Capítulo 3
Querida Molly:
Recientemente he tenido que darle a una amiga muy malas noticias, y otra amiga insistió en que quería acompañarme en ese momento. Reconozco que soy débil, pues debería haberle dicho que se quedase en casa. De todas maneras, ¿crees que estuvo mal pensar en arrojarla del coche policial en movimiento, porque no paraba de decir lo terrible que era esa situación para ella, cuando ni siquiera se trataba de su propia tragedia?
Firmado,
Imaginación activa.
Es un hábito que he desarrollado en los dos años de trabajo en la revista. Cuando estoy en una situación muy estresante, me ayuda imaginar que un lector me ha enviado una carta en la que cuenta dicha situación y me pide consejo. Lo veo como una forma creativa de ganar perspectiva sobre el problema. Seguro que mi psicóloga diría que, de esa manera, me distancio emocionalmente de la cuestión; aunque todavía no lo he discutido con ella. Tengo asuntos más importantes que atender.
Por eso, mientras estaba sentada en el asiento trasero del coche policial —intentando no incentivar los lamentos de Yvonne para beneficio de los detectives que viajaban delante— redactaba cartas en mi cabeza. Me debatía entre la idea de tirarla por la ventanilla, o la de solicitarle al detective Lipscomb que detuviese el coche en la primera esquina para deshacernos de ella sin hacerle daño. Esta era la opción más educada, pero carecía de la satisfacción que genera la descarga emocional.
Al escucharla, pensaba que Yvonne había perdido al amor de su vida, en lugar de a un colega con el que rara vez conversaba, pero con el que discutía frecuentemente. Yvonne y Teddy estaban en desacuerdo todo el tiempo y discutían a gritos tanto sobre cuestiones del trabajo, como sobre críticas de cine. Alguna vez había llegado a pensar que Teddy pretendía que le despidieran, pero luego me di cuenta de que a los dos les encantaban las peleas de gallo; por tanto, eso no les representaba un problema. Aunque es verdad que volvían locos a sus espectadores.
Del mismo modo, Yvonne me estaba sacando de quicio.
—¡Oh! Pobre… Helen.
—Si, Yvonne —dije en forma automática.
—¿Qué le vamos a decir? —sollozó Yvonne; me mordí el labio. ¿Le vamos a decir? Dios nos ayude.
En mi columna, muchas veces he tenido que darle a la gente consejos muy violentos: te engaña con otra, déjalo; te miente, líbrate de él; es un necio, corre muy, muy, rápido. Pero no tenía experiencia suficiente como para decirle a Helen que Teddy estaba muerto. Y el viaje a su casa no era tan largo como para darme tiempo a pensar la forma en que se lo iba a decir. Aunque debía evitar que Yvonne se lo dijese primero. Me quedaban menos de diez minutos, dentro del veloz coche policial, para encontrar la manera de resolver el problema.
Debo admitir que fue divertido que los detectives me recogieran. Estaba parada en la acera, disfrutando el aire del exterior, deseando que mis pómulos de Sigourney estuvieran en su máximo esplendor, cuando oí el chirrido de los neumáticos. El detective Lipscomb conducía un Oldsmobile impecable, aunque muy feo. Atravesó el morro del gigantesco coche y le cortó el camino a dos taxis y un BMW para acercarse al bordillo. Los otros conductores comenzaron a gritarle e insultarle y el detective Lipscomb se bajó del coche y les enseño su placa. Los taxistas dejaron de gritarle y se marcharon. El tipo del BMW continuó gritando, pero también se marchó.
El detective Edwards descendió del coche y me abrió la puerta trasera. Notaba que todos en la acera observaban la situación; y yo, teniendo en cuenta lo que había sucedido durante la noche, tenía miedo de tropezar y caer de bruces un metro antes de llegar al coche. No debía olvidar que vestía zapatos prestados y, aún peor, con tacones de aguja. Pero imaginaba que los pómulos llamarían la atención de las miradas, por lo que caminé hacia el coche con lo que creía que era gracia y elegancia. El detective Edwards permaneció junto a la puerta, lo que dejaba claro, para todos los mirones, que no se trataba de un arresto. Seguro que todos especulaban sobre lo que sucedía y me resultaba divertido ser objeto de esas especulaciones, teniendo en cuenta que yo suelo ser la especuladora.
No os ha sucedido ver cosas por ahí que os hacen preguntaros: ¿Qué habrá pasado? Una pareja que discute en un restaurante, un hombre que corre entre una multitud de peatones, una mujer que llora mientras detiene un taxi. Vemos todos esos fragmentos de la vida de otra gente, mientras seguimos con la nuestra. A veces esos fragmentos me confunden y trato de interpretarlos. Imagino qué ha sido lo que ha conducido a ese momento y cómo continuará. Tal vez sea la periodista que llevo dentro. Tal vez sea porque es más fácil eso que atender a mis propios fragmentos.
Me acerqué y miré al detective Edwards directamente a sus deslumbrantes ojos azules.
—Gracias —le dije, con un tono que podía dar lugar a múltiples interpretaciones.
—No, gracias a usted —replicó con una sonrisa irónica, a la par que Yvonne asomaba la cabeza desde el asiento trasero.
—¡Molly! Gracias a Dios. —Estiró los brazos hacia mí, pero no había una forma elegante de abrazarla sin primero entrar en el coche. Confundimos nuestros cuerpos en un enredo de brazos y piernas que esperaba que los especuladores en la acera no hubiesen visto y, de un momento a otro, me encontraba en el asiento trasero con Yvonne. El detective Edwards cerró la puerta tras de mí, se subió a la parte delantera y el coche salió a toda marcha.
—Señorita Forrester —me saludó gruñendo el detective Lipscomb.
—Detective Lipscomb —contesté con la amabilidad de que era capaz, considerando que Yvonne me estrujaba las manos.
—¡Oh! Molly. —Yvonne se había aclarado el pelo tantas veces que le había quedado de un desparejo color lavanda apagado, y con una extraña fragancia inexistente en la naturaleza. Me abrazó y tuve que torcer el cuello para evitar que mi nariz se hundiera en el platinado estropajo de su pelo.
Logré zafarme y me enderecé. ¿Por qué todo, esa noche, me dificultaba la respiración?
—Yvonne, sé que estas alterada, pero no serás de ayuda para Helen si te muestras histérica.
—Tienes toda la razón. —Yvonne seguía retorciendo mis manos y tuve que tirar para escaparme de sus garras incrustadas en mi piel—. Me alegra que estés aquí.
Levanté la vista hacia los detectives para ver si ellos también se alegraban de mi presencia. El detective Lipscomb estaba concentrado en conducir, pero Edwards nos observaba. En especial, observaba a Yvonne, y por su expresión podía notar que le agradaba cada vez menos. Sus ojos se pasearon hasta encontrarse con los míos y una leve sonrisa cruzó por su rostro. Se giró hacia delante y comencé a pensar cuáles eran las posibles interpretaciones de dicha sonrisa.
—Quiero que vengas mañana por la mañana. Es decir, hoy por la mañana —aceleró Yvonne—. ¡Que me ayudes a contárselo a todos! Debemos planear el funeral. Escribir una necrológica.
—Yvonne, hagamos las cosas paso a paso. Primero hablaremos con Helen y veremos qué podemos hacer por ella. Luego resolveremos qué hacer en la oficina.
—Sí. —Yvonne se inclinó hacia delante y golpeó en el hombro al detective Edwards—. ¡Lo ve! Es la mejor columnista de consejos que existe. ¿No se lo había dicho?
—Sí, señora —respondió el detective Edwards.
Pensé en decirle que fuera más prudente con el hecho de golpear en el hombro a un detective de homicidios, pero lo dejé pasar. Sabía que habría muchísimas oportunidades para reprender a Yvonne en el transcurso de la noche. Debía conservar mis fuerzas y elegir bien las batallas por pelear.
Llegamos bastante rápido a la calle del edificio de Helen y Teddy. Poseían un piso en el 82 de la calle Oeste; el detective Lipscomb debía haber cogido todos los semáforos en verde desde Django hasta allí. Era un edificio antiguo y elegante, pero el exterior de piedra estaba derruido. No tenía idea de qué iba a decir o hacer, y comenzaba a tener serias dudas sobre la conveniencia de que Yvonne y yo estuviéramos allí. Pero los detectives nos habían asegurado que sería de mucha ayuda que alguien conocido le diera la noticia. Así que fuimos tras ellos, mientras le mostraban sus placas al portero. Este era un hombre mayor, con profundas arrugas junto a la boca. No tenía ganas de discutir con los policías; se debió dar cuenta bastante rápido de lo que sucedía, cuando el detective Lipscomb dijo que debíamos hablar con Helen Reynolds.
—¿Se encuentra mal el señor Reynolds? —preguntó mientras nos hacía pasar al vestíbulo. En él, había paneles de madera oscura que volvían denso el lugar y, para equilibrar, había una alfombra anaranjada dolorosa a la vista.
El portero, al ver que nadie contestaba a su pregunta, comprendió lo sucedido. Cogió el teléfono interno del edificio y comenzó a marcar.
—¿De parte de quién le digo que quieren verla? —preguntó.
—Molly Forrester —le solté, con intención de darle a Helen unos minutos más, antes de que se enterara de que era viuda. Estaba decidida a mantener a Yvonne lo más callada posible.
El portero me anunció a Helen y me extendió el auricular.
—Quiere hablar con usted —me dijo.
Cogí el teléfono, sorprendida de que no se notara tanto el temblor de mis manos.
—¿Helen?
—Molly —respondió atontada—, son casi las dos de la madrugada.
—Lo sé. No vendría a estas horas si no se tratara de algo importante. Lo siento, pero necesito subir.
—Teddy no está, Molly.
—Lo sé.
Podía sentir el profundo silencio al otro lado de la línea.
—Bueno —fue todo lo que dijo, y colgó el teléfono.
Devolví el auricular al portero, que lo colocó suavemente en la horquilla y se dirigió a llamar el ascensor para nosotros. Permanecimos en un silencio incómodo basta que se abrieron las puertas.
—El señor Reynolds era un buen hombre —dijo el portero, cuando pasamos junto a él. Asentimos en concordancia.
En el piso superior, Helen estaba de pie en la puerta de entrada a su piso, mirando hacia el ascensor. Fui la primera en salir y me encontré con su mirada feroz y su boca cerrada en una delgada línea blanca. Yvonne y los detectives salieron del ascensor y la ira de Helen se transformó en confusión. Cogí a Yvonne de la manga para evitar que se abalanzara sobre Helen. El pasillo me parecía muy largo pero, sin embargo, no lo suficiente.
Yvonne empezó a resoplar por la nariz. Tiré de su manga de la manera más discreta posible, mientras nos acercábamos a Helen. No sé qué empecé a decir pero Helen me interrumpió, señalando a los detectives.
—¿Quiénes son ellos?
—Señora Reynolds, soy el detective Edwards.
Helen gritó, lo que hizo que Yvonne también gritara. Yo cogí a Helen, el detective Edwards cogió a Yvonne y el detective Lipscomb nos introdujo a todos en el interior del piso. No había necesidad de despertar a los vecinos; Helen ya tenía suficientes cosas con las que lidiar por el momento.
Condujimos a Helen hasta el sofá en la sala de estar. Había optado por un estilo libre en la decoración del piso. Todo era de estampados florales suaves y superficies redondeadas, y el mobiliario de madera estaba lustrado a la perfección. El sitio estaba repleto de cojines grandes y pequeños en combinación. Un estilo de decoración «Laura Ashley», pero sin el beneficio de la moderación inglesa. Me preguntaba si podríamos sentarnos o si resbalaríamos por las brillantes superficies redondeadas para caer con ruido sordo en la alfombra estampada de felpa… Habría apostado que le hacía quitarse los zapatos a Teddy antes de poner los pies sobre el taburete para apoyarlos. No podía imaginar que Teddy pudiera sentirse cómodo en esa habitación, pues su despacho era caótico y allí sí parecía encontrarse a gusto. ¿Se trataría de una reacción contra todo ese orden? Estaba claro que no conocía a Teddy tan bien como pensaba. ¿Me estaría metiendo en camisa de once varas?
—Está muerto —Helen dio un gritó ahogado, como si necesitara decirlo antes que el resto. ¿Era menos terrible de esa manera? ¿O esperaba que alguien la corrigiera?
—Apuñalado. Justo en el… —respondió Yvonne, en cambio.
—Por el amor de Dios, Yvonne —imploré. Yvonne me miró ofendida, y, para alejarla, le pedí que fuera a la cocina a buscar un vaso de agua y una caja de kleenex. Los detectives se sentaron frente a Helen, y esperaron unos segundos a que se recompusiera. Me sorprendía que todavía no le hubieran dicho nada, aunque ella supiera por qué estaban allí. ¿Quién habría pensado que el ángel de la muerte vistiera un traje tan ordinario?
—Cuando han llamado… desde el vestíbulo… he pensado… —Helen luchaba por sacar las palabras de su boca en medio del llanto. Su rostro brillaba, tal vez por el uso de crema hidratante. Olía a aceite de Olay. Había visto la foto de la boda de Teddy y Helen, ubicada sobre el diploma de Teddy frente la puerta de su despacho. A pesar de haberme encontrado con Helen en algunas oportunidades, nunca la había asociado con la joven mujer de la fotografía. Se habían casado hacía veinte años, Teddy había engordado y Helen se había contraído. Los ángulos de su rostro pequeño y pálido eran ahora más afilados; su pelo castaño de largos rizos había devenido en un masculino pelo corto, y parecía más huesuda. ¿Era madurez, o algo más profundo le había hecho dar ese cambio?
Yvonne volvió con los kleenex y el vaso de agua, y dejamos que Helen se bastara por sí misma. Yvonne se dejó caer al otro costado de Helen y apretó las manos. Helen se sonó la nariz y respiró profundo.
—Has dicho que sabías que no estaba en casa —dijo por fin—. Pensaba que venías a decirme que tenía un romance contigo.
¿Teddy y yo? Imposible. Fue lo primero que pensé, pero gracias a Dios que no se me escapó, o que no me reí. Ahora comprendía la mirada de odio que me había dirigido Helen al salir del ascensor. Era muy conmovedor ver a Helen pensar que Teddy tenía un romance, conmigo o con cualquier otra. El envejecido y dulce Teddy no era exactamente un espléndido chico de afiche, máxime comparado con la enorme cantidad de modelos masculinos y aspirantes que deambulan por los pasillos de la oficina todo el tiempo. Supongo que Helen creía que todos veíamos en Teddy lo que ella le veía, fuese lo que fuese.
Tal vez, ese sea un signo de una buena relación de pareja: ver a tu compañero tan deseable para otra mujer como lo es para ti. Nunca he sabido manejar bien los celos, pero he escuchado la teoría que dice que si no estás un poco celosa, es porque no te importa demasiado. Por el otro lado, una esposa celosa o desconfiada, ¿puede impedir que su marido se líe con otras? Un hombre que quiere descarriarse siempre va a encontrar la manera, solía decir mi abuela. Espero que eso no fuera aplicable a mi abuelo, pero quién sabe. Mi abuela Forrester era de esas mujeres que susurran cuando tienen que decir «cáncer» o arquean las cejas en vez de decir «sexo» o «menstruación»; por tanto, no recibíamos información muy clara sobre el tema por parte de ella. Aunque tampoco nos interesaba. La única cosa más extraña que imaginar a tus padres teniendo relaciones sexuales es imaginar a tus abuelos haciéndolo. Creo que en el Antiguo Testamento incluso hay una regla que lo prohíbe.
—¿Sospechaba que su marido tenía un romance? —preguntó con suavidad el detective Lipscomb. La transición de agente de la ley a padre confesor me tomó por sorpresa.
—En realidad, no —soltó Helen—. Ha sido una idea extraña, al llamar Molly, y yo estaba medio dormida, no sé en qué estaba pensando… —Me miró en busca de consuelo y asentí de la forma más sabia que podía. Pero al mismo tiempo, pensé: «Se le ha escapado». No de la manera en que a mí se me habían estado escapando las palabras esa noche. Más bien como se le escapan las cosas a un niño cuando quiere explicar cómo se ha roto la lámpara, o quién se ha comido el último pedazo de pastel sin pedir permiso.
¿Habría sospechado realmente de Teddy? ¿Podía Teddy estar teniendo un romance? Busqué en mi registro de imágenes a Teddy en la oficina, el único lugar en donde lo había visto siempre. ¿Había cambiado su comportamiento? ¿Había cambiado su rutina? Pensé, con toda la atención que me permitían mis vibrantes emociones, pero no podía encontrar nada que indicara un romance oculto. Excepto la dieta. Teddy siempre había sido gordo, pero nunca había parecido preocuparle, hasta los dos últimos meses. Les decía a todos que estaba a régimen porque el médico se lo había aconsejado. Pero, ¿y si el motivo era romántico y no médico? ¿Y si pensaba que no había necesidad de adelgazar por Helen, ya que ella lo amaría como fuera, pero que ahora había alguien que valía el esfuerzo? ¿Alguien que no lo amaría tal y como era, y por quien debía ponerse guapo? ¿Con quién se estaba acostando Teddy? O, en todo caso, ¿con quién quería acostarse? Pobre Helen.
—¿Ha estado aquí toda la noche, señora Reynolds? —continuó el detective Lipscomb.
—Un… momento. —A Yvonne le sobrecogió un justificado ataque de indignación. Le encantaba vivir grandes emociones, y la posibilidad de defender a una amiga era tan irresistible como una liquidación de lencería en Saks. Con todo, estiré mi mano por detrás de Helen y golpeé a Yvonne tan fuerte como podía, pues veía que los detectives no estaban de humor para sus teatralizaciones. También yo estaba un poco cansada de eso.
—¿Señora Reynolds? —repitió el detective Lipscomb, pero con un tono más suave. Yvonne se echó hacia atrás en el sofá como una serpiente retrocediendo.
—Llegué del trabajo a casa poco después de las ocho. Ordené mi cena por teléfono en Costa del Sol. Si allí no guardan registro de los pedidos, quedó registrado por el pago con tarjeta de crédito. —Helen se enderezó, su indignación la distraía de las circunstancias dolorosas—. Después hice algunas llamadas y estuve conectada a internet por un rato, de lo que también pueden encontrar registros. Por desgracia, me fui a dormir alrededor de las once, así que, a partir de esa hora, tendrán que confiar en que lo que digo es cierto.
El detective Lipscomb no estaba en absoluto preocupado por la furia creciente de Helen. Seguro que estaban acostumbrados a ello: una flamante viuda buscando cualquier excusa para descargar el terrible dolor que sentía.
—Es algo que debemos preguntar, señora —explicó el detective Edwards con tranquilidad.
—No le dé sermones —le regañó Yvonne—. La mujer acaba de perder a su marido. Por… el… amor… de… Dios.
El detective Lipscomb asintió comprensivo e hizo una pausa antes de continuar.
—¿Era inusual que su marido no estuviera en casa hasta después de las once?
—No es inusual, pero tampoco muy común. Lo hace de vez en cuando. Sufre épocas de insomnio, y siente que es más productivo quedarse en la oficina y trabajar, si tiene la energía suficiente, antes que deambular toda la noche por el piso. —Su voz vaciló hacia el final, como si hubiese perdido la fe en la historia al pronunciarla en voz alta. Todavía se refería a Teddy en tiempo presente, pero no parecía apropiado corregirle. Helen apretó aún más mi mano derecha y le palmeé la suya con la izquierda. Habría deseado tener las manos frescas y pequeñas de Tricia, incluso con su esmalte resquebrajado. Sentía las manos retorcidas y pegajosas y tenía la molesta necesidad de hacer crujir los nudillos de la mano que Helen me retorcía. Sin embargo, en lo único en lo que podía pensar era con quién se acostaba Teddy.
—¡Es verdad, es verdad! —irrumpió Yvonne—. ¡Yo también soy un poco lechuza! Teddy y yo nos encontramos algunas veces. En la oficina. A altas horas de la madrugada. —Yvonne sonrió de forma abierta como si hubiese ganado el concurso de ortografía de tercer grado. Estaba manejando la situación mucho mejor de lo que yo había temido de camino al apartamento. No intentaba apropiarse del dolor de Helen, por lo que se merecía una estrella de oro.
—¿Su esposo la llamaba para avisarle de que llegaría tarde?
Helen apretó la boca volviendo a la delgada línea blanca.
—Algunas veces —respondió.
La respuesta quedó en el aire unos segundos. El detective Lipscomb tomó unos apuntes, mientras Edwards miraba a Helen. Él tenía, realmente, unos ojos increíbles. De un azul profundo que le daba una mirada penetrante, pero sin ser fría o severa. Helen lo miró y la presión que ejercía sobre mi mano se redujo. Me di cuenta de que se relajaba al mirar a los ojos del detective Edwards, como si ese fuera el efecto buscado por él.
Estuve a punto de echármelo encima al darme cuenta de lo que hacía. La estaba seduciendo. Bueno, tal vez sea un poco exagerado, pero intentaba calmarla para que se sintiera cómoda y segura. Sabía que tenía buenos ojos y los estaba utilizando. Quería que ella confiara en él para que se lo contara todo. A eso le agregó su voz dulce, suave e intensa.
—Pero no esta noche —dijo.
Helen contuvo la respiración, y coloqué, de forma instintiva, mi mano sobre su hombro.
—Discutimos. Le dije que no me llamara. Le dije que… —Un llanto incontenible la sacudió. Yvonne retrocedió ligeramente ante tal muestra de emoción genuina, y yo abracé a Helen. Los detectives, solícitos, se inclinaron hacia delante.
—Tómese su tiempo —dijo el detective Lipscomb.
Helen no podía contenerse. Se apartó de mí y se enderezó.
—Le dije que no me llamara. Le dije que no me importaba a qué hora regresaría —sollozaba.
—¿Por qué discutieron? —preguntó el detective Edwards.
Helen sonrió con amargura mientras se secaba los ojos con unos kleenex empapados.
—Porque se quedaba hasta muy tarde en la oficina. Le dije cosas que… —Sacudió la cabeza con fuerza como si intentara sacarse de la memoria esas últimas palabras de enfado—. Ahora es estúpido, pero antes parecía importante.
Ambos detectives asintieron.
—¿Este problema lo tenían desde hace mucho tiempo? —prosiguió el detective Lipscomb con suavidad—. En mi caso, sé que mis horarios han fastidiado a mi mujer desde el primer día.
—No, desde hace algunos meses. Quizás seis. —Helen miró hacia abajo, a la alfombra, como si eso le ayudase a hacer la cuenta—. Tal vez un poco más.
—Tuvimos una baja de anunciantes después del 11-S. Como todo el mundo. Teddy estuvo trabajando mucho para recuperarlos —colaboró Yvonne.
—¿El resto estaba todo bien? —preguntó Edwards.
—Sí —respondió desafiante Helen.
—¿Tienen hijos? —continuó.
—No —respondió Helen, el tono desafiante había desaparecido, dando paso a un ligero vacío que todos podían percibir pero sin poder reaccionar ante él.
—¿A qué se dedica, señora Reynolds? —inquirió Lipscomb.
—Trabajo para Anderson & Wood como directora de recursos humanos. Es un bufete de abogados.
—¿Dónde están situadas las oficinas?
—Estamos a dos edificios de la revista. —Esperó a que los detectives dijeran algo al respecto, pero Lipscomb se limitó a tomar nota mientras Edwards la miraba fijamente.
—¿Cree que alguien quería hacerle daño a su marido? —pregunto el detective Edwards.
—¿Qué ha pasado con la teoría del robo que terminó mal? —se me escapó en un tono demasiado alto. Pero funcionó. Todos me miraron, en particular Helen. No podía —ni quería— creer que ella estuviese relacionada con lo sucedido, por tanto, pretendía que tuviera cuidado con lo que decía, en especial, ante la presencia de Increíbles Ojos Azules. Claro que ahora era a mí a quien Increíbles Ojos Azules miraba con suma atención, pero yo podía lidiar con él. Al menos eso esperaba. No era el momento de dejar que mi cabeza empezase a pensar en posibles romances.
—Debemos considerar todas las posibilidades —dijo Lipscomb, con un tono más amable del que había utilizado al decirme lo mismo en la oficina. Estaba siendo sincero, y yo deseaba que continuara así. Volvió sus ojos a Helen, pero el detective Edwards continuaba mirándome. Supongo que intentaba descifrar qué era lo que yo pensaba. Y yo intentaba lo mismo con él.
—Teddy no tiene enemigos. Todos lo aman… —Helen se derrumbó de forma tan repentina que tuve miedo de que se desmayara—. Lo amaban… —se corrigió antes de ponerse a llorar. Yvonne la cogió de una manera absurda, como si fuera a practicarle la maniobra de Heimlich y comenzó a mecerse con ella. Helen aún me tenía cogida de las manos, así que no tuve otra alternativa que sentarme junto a ellas y esperar a que se le pasara la furia que genera el tener que aceptar la muerte de un ser querido.
Después de un rato, Edwards prosiguió con calma.
—¿No tenía problemas de deudas o drogas o…?
—No —contestó Helen con tono de regaño. Se liberó del abrazo de Yvonne y se sonó la nariz—. Estábamos bien. Éramos felices y nos llevábamos bien. —Sus palabras poseían una sorprendente frescura, pero que era forzada. Helen no decía la verdad. ¿Qué es lo que había salido mal?
Los detectives intercambiaron una mirada difícil de interpretar. Seguro que también habían notado el muro impenetrable en su tono de voz. Helen ya no hablaba. Se había encerrado en su fantasía de felicidad, olvidándose de nosotros.
El detective Lipscomb cerró su libreta.
—¿Hay alguien a quien le podamos avisar por usted, alguien que pueda venir a hacerle compañía?
—Quiero que se quede Molly. —Helen me cogió con las manos llenas de kleenex mojados. Traté de no espantarme por los kleenex, o por la idea de tener que quedarme con ella toda la noche.
—Yo también puedo quedarme —se ofreció Yvonne.
—Gracias, Yvonne —dijo Helen. Yvonne sonrió satisfecha. Tal vez imaginaba que sería una experiencia en la que estableceríamos fuertes lazos afectivos que nos transformarían en mejores personas. Yo imaginaba una experiencia de mucho llanto y lamentaciones, en la que me sentiría inútil, lo que no me gustaba.
El detective Edwards le tendió su tarjeta de visita a Helen.
—Necesitaremos que se presente a reconocer formalmente el cuerpo, pero puede esperar hasta mañana si lo desea.
Helen se detuvo y apartó la mano de la tarjeta.
—¿Tengo que verlo en esas condiciones? Molly ya les ha dicho que era él.
—Si hay otro miembro de la familia…
—¡Oh, Dios! La familia… Sus padres… ¡Oh, Dios! —Helen se recostó en Yvonne al sobrevenirle una nueva oleada de lágrimas.
El detective Edwards se volvió hacia mí. Le sostuve la mirada lo mejor que pude, pero fue difícil. El llanto de Helen era angustiante, y yo me sentía con el nudo en la garganta a punto de llorar. Hice caso omiso del intento del detective Edwards por calmarme para que hablara. Depositó la tarjeta de visita en la superficie brillante de la mesa y se puso de pie. Lipscomb se deslizó en su silla hacia delante. Pensé que se iba a estirar para brindar consuelo a Helen, pero me di cuenta de que estaba por levantarse.
—Señora Reynolds, llámenos si tiene algo que decirnos o necesita algo —dijo con sorprendente ternura. Puso su tarjeta junto a la del detective Edwards y se puso de pie. El detective Edwards puso proa hacia la salida. Yo les seguí, dejando a Helen en manos de Yvonne.
—Buenas noches, señora Forrester —dijo Lipscomb tras una larga pausa. Y luego salió al pasillo. Me quedé, un poco confundida, junto a la puerta con el detective Edwards. ¿Realmente habían terminado? ¿En qué pensaban? ¿Qué sucedería después? ¿Con quién se había acostado Teddy? ¿Con quién se acostaba Edwards y qué tan en serio iba eso?
Un montón de pensamientos aleatorios se colaban en mi cabeza en el momento más inoportuno. Pero como había sido una noche muy agitada tenía derecho a perder un poco el control. Siempre y cuando mi boca no dejase escapar las divagaciones de mi mente. Eso habría resultado complicado y/o embarazoso.
—¿Por qué no me había dicho que él tenía un romance? —preguntó el detective Edwards en voz baja, para evitar que Helen escuchara la pregunta.
—Porque no lo sabía. Quiero decir, no estaba segura de que así fuese. Helen no puede ver las cosas con claridad en este momento. —Terminé cada oración con menor convicción que la anterior.
—Pero no estaba teniendo un romance con usted —insistió el detective Edwards.
—No —respondí, con intención de sonar misteriosa. Deseaba que Edwards se preguntara quién estaba teniendo un romance conmigo. Y, por supuesto, deseaba que pensara en alguien más exótico y estimulante que Peter. Parecía satisfecho con la respuesta, pero no estaba segura de si estaba satisfecho en lo profesional o en lo personal. Por si acaso era en lo personal, intenté mostrarme seria. No podía darles la razón a mis amigas tan temprano. Se trataba de ayudar a Teddy, y no de acostarme con Edwards. Al menos no por ahora.
—¿Cuándo es la autopsia?
—¿Por qué?
—Si ella debe verlo, quiero que sea antes de la autopsia.
—Entonces, ¿tienen una relación muy íntima?
—Para nada —admití—. Pero necesita a alguien que la ayude a salir adelante, y yo intento hacer lo correcto.
—Tiene suerte de que usted esté aquí. —Me encogí de hombros ante el cumplido, intentando ignorar lo bien que sentaba eso—. No controlamos la agenda de autopsias. Pero cuanto antes vaya, mejor para todos.
—Haré que los llame temprano en la mañana, pero primero intentaré hacer que duerma. —Estaba segura de que Yvonne tendría alguna pastilla en el bolso para asegurarnos de que Helen durmiese al menos por unas horas, pero no creía que ese fuese el tipo de información que debía compartir con un detective.
—¿Hay alguien a quien quiera llamar para hacerle saber que no irá a casa?
Tuve la presencia de ánimo para tomarme una pausa antes de responder. No quería parecer demasiado impaciente por asegurarle que no tenía competencia. ¿O parecería que hacía la pausa para recordar si había dejado a alguien acostado en mi cama, al salir esa tarde?
—No —respondí y me detuve allí. Esa respuesta de aproximación de tan solo una palabra era muy interesante. Tendría que volver a utilizarla.
—Bueno. —Parecía contento con mi respuesta.
—Su compañera debe estar acostumbrada a sus terribles horarios —jugué mis cartas.
Asintió, y mi corazón se retorció de decepción.
—Eso es lo bueno de los peces. Son muy comprensivos —aclaró.
—¿Peces?
—Una pecera de agua salada. Una pasión de la infancia que no he podido superar.
—Fascinante.
—En realidad, es un poco tonto, pero me gusta.
Estaba pensando en cómo podía hacer para que me invitase a conocer a su pez, cuando el detective Lipscomb volvió hacia la puerta de entrada. Me sentí como la vez que mi padre encendió la luz del portal en el momento en que le daba un beso de buenas noches a Randy Gochenauer, en noveno grado. La vergüenza no se vuelve más fácil de tolerar con los años.
—¿Esperas al próximo ascensor, Edwards? —refunfuñó el detective Lipscomb.
Edwards dio un paso hacia su circunspecto compañero.
—Tiene mi tarjeta. Llámenos por la mañana y nos pondremos de acuerdo para encontrarnos en la morgue. Alrededor de las diez o las once, tal vez.
—Lo haré. Gracias, detective Lipscomb. —Le tendí la mano de forma instintiva. Lipscomb la estrechó sin decir nada—. Detective Edwards. —Moví mi mano hacia él y la estrechó con una presión tan suave que no me daban ganas de quitarla.
—Buenas noches. —El detective Lipscomb empezó a caminar, dando a Edwards la señal de partida.
El detective Edwards liberó mi mano con lentitud y partió detrás de Lipscomb.
—Llámeme si se le ocurre algo.
Era una invitación que debía aprovechar.
—Cuente con ello. —Se encontraba del otro lado de la puerta de salida, cuando las palabras se me escaparon una vez más—. Es una pena que sea su compañero el que le invite al desayuno.
Desapareció en el pasillo, y me pregunté si tal vez no me habría escuchado o si, peor aún, me había escuchado y había decidido que no valía la pena contestar a esa estupidez. Pero unos segundos después, se giró hacia la puerta.
—Lipscomb puede esperar.
—¿A las ocho en el Carnegie Deli? —sugerí—. Yvonne puede quedarse con Helen. Creo que podría darle algunas ideas: gente con la que podría hablar, ese tipo de cosas. Cuestiones oficiales.
El detective Edwards sonrió.
—No tiene que ser oficial. Pero estaré allí. —Y desapareció en el pasillo otra vez. Cerré la puerta detrás de él y esperé hasta que se borrara la estúpida sonrisa de mi cara. Era lo último que Helen necesitaba ahora.