Capítulo 12

Tricia me estaba esperando en el vestíbulo del St. Regis, una fina mezcla de veteados de corales y exuberantes dorados y blancos.

—No sé qué ideas tenía Helen en la cabeza —dijo, antes de que yo tomará asiento en la silla de mimbre junto a ella—. No se debe hacer la recepción de un funeral en un lugar similar a la fantasía que unos niños de doce años pueden tener sobre una boda.

El St. Regis es uno de esos lugares deslumbrantes de techos altos y suelos resplandecientes, que me hacen sentir con la cara sucia y el pelo despeinado, no importa cuán acicalada esté.

—No sé. El cielo podría parecerse a esto. Sus calles están pavimentadas con oro, ¿no es verdad?

—No voy a arrastrarte a un debate teológico.

—No sin un cóctel.

—Y son las tres de la tarde, así que esa no es una opción.

—Siempre son las cinco de la tarde en algún lugar del mundo.

—¿No hemos venido aquí para trabajar?

—Tú ya has terminado. Has borrado este lugar de la lista de candidatos. Pero te contaré la verdadera razón por la que no se puede realizar la recepción de Teddy justamente en este sitio. Aquí es donde traía a sus amantes, y donde Helen lo pilló con las manos en la masa.

Tricia puso cara de disgusto.

—Así que debe tener un guión en mente para vengarse que, seguramente, representará en la recepción.

—Aunque no parece de ese tipo de personas. Tal vez pretenda encontrar una silenciosa satisfacción homenajeándolo en la escena de sus crímenes, que solo ella y su amante conocen.

—Eso es perverso.

—También engañar a tu esposa. ¿Quieres pasar un buen rato?

—¿Son dos ideas relacionadas? —preguntó Tricia, un poco alarmada.

—Quizás sí que necesitas un cóctel. —Me puse de pie y ella me siguió, pero no la llevé hacia el bar, sino a la recepción.

—Yvonne está muy ansiosa por hablar contigo sobre los planes para el sábado —le advertí durante el camino.

—Le dije a Helen que tenía que revisar algunas cosas con ella al final del día. Llamaré a Yvonne tan pronto como acabe con Helen. ¿Qué es lo que nos queda por hacer?

—Tú compórtate de forma tierna, inocente, y perspicaz, y yo me mostraré como si estuviera hundida en el lodo. Solo que no será tan terrible porque tú te mostrarás tierna, inocente y perspicaz tan solo por diversión.

Tricia puso los ojos en blanco.

—No será la primera vez que me comporte como una farsante. Ni siquiera la primera vez en este hotel —dijo, y me puse a analizar si esa declaración podía ser verdad, pero en ese instante alcanzamos la recepción y, por tanto, era momento de concentrarse.

—Buenas tardes, damas. ¿Cómo se encuentran? —El conserje hablaba con el tono entrecortado de alguien que preferiría morir antes que admitir que había crecido en Brooklyn.

La placa de identificación en su traje decía «Paul», pero era una apuesta segura sostener que le habían llamado Paulie hasta, al menos, los quince años. Pero eso lo había dejado atrás, ya que ahora se encargaba de atender las necesidades y deseos de gente con sumas de dinero obscenas. Pensé que su saludo había sido extremadamente amable, pero debo reconocer que soy una gran admiradora del impecable estilo mediterráneo, aunque no lo sea en un nivel estético. Tricia, que prefiere el estilo británico, no estaba tan impresionada.

—Paul, necesito su ayuda en un asunto difícil y delicado.

—Por supuesto.

—Nuestro hermano era huésped asiduo de vuestro hotel. Él acaba de… —hice una pausa efectista y Tricia se sorbió la nariz en el momento indicado. Incliné la cabeza ligeramente para que Paul quedara fuera de mi campo visual, antes de continuar—… fallecer.

—Lo lamento —dijo Paul sin alterarse.

—Intentamos ordenar sus asuntos; uso esa palabra deliberadamente, Paul. Queremos ahorrarle a nuestra cuñada cualquier cosa que le pueda causar dolor.

—Comprendo —dijo Paul. Eso no parecía resultarle inusual. Supongo que había muchísima gente en la ciudad dispuesta a gastar cientos de dólares por una cita. Yo pensaba, si vas a desembolsar quinientos dólares por una noche de placer, vete a comprar zapatos. Al menos te llevas algo tangible a casa.

—No estoy segura de si tenía cuenta con ustedes, o cómo manejaba el pago de sus facturas, pero son cuentas que no es necesario que vea mi cuñada.

—Una situación delicada, como puedo ver. —La sonrisa amable de Paul se mantenía firme, aunque su cuerpo tampoco se movía. No estaba precisamente listo para saltar sobre la oportunidad de ser servicial.

Tricia abrió su bolso, metió la mano dentro, la sacó, y la colocó sobre el mostrador de Paul en un movimiento rápido. Me llevó un momento darme cuenta de que tenía un billete en la mano, pero Paul sabía lo que ella estaba haciendo. Colocó su mano junto a la de Tricia y realizaron la transferencia, como si fuesen Houdini y su mujer pasándose una llave. En un instante, Paul había guardado el dinero, Tricia cerrado su bolso, y todos estábamos negociando.

Paul acercó sus manos al teclado del ordenador, ubicado discretamente en la esquina de su puesto de trabajo.

—Déjenme ver qué puedo hacer. ¿Cuál era su nombre?

—Creo que usaba el nombre de Marquand cuando venía aquí.

—No reconozco ese nombre —dijo Paul, tras pensar un momento. Lo escribió, esperó, y después negó con la cabeza—. No hemos tenido un huésped con ese nombre desde principios de año. Una búsqueda más exhaustiva requeriría que hable con mis colegas de contabilidad.

Tricia dio un paso adelante, probablemente sacaba la cuenta de las personas de contabilidad que también debería sobornar.

—Tal vez tenemos mal el nombre —dijo, más en mi dirección que en la de Paul.

—Si venía con asiduidad, o era una persona distinguida, o venía con alguna dama amiga particularmente memorable… —sugirió Paul.

Llegado el caso, habría apostado a que Paul recordaría a Camille más que a Teddy.

—Su dama amiga más reciente es muy alta, muy encantadora y muy escandinava.

—Parece una modelo. —Tricia me guiñó el ojo y me propinó un codazo.

Paul se esforzaba para mantener el rostro inexpresivo; sin duda, una norma del libro de empleados.

—¿Quizás se refieran al señor y la señora Maarten?

—Sí —dije con rapidez, al recordar la tortuosa pronunciación de Camille y la palabra Maarten impresa sobre el reverso de la fotografía de Teddy e Yvonne. La fotografía. Me había olvidado de la fotografía. Me dispuse a revolver en mi bolso—. En efecto. Debo haber entendido mal.

—Camille, esto es la señora Maarten, tenía cierta dificultad en la pronunciación. —Las dos lo miramos sorprendidas, pero él mantenía la expresión impávida en su rostro—. Lo encontraba simpático.

—Sabe quién es —confirmé.

—Pero somos muy discretos. Aunque el personal del St. Regis saludaba siempre a vuestro hermano por… su éxito.

Encontré la fotografía en mi bolso y la deposité sobre el mostrador para que Paul la inspeccionara. Quería asegurarme de que Camille no viniera al hotel con múltiples compañeros y nos provocara un malentendido.

—Este es mi hermano…

—Con vuestra cuñada. Sí. También la he conocido.

Sentí como si sostuviera una brújula que repentinamente apuntara hacia el sur.

—¿La conoció? —dije tocando la fotografía. Entonces, ¿no era Helen con quien se había encontrado Camille, sino Yvonne?

—Sí, la verdadera señora Maarten, como se llamaba a sí misma. Fue un incidente desafortunado y preferiría no divulgar…

—Usted estaba aquí el día que ella encontró a Camille y Teddy juntos.

—Sí. Vuestra cuñada es una mujer memorable. También la recuerdo porque ella, muy disgustada, le mencionó, de manera violenta, que a ella nunca la había traído aquí. Yo lo tomé como un cumplido hacia nuestro hotel.

—Estoy segura de que esa era la intención de ella —dijo Tricia sonriente.

—¿Vio a mi hermano el lunes por la noche?

—No, señora. Lo habría visto, si hubiese venido. Siempre se registraba conmigo.

Teddy siempre en la búsqueda de ese algo extra.

—¿Hay alguna factura de la que deberíamos ocuparnos? —pregunté.

—Si me conceden un minuto. —Paul abandonó entonces su puesto de trabajo.

Asentimos y se dirigió hacia el escritorio de enfrente. Se escuchaban murmullos y risas disimuladas, pero no creía que nos fuera a costar una suma extra.

—¿Cuánto te debo? —le murmuré a Tricia.

—Nada.

—Tricia…

—Lo cargare a la cuenta de Yvonne.

—Hay cierta justicia poética en eso.

—Déjame entender esto. Teddy traía a Camille aquí. Yvonne se entera y le hace una redada, pero, hasta donde sabemos, Helen queda fuera del círculo.

—Y luego Teddy invita a Yvonne aquí, quizás pensaba que con eso se reconciliarían, pero acaba muerto.

Eche un vistazo alrededor, a los miles de dólares gastados en flores frescas tan solo para el vestíbulo, al exquisito mobiliario reluciente y pomposo bajo los candelabros, a la gente increíblemente rica que entraba y salía, y todo el acompañamiento de las melodías de Gershwin que eran interpretadas en un gran piano al fondo del bar. Era excepcional pero, ¿tanto como para morir por ello? ¿O matar por ello?

—Y entonces, ¿por qué esperó una semana para matarlo? —preguntó Tricia.

—No lo sé. Tal vez él le suplicó una segunda oportunidad.

—¿Crees que se la dio y él la volvió a arruinar?

—Es posible. Creo que tengo su carta de amor en el bolsillo.

—¿Por qué sigues contando los datos importantes al final? —La irritación de Tricia iba en aumento.

—No sé lo que dice la carta. Tengo que reconstruirla.

—Tienen muy buenas mesas aquí, en el bar. Vamos. —Tricia me cogió de la muñeca para emprender la marcha hacia la entrada del bar, pero Paul regresaba en ese preciso instante.

—Gracias por esperar, señoras. La cuenta de vuestro hermano ha sido satisfecha por un tercero.

—Por casualidad, no habrá sido la revista Zeitgeist, ¿no? —pregunté.

—No soy yo quien lo ha dicho —respondió Paul con cautela.

Así que Teddy engañaba a la jefa y lo cargaba a la cuenta de la compañía. Lo que se dice vivir de manera arriesgada, y pagar por ello. Le dimos las gracias profusamente a Paul y nos dirigimos hacia el bar. Teníamos una buena excusa para comenzar a beber temprano.

Escogimos una mesa cerca del piano; suponíamos que la música iba a cubrir nuestra conversación, sin embargo, la sala ahora estaba en silencio. Tricia sentía que el alto status del hotel obligaba a pedir una bebida clásica y ordenó un vodka gimlet. Yo supuse que teníamos una tarde difícil por delante y ordené un Glenfiddich solo.

Había elaborado tantos rompecabezas en mi mente que me resultaba relajante tener que resolver uno material sobre la mesa. Quienquiera que haya sido el que destruyera la nota, lo había hecho con mucha precisión, ya que todos los pedazos eran del mismo tamaño. Tricia llamó a Cassady para decirle que se reuniera con nosotras. Tuvo que escuchar un montón de tonterías sobre que el St. Regis no era el estilo de bar al que iba Cassady, hasta que cortó y se puso a trabajar conmigo intentando colocar las piezas para encontrar algún sentido a lo que Yvonne había escrito.

Terminábamos la reconstrucción de la nota, cuando llegó Cassady. Nos dimos cuenta de que se acercaba por la forma en que los empresarios levantaban, por un momento, la cabeza de sus bebidas como si fueran leones bebiendo de un charco que, repentinamente, levantan la cabeza llamados por algún nuevo olor en el aire. Y eso que ella ni siquiera iba muy elegante. Es una de las razones por la que no le gusta ese estilo de bares: no puedes entrar sin ser vista, tienes que atravesar el lugar por en medio de todos los presentes. No es que a Cassady no le guste que se fijen en ella de vez en cuando, pero la mayoría de las veces desea que no la molesten.

Nos dio un beso rápido en la mejilla, se sentó, y olfateó nuestras copas.

—¿Qué sucede aquí?

—La situación lo requiere —explicó Tricia.

Cassady le hizo una seña al camarero, ordenó un grey goose con hielo y extendió los brazos hacia los costados.

—¿Se supone que también yo debo arremangarme? —dijo con ironía.

—En realidad, ya casi lo hemos terminado de ordenar —le respondí. Tricia le puso al tanto de la situación, mientras yo, con cuidado, colocaba los últimos fragmentos de la nota.

—Sabía que ibas por el buen camino respecto a Yvonne —dijo Cassady, cuando Tricia terminó de explicárselo todo.

—Pero las razones parecen ser más complicadas de lo que pensé —advertí al escudriñar la nota completa.

—Pueden ser completamente absurdas, siempre y cuando atrapes a la persona correcta. Los psiquiatras designados por la justicia se encargarán del resto —me aseguró Cassady.

—Bueno, ¿qué dice? —preguntó Tricia.

Todas nos encorvamos hacia la nota, apretadas, lo más cerca posible, como colegas de laboratorio que observan por el microscopio al mismo tiempo. La nota decía:

Querido Teddy:

Esto tiene que parar. No puedo permitir que continúe. Te he advertido en numerosas oportunidades, pero te has empeñado en seguir con la misma actitud sin dejarme otra opción. No estoy contenta de tener que tomar esta decisión, pero no encuentro otro camino. Perdóname. En mi corazón, siempre seré…

Tuya, Yvonne

—Así que le dio esta nota y su respuesta fue romperla y colocarla en la caja de música junto con la llave automática. Él quería encontrarse aquí con ella para que le diera otra oportunidad —ensayé como interpretación.

—Parece una forma embarazosa de despedir a alguien —dijo Cassady, tras negar con la cabeza en desaprobación de mi teoría.

—¿Despedir? —Tricia y yo nos miramos para ver si las dos considerábamos ridícula esa interpretación.

—No es su intención despedirle, sino terminar la relación —explicó Tricia.

—Su intención es matarle —les corregí.

—¿Crees que es una amenaza de muerte? —preguntó Cassady—. Llegas a esa conclusión porque sabes lo que sucedió.

—Lee la nota —respondí. El problema fue que, mientras Cassady releía la nota para intentar interpretarla desde el punto de vista del asesino, yo la releí desde el punto de vista del jefe forzado a despedir a un amigo y amante por malversación y, posiblemente, otras infracciones. Podía ser interpretada de las dos maneras. La leí por tercera vez con la interpretación más romántica de Tricia. También era posible. Maldita sea.

—Entonces, ¿quién tiene razón? —preguntó Tricia.

—Tal vez todas tengamos razón —sugerí—. No son sentimientos que se excluyan mutuamente. Quizás la combinación de todos ellos la llevó al homicidio.

—Buen trabajo, Molly —dijo Tricia y aplaudió con suavidad, mientras Cassady permanecía pensativa.

¿Podía decir que era un buen trabajo? Algo no encajaba en todo aquello. Había una parte que faltaba. No podía decir cuál.

Como no respondía, Tricia se giró hacia Cassady.

—¿No te parece que ha hecho un buen trabajo, Cassady? —le preguntó.

Cassady hizo tintinear los cubitos de hielo en su copa en señal de aprobación.

—Has manejado la evidencia de forma un poco antojadiza, pero un buen abogado podría trabajar con el caso. Siempre y cuando los policías sean escrupulosos una vez que se la entregues.

—¿Policías? —repetí automáticamente; no podía identificar qué era lo que me fastidiaba.

—Ya has hecho mucho más de lo que podías hacer, no tienes que arrestarla y enjuiciarla por tu cuenta, Molly. Hay gente a la que se le paga para eso. He oído que incluso algunos de ellos son muy guapos.

Edwards. ¿Estaba preparada para hablar con Edwards? En mi pensamiento todo encajaba a la perfección, pero cuando pensaba en contárselo, me sentía más nerviosa que cuando había estado con Garrett. Era aún más importante que Edwards me comprara la historia, y no Garrett. Por tanto, tenía que resolver ese asunto extra antes que nada. Como mi madre solía decir: «Por culpa de la uña, el zapato se perdió».

Zapato. El anuncio. Eso era. Esa era la parte que faltaba. Si Yvonne sospechaba de la falta de transparencia financiera de Teddy, ¿por qué no se lo había dicho a Brady? ¿Por qué le había dado tiempo a Gretchen para aclarar las cosas? ¿Realmente no sabía que él había hecho tramoyas, o lo que sea que fuera, con ese anuncio? ¿Quería proteger a Teddy y librarlo de la culpa después de su muerte? ¿O acaso Yvonne también estaba involucrada y deseaba que el problema fuera descubierto por terceros? De esa manera, le podría echar la culpa a Teddy y salir impune.

—¿Habéis escuchado hablar de una compañía que se llama Nocturne? —Tricia y Cassady negaron con la cabeza y les describí el producto cuyo anuncio me había mostrado Brady.

—¡Qué idea tan fantástica! —suspiró Tricia con envidia—. ¿No detestáis cuando alguien aparece con una buena idea, tan simple que se le debería haber ocurrido a uno antes?

—¿Quién está detrás de eso? —Cassady, siempre dispuesta a indagar, ya estaba hurgando en su archivo mental.

—No lo sé.

Cassady sacó de su bolso su libreta de cuero y su pluma de plata de Tiffany's y garabateó el nombre. También me preguntó por el nombre de la agencia que había hecho el anuncio, y lo anotó.

—Déjame ver si puedo hacer una pesquisa al respecto.

—«Pesquisa» suena mucho más inquietante que «llamadas telefónicas» —observó Tricia.

—Es lo mismo. Solo que facturo las pesquisas a un precio más alto —explicó Cassady. Cerró la libreta con un rápido movimiento de muñecas que debía haber aprendido del agente Hendryx, el lunes por la noche; luego sonrió—. No te preocupes, que esto es gratuito.

—Debe ser un asunto de dinero —dije con creciente certeza—. El romance es solo una parte de ello, le agrega combustible al fuego, pero en el fondo es un asunto de dinero.

—Eso explicaría por qué ella no lo mató cuando lo encontró con Camille —asintió Tricia.

—Debes hablar con Edwards. Debería estar al tanto de lo que sabes. —Cassady me observaba pensativa.

—Por el bien de Helen —agregó Tricia.

—Y por su propio bien —dijo Cassady—. Si continúa durante mucho tiempo de esa manera, podrían acusarnos de obstrucción a la justicia, además de otras cosas desagradables. —Se giró hacia mí—. Tienes que hablar con él. Salvo que creas que puedes estar equivocada.

Esto último Cassady lo dijo más con ánimo de desafiarme que de aconsejarme. Lo dijo porque sabía que me haría olvidar del resto y que me sentiría obligada a llamar. Como así lo hice.

—Mira. Lo tiene en marcado rápido. —Tricia le dio un codazo a Cassady.

—Toda mujer soltera en Manhattan debería tener a su psiquiatra, su peluquero, su restaurante favorito y un detective, en marcado rápido —respondió Cassady aprobando.

De repente, sentía la boca seca. Tomé un sorbo de mi copa y, por supuesto, contestó el teléfono en el momento exacto en que estaba tragando. Pero mientras me ahogaba, me di cuenta de que no era él.

—Departamento de homicidios, habla Lipscomb.

Intenté recuperar la voz y la tranquilidad, pero las dos cosas se encontraban frágiles.

—Detective Lipscomb, soy Molly Forrester. Hablé con usted…

—Sí, señorita Forrester. ¿En qué puedo ayudarle?

—¿El detective Edwards está disponible?

—Aguarde un segundo. —El detective Lipscomb me puso en espera y no pude evitar imaginar a Edwards junto a él, los dos dejando pasar unos segundos antes de que Lipscomb cogiera otra vez el teléfono y me dijera que Edwards no podía hablar conmigo en ese momento, porque había pensado en lo estúpido que había sido besarme, y que ahora no tenía tiempo para esas complicaciones y si podía parar…

—Detective Edwards —se hizo escuchar su voz al otro lado de la línea.

¡Qué sorpresa! Realmente había creído que él no iba a coger la llamada.

—Hola, soy Molly Forrester.

—Hola. —Una respuesta neutra, pero no fría. No estaba mal para empezar.

—Me gustaría hablar con usted.

—Dígame.

—Preferiría hacerlo en persona.

—Me temo que eso no será posible.

—¿No quiere verme en persona?

—Es una cuestión logística —dijo y me di cuenta de que, tal vez, Lipscomb estaba de pie junto a él, imaginando qué podía estar diciendo yo.

—Si sirve de ayuda, es solo referente al caso. Nada más.

—¿Qué es exactamente?

—Tengo información que quizás pueda necesitar.

—Se ha llevado algo del despacho de Reynolds.

—No. Bueno, quiero decir, es más importante que eso.

—Molly…

—No ha sido Helen. Sé que no ha sido ella —solté.

Hubo una pausa en que contuve el aliento. Cassady y Tricia se inclinaron hacia delante con intención de demostrarme su apoyo. Cassady, incluso colocó la copa en mi mano por si necesitaba una forma más concreta de apoyo. En cambio, aparté la copa y liberé mi mano de las suyas. Cassady y Tricia se aferraron de las manos.

—A las nueve.

Mi estómago se retorció por decimocuarta vez en el día.

—Bien. ¿Desea que vaya a la comisaría?

—No.

Hubo otra pausa, pero esta vez decidí calcular el momento para hablar.

—¿Le gustaría venir a mi piso?

—Eso estaría bien.

—Estupendo. ¿Necesita que le pase la dirección? —pregunté, por si acaso había fisgones. Tricia se retorció de satisfacción en su silla y la presión de Cassady sobre mis dedos se incrementó.

—No es necesario. Hasta las nueve.

—Hasta luego —corté y coloqué el teléfono como un pisapapeles sobre la nota de Yvonne—. Vendrá a mi casa a las nueve.

—Eso es fantástico —se entusiasmó Tricia.

—Viene solo para que le cuente lo de Yvonne —le recordé.

—En principio —señaló Cassady—. Pero, ¿quién sabe en qué terminará el asunto?