Capítulo 9

—¿Y dejaste que se marchara? —me regañó Tricia a la mañana siguiente. Me había estado esperando en el vestíbulo, mientras yo, agotada, recorría las calles hacia el trabajo; estaba molesta porque no la había llamado para ponerla al tanto de mi cena con Peter. Más se molestó cuando le hablé de la aparición de Edwards. Pero no tan enfadada como para no tener la delicadeza de traerme un capuchino con vainilla extra.

Con nuestras bebidas azucaradas conduje a Tricia hacia el ascensor, a través del cañón de cristal y piedra caliza que representa el vestíbulo. Debíamos subir con rapidez, no porque yo tuviera prisa por llegar al trabajo, sino porque Tricia debía reunirse con Yvonne para hablar del funeral de Teddy. A Yvonne no le gustaba esperar, y yo no quería ser parte de nada que pudiera perturbarla. Aunque, seguramente, no le gustaría nada que la arrestasen, pero eso era un asunto distinto.

Antes debía calmar a Tricia y terminar de contarle lo sucedido, sin divulgar todos mis secretos a mis compañeros de ascensor.

—Me pareció que era lo correcto —susurré, escudriñando los rostros todavía dormidos a mi alrededor. Por fortuna, no reconocía a nadie, pero nunca se sabe quién conoce a alguien que tú conoces.

—Tú y lo correcto. Vas a lograr que te maten y que me vuelva loca —desaprobó Tricia.

—¿En ese orden?

—Podría ser cabeza a cabeza.

Algunas miradas se dirigieron hacia nosotras, pero solo por unos segundos. Parecían más fastidiados por tener que escucharnos, que interesados en lo que decíamos. Mejor así.

Tricia miraba su taza de café entre un silencio cerrado.

—No habrá sido más que un simple beso —dijo, con voz más alta de lo necesario.

Todas las miradas se posaron en nosotras. No era preciso que las viera, podía sentirlas. También sentí cómo mi cara enrojecía como si fuese una estudiante de secundaria.

Mis buenos modales evitaron que estrangulase a mi querida amiga en medio del ascensor, frente a tantos testigos; así que apreté los dientes y esperé hasta que salimos en el piso once.

—Fue increíble —le corregí, mientras avanzábamos hacia mi escritorio.

—Entonces, ¿por qué dejaste que se marchara?

—Porque intentaba comportarme como una dama.

—Porque después de escabullirse de tu cama, él llamaría a tu madre y la pondría al tanto de tu comportamiento.

—Tricia, simplemente no era el momento oportuno.

—¡Ah! —Su ánimo de discutir desapareció de manera instantánea y sonrió con dulzura. Tricia esconde un corazón romántico, y puede comprender ciertos conceptos básicos, como que el momento debe ser el adecuado—. ¿Por qué no me lo has dicho antes? Eso sí puedo comprenderlo. —Chocó su taza de café contra la mía, en un brindis de aprobación.

A estas alturas, ya había conducido a Tricia por el camino hacia la oficina de Yvonne, y me apoyé, por un momento, contra el escritorio de su asistente. No estaba en mis planes comenzar el día respondiendo a un interrogatorio, y necesitaba recuperar el aliento.

—Fred, ella es tu problema ahora.

Tricia, que siempre se comporta como la chica buena, le tendió la mano a Fred, el asistente de Yvonne.

—Buenos días, soy Tricia Vincent, tengo una entrevista con Yvonne.

Fred Hagstrom es un joven tierno con un trabajo ingrato. Él lo sabe y se asegura de que todos los demás lo sepan. Aunque de todas maneras, nadie podría ignorarlo. Fred tiene una fijación con Truman Capote que ronda entre lo simpático y lo pesado. En cierto modo, las gafas le sientan bien; y sé que es asunto suyo si quiere vestir trajes de lino durante todo el año en Nueva York; pero en octubre, te da frío con solo mirarlo.

—Yvonne está un poco retrasada —explicó Fred, mientras estrujaba la mano de Tricia en señal de bienvenida. Me miró, a la espera de que yo escoltara a Tricia a la cocina y se la quitara de encima.

—Esperaremos —le dije, y tiré de Tricia, que estaba detrás de mí, para llevarla hacia la oficina de Yvonne. Fred salió eyectado de su asiento para intentar bloquearnos el paso, pero no fue lo suficientemente rápido. Se quedó en la puerta de entrada, con las manos en la cadera y el ceño fruncido, mientras yo invitaba a Tricia a tomar asiento en el sofá —más incomodo que un potro de tortura— de Yvonne. Dondequiera que Yvonne y Teddy tuvieran sus encuentros, seguro que no era en ese sofá. De lo contrario, alguno de los dos habría estado cojeando de forma notoria desde mucho tiempo antes.

—Esto no es correcto —protestó Fred.

—Fred, no vamos a desmantelar la oficina, ni a hacer novecientas llamadas. Simplemente nos sentaremos aquí y cotillearemos como buenas chicas —dije frunciendo la nariz, ya que parecía uno de esos tíos que reaccionan ante tales gestos, y lo conduje fuera del despacho. Normalmente, no me habría preocupado saber cuál era la orientación sexual de Fred, pero en ese momento, deseaba que su interés fuera volver a su escritorio para imaginarnos, a Tricia y a mí, desnudas, acariciándonos y llamando a una línea roja de las que cobran cinco dólares el minuto. Sin embargo, estaba convencida de que se iba a quedar con la oreja pegada a la puerta hasta que llegara Yvonne. Por tanto, debíamos permanecer en silencio.

Yvonne había redecorado su despacho durante su «crisis de raíces». Su abuela había muerto y había repartido sus bienes entre todos, menos Yvonne, ya que ella parecía no necesitarlo, ni tampoco importarle demasiado. En verdad, a Yvonne no le importaba, pero siempre había pensado que sería bueno colaborar en obras de caridad, así que le enfadó que su abuela hubiese visto sus intenciones, pero que no la hubiese ayudado.

En represalia, Yvonne se sumergió en una racha demencial de adquisición de antigüedades, una especie de recopilación de las raíces que se le habían denegado. Y luego las había ido reparando con el tiempo. La imagen que uno se hacía tras examinar su despacho, era que Yvonne descendía de una larga línea de magníficas criaturas mediterráneas que le habían legado sus oscuros y densos bosques y sus fábricas repletas de esplendidas joyas. Cualquier rumor que afirmara que ella era descendiente de escoceses emigrados en los cuarenta era pura habladuría.

Tricia estaba sentada en el filo del sofá diseñado para crear problemas en las lumbares. Echó una mirada alrededor, incómoda, pero su malestar no estaba relacionado con la decoración.

—No sé si podré hacerlo —dijo.

—Es un evento, Tricia. Eres muy buena organizando eventos.

—No, no estoy preocupada por el funeral. No estoy segura de poder sentarme aquí y hablar con Yvonne como si fuera una entrevista con cualquier otro cliente.

Abrí la puerta de par en par para ver en qué andaba nuestro sistema de vigilancia, pero, para mi sorpresa, Fred había vuelto a su escritorio, la oreja lejos de la puerta. Me miró, irritado por mi atrevimiento de salir a vigilarlo. Le dirigí una sonrisa que no compró, volvió a lo que estaba haciendo y cerré la puerta de nuevo.

Tricia estaba abstraída en sus pensamientos, y ni siquiera notó cuando saqué el sobre rojo con la pequeña llave de mi bolsillo y comencé a merodear por la oficina.

—Nunca antes había estado en la misma habitación que un asesino —dijo.

—Que supieras.

—¿Qué quieres decir?

—Recuerdas ese escultor con el que estuve hace dos veranos.

—¿Jean Luc?

—Siempre estuve convencida de que su próxima obra de arte iba a consistir en presentar a su madre momificada.

—Nunca me dijiste nada.

—No quería arruinarte la sorpresa.

—¿Estás buscando la caja de música? —Tricia dejó pasar una gran oportunidad para criticar las personalidades sospechosas de muchos de mis antiguos novios, y se puso de pie para ayudarme. Yo husmeé por los cajones de Yvonne, en busca de cualquier cosa en la que la llave encajara. Si era una caja de música, que así fuese. Si era un muñequito bucanero, también estaba bien. Siempre y cuando me sirviese para poner al descubierto a Yvonne.

—¿Cómo sabremos que hemos encontrado la evidencia correcta? —preguntó Tricia, colocándose en mi misma sintonía.

—Supongo que es como la diferencia entre la Corte Suprema y la pornografía. Cuando lo veamos, sabremos distinguirlo.

—Prueba con esto. —Tricia tomó una pequeña caja de porcelana de la mesita cercana a la puerta de entrada. Era rectangular, con patitas en forma de garra, y una tapa con bisagras cerrada con un diminuto candado en forma de corazón. Era demasiado bonita para que Yvonne se la hubiese comprado por su cuenta —en especial, durante su fase mediterránea—, por tanto podía sostenerse que se trataba de una prueba de amor de Teddy.

Pero la llave no correspondía. Tampoco correspondía con ninguno de los cajones de los muebles de la habitación, incluyendo el escritorio y el archivador.

Comenzaba a pensar que tal vez me había equivocado, hasta que lo vi. Estaba en el estante más bajo de la mesita, el mismo en el que Tricia había encontrado la caja tan bonita. A primera vista, parecía una cigarrera de madera, pero era más profunda y demasiado trabajada para serlo. El pequeño ojo dorado de la cerradura destellaba en el panel trasero.

Extraje la supuesta cigarrera y la coloqué sobre el escritorio de Yvonne.

—¡Qué bonita! Debería estar más a la vista —dijo Tricia, a la vez que recorría con su mirada la habitación en busca de un mejor emplazamiento.

—Estamos husmeando, no redecorando, ¿recuerdas? —Introduje la llave, que encajó a la perfección. La giré. La tapa se levantó un poco, en forma automática, al liberar el cerrojo. Alcé la tapa por completo y una música tintineante comenzó a sonar.

—Te había dicho que era una caja de música —sonrió Tricia.

Dentro de la caja, una diminuta mujer de cerámica, vestida con un salvaje atuendo multicolor de plumas estratégicamente colocadas y un tocado en combinación, se mantenía sobre un eje que estaba colocado frente a varios espejos pequeños adosados a la parte interior de la caja. Nunca he estado en St. Marteen —los hombres que, alguna vez, habían querido llevarme a algún paraíso tropical nunca hablaban de lugares más allá del Cabo May—, pero me han contado que tiene un carnaval muy bonito, como el de Río de Janeiro. La pequeña dama parecía acorde con ello. ¿Escondería algún secreto?

—No tiene ningún cajón —le susurré a la experta en cajas de música; sentía la necesidad de ser sigilosa.

—Hurga en el fondo.

Me puse a hurgar, y cuando estaba fisgoneando sobre uno de los extremos, me sorprendió ver que el otro extremo se levantaba. La caja tenía un fondo falso. O al menos la mitad de un fondo falso. El fondo de la caja estaba dividido en dos partes, tal vez para permitir acceso al mecanismo que hacía girar a la pequeña bailarina. Pero también dejaba espacio para un escondite estupendo.

—Para guardar objetos de valor. —Quité la tablita para poder ver el compartimiento en su totalidad, y pudimos ver que contenía una llave automática. Una de esas tarjetas llave desechables que utilizan los hoteles. Si tan solo pudiese sacarla y darle la vuelta, podría ver que pertenecía al hotel…

—¿Qué te hace pensar que me importa? —Yvonne chilló del otro lado de la puerta. Tricia y yo, en la lucha por ponernos de pie, estuvimos a punto de ensartarnos, la una a la otra, los tacones de los zapatos. Coloqué la caja de música de nuevo en su estante y cerré la tapa, al mismo tiempo que me enderezaba y guardaba la llave de plata dentro de mi bolsillo. La tapa de la caja no cerró bien y, lentamente, comenzó a elevarse, mientras yo empujaba a Tricia hacia el otro lado del despacho. Por fortuna, la música no comenzó a sonar de nuevo.

Yvonne entró y nos miró sin inmutarse. Fred le rondaba por detrás, observándonos insatisfecho. Tricia miraba su reflejo en el cristal para acomodarse el pelo, y yo fingía estar distraída con una ampliación de la portada que realizó Yvonne como primer trabajo en la revista. ¿Cómo de culpables debíamos parecer?

—Buenos días, Yvonne. —Me esforcé por mirarla directamente a los ojos y no a la caja de música. Recordé El corazón delator de Edgar Allan Poe, un relato que me mantuvo en vela durante tres noches seguidas cuando estaba en tercer grado, y me vino una imagen fugaz en la que me arrojaba sobre la caja de música, gritando: «Está la horrible síncopa de su estúpido recuerdo». Por fortuna, la imagen me divirtió, provocando una sonrisa que aproveché para dirigir a Yvonne en señal de saludo.

Esperaba que me diera un sermón por estar en su oficina, o en su vida, o cualquier otro tipo de comentario huraño, pero me devolvió la sonrisa.

—Lamento tanto haberte hecho esperar, Tricia. —Yvonne le cerró la puerta en la cara a Fred y caminó hacia nosotras para saludar a Tricia como si fuera un primo a quien no hubiese visto desde hacía tiempo. Tricia, al tiempo que Yvonne la abrazaba, hizo una mueca por encima de su hombro y señaló la caja de música con la mirada.

Asentí comprensiva pero, ¿qué podía hacer? Yvonne ya se estaba girando para verme.

—Tienes un aspecto horrible, Molly —fue el saludo que me dedicó.

—Me alegra saberlo, Yvonne, porque en realidad me siento pésima —devolví. Yvonne se acomodó el pelo, a la vez que ponía las bolsas en el suelo; y ahí fue cuando me di cuenta: tenía un color de pelo diferente al del día anterior. Estaba al menos tres tonos más claro, había abandonado el reino del rubio para entrar en un área de batido de melocotón. Llegaba tarde porque le había pagado a Sacha, su estilista croata, para que se levantara al alba y le tiñera el pelo. A las nueve de la mañana, Yvonne ya era un hueso duro de roer. No podía imaginar cómo debía ser Yvonne a las seis. Lo único que deseaba es que Sacha le hubiese cobrado una fortuna.

—Tú, en cambio, tienes un aspecto increíble —contesté con retardo y me deslicé hacia la mesita para situarme frente a la caja de música abierta y, así, impedir que la viese.

—No, no. No paro de llorar. No duermo. Me parezco a la mismísima Muerte.

A espaldas de Yvonne, Tricia apuntó de nuevo con sus ojos, lo que no me era de mucha ayuda.

—Entonces la Muerte debería estar en la próxima portada, porque tienes un aspecto sensacional —dije, después de tragar saliva.

—Oh, me he arreglado un poco el pelo. —Se lo tocó con estudiada despreocupación—. Quiero tener buen aspecto en el funeral de Teddy. Por una cuestión de respeto. —Al mencionar a Teddy, sus ojos se dirigieron a la caja de música. No había podido recorrer la distancia que me separaba con suficiente rapidez. Vio la tapa abierta y dio un grito ahogado como si hubiese visto un fantasma. Un pequeño fantasma con forma de condón se me vino a la mente; esperaba que solo yo lo estuviera imaginando.

Yvonne avanzó hacia la caja de música y la recogió como si fuera un cachorro herido.

—¿Por qué está esto abierto? —Antes de que Tricia y yo tuviéramos tiempo de arriesgarnos a mentir, continuó—. Maldita gente de la limpieza. Debería despedirlos a todos.

—¿Falta algo? —procuré sonar como Rebecca de Sunnybrook Farm, consciente de que mi interpretación de Shirley Temple nunca había sido efectiva con mi madre y, por ende, tenía pocas posibilidades de funcionar con Yvonne.

—No debería estar abierta. Nunca más. —Yvonne dio un golpecito a la tapa cerrando la caja y la volvió a colocar en su lugar.

Tricia cerró los ojos un momento, buscando la fortaleza necesaria para enfrentarse a una reunión con una clienta chiflada. Debería haber sentido un poco de compasión por ella, pero no podía dejar de pensar por qué la caja ya no debería estar abierta nunca más. ¿Porque la caja le pertenecía a Teddy y él estaba muerto? ¿Teddy tenía la llave porque era el único autorizado para abrirla? ¿La llave automática le pertenecía a Teddy? ¿De qué hotel era?

Si podía lograr que Tricia, por cualquier motivo, le sugiriera a Yvonne conversar en la sala de reuniones, podría volver a inspeccionar la caja de música y descubrir de dónde provenía la llave automática. Además de derramar mi taza de café sobre el escritorio de Yvonne, no se me ocurría ninguna excusa que las obligara a trasladarse. Sostenía la taza, pensando en cuánto desorden podía realizar, cuando la puerta se abrió de golpe.

—¡Maldita sea! ¿Qué sucede? —ladró Yvonne.

—Podéis continuar si lo deseáis, pero se trata de un asunto de vital importancia que no puede esperar. —Brady Cooper, subdirector de publicidad, con cara de lamentar más la interrupción de sus vacaciones que la muerte de su superior inmediato, permanecía de pie en la puerta de entrada, con los brazos cargados de carpetas sujetadas de manera tan precaria que amenazaban con caer en cascada al suelo. Fred estaba detrás de puntillas, intentando ver por encima del hombro de Brady; una dura tarea, no porque Brady sea muy alto, sino porque Fred es muy bajo.

Brady es un tipo medio: estatura media, contextura media, color medio, intelecto medio, personalidad media. Brady hace lo que puede para apañárselas, considerando que ha nacido sin el gen de la risa. A Brady nada en el mundo le parece divertido. No es de esos tíos que están todo el tiempo enfurecidos por la injusticia que hay en el mundo, ni nada patológico o divertido que se le parezca. Simplemente es una persona sin sentido del humor. O sin el sentido de la ironía suficiente como para percibir cuándo se están burlando de él porque no entiende una broma.

Eso, por supuesto, le convierte en el blanco favorito del cuerpo de escritores o de cualquier asistente que tenga una broma decente para contar. O, mejor aún, para gastarle. Algo en Brady, hace despertar en nosotros al joven del instituto; deberíamos estar avergonzados por lo mucho que nos mofamos de él, pero si no nos lo pusiese tan fácil, probablemente pasaríamos a otra cosa.

—He intentado… —comenzó a decir Fred, a espaldas de Brady.

—No lo suficiente —refunfuñó Yvonne.

—Comprendo que estéis en una reunión importante y detesto interrumpir, pero tenemos serios problemas que demandan tu atención con extrema rapidez —insistió Brady.

—¿Serios problemas?

—Irregularidades. —Brady titubeó antes de decidirse. Le incomodaba que Tricia y yo estuviésemos en la habitación, y no parecía estar dispuesto a decir nada más hasta que nos fuéramos.

—Tal vez Tricia y yo deberíamos volver luego —propuse, sin esperar que Tricia me dirigiera una mirada tan feroz.

—Sería de mucha ayuda para nuestra agenda si tuviéramos un momento para tomar algunas decisiones —dijo Tricia, en un tono muy profesional.

—¿Qué necesitas que sea decidido esta mañana, Tricia, cariño? —La mirada preocupada de Yvonne permanecía posada en Brady.

—Al menos, necesitaríamos elegir el lugar, para que yo pudiera arreglar una visita para hoy por la tarde con la señora Reynolds y contigo.

La mención de Helen hizo que Yvonne volviera la mirada hacia Tricia.

—Tú elige el lugar. Y luego nos avisas a la señora Reynolds y a mí de cuándo debemos estar allí. Gracias.

Habíamos sido expulsadas incluso antes de que nos indicara la salida con un ademán. Tricia estuvo a punto de protestar, pero ni siquiera tuvimos tiempo para algo tan inútil. Ni para enterarnos de qué era lo que le estaba causando palpitaciones a Brady.

—Gracias, Yvonne —dije, y acompañé a Tricia, pasando por el costado de Brady y Fred, hacia la redacción. Fred se despegó de Brady y trató de seguirnos, pero me di la vuelta y golpeé su hombro con la mano, para detenerlo.

—¿Sí?

—¿Habéis hecho que se disguste? —preguntó Fred muy serio.

—No, creo que Brady y tú os habéis encargado de eso —dije y le palmeé el hombro.

—Me ha parecido escuchar sus gritos, a través de la puerta —insistió Fred.

—Su caja de música estaba abierta —explicó Tricia.

Fred cerró los ojos con fuerza y se restregó las sienes. Mientras observábamos su gesto con atención, Tricia y yo intercambiamos una mirada de regocijo: al parecer, el fiel y buen criado estaba a punto de explicarnos el significado de la caja de música y de las implicaciones de que estuviese o no abierta.

—Que Dios me ayude, necesito un trabajo diferente —gimió Fred. Tricia y yo cruzamos una mirada de decepción: no iba a explicarnos nada.

Fred se escabulló hacia su escritorio; Tricia y yo continuamos en dirección al mío.

—¿Bebe? —murmuró Tricia mientras nos alejábamos.

—¿Tu no lo harías en su situación? ¿Por qué lo preguntas?

—Porque podríamos atosigarlo con dulces cócteles femeninos y hacer que nos cuente todo lo que sabe. Los asistentes siempre lo saben todo.

Tenía sentido. El dedo que controla el botón de pausa puede hacer volar el mundo entero. Sabía que Fred era responsable por todas las facetas de la vida de Yvonne: todos podíamos escucharlo despotricar con asiduidad. Pero, ¿estaría dispuesto a correr el velo sobre Yvonne y Teddy? Yo podía interrogarlo sin acusar a Yvonne de asesinato. Aunque tal vez, Fred albergaba sus propias sospechas.

Sin embargo, era probable que Fred no fuese la fuente principal. Eché un vistazo alrededor y me alegré al ver a Gretchen —a pesar de que las lágrimas le corrían por el rostro— al otro lado de la redacción. De mujer a mujer, tal vez podría arrancarle más información a Gretchen que a Fred. Y al tratarse de la asistente de Teddy, era probable que me enterase de cosas más valiosas. Debería haber pensado antes en ello.

Tricia le echó un vistazo a Gretchen, que tenía los ojos hinchados de tanto llorar. Su crispación emocional tal vez podía jugar a mi favor, así que le hice un ademán a Tricia para que me siguiera hasta donde estaba Gretchen.

No intentaba esconder las lágrimas, pero los que estaban sentados cerca de ella no parecían notar su llanto. Claro que se había pasado llorando las últimas veinticuatro horas, y todos tenían cosas que hacer.

—Hola, Gretch. ¿Qué sucede? —Le alargué mi brazo, ella se deslizó por debajo y apoyó la frente sobre mi hombro.

—¿Está muy furiosa? —murmuró.

—Como siempre.

—Quiero decir respecto a Brady y los anuncios.

—Nos ha echado antes de que se pusieran a hablar en detalle. Ha dicho algo acerca de ciertas «irregularidades». ¿Qué está pasando?

Gretchen dudó, lanzando una mirada indecisa a Tricia.

—Está bien, te acuerdas de mi amiga Tricia, ¿verdad? —Tricia le dirigió a Gretchen una de esas sonrisas convincentes que emplea con sus clientes, el tipo de sonrisas que hace que la gente desembolse grandes sumas de dinero sin pensárselo dos veces—. ¿Qué sucede?

Gretchen echó una mirada a la redacción, y después se dirigió a la oficina de Teddy, observándonos mientras la seguíamos. No me agradaba la idea de volver a pisar la oficina de Teddy, pero sí que Gretchen estuviera dispuesta a contarnos algo que mereciera una cierta privacidad.

—Sé que él intentará culpar a Teddy. Pero Teddy nunca habría hecho nada para perjudicar a la revista. —Tomó aliento de forma entrecortada y su voz subió varias escalas—. Nunca habría hecho nada que lastimase a nadie. Nunca habría…

—Gretchen. —No imaginaba hasta dónde llegaría con su octava, pero sabía que haría estallar los cristales. No podía permitir que Gretchen se volviese demasiado operística.

—¿Estás hablando de irregularidades financieras? ¿Ha desaparecido dinero? —pregunté.

—Eso es lo que dice Brady, pero está equivocado. Sé que lo está. Teddy nunca…

—Sí, nunca perjudicaría a nadie. Estoy segura de que Brady e Yvonne aclararán esto antes de que salga a la luz.

—Solo pretendo que no ensucien al pobre Teddy. —Gretchen procuraba tranquilizarse.

—Todos queremos proteger la memoria de Teddy, Gretchen. Por eso necesito que seas completamente honesta conmigo. ¿Podrás hacerlo?

Gretchen parecía encogerse ante mis ojos.

—Lo intentaré —susurró.

No quería dar muchas vueltas y darle tiempo a Gretchen para que se recompusiera. Si pretendía dibujarle un lado más al triángulo, tenía que ir directa al grano y hacer mi pregunta.

—¿Cómo puedo ponerme en contacto con Camille Sondergard? —disparé.

Gretchen explotó en un llanto con tanta fuerza que casi me hizo retroceder. Miré a Tricia, perpleja. No era la reacción que esperaba. Tricia observó a Gretchen con asombro distante, como el de un niño mirando a una hiena en el zoológico.

—Gretchen…

—¿Cómo lo sabes? —gimió. Pobrecilla. No solo se había encargado de toda la basura de Teddy en vida, sino que ahora intentaba defender su honor, bastante cuestionable por cierto, tras la muerte.

—Su PDA. Hablé con el detective. Pero necesito hablar ahora con Camille.

—¿Por qué?

—Necesito hacerlo. Por Teddy. —Decirle a Gretchen que intentaba resolver el crimen era casi como publicar un anuncio en el Times del domingo; por tanto, debía tener cuidado.

—Habían terminado.

—Aun así…

—Estoy confeccionando la lista de invitados para el funeral —manifestó Tricia con suavidad—. De hecho, necesitaría que luego nos sentemos juntas para repasar algunos nombres. Pero no sería apropiado que la señorita Sondergard asistiera, a excepción de que esté dispuesta a presentarse únicamente como una colega de trabajo. Esa es una conversación que Molly se ha ofrecido a tener con ella.

Para mí era una novedad, pero con todo, una brillante idea. Un atisbo de sonrisa apareció en los ojos de Tricia. Sabía que era una gran idea y que yo quedaría en deuda con ella. Pero, en ese momento, estaba centrada en que Gretchen estuviera dispuesta a cooperar. Tricia es muy buena para estas cosas; en hacer que sus ideas parezcan que pertenecen a otros. Ese puede ser un rasgo peligroso en un amigo, pero es fantástico cuando tiene la voluntad de ayudarte cuando lo necesitas.

Gretchen se quedó pensativa un momento, gesticulando con los labios de forma extraña.

—Tengo el número —admitió finalmente.

—Gracias. —Le di un ligero abrazo—. Eso me ayudará.

Asintió, aunque no del todo convencida. Sacó una libreta de notas del bolsillo, escribió un número en ella, y me lo tendió. Decidí tentar mi suerte.

—¿Hay alguien más? —pregunté con la mayor naturalidad posible—. ¿Alguien que pudiera representar un problema?

El llanto comenzó a brotar otra vez. Abrió bien los ojos para evitar deshacerse en lágrimas, pero no funcionó. Tricia, con rapidez, le tendió un kleenex, Gretchen lo cogió y, en vez de usarlo, lo retorció nerviosa.

—Me gusta mucho trabajar aquí, Molly —protestó.

—No van a despedirte. Nadie sabrá siquiera que hemos estado hablando.

—¿Por qué ha tenido que pasar esto? Está tan mal. No es justo. —Gretchen se hundió en el sillón junto a la puerta.

—Todo esto apesta —concordé, adoptando actitud de columnista—. Pero no hay nada que podamos hacer, excepto recordarle con amor y procurar que el resto de la gente haga lo mismo. Eso significa que debemos aprovechar cualquier posibilidad de minimizar el dolor de su familia y de sus amigos.

Al parecer, había conseguido poner las cosas en el plano de la sinceridad, pues Tricia arqueó las cejas en señal de aprobación y el llanto de Gretchen disminuyó. Tricia le tendió otro kleenex que, esta vez, Gretchen utilizó para secarse las lágrimas y sonarse la nariz. Al finalizar, respiró profundo.

—Hay alguien más, pero no creo que sea necesario que habléis con ella. Sabe muy bien cómo mantener las apariencias —respondió al fin.

—¿Quién es, Gretch?

—Yvonne.

Mi primer impulso fue el de saltar y gritar «¡gol!», pero simulé estar impresionada.

—¿De verdad?

—Sabrá comportarse, ya que él acababa de terminar la relación con ella y no querrá que nadie se entere.

—¿De verdad? —De hecho, ahora sí estaba sorprendida. Creía que todas las señales indicaban que el romance seguía vigente.

Gretchen asintió vigorosamente.

—Él la dejó.

—¿Por qué?

—¿Por qué? Porque Helen se enteró y se puso furiosa. Por casualidad les escuché discutir una noche, la semana pasada, aquí en la oficina. Ella estaba lista para… —Gretchen se detuvo, horrorizada por el final que tenía la frase. De hecho, se tapó la boca con la mano.

—No lo digas —le aconsejé. No porque fuera una idea distinta a la que yo tenía, sino porque era horrible de manifestar.

—No quise decir eso —gimió por detrás de su mano—. No le digáis a nadie que he dicho eso.

—No te preocupes.

—No creeréis que Helen pudo…

—Por supuesto que no —respondí con una convicción extra y me encaminé hacia la puerta antes de que pudiese preguntarme cualquier cosa que fuera difícil de responder. Tricia me siguió, pero se detuvo un instante para apoyar su mano en el brazo de Gretchen.

—Me mantendré en contacto por lo de la lista de invitados. Gracias por todo lo que has hecho —le dijo.

Gretchen prorrumpió en un nuevo llanto, y salimos cerrando la puerta a nuestro paso.

—Maldición —solté.

—Eso no significa que estés equivocada. —Tricia me condujo hacia mi escritorio.

—Maldición —repetí.

—Y aunque estés equivocada, no has hecho nada malo además de pensar cosas malvadas acerca de ella, algo que en realidad ya hacías antes; así que no pasa nada.

—Maldición. —Comenzaba a obsesionarme con el término.

—Salvo que odies estar equivocada.

Me detuve en mi escritorio y recogí nuestros bolsos del cajón inferior; el bolso de Tricia me gustaba más que el mío. Yo llevaba mi bolso Fendi negro de bandolera. Me encanta. Es probable que me entierren con él, pues para entonces lo tendré incrustado al hombro. Ella llevaba su bolso de piel Kate Spade que no tenía siquiera un rasguño; tomarme un instante para codiciárselo me distrajo por un rato de pensar en otras cosas.

—No vas a responder nada a eso, verdad —me reprendió Tricia, mientras nos dirigíamos al ascensor.

—Ese es el punto. No siento que pueda estar equivocada. Pero es solo una sensación.

—Cuando se trata de una investigación de homicidio, creo que a eso se le llama corazonada. No subestimes su importancia. Si tú crees que no estás equivocada, probablemente no lo estés.

Su seguridad me hizo sonreír a pesar mío: «Eres una amiga increíble, ¿lo sabías?».

—¿Es eso una corazonada?

—Más que eso.

—Entonces, gracias. ¿Cuál es el siguiente paso?

—Tú sigues adelante con la organización del funeral. Llámame para el momento del ensayo y yo me encontraré contigo allí.

—¿Adónde vas? De esa manera sé hasta qué punto debo preocuparme por ti.

—Parafraseando a mi padre, voy a encontrarme con una mujer para hablar de su perro.