Capítulo 11
—¡Dios! ¿Dónde has estado? —preguntó Yvonne, no con el tono de alguien que está contento o aliviado de verte, sino con el del que habría estado igual de satisfecho de ver mi cadáver devorado por chacales o de verme de pie junto a la puerta de la sala de reuniones.
—Lo siento, ¿me estaban buscando? —No quería responder a su pregunta, pues la verdad era que había estado en su oficina a cuatro patas violando nuevamente su caja de música. Bueno, en realidad no se trataba de una violación, ya que tenía la llave, sino que se trataba de entrar sin permiso, lo que también era ilegal en cierta forma. Pero había obtenido lo que necesitaba. Aunque por muy poco.
Mientras retornaba a mi oficina de la reunión con Garret Wilson, mi preocupación por las declaraciones de Camille sobre Helen habían cedido terreno a la adrenalina que genera cerrar un trato. La mayoría de las cosas que escribo —fuera de lo que es la columna— son para nuestra revista, así que es una cosa completamente diferente salir al mundo real a lanzar ideas por cuenta propia. Y la mayoría de las cosas que hago para fuera, en forma independiente, son cosas livianas, escritos hechos a la ligera para amigas como Stephanie u otras revistas. Pero esto era algo totalmente distinto, y capaz de hacer estallar mis venas con tal de guardar la noticia solo para mí. Porque ¿a quién le podía decir en Zeitgeist: «¡Hey, tíos, he conseguido un muy buen curro escribiendo sobre cómo nuestra jefa mató a Teddy! ¡Venga! ¡Vamos a celebrar que yo invito a las copas!»? No me parecía conveniente.
Dejé a un lado la preocupación por Helen, contuve la adrenalina, y me quité un aro. Guardé el aro en el bolsillo de mi falda —que ya contenía la llave de la caja de música— y fui al encuentro de Fred.
Fred me vio venir, sus ojos se agrandaron en señal de advertencia detrás de sus gafas sin aros.
—No querrás encontrarte con ella —dijo en un silbido, cuando me aposté frente a su escritorio.
—No, no quiero. Pero, ¿por qué no debería?
—Es verdad que esta semana ha sido dura para todos, pero esta mujer está fuera de control. Las hormonas, las emociones, los medicamentos, en algún punto debe haber perdido el equilibrio; no llegaré vivo al viernes a este ritmo.
—Ya es miércoles, Fred. Lo peor ha pasado. Resiste. ¿Está en su oficina? —pregunté, rezando para que la respuesta fuese…
—No. Está en la sala de reuniones con Brady, salvo que este se haya estrangulado con el cinturón como haría cualquier persona inteligente.
—¿Siguen con el asunto de las irregularidades?
—Seguro que a estas alturas Yvonne ya habrá pasado a difamar a su madre.
—Pobre hombre. Bueno, en realidad no necesito verla, necesito su oficina.
—¿Perdona?
—He perdido un pendiente y creo que ha sido esta mañana, cuando Tricia y yo estábamos esperando a Yvonne —dije, tras enseñarle el lóbulo vacío de mi oreja derecha.
—¿Por qué? ¿Habéis estado jugando? —Los ojos de Fred brillaron.
No pude evitar reír, me había cogido por sorpresa, y eso le complació enormemente.
—Mi secreto está a salvo contigo, ¿verdad, Fred?
—Por supuesto que no. —Apuntó con la cabeza hacia la puerta del despacho de Yvonne—. Sírvete.
La puerta estaba cerrada, así que no me sentí muy sospechosa por cerrarla de nuevo tras de mí. Fui directamente hacia la caja de música y me arrodillé en el suelo frente a ella, para respaldar la excusa del pendiente perdido en el caso de que Yvonne volviese mientras yo estaba… investigando.
Saqué la llave automática del compartimiento escondido y me tomé una pausa antes de darle la vuelta. ¿Deseaba que fuera del St. Regis? ¿Deseaba que Yvonne fuese culpable, o tan solo quería tener la razón? Antes de que pudiera decidirme, observé que había algo más dentro del compartimiento. Cuando solo unas horas antes había abierto la caja de música pensé que el compartimiento estaba hecho de materiales más ligeros que el resto de la caja. Ahora veía que, en realidad, había una capa de pequeños pedazos de papel rotos.
Invertí la llave automática: el St. Regis. Solté el aire en un largo y silencioso silbido, e intenté decidir cómo me sentía. No podía. Eso parecía indicar que estaba apuntando en la dirección correcta, pero el camino podía bifurcarse. Helen podía haber tropezado con Camille porque sabía lo del St. Regis. O Helen podía haber tropezado con Camille porque sabía lo de Yvonne y le había seguido el rastro hasta el St. Regis. De una u otra manera, definitivamente debía pasar por allí esa tarde.
Coloqué la llave automática a un costado, y extraje los pedazos de papel del fondo del compartimiento. Era una hoja de papel muy bonito que había sido rasgada en pequeños cuadrados. Intenté juntar los papelitos para armar el rompecabezas en la palma de mi mano. Según creía, era la letra de Yvonne; estaba buscando algún sentido a lo que había escrito, hasta que vi «Querido Teddy…» en uno de los pedazos. Me vinieron sentimientos contradictorios. La investigadora que había vendido un artículo a Garret Wilson pensó: «Qué agradable». En cambio, el corazón de la colega que conocía a los dos se sintió un poco deprimido. Una carta de amor hecha trizas y una llave automática de un hotel. Las dos cosas me hicieron sentir inesperadamente triste.
Las guardé y volví a colocar la caja de música en el estante, consciente de que no podía quedarme sentada en el suelo del despacho de Yvonne y jugar al rompecabezas. Me estaba poniendo de pie, sin una pizca de elegancia dado el angosto talle de mi falda, cuando se abrió la puerta de la oficina. Cambié mi actitud de levantarme, y me zambullí entre la mesita y el sofá, con la mano escondida bajo el asiento, mientras estrujaba los fragmentos de la nota para hacer una bolita lo más pequeña posible.
—¿Has tenido suerte? —preguntó Fred, simulando estar interesado en mi búsqueda.
—Aún no —repliqué, intentando hacer convincente mi representación de una mujer tan desesperada por encontrar un trozo de malaquita y plata, que era capaz de revolcarse entre los muebles.
—¿Te molesta si te hago una pregunta de cotilla? —dijo Fred, tras entornar suavemente la puerta.
Me quedé petrificada. Sabía que no podía ver mi mano desde su posición, pero estaba tan nerviosa como para imaginar que Fred se quitaba las gafas y revelaba su verdadera identidad como Superman, con su visión de rayos X y todos sus superpoderes. Tenía que optar por decir la frase menos incriminatoria.
—¿Qué? —me decidí.
—¿Esto estaba abierto cuando entraste? —Fred se colocó de un salto junto a la caja de música y la cogió. Lo debería haber besado por eso, ya que me dio la oportunidad de ponerme de pie, dar un paso por detrás como si quisiese echar un vistazo a la caja por encima de su hombro, y guardar la bola de papel en mi bolsillo, fuera de su campo visual, tuviese o no rayos X.
—Me temo que no le he prestado atención.
Fred bajó la tapa con firmeza, asegurándose de que quedara cerrada, y volvió a colocar la caja en su lugar.
—Lo último que necesitamos es que Yvonne comience a ver fantasmas.
—¿Fantasmas?
Fred, con gesto melodramático, miró hacia atrás para ver por encima de su hombro y, así, cerciorarse de que no hubiese nadie merodeando cerca de la puerta, luego se inclinó hacia mí con aire cómplice.
Ese movimiento y la diferencia de estaturas dejaron a Fred apostado casi a la altura de mis pechos, pero como se trataba de Fred y estaba por decirme algo importante, lo dejé pasar.
—Es un juego que tenían Teddy y ella.
—¿Un juego? —repetí, para darle ánimos a que prosiguiese.
—Él solía dejarle mensajes en la caja de música, y dejaba la tapa abierta para que ella supiese cuando tenía que mirar.
¡Bravo! Ahora sí que tenía ganas de besarlo, pero no podía arriesgarme a distraerlo.
—No te creo —dije, y asintió con solemnidad—. ¿Cómo lo sabes? —decidí presionar un poco más.
—Una vez me llamó, totalmente desesperada, cuando estaba en una reunión al otro lado de la ciudad. Me dijo que había salido corriendo por la mañana, que había olvidado registrarla, que era una catástrofe, que Teddy no debía enterarse, y todo tipo de cosas histéricas por el estilo. Me hizo jurar que mantendría el secreto y me pidió que inspeccionase la caja.
—¿Estaba abierta?
Asintió, pero con menos solemnidad.
—Había una caja de cerillas del restaurante Nobu. Ella me dijo que sabía exactamente qué significaba, y que me concedía quince minutos extra para el almuerzo, simplemente porque la vida era fantástica.
—Entonces, ¿crees que se encontraron para cenar?
—Por lo menos. —Fred ladeó la cabeza como un cachorro esperando instrucciones. Esperaba una reacción de mi parte, y supuse que era mejor darle una.
—¿Quieres decir que Yvonne y Teddy…? —dije, con los ojos agrandados.
Fred se llevó el dedo a los labios, me guiñó el ojo y me pidió que me callara. Mientras continuaba con mi simulación de estar conmocionada, comencé a hacer cálculos. Si una caja de cerillas de restaurante significaba «vayamos a cenar», entonces una llave automática de hotel significaba «vayamos a la cama», y esa misma llave con una carta de amor hecha trizas significaba… ¿qué?, «¿Debemos hablar?», «¿Te voy a dejar?», «¿No me dejarás?». Necesitaba salir de allí y juntar todas las piezas, tanto a pequeña como a gran escala.
—Después de esa ocasión, comencé a observar periódicamente la caja de música. Suponía que los días en que estuviera abierta, ella estaría muy contenta y mi infame vida de servilismo sería algo menos sombría —continuó Fred, arrobado por su dramatismo.
—¿Y ese mecanismo funcionaba?
—Hasta el lunes pasado. La caja estaba abierta, pero ella no parecía estar contenta al respecto. —Fred frunció el ceño, como si considerase el hecho por primera vez, y se encogió de hombros—. Y luego estaba abierta esta mañana, cuando Tricia y tú estabais aquí; al marcharos vosotras comenzó a decir, en medio de un estado febril, que era un mensaje del más allá y demás cosas producto de la histeria. —Perfecto, pensé. No solo estaba incriminando a Yvonne por asesinato —más allá de lo que dijese Camille de Helen— sino que además provocaba que viera fantasmas. Debería ser elegida «Empleada del Mes».
Fred señaló con desdén la caja de música.
—Es solo una baratija, seguro que se ha roto el cerrojo. —Si pudiésemos hacer que Yvonne creyese en esa teoría, cavilaba. Y si podría haber una salida elegante en ese momento.
—¿Has tenido suerte? —continuó Fred.
—No, debe de habérseme caído en otro sitio. —Me toqué el lóbulo de la oreja y puse rumbo hacia la puerta—. De todas maneras, gracias por dejarme echar un vistazo.
—Existo para servir —dijo Fred con voz cansina.
Me apuré a salir, deseaba estar fuera de la oficina antes de que regresara Yvonne en especial si estaba de mal humor. Lo que necesitaba ahora era encontrar un buen lugar donde poder rearmar la nota, ya que no era exactamente una operación que pudiese realizar en medio de la redacción. En realidad, en ningún otro lado. Nuestras oficinas no habían sido diseñadas con el propósito de mantener la privacidad. Excepto la sala de reuniones, pero como Yvonne estaba allí se convertía en territorio prohibido. El único lugar en el que podía hacerlo sin interrupciones y sin ser observada era el aseo de señoras. Por desgracia, para llegar allí, debía bordear la sala de reuniones.
Caminé con paso enérgico, cabeza gacha, y rostro pensativo, rezando para que la puerta estuviese cerrada. Pero mientras me acercaba, podía escuchar la voz de Yvonne con suma claridad, así como la de Brady y Gretchen, quienes, desesperados, procuraban meter baza. Por desgracia, la puerta estaba abierta.
Yvonne estaba en la cabecera del fondo de la mesa, con Gretchen y Brady a los costados. Había carpetas, material gráfico y archivos de facturas desparramados sobre la mesa. Yvonne era la imagen de la ira, una verdadera arpía. Brady tenía aspecto de estar a punto de ir a ofrecerse como voluntario para la marcha fúnebre de Baatan. —Para el caso de que pudiera abandonar la sala—. Y Gretchen lloraba en voz baja, pero con profundidad.
Continué mi caminata, tras pasar por delante de la puerta con la mirada baja. Sin embargo, sentí una voz fuerte y estridente, como si se hubiese activado una alarma en el Guggenheim.
—¡Molly! Dios. ¿Dónde has estado?
—Esto no es asunto de Molly… —comenzó a decir Brady.
—Y este no es el único asunto que tengo que atender —rugió Yvonne—. ¡Sorpresa! ¡Tengo otras preocupaciones! —dijo histriónica. Aunque tenía los ojos posados sobre Brady, me señaló bruscamente con su garra perfectamente cuidada, con tanta fuerza y precisión, que me petrificó como si fuese una lanza con la punta envenenada. O, más precisamente, una ICBM, un arma completamente equipada—. ¡No te muevas! —Permanecí en la puerta.
Brady se hundió derrotado en el sillón. Gretchen procuraba mantenerse firme.
—Ha sido pagado. Teddy no me habría dicho que lo incorporase al sistema sin que estuviera pagado. Es un error de Contabilidad —decía.
—Otras preocupaciones. ¿Me escuchas? —Yvonne volcó todo el calor de su ira hacia Gretchen.
—Sí, señora —objetó Gretchen.
—¿Puedo ayudar en algo? —dije, más con intención de distraer a Yvonne, que de involucrarme.
Yvonne levantó la garra otra vez para ordenarme que esperara, mientras perforaba con la mirada a Gretchen.
—Aunque eso fuese todo lo que me importara en este momento. ¿Qué eres tú? —le dijo a Gretchen.
Gretchen no pareció entender la pregunta. Me miró de pasada con cara de pánico, posteriormente volvió la vista a Yvonne, que se le acercó, colocándose al alcance de los escupitajos.
—Una asistente. —Yvonne lo dijo como si fuese una maldición en alguna lengua antigua, y Gretchen se estremeció como si lo hubiese entendido desde los huesos.
En sexto grado, le di un puñetazo a Justin Dietrich en la nariz porque había llamado gorda a Amanda Mapleton. Lo era, pero también era estúpido y mezquino que Justin armase un problema de eso. Tales instintos no desaparecen con el tiempo, incluso cuando alguien como Yvonne está dispuesto para el ataque. Entonces debía involucrarme. Caminé hacia la mesa para intentar descifrar sobre qué discutían.
—¿Qué es todo esto, Brady?
Brady no atinó a protestar esta vez. Debió pensar que viviría más años si otro se hacía cargo de soportar las críticas por un tiempo.
—Tenemos un anuncio irregular, y estamos cerca de que venza la fecha límite para publicarlo. No podemos encontrar el cheque de la agencia, ni tampoco localizarlos por teléfono. —Me extendió una carpeta que decía Nachtmusik Agency, pero opté por no mirar y creer en su palabra—. Sophie aún está de baja por enfermedad y su asistente no es de mucha ayuda. No sería capaz de rastrear un pago aunque fuese en monedas metidas dentro de sus medias —ironizó. Mis instintos protectores tenían límites. Conozco a Wendy, la asistente en cuestión, y debo decir que Brady estaba siendo piadoso.
—Por tanto, ¿lo van a sacar de la revista?
—¡No! —dijo Gretchen, golpeando el suelo con el tacón—. Recuerdo cuándo Teddy se encontró con los de la agencia, recuerdo cuándo me mostró el cheque. El anuncio está en regla. Si Teddy estuviese aquí…
Gretchen se disolvía en lágrimas otra vez, derretida en el asiento.
—¿Alguna otra pregunta? —Yvonne me miró con desdén, como si fuese mi culpa.
Por qué no, me dije.
—¿Es un buen anuncio?
Gretchen asintió con rapidez a pesar de las lágrimas y me extendió una hoja de papel a través de la mesa. Era tan solo el primer boceto, pero aun así era efectista. Mostraba la pierna de una mujer de la rodilla para abajo con el pie en un hermoso y simple zapato negro con tacón que alrededor tenía envuelta una encantadora pieza de joyería, a falta de un mejor término. Era una vid con cadena de oro que tenía flores doradas y piedras preciosas engastadas en el centro. Otras vides con otros diseños y combinaciones de colores yacían junto al pie de la mujer. Al parecer, se debían deslizar hacia arriba por el tacón del zapato. El artículo decía: «Camina sobre una belleza siempre cambiante. Joyas para zapatos, de Nocturne». Y anunciaba una página web.
—Bonito anuncio y buena idea —admití.
Gretchen asintió de nuevo, intentando controlar sus lágrimas.
—Teddy decía que era una nueva marca muy prometedora. Hablaba mucho con ellos, incluso le había dicho a la agencia que podía tener la página justo al lado de tu columna, Molly —dijo Gretchen.
Teddy siempre bromeaba con que podía conseguir una bonificación extra por la página que está frente a mi columna, ya que una encuesta había indicado que soy una de las primeras cosas que la gente lee. Yo, el horóscopo y los consejos para adelgazar. Los que ofrecen respuestas rápidas son leídos antes.
—¡Sensacional! —exclamó Brady—. Espero que se hagan ricos y famosos. Pero, ¿qué hizo Teddy con el cheque?
Deslicé el material gráfico hacia Gretchen. Sabía que lo que realmente le molestaba a ella era la insinuación de que Teddy no hubiese hecho bien su trabajo, y no el destino de la nueva compañía. Aunque habría sido una lástima para ellos recibir ese golpe por el solo hecho de que Teddy ya no estaba. También era una lástima romperle el corazón a Gretchen y hacer miserable la vida de Brady, simplemente porque Yvonne no podía manejar la culpa de haber estado con Teddy.
—Aún nos quedan un par de días para resolverlo, ¿no es verdad? ¿Tal vez Gretchen podría ayudar a Wendy a rastrear el cheque? —pregunté, mientras le dirigía a Yvonne y a Brady mi mejor sonrisa de animadora de Zeitgeist.
La cara de Gretchen se iluminó de inmediato, y observó la reacción de Brady, pues era suficientemente inteligente como para no mirar a Yvonne. Pero Brady era lo bastante listo como para no responder hasta que lo hiciera Yvonne. Y yo era lo suficientemente perspicaz como para saber que había hecho todo lo que podía, y que cualquier insistencia de mi parte nos habría jugado en contra a todos.
Yvonne batallaba con un par de demonios internos, hasta que se giró hacia Brady y nos dio la espalda a Gretchen y a mí.
—El viernes. Quiero el asunto cerrado. Encárgate de ello. —Y salió a toda prisa; no tuve la posibilidad de registrar la reacción de Brady o de Gretchen, ya que me arrastró consigo y, en un segundo, ya estábamos en el pasillo—. ¿Qué ha dicho Tricia?
—Aún no he hablado con ella —dije, fingiendo no haber acusado el golpe por el repentino cambio de tema. Aunque tal vez, no habíamos cambiado de tema en absoluto. En cierto modo, todo eso tenía que ver con Teddy. Y tan pronto como pudiese retirarme a algún sitio para leer la nota, comprendería mucho mejor el porqué.
—Quiero respuestas.
Tuve que morderme el labio para no gritar: «¡Yo también! ¡Y también la policía!». Pero opté por asentir comprensivamente.
—Deja que la llame y le pregunte en qué parte del proceso está. Tricia es meticulosa, no tomará decisiones apresuradas, o sin haberse informado lo suficiente —dije.
—Eso espero.
Durante un momento incómodo, no supe si me estaba despachando o no. Durante un momento más incómodo aún, Yvonne observó con odio la mano en mi bolsillo, la que sujetaba los fragmentos de la nota. Incluso chasqueó los dedos, como a la espera de que sacara la mano y le mostrara su contenido.
—Entonces, llámala —dijo.
Con gran alivio, deslicé mi mano fuera del bolsillo, dejé la nota oculta en su interior y le mostré mi mano vacía.
—No tengo mi móvil por aquí. Déjame que lo intente buscar en mi escritorio.
Yvonne dio el suspiro arrogante que dan los jefes que piensan que sus empleados son imbéciles —los jefes que así lo creen nunca parecen darse cuenta que si eso fuese verdad, no hablaría muy bien de sus habilidades para contratar gente y para la dirección de la compañía— y se fue con paso airado hacia su oficina. Permanecí donde estaba, dichosa de poder crear cierta distancia.
Lo que también creé, por desgracia, fue la impresión de estar aguardando a Brady y a Gretchen, lo que complació a ambos cuando me vieron al salir de la sala de reuniones. Brady, de hecho, me lo agradeció antes de seguir camino hacia su oficina, y Gretchen me rodeó con los brazos en otro de sus abrazos de boa constrictora.
—Gracias, Molly.
—Lo único que he hecho es persuadirla de que espere un poco más, Gretchen. ¿Crees que puedes aclarar esto a tiempo?
—Por supuesto.
—Teddy no estaba haciendo trampitas, ¿verdad, Gretchen?
Los ojos se le llenaron de lágrimas y se tapó la boca con la mano. Parecía una reacción genuina.
—Ves, esto es lo que me temía.
—Lo sé, y te pido disculpas por preguntar. Pero no tengo más remedio que hacerlo.
—¿Por qué?
Una excelente pregunta y yo no tenía una excelente respuesta.
—Por mi propia tranquilidad. Y porque Teddy me agradaba —fue lo mejor que pude decir, pero Gretchen lo creyó. Comenzaba a captar el atractivo de mentir y salirme con la mía; eso me preocupaba. Pero estaba agradecida porque hubiese funcionado en ese momento.
De nuevo en mi escritorio, me puse en contacto con Tricia. Había hablado con Helen y el funeral se había fijado para el sábado por la mañana en la iglesia de St. Aidan; el sitio para la recepción aún no estaba definido. Ya se había puesto en contacto con tres restaurantes y cuatro hoteles cercanos a la iglesia, pero la decisión no estaba tomada.
—Por favor, que no sea en el St. Regis —le imploré.
—¿Por qué no? Es uno de los lugares que solicitó Helen —replicó Tricia—. Estaba por dirigirme hacia allí.
—Estás de broma.
—Sé que es caro, pero creo que encuentra cierto consuelo haciéndole gastar ese dinero a Yvonne.
—No me refiero a eso, es que es… retorcido.
—¿Cómo es eso?
—Encontrémonos allí y te lo explicaré.
—¿Puede ser a las tres?
—Tendré problemas para soportar la espera.
—¿Cómo no te lo he preguntado primero? ¿Cómo te ha ido en la entrevista con Garrett Wilson? —chilló Tricia al teléfono, y sentí una punzada en el oído.
—Genial. Lo conseguí. Te lo contaré todo a las tres.
—Qué bonito que haya salido algo bueno de todo esto. ¡Felicidades! Te quiero.
—Yo también te quiero. —Colgué, y sonreí abiertamente al pensar que Tricia y Cassady se mostraban más entusiasmadas que yo respecto al artículo. En realidad, eso no es verdad. Ellas podían sentarse en sus oficinas y gritar encantadas, pero yo no podía hacer eso allí.
En especial, porque Gretchen rondaba cerca de mi escritorio.
—¿Sí, Gretchen?
—Lamento fastidiarte, Molly, pero te he escuchado a ti y a Yvonne hablar sobre el funeral de Teddy, y me preguntaba cuándo va a tener lugar.
—El sábado a las once, seguido de una recepción. Avisaremos a todo el personal.
—No queda mucho tiempo.
—Es lo que desea Helen, y Tricia es muy buena para preparar cosas en poco tiempo.
—No, no, quiero decir que no hay mucho tiempo para que nosotras nos preparemos.
—¿Nosotras? —pregunté con cautela. Procuraba no imaginarme a Gretchen y a mí montando un número de baile en el altar principal, como nuestro tributo de despedida.
Por fortuna, Gretchen gesticuló en dirección al personal de la revista que se movía a nuestro alrededor, aunque todavía no estaba segura de haberla entendido bien. Mi silencio de confusión alentó a Gretchen a continuar.
—No sé qué ponerme —confesó en un susurro.
Su preocupación me pareció conmovedora. Partía de un deseo real de estar adecuada a las circunstancias, y no de una cuestión narcisista.
—Hay una razón por la que los vestidos negros son la piedra angular del guardarropa de una mujer —le aseguré.
—No tengo un vestido negro —continuó con su confesión—. Tú sabes cómo es eso, el negro no es negro desde hace ya tiempo, el gris fue el negro de la temporada pasada, y el gris topo fue el negro de la temporada anterior, en cualquier caso, ya no tengo un vestido negro.
—Es miércoles. Todavía tienes tiempo. Habla con Caitlin, ella podrá aconsejarte. —No es que Caitlin, nuestra editora de moda, haya vestido a alguien por encima de la talla treinta y cuatro en los últimos veinte años, pero aun así, podía tener algunos consejos para darle a Gretchen.
Gretchen asintió pero se quedo parada. Me hacía una buena idea de lo que seguía a continuación, pero pensé que tal vez me equivocaba, que tal vez me estaba adulando a mí misma. Así que permanecí en medio de la calle y dejé que el camión me atropellara.
—Me preguntaba si vendrías de compras conmigo.
Invitar a una mujer a que vaya de compras puede ser como invitar a un hombre a cenar. O incluso peor. Existen las mismas posibilidades para el rechazo, para la interpretación errónea del grado de intimidad que se presupone, y para que te pisoteen los sentimientos. Pero con dos mujeres que van de compras, aunque vaya bien la parte de la invitación, existe un inmenso abismo de dificultades a la espera, como descubrir lo diferente que es el sentido de la elegancia y el presupuesto de cada una, o cómo de lento piensa cada una que será el proceso de selección, o de qué manera tratan a los vendedores. Y mientras un hombre y una mujer tienen que cuestionarse si van a dormir juntos o no después de la cena, dos mujeres de compras tienen que cuestionarse si realmente se conocen y se agradan hasta el punto de poder compartir el vestidor. Adivina cuál suele ser la llamada más fácil de hacer.
—¡Caramba! Gretchen, no lo sé —tartamudeé, mientras miraba el reloj deseando que faltara menos para las tres.
—Tienes una cita. No hay problema. Lo suponía —dijo, a la vez que se apartaba de mi escritorio y agitaba las manos, en señal de disculpa, como una bailarina de hula-hula.
—No, espera —empecé a improvisar para buscar la forma de ayudar a Gretchen sin alimentar ningún indicio de compromiso—. Tengo una cita, pero si tú pudieras ir ahora, llegaríamos a ver un par de lugares.
—No quiero que te apartes de tu camino —dijo Gretchen, estremecida por la idea de que eso era justo lo que iba a suceder.
—¿Dónde tenías pensado ir?
—Panoply, en la Quinta Avenida.
El St. Regis está en la Quinta Avenida, y ella me miraba con los ojos sinceros de un niño que nunca había llegado a ser capitán y, por tanto, no había tenido la posibilidad de elegir a sus compañeros de equipo.
Por alguna razón, aquello era importante para ella.
—De hecho, me queda de camino —improvisé de nuevo.
Continuaba con mi improvisación cuando llegamos a Panoply. Habría preferido caminar porque siempre resulta más fácil improvisar —el ruido del tráfico te hace repetir mucho lo que dices, los transeúntes te distraen y permiten que te salgas por la tangente, los escaparates te obligan a detenerte y hacer comentarios sobre ello—. Pero el tiempo y la distancia nos forzaron a coger un taxi y concentrarnos en la conversación.
—¿Crees que alguna vez descubrirán quién mató a Teddy? —me preguntó Gretchen antes de que hubiésemos avanzado cincuenta metros.
—Sí —respondí, porque sentía que debía hacerlo.
—¿Los detectives ya tienen algún sospechoso?
Para cambiar de tema, me zambullí en la primera cosa que se me vino a la mente.
—Cada vez que pienso en detectives, recuerdo la canción de Elvis Costello «Watching the Detectives». Ha rondado mucho en mi cabeza, últimamente. ¿Lo has visto alguna vez en concierto? Es increíble.
—Prefiero el jazz —dijo Gretchen, con una sonrisa amable.
—Bueno, ahora que Elvis y Diana Krall están juntos, tal vez comience a hacer jazz.
—¿Qué clase de música habrá en el funeral de Teddy?
Buena finta de Gretchen para acercarse a la canasta. Aquello iba a resultar más difícil de lo que imaginaba.
Intenté cambiar de tema algunas veces más; la empujaba a hablar del tiempo, de películas, incluso de política, pero Gretchen volvía a hablar de Teddy y el funeral. Supongo que tenía derecho a estar obsesionada, pero para mí era tan frustrante que me dieron ganas de saltar cuando el taxi se detuvo frente a Panoply; estaba agradecida por tener la tarea de pagar y saludar al taxista.
Miré el reloj otra vez. Tenía tiempo para acompañarla y ninguna excusa para evitarlo. Mientras juntaba fuerzas para entrar, me di cuenta de que había cometido un error en el taxi. Debería haber tomado ventaja de la situación. En vez de intentar alejarla de la conversación sobre Teddy, debería haberla guiado para obtener información específica de él, con la suficiente sutileza como para que Gretchen no se diese cuenta de que la estaba interrogando. Con un nuevo plan en mente, la seguí satisfecha.
Tengo una relación amor/odio con el hecho de ir de compras. Me gusta examinar la ropa, sentir las diferentes telas, escuchar el sonido del roce de los géneros y el ruido metálico de las perchas y de las trabas de seguridad en la barra. Es muy divertido intentar discernir las posibilidades que tiene cada prenda; imaginar la alegría increíble que sentiré si puedo encontrar los zapatos que combinen a la perfección con una falda y una blusa.
Pero odio a las vendedoras. Sé que es cruel de mi parte pero, ¿no es cruel de parte de ellas estar allí de pie, con sus vestuarios impecables y sus cuerpos perfectos, y encima preguntar si pueden enseñarme algo? Sí, pueden enseñarme qué hacen con las dos horas del día en las que no están ni en el trabajo, ni en clase de pilates.
Y ahora que todas usan micrófonos auriculares, se comportan como si fuesen de alguna agencia supersecreta de seguridad, listas para llamar a la policía si cojo del perchero los pantalones equivocados: «¡No puedes usar eso! ¡Tu trasero parecerá inmenso! Pon la percha en el suelo y retrocede. ¡Seguridad, seguridad! ¡Hay una violación al buen gusto en el sector cuatro!».
Es suficiente como para que te den ganas de comprar en las zonas residenciales y tratar con las adolescentes aburridas. Claro que yo también fui una de esas adolescentes aburridas, de ahí mi prejuicio.
Una animada jovencita con micrófonos auriculares estaba junto a nosotras, segundos después de ingresar en la tienda. El lugar era amplio y ventilado y la ropa estaba colgada en lugares aislados, pero estratégicos. Era una mezcla entre un vestidor gigante y un hangar para aviones.
—Buenas tardes, mi nombre es Deirdre, ¿les puedo ayudar en algo?
Gretchen parpadeó y yo me adelanté a ella.
—Necesita un vestido para un funeral.
—Lamento su pérdida —dijo Deirdre, sin cambiar un ápice su inflexión de voz alegre—. Encontrará lo que está buscando por este sector. —Deirdre nos condujo hacia un elegante perchero con telas negras de distinta confección.
—Gracias. Echaremos un vistazo y te llamaremos si es necesario —dije con una sonrisa realmente encantadora, pero Deirdre lo tomó como un agravio y me miró con ceño fruncido, mientras se marchaba ofendida, arrastrando por el suelo de madera sus sandalias de DKNY en señal de desaprobación.
Corría las perchas de un lado a otro como un glotón quisquilloso empujando la comida en su plato.
—Gretchen, no tienes que preocuparte tanto por proteger la reputación de Teddy. Todos sabemos que era un buen hombre.
—No estoy nada segura de que Yvonne piense de la misma manera —dijo Gretchen, sin apartar la vista del vestido que examinaba.
—Bueno, todo el asunto con Yvonne es complicado. Y no hablo solamente de su vida privada, sino del anuncio y demás. Pero conseguirán aclararlo. Teddy nunca habría timado a la revista.
—No —repitió aprobando con énfasis.
—Lo que quiero decir es que todos sacamos algunas ventajitas: un almuerzo ocasional que incorrectamente cargamos a la cuenta de gastos de la empresa, ese tipo de cosas —asintió, y me escrutaba para ver a dónde quería yo llegar—. Salvo que se tratara de algo grande, como una cuenta abierta en algún comercio. —Como el St. Regis, por ejemplo, pero quería ver si ella lo decía primero.
Agitó la cabeza.
—Teddy era un buen hombre que hacía las cosas bien. Tenía muy buen corazón. ¿Has visto el anuncio por el que Brady anda enloquecido? Una nueva compañía que tal vez tiene todo su futuro pendiendo de ello; Teddy vio eso, quedó impresionado y les quería dar un buen lugar en la revista. Porque Teddy creía que ellos se merecían una posibilidad, que hay gente talentosa en el mundo aparte de Tommy Hilfiger y Kate Spade, y que esa gente tal vez pueda contribuir en algo. Y él sabía lo duro que puede ser encontrar las puertas adecuadas, por eso él les abrió la puerta en su lugar. ¿No es maravilloso?
Nunca me habría esperado que Gretchen saliese con esa prédica callejera, pero me fascinaba; por lo tanto, asentí y ella continuó con su discurso.
—Pero, por supuesto, siempre están los aguafiestas como Yvonne a los que les divierte pisotear los sueños de los demás y jugar con los sentimientos de las buenas personas como Teddy, solo para sentirse especiales. Aunque ella no le haya apuñalado, le asesinó, Molly. Le rompió el corazón, y un hombre como Teddy no puede vivir con un corazón roto.
Su pasión me hizo perder el aliento, mientras buscaba una respuesta, la señorita Micrófonos Auriculares volvió con su sonrisa de plástico.
—¿Han encontrado algo?
—Sí —le ladró Gretchen—. He encontrado vuestra ropa trillada y poco original, sobrevalorada y de mala calidad, y no la vestiría ni aunque me pagaran por ello.
Gretchen emprendió su camino hacia la puerta y tuve que darme prisa para alcanzarla, mientras saludaba con la mano sobre mi hombro a la señorita Micrófonos Auriculares.
—Creo que nos vamos —le dije.
Una vez fuera, cogí a Gretchen del brazo para detenerla.
—¿Adónde vas?
—No lo sé.
—Detente un momento.
Se detuvo y comenzó a llorar.
—No vi nada que me agradara allí dentro.
Las dos sabíamos que eso no tenía nada que ver con el llanto, por lo que permanecí en silencio mientras se lamentaba. Sonreí inquieta a los transeúntes que miraban con desconfianza el llanto de Gretchen, aunque la mayoría de la gente pasaba sin mirar. Cuando las lágrimas disminuyeron, coloqué una mano sobre su hombro y con la otra llamé un taxi.
—Tal vez deberías irte a casa. Todos lo comprenderán.
—No. —Se sorbió la nariz—. Necesito que todo esto se aclare. Eso hará que me sienta mejor.
Se había tranquilizado bastante para cuando el taxi se detuvo y la empujé dentro.
—Resiste. Todo se solucionará, haremos las cosas lo mejor que podamos.
Mientras el taxi se alejaba, comencé a llamar otro para mí, pero desistí del intento. El hotel estaba a unas seis calles más abajo por la Quinta Avenida, y una caminata me iba a sentar bien para aclarar mis ideas y mis sentimientos.
Una de las cosas que más me gustan de caminar por Manhattan es que es una forma de estar sola sin dejar de estar acompañada. Las aceras están siempre repletas y puedes disfrutar del circo de la gente que desfila a toda velocidad, absorta en sus propios problemas. Puedes oler la ansiedad en el aire, pero también la esperanza y la promesa. Haces tu propio camino, sin que te molesten o sin que ni siquiera noten tu existencia los vecinos; pero están ahí, justo a tu lado. El contacto está a un suspiro de distancia. Es como un edredón de retazos multicolores que, probablemente, no combine con nada en tu hogar, pero que es reconfortante al tacto. El solo pensarlo te mantiene abrigado.
Esa debe ser la peor parte de involucrarse en un crimen como este: luchar contra el instinto de estrechar lazos con la gente y evitar hundirse en la pena de los demás. Si haces eso durante mucho tiempo, debe endurecer tu corazón, al menos como un mecanismo de protección.
Pero, ¿cómo reconciliar eso con Edwards y su encantador beso, en el que había intentado no pensar durante todo el día? ¿El beso había sido un movimiento mecánico instintivo de un corazón endurecido que busca acción? Sin duda yo no lo había sentido así. ¿O había sido el beso de un corazón consciente de la fragilidad de la vida y que busca conectarse de manera más enérgica? Había solo una forma de responder a esa pregunta antes de verme atrapada en mi propia poesía. Debía besarle yo.