Capítulo 4

—Lo que necesitas —me recomendaba Tricia— es algo formal pero con cierta ternura provocativa.

—Gracias, Melissa Rivers —dijo Cassady con afectación.

Eran las siete de la mañana; debería haberme sentido agradecida por tener tan buenas amigas, dispuestas a estar despiertas, vestidas y en mi apartamento, tomando el control de mi vida en ese momento espantoso. Pero yo no estaba de un humor muy altruista, por tanto me limitaba a quedarme de pie, envuelta en mi albornoz, mientras miraba con odio el contenido de mi armario. El odio a mi cintura y mis piernas era el siguiente paso en la lista; una progresión natural tan obvia que no necesita ser mencionada.

Mi apartamento no está mal, considerando los estándares de Nueva York, pero la habitación se veía pequeña esa mañana, con las tres allí y yo de malhumor. En realidad, me encanta el piso. Está ubicado en la calle Oeste, 40, recibe un poco de sol por las mañanas y no es tan pequeño como parece. A pesar de que he vivido allí durante tres años, el piso mantiene la misma decoración del principio, con carteles de películas enmarcados y numerosas estanterías con libros por todos lados. Debería pintarlo, pero el solo hecho de imaginar el caos que implicaría hace que lo posponga una y otra vez. El apartamento está en transición, al igual que yo.

—Es solo un desayuno —dijo Cassady.

—Podrías vestir algo más escotado —sugirió Tricia.

—No quiero que esté mirándome los pechos todo el tiempo —me quejé.

—Claro, me doy cuenta —asintió Cassady.

—¿A qué te refieres? —Mi malhumor hacía que tuviese los sentidos alertados.

—Me refiero a que distraería. ¿Qué crees que he querido decir? —Cassady esbozó una mueca.

Si hubiese dormido bien no habría supuesto nada, pero ese comentario, junto con la pregunta que me había hecho la semana pasada en la sección de lencería de Saks: «¿Has pensado alguna vez en usar un sujetador wonderbra?», le daba una connotación diferente a la cuestión. Era evidente lo que intentaba decirme.

—Crees que mis senos son pequeños —protesté.

Cassady pestañeó con lentitud para dejar entrever lo ridícula que le parecía mi declaración.

—Intento no pensar en tus pechos, pero es difícil, dada su perfección absoluta y su magnificencia indiscutible.

—¿Por qué la semana pasada me aconsejaste que usara los sujetadores wonderbra?

Cassady se detuvo a recordar y se encogió de hombros.

—Por pura curiosidad. Molly, podría preguntarte si alguna vez te has acostado con dos hombres al mismo tiempo, pero eso no significa que piense que vas a salir corriendo a hacerlo enseguida.

Tenía razón, estaba demasiado susceptible. Tricia permanecía en silencio con los ojos muy abiertos.

—¿Qué? —me sentí impelida a preguntarle.

—Estaba esperando a que me respondieras la pregunta —expresó Tricia.

—¿Sobre los hombres o los sujetadores? —preguntó Cassady.

—Las dos cosas —replicó Tricia.

—Bueno, si queréis ayudarme, volvamos al tema de la ropa. —Dejé la taza de café y señalé el armario.

—Yo me volcaría por el sujetador wonderbra púrpura y la blusa de lino blanca. —Cassady no abandona un asunto con facilidad, a excepción de los hombres.

—No estás siendo de mucha ayuda —dijo suavemente Tricia, con un dejo admonitorio en su voz.

—No creo que ella quiera mi ayuda —replicó Cassady.

—Si le dejamos que decida por su cuenta, irá envuelta en su albornoz, y no queremos que eso suceda, ¿no? —resopló Tricia. Realmente se quieren mucho. A la gente le lleva un tiempo darse cuenta de ello, porque discuten todo el tiempo y suelen terminar enfadadas. Pero son como hermanas.

—Trabaja para una revista sobre moda, puede decir que se trata de una nueva tendencia. ¿Qué es lo que sueles vestir para dormir, Moll?

—Una camiseta extra large de los Redskins de Washington —confesé, a la vez que sacaba del armario dos bonitas chaquetas clásicas de color negro. Tricia dio un grito ahogado, y yo no supe si era por mi confesión de que usaba camisetas, o por las chaquetas—. Ahora que vivo en Nueva York, es la única oportunidad que tengo para vestirla. Soy consciente de que no la puedo usar en la calle, ya que sería una provocación a los aficionados de los Giants.

La reacción de Tricia se debía a las chaquetas. Me arrancó las perchas de las manos y las guardó en el armario.

—No. —Tricia es de esas mujeres fastidiosas que siempre están perfectamente arregladas, y que incluso combinan la ropa interior con todo el conjunto, sin que importe que se trate de una ocasión especial o no. Es verdad que trabajo para una revista sobre moda —una revista sobre estilos de vida con una gran sección dedicada a la moda—, pero muchos saben que soy capaz de vestir un sujetador rosa con bragas púrpuras. O incluso blancas. Pero sé cuándo usarlo, que es cuando estoy segura de que nadie más lo verá. Y a pesar de que Edwards era guapísimo, me sentía más proclive a usar algo más cómodo, de algodón blanco.

Me gusta dormir. Disfruto al dormir. Aún más, necesito dormir. Trato de mantener el nivel adecuado de cafeína en el cuerpo para que nadie sufra la experiencia de verme con sueño; pero, de vez en cuando, el ciclo se interrumpe. Como esa mañana. Había pasado cinco horas con Helen e Yvonne, lo que ya podía clasificarse como una actividad agotadora si ocurriese en una tarde soleada. Pero el hecho de que hubiese sucedido en mitad de la noche lo complicaba aún más.

En realidad, mientras estaba allí, la adrenalina me había mantenido despierta y me había hecho sentirme capaz de evitar que alguna de nosotras saltase por las ventanas, vaciase el botiquín de medicamentos, o se ocasionara daños a sí misma o a las compañeras. Aunque más de una vez había pensado en hacerle daño a Yvonne. Pero una vez que estaba en casa, tenía una terrible resaca tras la subida de la adrenalina, y sentía que la cabeza me vibraba como si hubiese acabado de gritar, y que las extremidades comenzaban a llenárseme de plomo fundido. Por fortuna, tenía la tetera cargada de Kenya Gold y había esperanza.

—Debes olvidarte de la camiseta de los Redskins —sugirió Cassady. Las dos crecimos en las zonas residenciales de Virginia, en Washington DC; nos conocimos en la clase de Literatura Americana Contemporánea, en el primer año de colegio, y de ahí en adelante nos hicimos amigas. Cassady no soporta los deportes profesionales, pero yo continúo pasando dieciséis domingos al año esperando que este sea el de la Supercopa. Me gusta pensar en esos domingos como un indicio de que tengo un corazón lleno de optimismo y esperanza. Cassady considera que es una pérdida de tiempo. Pero eso lo dice una mujer que estaría dispuesta a salir con un hombre casado.

—Es una cita —insistió Tricia, eligiendo una blusa de seda verde. Es una blusa muy bonita que tiene el botón superior a la altura perfecta como para usar un sujetador negro que cierre por delante, aunque es demasiado bajo para un clásico sujetador blanco con broche trasero.

—No lo es —insistí y me quité su mano de encima. Tricia y Cassady se miraron y rieron afectuosamente.

Cogí el café y le di un par de sorbos.

—Podría ser una cita, pero no lo es. No me voy a vestir como si me estuviera llevando a cenar, cuando tan solo se trata de un desayuno para hablar sobre la muerte de un colega.

Sonó un poco más fuerte de lo que quería, pero claro, siempre sonará violento decir «muerte» y «colega» en la misma frase. Parte de la adrenalina que sentía se debía al realismo de lo vivido. Había pasado una larga noche en la que había aprendido mucho. Un cúmulo de cosas con las que podría haber continuando viviendo si no las supiera, pero ya era tarde.

Inmediatamente después de encontrar a Teddy, creí comprender lo terrible que era su muerte. Cuando se lo contamos a Helen, me di cuenta de que era más terrible aún. Pero después, cuando estaba con Helen e Yvonne a las tres de la madrugada, y Helen intentaba telefonear a sus padres para contarles lo sucedido, pensé que iba a ponerme a gritar. Su agonía era tan palpable que yo, desesperadamente, quería hacer algo por ella, incluso sentir el dolor en su lugar, para aliviarla de él al menos por un rato. Pero no podía. Porque la única cosa que habría hecho que Helen se sintiese mejor era traer a Teddy de nuevo a la vida, y yo conozco mis limitaciones. Al menos, la mayor parte de las veces.

No creía que ninguna de las tres pudiera soportar esa noche. Pero una vez que Helen llamó a los padres de Teddy, a sus propios padres y a su hermana, se tranquilizó y se colocó en una especie de postura zen que me dejó asombrada. Comenzó a organizarse, haciendo listas de las personas a las que había que llamar: a quiénes había que llamar de inmediato, a quiénes se podía llamar por la mañana, quién se sentiría ofendido si se enteraba por terceros. Tal vez estaba conmocionada, o tal vez se había quedado sin lágrimas, pero lo cierto es que se mantenía activa, pensante; eso me parecía admirable. En su lugar, les habría robado los medicamentos a mis huéspedes, me habría colocado en posición fetal y habría permanecido lamentándome durante tres semanas.

Claro que cuando su hermana Candy llegó de Queens alrededor de las cinco, Helen se derrumbó de nuevo; pero tenía derecho a hacerlo. Más aún, por el hecho de que Yvonne le había estado rondando durante toda la noche, mientras yo me esforzaba por lograr que se recobrase. Si no estaba contándole que yo escribía artículos sobre cómo conducirse en esta clase de asuntos, estaba cogiéndola del brazo y diciéndole: «Cuánto lo amábamos todos». No era de mucha ayuda. Por suerte, se me ocurrió enviar a Yvonne a comprar valeriana —o cualquier otra cosa que creyera útil— en alguna farmacia de turno, ya que el frasco de pastillas que guardaba en su bolso de Prada estaba vacío. Por su reacción, cualquiera habría pensado que Eisenhower le había encomendado la invasión de la playa de Omaha por sí sola. Aceptó la misión con un entusiasmo aterrador, nos besó a las dos unas ocho veces antes irse, y desapareció.

Yvonne apenas acababa de cerrar la puerta cuando Helen me preguntó: «¿Qué crees que le ha sucedido a mi Teddy?».

La pregunta me desconcertó, más aún por la forma fría y directa que empleó al hacerla. Había algo en su tono que no acertaba a descifrar, pero que me hacía sentirme incómoda. De todas maneras, como nunca había estado con alguien que estuviera atravesando una situación así, pensé que debía dejarlo pasar y limitarme a responder. ¿Pero quería ser honesta en mi respuesta?

—No estoy segura —dije para las dos.

—Quienquiera que lo haya hecho, ojalá que se pudra en el infierno —dijo con el mismo tono de antes; una sensación de intranquilidad me recorrió el estómago. Asentí levemente y ella me dirigió una ligera sonrisa forzada. La sensación de intranquilidad se transformó en un frío glacial y pensé: ella sabe algo.

Por un instante, deseé que Yvonne estuviera allí. Me sentía trastornada y necesitaba compartirlo con un tercero para tranquilizarme. Cambié de tema para escapar de la incomodidad, pero me di cuenta de que si quería resolver el crimen no podía estremecerme ante la primera sensación de zozobra. Aunque tampoco podía comportarme, de repente, como si fuera Phillip Marlowe. Tal vez lo mejor era darle la vuelta al problema, como a veces hacemos en una discusión con un novio, para entretenernos.

—¿Tú qué crees que pasó, Helen?

Cerró la boca y se le endureció la expresión en el rostro.

Con insistencia, me esforcé por encontrar su mirada, algo que me gusta hacer en las situaciones más embarazosas, incluso cuando no he sido yo la que las ha generado, pero deseo que el momento termine. Si se sentía ofendida, tendría que explicar el porqué.

—Mi vida ha terminado —respondió finalmente, con un poco más de calidez en sus palabras.

Querida Molly: ¿Cómo puedo seguir adelante cuando lo más importante en mi vida ha desaparecido? Suelo recibir esta pregunta —aunque con algunas variantes en las palabras— con mayor frecuencia de la que desearía, si se tiene en cuenta que la mayoría de mis lectoras están en la veintena, y que la vida debería darles más patadas en los dientes antes de que necesiten dentadura postiza.

—No, no es verdad —dije con suavidad—. Será difícil, pero puedes superarlo.

—La pregunta es, ¿tengo ganas de hacerlo? —Su tono de voz no había perdido la frialdad, aunque comenzó a lagrimear.

No podía distinguir si eran lágrimas de pena o de ira.

—No puedo decirte lo que es estar en esta situación, con tanto remordimiento.

—¿Remordimiento por qué? —inquirí.

Me miró con dureza por un momento, mientras sopesaba los pros y los contras de responder. Estaba por contestarme, pero en eso nos sobresaltó el sonido del teléfono. Lo cogí por ella, pero me quitó el auricular de la mano, ansiosa por comenzar otra conversación para terminar la nuestra. Era el hermano de Teddy desde Minneapolis. Helen juntó valor y comenzó a contarle lo sucedido; decidí dejarla sola.

Me deslicé hacia la cocina, en busca de un vaso de agua. En realidad quería ver si Helen guardaba helado en el congelador o, mejor aún, qué vinos tenía Teddy en la nevera; pero mi sentido de la educación evitó que actuara como una completa cretina. Si lo descubría, que fuera por pura casualidad. Abrí la nevera esperando encontrar una botella de agua fría y me encontré con los recipientes de Costa del Sol. Era verdad que había ordenado comida allí. Esa parte de su coartada era sólida.

La palabra coartada me hizo sentirme culpable. En un plano visceral, sabía que Helen no tenía nada que ver con aquello; sin embargo, allí me encontraba, husmeando dentro de la bolsa. ¿Había ordenado para uno o para dos? El ruido que hacía la bolsa de plástico al abrirla me recordaba al de una lona agitándose en el viento. Mientras inspeccionaba, escuchaba si Helen aún seguía al teléfono. Dentro de la bolsa había dos bandejas desechables de aluminio. Quité la tapa de cartón de una de ellas: contenía algunos medallones de carne y unos pocos trozos de vegetales. Eran sobras. Moví la bandeja de arriba para inspeccionar la que estaba debajo; conteniendo la respiración cuando Helen permanecía en silencio durante mucho tiempo, y respirando de nuevo cuando la escuchaba sollozar al teléfono.

El segundo plato estaba lleno. Una paella, en una presentación perfecta teniendo en cuenta que era para llevar. Cabía concluir que una mujer que no podía terminar un solo plato, no iba a ordenar dos. Y nadie ordena mariscos con un día de anticipación, salvo que le guste que sus intestinos sufran. Helen lo había ordenado para Teddy, con la esperanza de que llegase casa para la cena. Ella creía que volvería. Fuera cual fuese el remordimiento, no se había rendido completamente. Escondía algo, pero ella no lo había matado.

Yvonne regresó cuando Helen terminaba la conversación con Charlie, y unos momentos después apareció Candy. Ahora que su hermana había llegado, sabía que Helen no estaría dispuesta a contestar a mi pregunta anterior. Candy tiene cuatro hijos de menos de nueve años, es una mujer muy sociable que siempre huele a masa de galletas y porta alfileres en su bolso para cualquier eventualidad, y que se comporta como una madre ante todo el mundo. Eso era probablemente lo que Helen más necesitaba en ese momento, así que era una oportunidad perfecta para que Yvonne y yo nos fuésemos a casa.

Helen me hizo prometerle que a las diez me encontraría con ella en la comisaría, para ayudarle en el momento del reconocimiento del cadáver y demás. Como Candy no saltó para decirme que no era necesario, que se haría cargo de la situación de ahora en adelante, confirmé que me reuniría con ellas en la comisaría. Yvonne esperó un momento para ver si Helen le pedía que fuera, pero Helen se limitó a abrazarnos y agradecernos por ayudarle a soportar la peor noche de su vida. Sus palabras me hicieron perder el habla, pero, en cambio, Yvonne parecía un poco fastidiada. Dejó la bolsa con las cosas que había comprado sobre la mesa de café y me arrastró, prácticamente, al ascensor.

—¿Y? ¿Qué ha dicho mientras yo no estaba? —me preguntó Yvonne mientras esperábamos un taxi. El reflejo del sol me molestaba y mi único deseo era lavarme los dientes y tomar un café, por lo que me mostraba reticente a responder. Hasta que me di cuenta de que no lo preguntaba por morbosidad, sino que estaba sinceramente preocupada. Dios mío. ¿Acaso ella escondía algo también? Esa era la situación: me prometía que iba a resolver el caso, cuando aparentemente era la única que no tenía ningún indicio de lo que podía haber sucedido.

No tenía ningún reparo en ser directa con Yvonne.

—¿Por qué, Yvonne? ¿Qué es lo que sabes?

—¡Oh, Dios! Como si pudiese saber algo al respecto. —Esquivó mi mirada, abrió mucho los ojos y, abstraída, posó la vista en el tráfico.

—Deja la timidez para los chicos, Yvonne. Esto es serio. —Le hizo señas con la mano a un taxi que se acercó al bordillo de la acera. Se dirigió al coche y la cogí del brazo, lo que no le gustó nada—. ¿Teddy y tú os conocíais desde hace mucho, verdad? ¿No te gustaría que todo esto se resolviese, por el amor de Dios?

Yvonne me echó una mirada con tanta ira que el rímel se le debió haber evaporado por el fuego que despedía.

—¿Qué sentido tiene? Está muerto. Nada cambiará eso.

—Para Helen tendrá sentido.

—¿Y qué le debo yo a esa puta?

Me quedé tan sorprendida que, para cuando recobré el aliento, ya se había liberado de mi apretón y había puesto el culo en el asiento del taxi. Intenté meterme en el coche junto a ella, pero me atajó.

—A las nueve en punto. Me ayudarás a decírselo al personal —dijo. Dio un portazo y el taxi desapareció en el tráfico.

Por esa razón, me mostraba molesta delante de Cassady y Tricia, y ese malestar me llevó a elegir una falda de tubo de lana negra y una blusa blanca para el desayuno —o lo que fuera— con el detective Edwards.

—Está bien, no es una cita, pero tampoco es una entrevista de trabajo —protestó Tricia mientras me cambiaba. Me tendió los Zanottis de la noche anterior.

Me los puse y miré cómo me quedaban, pero enseguida me los quité y se los devolví.

—Gracias por el préstamo —susurré mientras flexionaba mis tendones de Aquiles y hundía mis talones en el suelo. Probablemente, ese sería todo el ejercicio que haría en todo el día, y, por lo tanto, quería saborearlo.

Cassady me lanzó una de sus penetrantes miradas de abogada.

—No es tarde para cancelar.

—¿El desayuno?

—La investigación sobre el crimen. En momentos de calor, todos decimos cosas de las que después nos arrepentimos; no es vergonzoso encontrar una salida elegante siempre y cuando no sea demasiado tarde.

Tricia castañeteó los dientes, incrédula.

—¿Y esa técnica cuántas veces te ha sido útil a ti?

—Los consejos se dan, no se siguen —replicó Cassady.

—Eso le da más sentido a mi trabajo —dije mientras sumergía mis tendones de Aquiles en unos Stuart Weitzman. Cuando tengas dudas de qué ponerte, usa zapatos negros. Unos bonitos y altos zapatos negros.

—Lo siento. Me refería a consejos sobre otras cosas, no profesionales —se disculpó Cassady con cortesía.

—No es necesario que te disculpes. Soy consciente de que no contribuyo en nada significativo a esta sociedad. Es por eso que resolveré el crimen y cambiaré las cosas. —Cogí mi chaqueta y mi bolso—. Podéis quedaros en casa y seguir criticándome a mis espaldas, si lo deseáis. Tan solo aseguraos de cerrar bien la puerta al salir.

Tricia se balanceó hacia delante, descontenta.

—¿Podemos compartir un taxi entre todas? Te dejaremos en el delicatessen.

—Os quiero mucho, pero necesito estar un rato a solas. Para aclarar mis ideas.

Eso es precisamente lo que intentaba hacer, mientras miraba distraída la carta en el Carnegie Deli y deseaba secretamente que el detective Edwards me dejara plantada. ¿Qué le iba a decir? ¿Que Helen era inocente porque tenía comida en la nevera? ¿Porque parecía agradable? La distancia entre querer ser útil y poder ser útil era cada vez mayor. Y antes de que terminase de organizar mis ideas, él se había deslizado en el asiento frente a mí, más guapo de lo que esperaba.

—Buenos días. Tenía miedo de que me dejase plantado —dijo.

Ensayé una mirada enigmática, aunque pareció más nerviosa.

—¿Por qué habría de hacerlo?

—Por una oferta mejor.

—No tenía ninguna. Pero no he revisado mis mensajes en la última hora.

—Por favor, no lo haga. —Sonrió con serenidad y colocó la carta a un costado sin siquiera mirarla. Puse la mía encima de la suya. Él sabía perfectamente lo que iba a pedir. Yo no tenía idea, pero estaba adquiriendo cierta experiencia en resolver los problemas sobre la marcha.

—¿Cómo estaba Helen Reynolds cuando usted se fue?

Bueno. Directo a los negocios. De hecho, me desilusionó un poco, pero yo era sido la que había insistido con que no se trataba de una cita. Me lo merecía.

—Más o menos igual. Fue de gran ayuda que llegara su hermana de Queens. No seguirá sospechando de ella, ¿verdad?

—Pensaba que el encuentro para desayunar era para que usted me contase lo que sabía. —Sonrió ampliamente, pero esta vez con un deje admonitorio en su rostro.

—Helen no lo hizo.

—¿Qué le hace estar tan segura?

Supuse que se burlaría de mí si le hablaba de la coartada de la paella, por lo que opté por un planteo más psicológico.

—Desea vengarse del que lo hizo. Y no estaba fingiendo cuando lo dijo.

—¿Tan bien la conoce?

—No. Pero detecto un sentimiento genuino cuando lo veo.

Su sonrisa se redujo un poco y esperé a que diera una respuesta inteligente, pero en eso llegó la camarera. Pidió un bollo, tostadas y café. Pensé en pedir lo mismo, pero recordé que las semillas de las amapolas suelen quedarse incrustadas en los dientes, aunque intentes evitarlo; me decidí por un café y un plato con frutas. Era una pena ordenar algo tan simple con el olor a bistec, huevos, sirope de arce y mantequilla que inundaba todo el lugar, pero quería asegurarme de que él entendiera que yo entendía que se trataba tan solo de un desayuno de trabajo. Además, soy de esas mujeres que se lo piensan dos veces antes de comer copiosamente en las primeras citas con un tío.

—Refrésqueme la memoria. ¿Desde hace cuánto tiempo que conoce a Teddy? —Jugaba con su bolígrafo, golpeando la punta contra su libreta. Me miraba a los ojos, pero yo tenía la vista fija en el bolígrafo, más que por distracción, para evitar la mirada de Increíbles Ojos Azules.

—Desde hace tres años. Me habían hablado de él antes, pero vino a la revista hace tres años.

—¿Le habían hablado?

—Una vieja amiga mía, Stephanie Glenn, trabajaba con él en Femme. Allí trabajó antes de venir a Zeitgeist. Yvonne también trabajó allí. De hecho, fue ella la que lo trajo a Zeitgeist. Tenía muy buena reputación y un gran conocimiento del negocio. Y es gracias a sus habilidades de comunicador social que hoy en día existen revistas mixtas.

—¿Qué pensaba vuestra amiga de él?

—Que era un bromista. Pero ella no trabajaba para él; es en el grupo que sí lo hacía en donde encontrará gente que no lo quería demasiado.

—¿Ella se acostó con él?

Casi estallo en una carcajada al imaginarme a Stephanie con Teddy.

—Imposible —respondí; el detective Edwards arqueó una ceja—. Es lesbiana.

—Comprendo. ¿Sabe quién se acostaba con él?

—¿Por qué insiste con eso? —No tenía problemas en obsesionarme con el posible pasado romántico de Teddy, pero mi interés era como periodista y estudiosa del comportamiento humano. El detective Edwards lo hacía como policía y eso solo podía conducir a una cosa.

—Todavía sospecha de Helen.

—A estas alturas sospecho de todos. Según las estadísticas, la esposa está a la cabeza del grupo.

—Me está haciendo perder el tiempo.

—Entonces muéstreme otras posibilidades.

—Creo que ha sido alguien que él conocía muy bien. Alguien que sabía que trabajaba a deshoras. Alguien que estaba furioso con él. —Como su esposa, que había descubierto que se acostaba con otras; pero no ella misma. La idea golpeaba en mi cabeza con ruido metálico, pero no quería revelarla hasta que Edwards la expusiese por su cuenta.

—¿Por qué furia? — preguntó , sin embargo.

Me estaba poniendo a prueba. Sabía la respuesta y quería ver qué tan buena observadora podía ser. Acepté el desafío. Resistí el impulso de comenzar diciendo: «Bueno, es obvio…».

—Porque ella dejó el cuchillo en la garganta —dije en cambio.

Edwards dejó de golpear con el bolígrafo y me miró extrañado. ¿Había suspendido el examen? ¿No tenía sentido dejar el cuchillo clavado como una forma de manifestar algo? Como quien firma una pintura.

—¿Si apuñala a alguien en un momento de pasión, no cree que, en algún punto, se daría cuenta de lo que ha hecho y le quitaría el cuchillo para limpiarlo o intentar esconderlo? Pero dejar el cuchillo, eso es furia. Una forma de decir: «Que te den, Teddy» —le dije.

Comenzó de nuevo a golpear con el bolígrafo, pero lenta y deliberadamente.

—¿Ella?

—¿Cómo? —Esperaba que me contestara con un «exacto, mi querida Forrester», o con algo un poco más indicativo de cómo de bien lo había hecho.

—Ha dicho «ella dejó el cuchillo». ¿Por qué?

—Porque Teddy era un cabrón, pero en el fondo era un cobarde. No se habría acercado lo suficiente a un hombre enojado como para que lo apuñalase.

Edwards no reaccionó por unos momentos, hasta que asintió.

—El análisis de las salpicaduras de sangre indica que Reynolds estaba en la puerta de su oficina, probablemente apoyado contra el marco, y que le apuñalaron con un golpe dado de arriba hacia abajo, pero desde un ángulo más bajo.

Levanté mi mano intentando reproducir el movimiento.

—Entonces ella es más baja que él.

Edwards miró mi mano. Consciente de que tenía las manos hechas un desastre, la dejé caer sobre mi regazo. Los ojos de Edwards se deslizaron hacia los míos.

—¿Cuánto mide?

Estuve a punto de responderle, pero esta vez mi cerebro fue más rápido que mi boca.

—¿Disculpe?

—¿Cuánto mide?

—Debe de estar bromeando. —No movió la cabeza, ni sonrió, ni miró para otro lado. Me sentía como Carrie cuando le arrojan la sangre de cerdo sobre la cabeza. Estaba claro que el detective Edwards no me estaba invitando al baile de fin de curso porque fuera bonita. Pensaba que yo era culpable.

Traté de reír de manera burlona, pero me salió como el sollozo con hipo de un niño mutante. Noté que mis mejillas enrojecían y sentí que me había transformado en una especie de rana escarlata que croaba y se sonrojaba sin parar. ¿Qué pensaría el detective de eso? ¿Lo tomaría como un signo de culpabilidad, o tendría la perspicacia para darse cuenta de que, en realidad, quería ahorcarlo, pero que me estaba conteniendo porque sabía que sería contraproducente?

—No sé qué decirle.

—¿Le parece que yo pueda medir un metro setenta, por ejemplo? —sugirió.

—Yo, descalza, mido un metro setenta y cinco, pero le pareceré más alta cuando me levante para irme. —Cogí mi bolso y apoyé con firmeza mis pies junto a la silla, para evitar tropezar al levantarme y tener una salida memorable.

Antes de que pudiera ponerme de pie, Edwards apoyó su mano sobre la mía con una presión suave pero firme.

—Por favor, no haga una escena.

—No puedo. No tengo cubiertos…

Se inclinó hacia mí, y habló con voz grave y apremiante. Me incliné hacia delante para escuchar; aunque odiaba hacerlo, quería escuchar qué era lo que tenía que decirme.

—Según mi experiencia, cuando un ciudadano se muestra tan entusiasta en ayudar a resolver el crimen es porque tiene algún interés en ello.

—Era mi amigo —dije en un silbido.

—Hay algo más que eso. —Se acercó más hacia mí. Si lo hubiese hecho dos minutos antes, habría pensado que me quería besar. Ahora, sentía como si intentarse olfatear la sangre de Teddy en mi cuerpo—. Dígame la verdad.

Querida Molly:

Estoy sentada en medio del Carnegie Deli, cogida de la mano de un detective de homicidios guapísimo, y tengo que elegir entre dos posibilidades. Le puedo decir que quiero ayudar en el caso porque podría darme un empujón en mi carrera, en cuyo caso él pensará que soy una cerda sin corazón, o puedo decirle que quiero ayudar porque pienso que es guapísimo, en cuyo caso él pensará que me estoy lanzando encima suyo. ¿Cuál de las dos es más embarazosa?

Firmado,

La que se está volviendo loca a medida que pasan los minutos.

—Quiero hacer un informe sobre la investigación desde una perspectiva interna y usar el artículo para progresar en mi carrera de periodista —respondí. Enfrentémonos a la verdad. Mostrarse desesperada por avanzar en la profesión es demostrar una ambición desmedida. Pero mostrarse desesperada por avanzar en la vida personal es, simplemente, estar desesperada. Y eso sí que no puede suceder.

Edwards se hundió lentamente en su asiento, su mano se alejaba de la mía. Me miró fijamente y le devolví la mirada con una mezcla de dolor y desdén. No podía distinguir si me creía o si estaba fingiendo. Pero, por el momento, no me importaba. Tan solo quería salir de allí con un poco de dignidad, incluso aunque me estuviese persiguiendo como un pedazo de papel higiénico pegado a la suela de mi zapato.

—¿Puedo irme?

Asintió con suavidad, mientras seguía mirándome. No estaba seguro de si creerme o no. Pero eso era problema suyo.

Me puse de pie y sentí que mis piernas estaban más firmes de lo que había pensado.

—Me alegra que haya abandonado la absurda teoría del robo.

Asintió, algo todavía le daba vueltas en la cabeza. ¿Se sentía mal por haberme acusado? Eso habría estado bien.

—Hemos encontrado la cartera de la víctima en un contenedor de basura, fuera del aparcamiento. Alguien utilizó su llave automática para salir por el garaje y luego la arrojó con el dinero y las tarjetas de crédito dentro.

Algunas veces, no decir «se lo dije» es más divertido que decirlo. Emprendí la retirada justo cuando el camarero aparecía con el café y la comida.

—¿Se va? —preguntó.

—Así es.

—¿Desea que le envuelva su pedido para llevárselo?

Agité la cabeza.

—Déjele lo mío. Sabrá qué hacer. —Le dirigí mi sonrisa más encantadora y salí del lugar. Y lo hice sin tropezar ni una sola vez.