Capítulo 11
El día siguiente fue una tortura. Había llegado demasiado tarde como para visitar a Sean en el hospital, pero el domingo por la mañana fue lo primero que hice. Mi madre declinó acompañarme, pues decía que no podría mirarle sin echarse a llorar. El hecho de que mi ex novio estuviera en el mismo hospital en el que mi padre había fallecido, lo empeoraba todo.
Abrí la puerta de la habitación de Sean con indecisión, cobrando ánimo para enfrentar lo que fuera que me iba a encontrar adentro. Traté de ocultar la impresión que me dio cuando entré. Él estaba tumbado en la cama, pero no se parecía al Sean que yo recordaba, dinámico y sano, lleno de alegría y de humor. Aquel cuerpo que yacía en la cama estaba pálido y sin vida, la palidez de su tez contrastaba con su pelo rubio oscuro. Tenía los brazos vendados y arañazos por la cara e hice un esfuerzo por mirarle a sus todavía piernas, tapadas por las sábanas del hospital. Estaba conectado a varias máquinas cuyos bips sonaban inquietantes y la expresión de sus ojos era de indiferencia, aunque noté que brillaron cuando me vio.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —exclamó su madre. No me había dado cuenta de que se encontraba sentada en una silla pegada a la pared. En cuanto me vio, se levantó iracunda.
—Señora Somers, siento molestar. Pero yo... yo me he enterado de lo que ha pasado y quería ver a Sean.
La señora Somers se acercó airada hacia mí, con los puños cerrados y la mirada llena de indignación. Dudé de si iba a pegarme. Sentí una gran tristeza al pensar que esa mujer a quien había sentido más cercana que mi propia madre, ahora me odiaba. No la culpaba. Y mucho menos ahora.
—¡Sal de aquí, zorra! Esto es culpa tuya. ¿Cómo te atreves a entrar aquí como si no hubieras hecho nada malo!
—¡Mamá, déjalo!
Las dos nos volvimos hacia Sean cuando habló con un débil hilo de voz.
—Mamá, ¿puedes dejarnos a solas? Quiero hablar con Emma.
—Sean... —protestó su madre, pero él levantó una mano.
—Mamá, por favor, no soy de cristal, no me voy a romper —dijo y bajó la comisura de sus labios al sopesar sus palabras, pero luego continuó—. Estás agotada. ¿Por qué no vas a tomarte una taza de café o un té? Todo irá bien.
La señora Somers no estaba muy convencida, pero asintió, mirándome mientras salía. Me senté en la silla junto a la cama con las manos apretadas por el nerviosismo.
—No es así como pensé que nos volveríamos a ver —dijo Sean.
—Yo tampoco —repuse con una débil sonrisa—. Sean, siento tanto todo lo que ha pasado. Sé que es por mi culpa...
—Déjalo, Emma —dijo Sean frunciendo el ceño—. No es cierto, la culpa es sólo mía.
Dejé salir el aire que estaba reteniendo.
—¿Quieres decir que lo que hiciste no tiene nada que ver con que te haya dejado?
Sean me miró, sus ojos azules estaban tristes.
—No puedo mentirte y decirte que no, aunque te ahorraría algo de sufrimiento. No he sido el mismo desde que te fuiste. Pero la culpa es mía. No lo he superado bien. Sé que todo me lo tomo mal. No debería haber esperado hasta el último momento, debería haber hablado contigo antes. Pero estaba asustado y acobardado. ¿Me quisiste alguna vez, Emma? —Sean parecía tan vulnerable que me rompía el corazón.
—Sí, Sean. Pero te quería más como amigo y todavía me importas, siempre será así. Fuiste mi mejor amigo durante diez años. Me duele pensar que tú... —empecé a decir, pero mi voz se apagó y fui incapaz de terminar la frase.
Sean apartó la vista de mí con aire sombrío y se quedó mirando al vacío.
—Me he convertido en alguien que no reconozco. Todo me parece ahora tan duro. Ya no sé cómo ser feliz y eso es peor que sentir dolor. Por lo menos con dolor aún pienso que estoy vivo. La ausencia de felicidad... hace que me sienta vacío. El vacío es más difícil de soportar que ninguna otra cosa. Me resulta casi imposible.
Las lágrimas comenzaron a caerme por la cara y me abracé la cintura angustiada por las palabras de Sean. El destello fugaz del Sean de antes que había visto un momento atrás había desaparecido. Estaba otra vez como acartonado y sin vida.
—Aunque ahora no lo creas, puedes ser feliz de nuevo. Yo no era buena para ti. Soy demasiado egoísta, solo pienso en mí. Tú mereces algo mejor que eso.
Él se volvió hacia mí con mirada triste.
—¿Y si no quiero nada mejor?
La puerta se abrió y entró la señora Somers. Su expresión se ensombreció al contemplar la escena que tenía delante.
—Creo que ya has estado el tiempo suficiente. Mi hijo necesita descansar.
Asentí mientras me ponía de pie, pero Sean me detuvo; me agarró por la cintura, con una fuerza que me resultó sorprendente para lo débil que le veía.
—¿Vendrás a visitarme otra vez? Tengo la sensación de que voy a estar aquí por un tiempo —me dijo mirándome con ojos lastimeros, así que no me pude negar.
—Claro, me voy a quedar aquí unos días. Me pasaré otra vez.
Sean no me soltó.
—Mañana. Por favor, ven mañana.
Asentí y entonces me soltó para echarse sobre la almohada exhausto. La señora Somers me siguió mientras salía del hospital y me arrinconó en el vestíbulo.
—De no ser por Sean me aseguraría de que te prohibieran las visitas. Has destrozado su vida. ¿Sabías que dejó el trabajo? Casi no podía hacer nada desde que le dejaste, así que ahora vive conmigo. Tenía tanto potencial, tantas esperanzas —me reprochó. Sus ojos se ensombrecieron y me sujetó—. No se te ocurra hacer nada que pueda disgustarle. A pesar de toda la mierda que le has echado encima, aún te tiene en un pedestal.
—Lo siento, señora Somers —le dije sin saber qué más responder a aquellas feroces palabras. Estaba desconsolada al saber que Sean había dejado su trabajo—. ¿Se pondrá bien? Mi madre me ha dicho que existe la posibilidad de que no vuelva a andar.
Negó con la cabeza y la furia abandonó sus ojos atenuada por el dolor.
—Los médicos no están seguros. Hay una lesión medular importante y es muy pronto para decirlo —explicó. Su mirada cobró de nuevo intensidad y me miró mientras añadía—: No le digas nada de las piernas. No sabe que podría no volver a andar. Él cree que la insensibilidad es pasajera y que volverá a sentirlas otra vez. Ahora mismo sería demasiado para él aceptar que puede quedarse en una silla de ruedas el resto de su vida.
Asentí, aunque no estaba de acuerdo en no decírselo a Sean, pero no me encontraba en posición de juzgar.
De vuelta en casa y me pasé casi toda la tarde sentada frente al televisor, casi sin prestarle atención. Incapaz al parecer de enfrentar toda aquella confusión de emociones, mi madre guardaba las distancias. Siempre, desde que murió mi padre, había hecho todo lo posible por evitar las emociones desagradables.
Yo tenía que esperar a que Jackson me llamara porque ese día estaba volando hacia Los Angeles. La noche anterior habíamos hablado brevemente porque me sentía agotada del vuelo y del estrés por todo lo que había pasado. Cuando sonó el teléfono y vi su nombre en la pantalla, respondí ansiosa.
—¡Emma! ¿Cómo lo llevas? —dijo. La voz de Jackson reflejaba preocupación y deseé con desesperación estar junto a él en ese momento.
—Estoy bien. He ido a visitar a Sean. Está bastante mal.
—Lamento escuchar eso. ¿Sabes cuándo vendrás?
—No lo sé, Jackson. Será en un par de días. Solo quiero asegurarme de que Sean está bien antes de marcharme. Por lo menos, emocionalmente. Lo último que quisiera es que lo intentara otra vez.
Jackson suspiró pero no dijo nada. Intenté cambiar de asunto.
—¿Qué tal tu vuelo? ¿Estás nervioso por lo de mañana?
—Acabo de aterrizar y voy camino del apartamento.
—Qué desilusión no poder verlo contigo —respondí con tristeza. Solo habíamos visto unas fotografías por Internet del apartamento que íbamos a alquilar y me deprimía no poder estar allí con Jackson para verlo por primera vez.
—Quédate al teléfono, cariño. Así entraremos juntos la primera vez al apartamento.
Acepté la propuesta ilusionada y ese día me reí por primera vez cuando hizo fotos con el teléfono móvil y me las envió; en algunas había puesto la cabeza en medio. Iba de habitación en habitación, haciendo comentarios de lo que iba viendo. Los dos nos resistíamos a colgar, así que acabamos pasando horas al teléfono. Luego salió corriendo a un delicatessen cercano y le oí cómo pedía un sándwich; después se quedó esperando mientras yo me calentaba unas sobras de chiles con carne que había preparado mi madre. Comimos juntos al teléfono hablando de las cosas que íbamos a hacer juntos en cuanto yo llegara a Los Ángeles. Incluso vimos la televisión a la vez, aunque no pudimos hacer coincidir los programas por la diferencia horaria. Lo que hicimos fue turnarnos para describir cada uno lo que estaba viendo.
Después de seis horas, estábamos cansados y convinimos en que ya era hora de colgar.
—Te llamaré mañana, cariño. Intenta dormir. Te quiero.
—Yo también te quiero, Jackson.
Permanecí echada en la cama un rato antes de poder conciliar el sueño, pues sentía como un vacío porque Jackson no estaba junto a mí.
Los siguientes días fueron parecidos. Visitaba a Sean en el hospital y luego andaba alicaída por la casa hasta que llamaba Jackson. Las llamadas cada vez eran más tarde porque él estaba más ocupado y la diferencia horaria tampoco ayudaba. Notaba que empezaba a inquietarse progresivamente cuando yo posponía mi fecha de salida. Pero es que cada vez que terminaba mi visita a Sean, sus últimas palabras eran un ruego para que volviera al día siguiente, y me costaba decirle que no.
El jueves Jackson estuvo a punto de estallar.
—Pero ¿qué está pasando, Emma? Ya llevas allí cinco días. ¿Cuánto tiempo más vas a quedarte? —preguntó con impaciencia, cosa que hacía que su tono sonara forzado. Yo sabía que estaba siendo injusta al prolongar aquella situación, pero no tenía corazón para negarle a Sean la petición que me hacía cada día para que regresara a visitarle de nuevo.
—Mañana —le dije respirando hondo—. Mañana será el último día que visite a Sean. Miraré los vuelos que salen el sábado para Los Ángeles
—Menos mal —respondió Jackson aliviado—. Sé que intentas ayudar a Sean, pero ya no estás obligada. Tiene que acostumbrarse a no formar parte de su vida —remachó, bajando el tono de voz. Luego, añadió ronco—: Te necesito conmigo, Emma.
—Yo también necesito estar a tu lado. Te diré qué vuelo tomo mañana a medio día.
El viernes hacía una mañana preciosa cuando me desperté, con el sol entrando por la ventana de mi habitación que mi madre había mantenido exactamente igual que cuando yo la ocupaba. Me costaba mirar las fotos que tenía colgadas con chinchetas en el tablón que reposaba sobre el escritorio. Había muchas de Sean conmigo, y también de Trisha. Eso me recordó que mi pasado estaba lleno de buenos momentos. Parecía que con las prisas por huir de mi antigua vida, todo aquello se me hubiera olvidado.
Cuando llegué al hospital, la señora Somers me estaba esperando fuera de la habitación de Sean.
Todavía se mostraba desconfiada, pero había ido tolerando mi presencia porque su hijo se mostraba muy insistente en que le visitara a diario. Me detuvo antes de entrar en la habitación visiblemente conmocionada.
—Sabe lo de las piernas. Se le escapó a una enfermera idiota y se ha puesto como loco.
Hice una mueca de disgusto, a pesar de que me parecía un error ocultarle a Sean el estado de sus piernas. Lo que no significaba que quisiera ser testigo de su reacción al enterarse.
—Ten cuidado —me avisó la señora Somers—. No es él.
Empujé la puerta despacio y él volvió la cabeza hacia mí rápidamente. Se rió con fuerza cuando vio la cautela en mi rostro.
—Qué, ¿a visitar al tullido? —preguntó en tono sarcástico, un tono que nunca antes había empleado conmigo, ni siquiera cuando cancelé la boda. Hizo un ademán hacia sus piernas y se quedó mirándolas con desagrado—. Seguro que sabías que estas ya no me sirven. Todos parecían saberlo menos yo.
—Sean —dije suavemente acercándome a él despacio. Estaba como un animal salvaje y no quería sobresaltarlo—. No te lo dijimos porque queríamos protegerte. Y queda una posibilidad de que vuelvas a andar.
Su boca se retorció en una mueca.
—¿Querías protegerme? Es gracioso. Tú, que has hecho pedazos mi jodida vida.
Respiré profundamente, dispuesta a no llorar. Que me pusiera ahora a lloriquear no era precisamente lo que necesitaba ahora.
—Me merezco eso. Pero no es cierto. Además, tu madre está muy preocupada por ti.
—¿Y dónde está mi maldito padre?
No sabía cómo responderle a eso. La señora Somers había contactado con él para darle la noticia, pero el hombre había dicho sin más que le mantuviera informado de su estado de salud. Según parecía, estaba demasiado ocupado con su nueva esposa e hijos como para importarle un comino.
—No lo sé, Sean, pero tu madre ha permanecido aquí día y noche. Sé que ahora mismo estás enfadado, pero por favor no abandones la posibilidad de volver a caminar. Si alguien tiene la suficiente determinación para conseguir lo que quiere ese eres tú.
La rabia se esfumó del rostro de Sean y se recostó en la almohada con aspecto agotado.
—Pero lo que yo quería y sigo queriendo es a ti —susurró cerrando los ojos—. Lo supe desde el primer momento en que te vi en la clase de biología y tú te negaste a diseccionar la rana por principios. Creía que tú también me querías.
Me senté en la silla que había junto a la cama e incliné la cabeza, dejando que las lágrimas brotaran de mí sin control. Recordaba ese momento con tanta claridad como si hubiera sido ayer. Discutí con el señor Steiner, el profesor de biología, sobre la ética de diseccionar una rana. Sean se sumó a la discusión, defendiendo mi postura, y yo me quedé impresionada de aquel niño tan guapo de pelo rubio oscuro y brillantes ojos azules que se había sumado a mi causa.
Ese niño era ahora un hombre destrozado, y yo había sido la que le había hecho pedazos.
Me senté durante un rato, los dos en silencio. No sabía si se había quedado dormido, pero cuando me levanté, abrió los ojos.
—¿Volverás mañana?
Dudé, sin saber si decirle que me iba al día siguiente, especialmente porque ahora sabía lo de sus piernas.
—Sean —empecé a decir poco a poco—. Creo que es el momento...
Me agarró de la mano y me asusté. Había desesperación en su rostro y la también la sentí en su mano.
—Emma, por favor, no te vayas, No puedo hacer esto solo. Te necesito, aunque solo sea un poco más de tiempo. No sé qué haría si me dejaras ahora.
No podía decirle que no iba a volver. Aquellos ojos implorantes me habían cuidado durante tanto tiempo; aquellas manos me habían calmado tan a menudo que antes de darme cuenta asentí con la cabeza.
—Está bien, Sean. Está bien, volveré mañana.
Entonces se desplomó aliviado y sus ojos se agitaron para cerrarse otra vez. Me quedé de pie un rato hasta que lo comprendí. No quería dejarle mientras estuviera en ese estado. Ignoraba cuál sería la reacción de Jackson cuando le pidiera más tiempo, pero me armé de valor para la confrontación. A pesar de nuestra historia, a pesar de que no habíamos hablado durante meses excepto por una llamada que me había hecho borracho, Sean había sido mi mejor amigo la mayor parte de mi vida. Se lo debía.
Cuando Jackson me telefoneó esa noche, yo estaba en tensión por la discusión que estábamos a punto de tener.
—¡Hola, cariño!
—Hola, Jackson.
—¿En qué vuelo sales mañana? Hay un restaurante italiano estupendo que creo que te encantará. He pensado que podríamos celebrar allí nuestra primera cena juntos.
Luché por encontrar las palabras apropiadas, sin darme cuenta de que mi silencio era respuesta suficiente.
—No vienes mañana, ¿verdad? —dijo Jackson bajando el tono.
—Jackson —le supliqué—. Sean acaba de enterarse de que es posible que nunca vuelva a andar. Está desesperado, no puedo dejarle así.
—¿No puedes o no quieres? —me preguntó. Su voz resultaba peligrosamente suave, como si temiera que al subir el tono acabaría perdiendo el control.
—¡Deseo marcharme! Te echo mucho de menos y quiero que empecemos nuestra vida juntos en Los Ángeles. Pero no puedo hacerlo sabiendo que Sean está sufriendo tanto y que puede que intente hacerse daño de nuevo.
—¿Qué me quieres decir?
—Solo que necesito más tiempo.
—¿Cuánto tiempo más? —preguntó Jackson con tirantez.
—Esa es la cuestión, que no lo sé —le respondí intentando explicarle la situación enseguida—. Los médicos no saben todavía qué posibilidades tiene de volver a andar. Incluso con mucha suerte, necesitará bastante tiempo de rehabilitación —dije, y tragué saliva antes de continuar. Las palabras que estaba a punto de decir me dolían tanto como sabía que le dolerían a él—. Creo que será mejor que dejemos mi traslado en suspenso indefinidamente. Por lo menos hasta que tenga algo mejor a lo que agarrarme sobre lo que le va a pasar a Sean. Sé que es pedirte demasiado y que ahora estás molesto, pero sencillamente no me puedo marchar ahora.
Mientras esperaba la respuesta de Jackson, contuve la respiración, cada vez más tensa al ver que el silencio continuaba. Estaba a punto de romper ese silencio cuando él habló con una voz áspera y baja.
—No hagas esto, Emma, por favor, no lo hagas. No eches a perder lo nuestro, maldita sea.
—No voy a echar a perder lo nuestro —contesté enseguida—. Es que no puedo abandonar a Sean ahora. Ha formado parte de mi vida durante diez años y ahora me necesita. Por favor, trata de entenderlo.
—Lo entiendo. Entiendo que tú estás tirando todo lo que tenemos por la borda porque te sientes culpable. Te sientes culpable porque prácticamente le dejaste plantado en el altar. Te sientes culpable porque durante todos esos años fingías estar enamorada de él, cuando en realidad no podía importarte menos, demonios. Ahora intentas sentirte mejor contigo misma. Se trata de ti, no de Sean.
—Jackson, por favor —dije intentando hablar entre lágrimas—. Te quiero, y tienes razón, me siento culpable. Siento que tengo que compensarle.
—¿Y yo? —espetó con la voz llena de dolor—. ¿Qué pasa conmigo mientras tú tratas de sentirte mejor?
—Jackson, te quiero —dije con desesperación—. Por favor, dame tiempo.
—¿Tiempo para qué? ¿Tiempo para destruir por completo mi corazón? ¿Para que pierda más la cabeza de lo que la he perdido? En lugar de hacer daño a Sean, has elegido hacérmelo a mí.
—Jackson —sollocé—. Por favor, te repito que te quiero. No estoy eligiendo a Sean. Solo que ahora mismo él está demasiado débil.
Ya no sabía qué más decirle, la culpa me impedía dejar a Sean, pero mi amor por Jackson me estaba haciendo añicos el corazón.
—Necesito tiempo para pensar, Emma. Necesito tiempo para pensar, maldita sea, porque ahora mismo me estoy volviendo loco y solo quiero ponerme a gritar. Te llamaré cuando pueda hablar contigo sin desear hacerte el mismo daño que tú me estás haciendo.
El teléfono se cortó y se deslizó de mi mano que se quedó paralizada. Sostuve el diamante que me colgaba del cuello, como si fuera la única cosa que podía mantenerme cuerda y con los pies en la tierra en un mundo que estaba enloqueciendo.
Mi madre no estaba en casa, así que no pudo oír cómo sollozaba hasta que mi cuerpo se sintió débil de llorar con tanta violencia. Sentía que mi mundo se estaba derrumbando, y no podía culpar a nadie que no fuera yo misma.
Yo solía creer que a nadie se le da más de lo que puede soportar. Una teoría que quedó en entredicho el sábado cuando una llamada de teléfono me sacó de un sueño inquieto. Había estado soñando constantemente con Jackson; le veía furioso y con el rostro lleno de dolor. Descolgué esperando que fuera él, pero me quedé decepcionada al ver que se trataba de un número que no reconocía.
—¿Hola?
—Emma, soy Mary. Ven al hospital lo antes posible. Sean intentó suicidarse anoche.
Las palabras de la señora Somers me hicieron saltar de la cama, con el corazón latiéndome con frenesí mientras corría hacia la sala de estar y tomaba las llaves del automóvil de mi madre de la mesita de café.
—¿Cómo es posible? —exclamé con el teléfono todavía en mi oreja al tiempo que agarraba mi bolso—. ¿Cómo ha podido intentar suicidarse en un hospital? ¿Es que no lo vigilan?
—Rompió una cuchara de plástico y trató de cortarse las muñecas con la parte afilada. Por favor, date prisa. No responde a nada de lo que le digo. No responde a nadie.
—Estoy en camino.
Corrí afuera y me senté en el asiento del conductor del vehículo de mi madre; la mano me temblaba al meter la llave en el contacto. Traté de tranquilizarme en el corto trayecto porque debía de parecer una loca. Llevaba todavía la ropa del día anterior, arrugada porque que me había quedado dormida con ella puesta; iba despeinada y tenía los ojos desorbitados.
Cuando llegué al hospital vi a la señora Somers con los ojos enrojecidos e hinchados. Parecía como si llevara sobre los hombros el peso del mundo entero. Me sorprendió que al verme me diera un abrazo, pero no me lo pensé y se lo devolví. Me resultaba doloroso pensar lo cerca que habíamos estado una vez.
—No sé qué hacer, Emma —susurró—. Casi no habla. Solo repite que no quiere pasarse el resto de la vida dependiendo de otras personas.
—¿Debería verle? ¿Y si se pone peor? —respiré hondo—. Después de todo es por mi culpa.
La señora Somers negó con la cabeza.
—Estoy enfadada contigo, Emma. Tan enfada que podría escupirte. Lo que le hiciste a Sean no tiene excusa. Pero... no puedo hacerte responsable de su vida. Él es el único que ha tomado estas decisiones.
En lugar de ayudarme, las palabras de la señora Somers me dolieron. Todo el mundo me excusaba, hasta ella, la madre del hombre a quien yo había destruido.
—Creo que deberías entrar a verle. Quizá consigas que hable.
Respiré profundamente antes de entrar en la habitación. Los ojos de Sean me siguieron con desgana mientras iba hacia él intentando no mirarle las muñecas vendadas.
—Hola, Sean —dije en voz baja.
—Supongo que ya lo has oído. —Sean levantó sin fuerzas una muñeca y luego la dejó caer en la cama—. Parece que no termino de hacer las cosas bien.
—Sean, por favor. Esto no es lo que quieres. Tienes toda la vida por delante. Sé lo increíblemente enfadado que debes de estar ahora mismo; tienes todo el derecho a estarlo. Pero, por favor, esto no. No hagas nada que puedas lamentar. No hagas nada que todos los que te quieren puedan lamentar.
Sean se volvió hacia mí, con los ojos llenos de dolor.
—Está bien, Emma. No tienes porqué darme ánimos. Sé que quieres marcharte. Sé que estás con otro. Estaba decidido a hacerte volver conmigo, pero un estúpido impulso cuando estaba desesperado lo hizo imposible. Y ahora parece que no dejo de tomar malas decisiones. No hay nada que yo pueda ofrecerte. Puedes irte, Emma. Está bien.
Las palabras de Sean me asustaron más que si me insistiera en que me quedara. Parecía completamente desesperanzado. Antes había logrado ver unos destellos de esperanza en sus ojos, pero ahora habían desaparecido.
—Sean, tienes que prometerme que no volverás a intentar hacerte daño otra vez. — Sean me miró de una manera inexpresiva y le apremié llena de pánico—. Prométemelo.
—Te lo prometo, Emma.
Con estas palabras mi destino estaba sellado. Sean y yo habíamos pasado una década juntos; compartiendo confidencias y sueños; superando la angustia de la pérdida de mi padre y de que el suyo le abandonara. A pesar de todo lo que había pasado, yo conocía mejor que nadie a aquel hombre, y sabía que estaba mintiendo.
La siguiente hora la pasé sentada en la habitación del hospital, mirando cómo su madre intentaba hablar con él y sólo obtenía una o dos palabras. Era increíble con qué calma permanecía yo sentada allí mientras el mundo se derrumbaba.
La noche anterior, mientras lloraba de tristeza, me preguntaba si no habría cometido un error. Quizás estaba sacrificando mi felicidad y la de jackson por un sentido del deber equivocado. Había estado a punto de decidir que era demasiado lo que iba a dejar, que ese día llamaría a Jackson y me disculparía diciéndole que tenía razón y me subiría en el siguiente avión a California.
Todo eso había cambiado.
Dejé el hospital prometiendo que iría a visitarle al día siguiente, pero no me fui a casa. Conduje hasta Troyer Way, un sitio muy popular entre los adolescentes con una amplia campa de hierba donde solían aparcar sus vehículos. Aparqué junto a la carretera, salí de mi automóvil y me puse a caminar por un sendero. Era raro que no hubiera nadie allí en ese momento. Aquel lugar solía estar lleno de risueños adolescentes las tardes de los sábados. Quizás el espeluznante accidente de Sean les mantuviera alejados. Mi madre me había contado que tuvieron que partir el vehículo por la mitad para sacar a Sean.
El cuello se me puso rígido según iba acercándome al enorme roble, al que una suave brisa mecía sus exuberantes ramas. Nadie hubiera dicho que alguien había intentado matarse estrellándose contra aquel árbol, pues el tronco se veía fuerte e intacto.
Me senté allí, apoyando la espalda contra el tronco mientras miraba hacia arriba y veía destellos de cielo azul entre las ramas. Parecía un día idílico. Me di cuenta de que era el primer día del otoño, mi estación favorita, cuando el aire empieza a ser lo bastante fresco como para sacar del armario tu jersey favorito; cuando las hojas cambian su color haciendo que todo lo que miras parezca un cuadro artístico. Es la estación del cambio que te prepara para el frío del invierno para así poder experimentar el renacer de la primavera. Me quedé sentada junto al árbol durante largo tiempo, reflexionando sobre mi vida y mi futuro. Me había mudado a Nueva York para convertirme en una nueva Emma Mills, solo para descubrir que la anterior Emma se negaba a cambiar de opinión. Decidí aceptarlo.
Mientras conducía de vuelta a casa, pensé en cómo se lo diría a Jackson. No podía mentirle. Le había prometido que nunca le mentiría. Por mucho que le quisiera, tenía que quedarme en Merrittsville para asegurarme de que Sean se ponía bien. No es que estuviera eligiéndole en lugar de a Jackson, lo que estaba eligiendo era afrontar mi responsabilidad. No esperaba que Jackson me esperara, sobre todo porque no podía prometerle cuándo estaría lista para marcharme de allí. Me era imposible mirar más allá porque me resultaba demasiado doloroso para pensar en ello. Saber que existía la posibilidad de perder a Jackson para siempre casi me hace olvidarme de Sean y no hacer caso de mis responsabilidades. Pero entonces recordé la mirada inexpresiva y sin esperanza de Sean.
A pesar de mi decisión, todavía me sentía una cobarde. Jackson me había dicho que me llamaría en cuanto estuviera preparado, y yo no estaba preparada para no respetar sus deseos llamándole. Me dije a mí misma que esa era la única razón para no hacerlo, no que quisiera posponer aquella inevitable conversación tanto como fuera posible.
Cuando Jackson no llamó el sábado, mi ánimo fue de mal en peor. Quizá ni siquiera tendría esa conversación con él. Quizá ya me habría dejado.