tántricas.

Tres horas después seguía intentando no temblar. Les había pasado el informe de lo sucedido a Cassady y a Tricia, y me había abierto una botella de syrah Chatter Creek. No pretendo ser una entendida en vinos porque eso podría hacerme caer en mi trampa, ya que les daría la oportunidad a mis amigos para que se mofen de mí con algún oscuro vino de Virginia, diciéndome, en cambio, que se trata de la última novedad de la costa del centro de California; luego ellos se sentarían para observar mi estúpido comportamiento cuando hablase de aromas de pétalos de rosa, de una compleja acidez y de un sabor cambiante.

Por otro lado, existen todas esas reglas que establecen con qué comida se bebe cada vino: el tinto con la carnes rojas; el blanco con el pescado: el rosado con cualquier cosa que sirva tu abuela, ya que es el único vino que compra; y todo ese tipo de cosas. Aún tengo que encontrar una explicación para las reglas más importantes cabernet tras terminar mal una relación, pinot grigio para la nostalgia, merlot para las ansias de venganza, etcétera.

Como consecuencia de mi desconocimiento de esas reglas, decidí que un syrah iría bien con ataques de ansiedad y extraje la botella de Chater Creek del armario de la cocina. El nombre parecía apropiado, ya que en mi grado de ansiedad, me encontraba al punto en que mis dientes comenzaban a hablar entre ellos.

Navegué por todos los canales de televisión hasta el hartazgo, para terminar enfrascada en los últimos veinticinco minutos de El rey y yo, porque pensé que un buen llanto me ayudaría a relajarme, pero, aún así, no pude lograrlo. Eso es lo que necesita la televisión por cable. Un canal para llorar. Un canal que solo emita escenas lacrimógenas de películas, para que lo puedas sintonizar en cualquier momento del día y descargar la angustia durante quince minutos. Resultaría muy terapéutico.

Para cuando estaban pasando los créditos del canal, todavía seguía con mis dudas. ¿Había hecho lo correcto? Cassady y Tricia me aseguraban que sí. ¿Lipscomb y Edwards pensaban que era una lunática? Probablemente. ¿Lo era? Esperaba que no fuese así. ¿Y qué debía hacer con el detective Edwards? Pensar en eso hacía que los temblores fuesen mucho peores.

Me serví la última copa de vino, me tapé con el edredón, e intente no pensar en nada más que en El león en invierno, que era la próxima película en Turner Classic. Debería haber visto Luz que agoniza, pero no la daban en ningún canal. Justo en el momento en que Anthony Hopkins se escondía detrás de las cortinas de la habitación de Timothy Dalton, me adormecí.

A la mañana siguiente me sentía como si, yo sola, hubiese ido a la guerra contra Francia y España. No tenia resaca. Más bien sentía mi cuerpo contraído. Dormir en el sofá rara vez conduce a un sueño reparador, pero además había dormido con los músculos absolutamente agarrotados. De seguro que esa experiencia no había resultado nada tonificante o reafirmante para mi musculatura. ¿Dónde estaba esa sensación de libertad y renacimiento que se supone que aparece por hacer lo correcto?

Después de dos botellas de agua, un plátano y un capuchino, aún luchaba contra esa pregunta. Y llegar a la oficina justo a tiempo para ver a Yvonne acompañando a los detectives Edwards y Lipscomb fuera de su despacho no me resultó de mucha ayuda, como era de esperar.

Todos en la redacción simulaban no darse cuenta de la presencia de los detectives de homicidios. Aunque había una notoria ausencia de conversaciones telefónicas y ruidos de los teclados. Yvonne estaba de pie, en la puerta de su oficina, y se despedía de Edwards y Lipscomb como si hubiesen pasado a tomar unas copas, pero se tuvieran que marchar porque tenían entradas para el teatro. Fred me hacía señas desde el otro lado de la redacción para advertirme, pero Yvonne me hizo señas segundos después.

—Y por supuesto, si tiene más preguntas —anunció Yvonne con voz alta para que se escuchase en toda la redacción, e incluso en todo el piso—, Molly es la persona con la que tienen que hablar. Ha sido su fiesta desde el principio. ¿No es verdad, Molly?

No estaba esposada, por tanto, quién podía saber lo que habían hablado con ella y lo que le habían dicho sobre mí. Todo se ponía cada vez más complicado, en lugar de aclararse. Se me ocurrió dar la vuelta y salir del edificio, recorrer a pie todo el camino hacia el Cabo Cod y allí buscar trabajo en una librería, pero pensé que eso podía ser malinterpretado por las autoridades. Al menos, Edwards y Lipscomb no le decían a Yvonne que ya habían conversado conmigo.

—No creo que nadie haya pensado en esto como una fiesta —dije, principalmente porque todos parecían esperar una contestación de mi parte.

—Claro. La columnista siempre elige mejor las palabras que la editora.

—No era mi intención, Yvonne.

La única cosa peor que toda la redacción escuchando ese intercambio, era que lo escucharan Edwards y Lipscomb y se lo guardaran en la memoria. No quería que ellos pensasen que tenía problemas personales que motivaban mis acusaciones hacia Yvonne. Para mí debía resultar difícil, no conveniente, creer que ella era capaz de cometer un asesinato.

Yvonne no devolvió mi última volea, así que caminé hacia mi escritorio, intentando proyectar el aura de una mujer sin animosidad, ni culpa, ni traumas emocionales de ningún tipo. Edwards y Lipscomb se fueron por el centro de la redacción para evitar pasar cerca de mí. Me sumergí en mi asiento, aliviada.

—¡Molly! —gritó Yvonne, antes de que el cojín de mi asiento llegara a hundirse totalmente. Me incorporé de un salto como consecuencia de la reacción ante el tono de su voz, y no por el afán de complacerla.

Caminé hacia ella; me preguntaba si me daría un sermón por mis malos modales al haberla acusado de asesinato. En cambio, entró en su despacho; su comportamiento me indicaba que debía seguirla. Genial. Pretendía devorarme con su ira, a puerta cerrada. Esperaba que, después de ello, quedaran restos de mí para enviar a mis padres.

Me hizo un ademán para que cerrara la puerta tras de mí. Lo hice de mala gana, y me recosté contra la puerta para permanecer lo más lejos posible de ella. ¿Necesitaría testigos?

Era evidente que Yvonne no, ya que se sentó detrás de su escritorio y explotó en un llanto.

—Esto es la cosa más terrible de la que he sido parte en mi vida —sollozó.

Asentí, pues, por un lado, no quería que se saliera de las vías y, por el otro, tampoco quería demostrar una falsa compasión. ¿Qué esperaba que sucediera después de acuchillar a Teddy? Tal vez no lo había pensado lo suficiente. Un fallo común en crímenes pasionales, pensé. Claro que ahora, todo aquello se parecía a un crimen pasional con el aditivo del negocio, pero aun así, no tenía aspecto de haber sido muy meditado. De todas maneras, me sentía incómoda y un poco intranquila con toda esa exhibición emocional.

—Odio que se haya ido —continuó Yvonne con sus sollozos—. Lo extraño tanto. ¿Tú no?

—Sí. —Quería que fuese directamente al grano, así yo podría marcharme antes.

—La policía me ha hecho muchas preguntas… —dijo, haciendo un esfuerzo por recuperar la compostura. Me alegraba saber que la habían interrogado. Tal vez, ese era el motivo de las lágrimas—… sobre ti.

—¿Perdón?

Estuve a punto de caerme por la conmoción y por el hecho de que aún seguía apoyada contra la puerta del despacho cuando Fred la abrió sin golpear.

—Tricia Vincent está aquí —anunció Fred, inconsciente de las múltiples calamidades que ocurrían de nuestro lado de la puerta. Ni siquiera pestañeó ante el rostro lleno de lágrimas de Yvonne, o el mío, agonizante. Tan solo hizo pasar a Tricia, la dejó en el despacho, y se retiró con rapidez. Probablemente podía oler las hormonas femeninas que chisporroteaban en el aire, y optó, sabiamente, por ponerse a cubierto.

—Buenos días —saludó Tricia con calma profesional.

—Tricia. Gracias a Dios. —Yvonne arrancó un kleenex de su caja sobre la mesita de centro, se enjugó las lágrimas y se apresuró a abrazar a Tricia. Debería haberla salvado abrazándola yo antes que Yvonne, pero todavía intentaba recobrarme de la revelación de que Edwards y Lipscomb le habían hecho preguntas sobre mí. ¿Quién estaba jugando con quién?

—Estamos hundidos. Todos. Qué bueno que estés aquí —le dijo Yvonne a Tricia. Tuve que abstenerme de señalar que nos hundíamos gracias a Yvonne, y me ofrecí a llevar a Tricia a la sala de reuniones para que esperase allí a Helen. Era una estratagema para tener un momento para descargarme con Tricia; pero en el preciso instante en que salíamos del despacho de Yvonne, nos encontramos con Helen.

Helen estaba vestida con un traje conservador de color negro y se aferraba a su bolso negro como si fuese una porra. Su rostro estaba completamente pálido, sin duda por haber llorado durante dos días sin parar, al punto de que ni el maquillaje podía serle de ayuda. Me preguntaba si la expresión «ropa de luto» venía de la idea de que ya no habría flores para la mujer que las vistiese. De hecho, Helen tenía aspecto de creer en ello.

No sabía si debíamos abrazar a Helen, estrechar su mano, o decir hola. Tricia la abrazó, pero como Tricia abraza a cualquiera, ese no es un buen parámetro. Yvonne también la abrazó, pero seguro que lo hizo porque se sentía culpable. Yo me acerqué y también la abracé para no parecer sospechosa si actuaba diferente a las demás. Al parecer, si Edwards y Lipscomb le hacían preguntas a Yvonne sobre mí, es porque yo no había estado prestando mucha atención a mi conducta durante la investigación. Maldito Edwards.

Un momento. ¿No podía ser eso como la nota de Yvonne a Teddy? Es decir, que su significado dependía de cómo quisieras leerla. ¿Podía ser que Edwards y Lipscomb pretendieran averiguar cómo reaccionaba la gente ante la muerte de Teddy —la gente que se mostraba amistosa con él— e Yvonne los seguía empujando hacia mí, más que nada para sacárselos de encima? Me aferré con fuerza a esa teoría de la misma manera en que Helen se aferraba a su bolso, y me obligué a sentirme cómoda con ella, al menos por un rato.

Fuimos en grupo hacia la sala de reuniones: Tricia, Helen, Yvonne, Gretchen y yo. Fred, con poco entusiasmo, se ofreció a quedarse a tomar notas, pero Gretchen dijo que podía encargarse sola. Fred se alegró de estar de más.

No resultaba sorprendente que Tricia hiciese una gran exposición de los planes para el sábado para que todos estuviéramos enterados: tenía muestras de tejidos, fotografías de distintos tipos de flores, bosquejos de cómo estaría dispuesto todo en la iglesia y en la recepción. Tricia remarcó que habíamos sido afortunadas con el lugar, ya que una boda se había cancelado en la Casa Essex y por eso habíamos podido coger el salón principal. Tricia y Helen habían decidido que la recepción tendría lugar en la Casa Essex porque, según nos dijo Helen: «Era un lugar muy especial para Teddy y para mí». Lo dijo sin amargura o rencor, algo que le hizo sumar más puntos. Lo dijo también, sin mirar a ninguno de nosotros, lo que también fue bueno. ¿Cuánto sabía Helen? ¿Realmente querría saber? Por desgracia, en algún momento se enteraría, pero el tiempo sería de ayuda y no tendría que enfrentarse a ello hasta después de la recepción.

—Tricia me pidió que confeccionara una lista de invitados para la recepción —dijo Helen, mientras sacaba la lista de su bolso.

—También nosotros hemos confeccionado una. Amigos de la revista. Que adoraban a Teddy. Y que tal vez no hayas tenido el placer de conocer —dijo Yvonne, e hizo un ademán en dirección a Gretchen, que sacó la lista de una carpeta. Con solo echar un vistazo a las dos listas, podían calcularse más de trescientos invitados, y las dos terceras partes provenían de la lista de Yvonne y Gretchen.

Tricia ya conocía el número total, pues lo había necesitado para elegir el lugar, pero Helen parecía hacer cálculos por primera vez. Emitió un delicado sonido de malestar. Tricia reaccionó de forma inmediata y colocó la mano sobre el brazo de Helen.

—Helen, ¿te encuentras bien?

—Es mucha más gente de la que había pensado —dijo Helen en voz baja.

—Nos encargaremos de todo, Helen —le aseguró Yvonne.

Fue como si alguien hubiese provocado un cortocircuito. Helen se puso furiosa.

—No se trata del dinero, puta —escupió, haciendo retroceder a Yvonne en su asiento, con la fuerza de su ira—. Puede ser un concepto difícil de entender para ti, y eso debería hacerme sentir pena por ti, si no estuviese ocupada con mi propio maldito dolor. Sé lo que le interesa a una mujer como tú, y no es lo mismo que le puede interesar a una mujer como yo. Lo que a mí me importa, me lo has robado.

Yo tenía miedo de moverme, de respirar. ¿Helen acababa de acusar a Yvonne de matar a Teddy? Edwards y Lipscomb no deberían haber partido tan pronto.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Yvonne, a punto de estallar.

—Me has robado tiempo que yo podría haber pasado con mi Teddy. Tiempo que nunca recuperaré. Tiempo que habría sido más valioso incluso que… —intentó terminar la frase, pero no pudo. El llanto era incontenible.

Yvonne encontró un momento que podía utilizar en su favor y se acercó hacia Helen para calmarla. Pero Gretchen estaba sentada junto a Helen y se le arrimó aún más, colocándole el brazo sobre los hombros, antes de que Yvonne pudiese hacer su jugada. Helen no parecía darse cuenta de lo que sucedía. Pero Yvonne sí. Hizo un gesto de enfado para indicarle a Gretchen que se apartara de Helen. Gretchen la miró a los ojos y la ignoró.

La transferencia de emociones es algo fascinante. Cuando no puedes, por cualquier motivo, justificar la verdadera razón de tu cólera, te descargas con el objetivo más conveniente. El objetivo pasa muchísimo tiempo intentando descifrar qué es lo que hizo mal para hacerte estallar como a la mina de Claymore; tras eso, probablemente, se dé la vuelta y haga lo mismo con otra persona. Eso provoca una reacción en cadena; es la razón por la que crearon las Naciones Unidas.

Yvonne saltó de la silla como uno de esos esqueletos con resorte que saltan de los ataúdes cuando alguien se les acerca en Halloween.

—Haz lo que te digo —ordenó.

—No me has dicho nada —dijo Gretchen, con un tono de voz irreconocible. Había mucha frialdad en él.

—Sabes exactamente lo que tienes que hacer. Ahora, ¡hazlo!

—No.

Mi primer impulso fue aplaudir.

El segundo fue saltar y gritar: «No la presiones, es una asesina».

—Este es un momento emocionalmente complicado para todos… —dije, tras elegir la tercera opción de mi lista.

—No es una excusa para la insubordinación.

El fuego invadía la sala con rapidez suficiente como para que Helen también lo notara.

—No comprendo… —dijo confundida.

—¿Cuántas veces te lo tengo que decir? ¡Eres una asistente! ¡Siempre serás una asistente!

Gretchen tembló como si le hubiesen dado un golpe bajo, pero no se apartó de Helen.

—Y tú siempre serás una puta —dijo en voz baja, pero con convicción.

—¡Márchate! —chilló Yvonne.

—Yvonne, por favor —procuré intervenir.

—¡Tú! —La garra me apuntaba por segundo día consecutivo. Debería haberla mordido—. ¡También puedes marcharte!

—Y tú puedes conseguirte algo que empuñar. —Me habría gustado decir que estaba envalentonada por el nuevo camino en mi carrera que me había abierto Garrett Wilson; pero para ser honesta, simplemente estaba encendida por la furia—. Gretchen está fuera de lugar, pero los ánimos están un poco caldeados en este momento, por tanto, creo que se la puede disculpar. Está absolutamente claro que esto es difícil para ti, pero apostaría a que es un poco más difícil para Helen, por eso deberías dejar de mirarte el ombligo y reconocer que otras personas tienen derecho a estar afligidas y a buscar consuelo entre ellas.

Tenía al gran gato acorralado, así que me preparé para el momento en que mostraría los dientes. Yvonne estaba pálida: dudo que alguien del personal le hubiese hablado así alguna vez. A excepción de Teddy, y todos sabemos cómo había terminado. Me miró con desprecio. Esperaba que saliese un rugido cuando abriese la boca.

—El hecho de que seas columnista de consejos no te transforma en una juez perfecta de la naturaleza humana.

—Pero sé mucho más de lo que tú crees que sé.

Una señal de alarma atravesó el rostro de Tricia, pero enseguida le volvió su calma profesional. Ella sabía —o al menos estaría rezando para que así fuese— que yo no sería tan tonta de enfrentarme a Yvonne en ese momento, en especial, delante de Helen.

Yvonne se tomó unos instantes para leer la expresión en mi rostro. Hice lo mejor que pude para mostrarme impávida. Ella intentaba descifrar qué era lo que yo había averiguado. ¿Sobre el romance? ¿O el asesinato? ¿O el problema financiero? De saberlo, se habría sorprendido enormemente.

Fred apareció en la puerta de entrada como un cristiano que se mete en medio de los leones.

—Disculpad.

—¿Qué? —gruñimos al unísono Yvonne y yo.

—Lamento mucho interrumpir pero hay alguien que desea verte, Molly. Dice que es urgente.

De hecho, parecía el momento ideal para partir y reagrupar fuerzas. Me giré hacia Helen.

—¿Me disculpas? —Ella asintió—. Tricia, estaré fuera. —Asintió también, un poco despeinada por los acontecimientos. Dirigí una mirada a Gretchen para asegurarme de que se las podía arreglar sola, y salí detrás de Fred.

Cassady me esperaba junto a mi escritorio, sorprendentemente agitada. Aceleré el paso hacia ella y la tomé de la mano.

—¿Qué sucede?

—Eso es lo que tenemos que averiguar —dijo, con una sonrisa maliciosa—. Estoy comenzando a comprender por qué disfrutas tanto de todo este asunto de la búsqueda de la verdad, incluso más allá del guapo detective.

—¿De qué estás hablando?

—La agencia publicitaria. Es falsa.