10 Elemental, querido Quark

Y dijo Dios: sea la luz; y fue la luz.

GÉNESIS 1 — 3

Es una mañana gris y brumosa cuando el avión de Swiss International atraviesa los Alpes en su trayecto de Barcelona a Ginebra.

Aviso a Francesc, sentado a mi lado, para que pueda disfrutar de la extraordinaria vista de las montañas.

—Es precioso, ¿verdad? —le digo señalando por la ventanilla el pico del Mont Blanc.

Nos distrae bruscamente la visión de otro avión que pasa relativamente cerca de nosotros y deja un largo rastro blanco en la atmósfera.

—De niño me entretenía observando las largas colas de humo que dejan los aviones en el cielo —me cuenta Francesc.

—Estas largas colas, como tú las llamas, no están formadas por humo —le explico—. El agua de la atmósfera está «subenfriada», se encuentra en lo que llamamos un «equilibrio inestable». El avión, al atravesarla, altera su equilibrio y el vapor se condensa dejando estas estelas blancas.

Las azafatas nos interrumpen para servirnos el almuerzo. Un té y un pequeño sándwich. Hemos madrugado tanto que se agradece un tentempié. Una vez repuestas las fuerzas, prosigo con mi explicación:

—Los primeros detectores de partículas funcionaron de un modo similar a estas estelas de avión que hemos visto. Se llamaban cámaras de niebla. Su nacimiento fue, en gran medida, por una afortunada casualidad. Un físico escocés, Charles Thomson Rees Wilson, realizaba estudios sobre la formación de nubes en el monte Ben Nevis, la mayor elevación del Reino Unido. Enfrascado en sus investigaciones sobre las nubes, desarrolló un dispositivo para recrear las condiciones atmosféricas del pico de la montaña en su laboratorio de Cavendish. Creó una cámara de nubes artificiales.

—Vamos, que se cansó de tantas excursiones de altura. Y... ¿funcionó bien su invento?

—No sólo funcionó genial, sino que tuvo un inesperado y feliz resultado. Cuando Wilson bombardeó la cámara con una partícula alfa[23] para manipular sus nubes, ésta dejó un rastro de burbujas, igual que las estelas de condensación de los aviones. Las partículas que Wilson utilizaba, a diferencia de los aviones, son tan pequeñas que no se pueden ver a simple vista, pero gracias al rastro de las burbujas pudo deducir exactamente por dónde pasaban y, además, corroborar la existencia de estas partículas. Junto con Compton, recibió el Premio Nobel dieciséis años más tarde de haber presentado su primera cámara de niebla, en 1911.

—Y lo que veremos en el laboratorio gigante al que vamos es una versión avanzada de lo que desarrolló Wilson, ¿es así?

—Un poco diferente pero con el mismo objetivo: comprender qué forma todo aquello que nos rodea en el cosmos y qué lo mantiene unido.

Faltan unos minutos para llegar al aeropuerto de Ginebra. Seguimos las indicaciones de las azafatas y nos preparamos para el aterrizaje.

Diez minutos más tarde, en la terminal de salidas me reencuentro con un viejo conocido: un panel que ya me llamó la atención en mi época de technical student en este gigantesco centro de investigación:

CERN: DONDE NACIÓ LA WORLD WIDE WEB

Una fina llovizna empieza a caer cuando tomamos un taxi con destino al acceso, que se encuentra a unos ocho kilómetros.

Tras pagar el equivalente a cincuenta euros en moneda suiza al conductor, en la garita de control nos entregan nuestra acreditación. Con ella podremos movernos libremente por esta ciudad consagrada al experimento más grande jamás realizado por la humanidad: reproducir el nacimiento de nuestro universo.

CUATRO FOTOGRAMAS DEL BIG BANG

Los tres primeros minutos del Universo, el poético ensayo divulgativo del Nobel de Física Steven Weinberg, plasma en cinco «fotogramas» el grandioso espectáculo que supusieron los tres primeros minutos del universo.

PRIMER FOTOGRAMA. Una centésima de segundo después del Big Bang, la temperatura se enfrió hasta unos 100.000 millones de grados Kelvin. El universo era entonces una «sopa» de materia y radiación con una densidad masa-energía 3.800 millones de veces mayor que el agua en la Tierra.

SEGUNDO FOTOGRAMA. 0,11 segundos después del primer fotograma, la temperatura ha bajado a «sólo» 30.000 millones de grados Kelvin.

TERCER FOTOGRAMA. Nos encontramos en el segundo 1,09 y la temperatura es de 10.000 millones de grados Kelvin. Los neutrinos y los antineutrinos se desacoplan progresivamente de la radiación. La densidad de la energía es ahora sólo 380.000 veces mayor que el agua.

CUARTO FOTOGRAMA. 13,82 segundos después de la explosión, la temperatura ha bajado ya a 3.000 millones de grados Kelvin. El universo es suficientemente frío para que se empiecen a formar núcleos estables como el del helio común.

QUINTO FOTOGRAMA. Han pasado 3 minutos y 2 segundos en total. La temperatura es ahora de 1.000 millones de grados (70 veces la de nuestro Sol).

El universo continuará su expansión y enfriamiento los 700.000 años siguientes, en los que se crearán galaxias y estrellas.

10.000 millones de años más tarde, los seres humanos recrearán los primeros 3 minutos del universo.

EL ZOO MÁS PEQUEÑO DEL MUNDO

La cafetería del CERN es muy parecida a los self services de las universidades. Después de escoger dos sándwiches vegetales y un par de refrescos, nos dirigimos con Francesc a la cola que se ha formado frente a la cajera.

—Entonces, ¿fue con las cámaras de niebla cuando se descubrieron los quarks de los que me hablaste en nuestra última excursión? —pregunta mi amigo.

—¡Qué va! Te adelantas unos cuantos capítulos... Aquello sólo fue el inicio de un largo viaje. Gracias a los primeros detectores se hallaron nuevas partículas que provenían de los rayos cósmicos, pero no fue hasta 1940, cuando se crearon los primeros aceleradores de partículas, que la cosa se puso interesante. Empezaron a surgir más y más partículas distintas: electrones, protones, neutrones, muones, kaones, piones, lambda, khi, omega...

—Vas a recitar todo el abecedario griego... ¡Vaya zoo!

Después de pagar a la cajera, nos dirigimos a una mesa redonda de la cafetería. Allí prosigo con mi explicación:

—Cierto. Durante un tiempo hubo un poco de caos dentro del campo de la física de partículas. A mediados de los sesenta ya se conocían casi dos centenares de partículas diferentes. Como bien has dicho, la cosa se parecía a un desordenado zoo cuántico. Recuerdo una anécdota del físico Enrico Fermi... Cuando un estudiante le preguntó por el nombre de una de estas partículas en concreto, le contestó algo así como: «Joven, si fuese capaz de recordar el nombre de todas esas partículas, me habría hecho botánico».

—No me extraña —dice Francesc—. Este panorama se aleja un poco de la idea original de Demócrito: encontrar el «átomo», entendido como la última partícula indivisible... Pero pensaba que ya habíamos aclarado que la última matrioska eran los famosos quarks de Gell-Mann.

—Estás adelantando acontecimientos, pero vas en buena dirección. Fue precisamente en este caótico zoo donde Gell-Mann aportó orden al introducir los quarks que tanto te gustan. Entre los centenares de distintas partículas, muchas de ellas estaban compuestas por piezas más pequeñas que se bautizaron como quarks, lo que simplificó el puzle.

—Me encantó la anécdota que leí en Quantic Love de por qué Murray Gell-Mann los llamó quarks. Encontró esta palabreja en una novela incomprensible de James Joyce titulada Finnegans Wake. El pasaje decía algo así como: «Three quarks for Muster Mark! Sure he has not got much of a bark. And sure any he has it's all beside the mark».[24]

—¡Muy bien, Francesc! —digo mientras le golpeo suavemente el hombro—. Con sus quarks, Murray consiguió clasificar todas estas partículas e incluso predecir algunas que todavía no se habían encontrado. Al principio sólo había tres quarks, como reza la cita, pero en el año 74 se añadió un cuarto.

—Entonces, Gell-Mann tampoco había conseguido el objetivo de simplificarlo todo en una sola partícula...

—Ni mucho menos. Finalmente todo esto desembocó en lo que se conoce hoy en día como Modelo Estándar, que pretende explicar la materia y las fuerzas que existen en la naturaleza. Menos la gravedad, que no puede explicarse con este modelo,[25] explica el resto de las fuerzas: la electromagnética, la nuclear fuerte y la nuclear débil. La materia está formada por quarks y leptones (partículas como el electrón), mientras que las partículas portadoras de las fuerzas son los llamados bosones.

Saco mi portátil y le enseño un cuadro a Francesc.

—Aquí está toda la familia de partículas. Seis tipos de quarks, seis leptones distintos y hasta cinco bosones, incluyendo en este último grupo el famosísimo bosón de Higgs.

Francesc acerca la cabeza a una columna de tres neutrinos disfrazados de fantasmas y, asombrado, exclama:

—¡Los malditos neutrinos! Éstos son los que la liaron no hace mucho, ¿no? Recuerdo que, durante unos meses, la prensa especuló que podían haber superado la velocidad de la luz.

—Sí, los neutrinos han llevado de cabeza a los físicos desde que en 1930 Pauli predijese su existencia. Y eso que los neutrinos, en palabras de su codescubridor, Reines, «no son nada, o casi nada, son la cantidad de realidad más diminuta jamás imaginada por un ser humano». Yo siempre los ilustro como diminutos fantasmas, pues casi no interaccionan con nada. De hecho, mírate el pulgar.

Francesc me hace caso y se mira la mano obedientemente.

—Ahora mismo... —prosigo— cada segundo atraviesan tu pulgar miles de millones de neutrinos.

—¡Pues no noto nada!

—Como ya te dije, casi no interaccionan con nada. De hecho, aparte de ti, pueden atravesar la Tierra sin problema.

—¿Y de dónde vienen estos neutrinos?

—Una parte de ellos vienen del Sol y nos atraviesan de día y de noche. También proceden de los rayos cósmicos y del Big Bang, desde el origen del universo, así como de reacciones que hay en la Tierra. Incluso nosotros mismos somos una fuente de neutrinos.

—¡Eso no lo hubiese imaginado nunca! ¿Yo te estoy enviando neutrinos?

—Así es. El cuerpo humano posee aproximadamente veinte miligramos de Potasio 40, que es beta-radiactivo y produce millones de neutrinos al día, que emergen de nuestro cuerpo a velocidades cercanas a la de la luz y transmiten una señal de tu existencia por todos los recodos del cosmos...

—¡Cómo molan los neutrinos!

—Volviendo a la velocidad de los neutrinos... Como me comentabas, en septiembre de 2011 un grupo de científicos del proyecto OPERA obtuvo un resultado sorprendente. La velocidad en la que los neutrinos recorrían los 730 kilómetros que separan el CERN, en Ginebra, del detector que hay en el Gran Sasso, Italia, era 60 nanosegundos más rápida de lo que lo hubiese hecho la luz en el vacío.

—Y eso, según Einstein, está prohibido. Nada puede viajar más rápido que la luz.

—Nada que tenga información puede moverse más rápido de lo que la luz lo hace en el vacío. Finalmente, se demostró que los neutrinos no se habían saltado este límite de velocidad cósmico. Fue un error en la medición.

—Una pena, supongo que las implicaciones hubieran sido tremendas —comenta mi amigo.

—Cierto, esto habría supuesto un nuevo cambio de paradigma. Pero, finalmente, el llamado experimento Ícaro finiquitó el asunto. Los neutrinos son raros, pero no violan la relatividad de Einstein.

—Así que Ícaro fue el aria final de OPERA.

SIN PARTÍCULAS NO HAY COSMOS

Marco Polo describe un puente, piedra por piedra.

—Pero ¿cuál es la piedra que sostiene el puente? —pregunta Kublai Khan.

—El puente no está sostenido por esta piedra o por aquélla —responde Marco—, sino por la línea del arco que ellas forman.

Kublai permanece silencioso, reflexionando. Después añade:

—¿Por qué me hablas de las piedras? Lo único que importa es el arco.

Polo responde:

—Sin piedras no hay arco.

ITALO CALVINO, Las ciudades invisibles

QUE LAS FUERZAS TE ACOMPAÑEN

Me doy cuenta de que Francesc está observando en silencio a través del ventanal de la cafetería. Tiene la vista fija en un parterre del jardín sobre el que descansa un enorme tubo —como los del acelerador de 27 kilómetros de circunferencia que están a unos cien metros bajo tierra— con la inscripción:

CERN: ACELERANDO LA CIENCIA

—Te he aburrido con mis largas explicaciones, ¿verdad?

—¡Qué va! —reacciona Francesc enseguida—. Al contrario. De hecho, me ha surgido una duda, Sonia: ¿por qué se ha construido una máquina tan gigantesca como este acelerador que tenemos bajo nuestros pies? ¿Hace falta algo tan grande para perseguir a unas partículas tan enanas?

—En el LHC,[26] los científicos pretenden recrear los instantes iniciales de nuestro universo. El momento en que empezó todo. A mí me gusta pensar que es como una gigantesca máquina del tiempo. Con el acelerador de partículas y sus colisiones podemos reproducir lo que sucedió a menos de una milmillonésima fracción de segundo después de la «gran explosión». —Justo entonces, como para ilustrar el momento, se oye un estruendo de platos rotos en la cocina—. El objetivo es ambicioso: comprender cuáles son los constituyentes de la materia, las fuerzas que mantienen unidas a las partículas y cómo se organizan para crear desde la madera de esta mesa a nosotros mismos o los cientos de miles de trillones de estrellas de nuestro universo.

—Pero... ¿por qué hay que volver casi quince mil millones de años atrás para explicar eso? Podéis analizarme a mí para saber de qué estoy hecho. Ya lo he decidido: me dono a la ciencia.

—Un ofrecimiento muy generoso por tu parte —le digo entre risas—. Pero la ventaja de volver hacia atrás en el tiempo es que, en sus inicios, el universo era mucho más simple de lo que es ahora.

—Entonces, nosotros mismos, la complejidad de nuestro cerebro o del mundo que nos rodea, ¿es debido a la vejez del universo? —pregunta Francesc.

Asiento con la cabeza. Me gusta su idea, pues no puedo evitar asociar la vejez con la sabiduría.

—Una vez escuché al divulgador científico Brian Cox hacer una metáfora muy bonita al respecto. Seguro que alguna vez has dejado caer un copo de nieve en la palma de tu mano. Al observarlo de cerca, descubres unas formas hermosas y complejas. Pero cuando el calor de tu cuerpo lo derrite, se transforma en una diminuta gota de agua. Básica y sencillamente, H2O. Por eso miramos atrás en el tiempo: para volver a la sencilla agua primigenia que derivó en el gran copo de nieve, hermoso y complejo, que es ahora el universo.

Francesc echa una ojeada a mi sándwich casi intacto. Con tanta charla, me he olvidado de almorzar.

—Hazle un poco de caso a ese bocadillo —me dice—, creo que en unos minutos empieza nuestra visita guiada.

Mientras termino a toda prisa lo que queda del sándwich, me fijo en que Francesc está nuevamente absorto en sus propias cábalas.

—Un penique por tus pensamientos.

—Pensaba en el Modelo Estándar —confiesa mi amigo—. Entiendo que la materia está formada por partículas, quarks y leptones, pero ¿para qué sirven concretamente los bosones?

—Qué bien, pensaba que ya estabas harto de tanta partícula... Cualquier fuerza se entiende como la interacción entre partículas con masa, constituidas por quarks o leptones. Los responsables de esta interacción son los bosones.

—No estoy seguro de entenderlo.

—La fuerza electromagnética, por ejemplo, es la que mantiene unidos los átomos y las moléculas.

—Y la responsable de que no atraviese la silla en la que estoy sentado —añade Francesc—. Recuerdo tu explicación en nuestro viaje de Solvay.

—¡Exactamente! Esta fuerza es además la base de la luz, los rayos X, las microondas, las ondas de radio, etcétera. Pues la partícula intermediadora de esta fuerza es el fotón.

—¿La partícula de la luz?

—Así es. El fotón puede ser absorbido o radiado por cualquier partícula con carga.

—¿Y emitir o absorber un fotón da como resultado la fuerza electromagnética?

—¿Qué tal se te da el patinaje sobre hielo? —le pregunto de repente.

—Pues no soy precisamente un crack de la pista...

—Imagínate que estamos los dos, uno frente al otro, en una pista y con nuestros patines puestos. Yo tengo una gran pelota de baloncesto que te lanzo con todas mis fuerzas. Cuando tú la recibas, ¿qué te sucederá?

—Con el impacto del balón me deslizaré hacia atrás.

—Para ser precisos, también yo me deslizaré un poco hacia atrás, así que nos separaremos, como si una fuerza repulsiva actuase sobre nosotros. Volviendo al mundo cuántico, ahora imagina que tú y yo somos dos partículas cargadas del mismo signo y el fotón, como el balón, hace que nos alejemos.

Francesc calla a la espera de que complete la metáfora.

—Imagina ahora que somos dos partículas de distinta carga. En vez de lanzarte un balón, te doy el extremo de un muelle que yo estoy sujetando. En este caso te atraería hacia mí, es decir, tendríamos una fuerza atractiva. Pues bien, así es como actúan los bosones: son los balones y los muelles de la pista de hielo cuántica. En algunos casos provocan la atracción entre partículas y en otros, la repulsión.

En aquel momento pasa junto a nosotros, en la cafetería, una guapa estudiante con una camiseta con un átomo en el medio. En el núcleo, sin embargo, hay un corazón en lugar de protones y neutrones.

—Gracias a ese mecanismo los átomos se mantienen unidos... —continúo para recuperar su atención—. La fuerza responsable de que los protones y los neutrones se mantengan unidos en los núcleos atómicos es la nuclear fuerte. Y los intermediarios de esta fuerza son los bosones llamados gluones. No en vano, su nombre viene del inglés glue, que significa pegamento, pues estas partículas son las que mantienen «enganchados» a los quarks para que formen los protones y neutrones.

Francesc cavila un momento antes de preguntar:

—Y la fuerza nuclear débil, entonces, ¿qué diablos es?

—Esta fuerza flacucha es la más compleja de explicar. Es la que interviene cuando las partículas se desintegran o decaen, por ejemplo, cuando los protones se transforman en neutrones. Cuando un muón, por ejemplo, cambia de tipo para ser un electrón, decimos que ha cambiado de sabor.

—Hablando de sabores... este sándwich no sabe a nada. ¿Serán así los que toman los astronautas de la NASA?

—Ni idea. Bueno, ahora ya casi conoces a la familia de partículas que forman el Modelo Estándar. Los seis quarks, los seis leptones y los bosones responsables de las tres fuerzas. Pero nos falta la gran estrella de estas instalaciones: el bosón de Higgs. Pero creo que tendremos que dejar esta presentación para más adelante... ¡Ahí llega nuestro guía!

Justo en ese momento entra Mirko, un buen amigo de mi etapa de technical student que ahora dirige el centro de operaciones del LHC. Él va a ser nuestro guía en esta visita al CERN.

—¿Habéis venido a conocer las instalaciones o sólo os interesa la cafetería? Poneos las pilas, chicos, ¡el show empieza en cinco minutos!

EL MAYOR EXPERIMENTO DEL MUNDO

Nos dirigimos con Mirko hacia uno de los edificios que alberga, a unos cien metros bajo tierra, uno de los cuatro colosales detectores del LHC. Para ello tenemos que cruzar los pasillos laberínticos del edificio central del CERN, donde se encuentran los caóticos y desordenados despachos de los físicos teóricos.

En el trayecto, nuestro guía y amigo aprovecha para resumirnos la historia de este gran centro de investigación.

—El CERN se fundó en 1945 para fomentar la investigación fundamental en Europa y así frenar la emigración de los científicos hacia Estados Unidos, que había aumentado por culpa de la Segunda Guerra Mundial. La primera misión es promover la investigación, resolver los enigmas de nuestro universo y ampliar las fronteras de la tecnología. Por otro lado, en este centro se promueve la colaboración entre científicos de todo el mundo. En el CERN se trabaja para unir a las distintas naciones gracias a la ciencia.

»Siempre me ha gustado resaltar el hecho de que el CERN no tiene ningún objetivo ni afiliación política o militar. Los resultados que se obtienen aquí se hacen siempre públicos y están al alcance de todo aquel que esté interesado en estudiarlos.

—¿Cuál es el origen de su nombre? —pregunta Francesc mientras observa distraído a dos científicos que discuten frente a una pizarra llena de gráficos y fórmulas extrañas.

—Es el acrónimo del nombre inicial en francés del laboratorio: Conseil Européen pour la Recherche Nucléaire —le respondo al instante—. Aunque oficialmente el término «Conseil» se cambió por el de «Organización», se preservaron las siglas iniciales para conservar el nombre del CERN.

—Éste —prosigue Mirko— es el centro de investigación de partículas más grande del mundo. Y es aquí donde se ha construido el LHC, la joya de la corona. A unos 100 metros bajo tierra está el túnel de 27 kilómetros de circunferencia que alberga el acelerador. ¡La máquina más grande jamás construida!

—Y ése no es el único récord que ha conquistado el LHC —añado sonriendo—. Este acelerador es el circuito de carreras más rápido de nuestro planeta. A lo largo de estos 27 kilómetros, 9.300 imanes aceleran dos haces de protones, en direcciones opuestas, a velocidades cercanas a la de la luz. Trillones de protones dan más de 11.000 vueltas cada segundo al LHC hasta los puntos donde colisionan. Y en esas colisiones se recrean las condiciones iniciales de nuestro universo.

—¡Qué mareo! —exclama Francesc.

—Como os podéis imaginar, los del LHC no son imanes corrientes.

—Vamos, que no son como los que tengo en el frigorífico de casa —bromea Francesc.

—Pues no, pero no vas desencaminado, ya que precisamente quería hablarte de temperaturas gélidas. Aparte de ser la máquina más grande del mundo y el mayor circuito de carreras, el LHC también es el frigorífico más potente del mundo. Si en el Polo Sur, el sitio más frío de la Tierra, podemos tener temperaturas de unos 80 grados bajo cero, en el LHC llegamos a ¡271 grados bajo cero! Para conseguir esto, se utilizan unas 120 toneladas de helio líquido y otras 10.000 de nitrógeno líquido.

—Para poder maniobrar con total precisión los haces de protones —interviene Mirko—, utilizamos imanes llamados superconductores. Estos imanes consiguen transportar corriente eléctrica sin generar calor, pero tienen que funcionar a temperaturas tan bajas como los —271 °C. Es por eso que necesitamos que el acelerador sea tan frío. Y, puestos a hablar de récords, el interior de los dos tubos por donde viajan los haces de protones es el lugar más vacío del Sistema Solar, no puede haber ni siquiera aire.

—Estos haces —retomo la explicación de Mirko— que viajan en direcciones opuestas contienen protones. Si existiese cualquier tipo de partícula de gas en el tubo donde se aceleran los protones, chocarían contra éstas y se fastidiaría el experimento. Es por eso que los dos tubos por los que viajan los haces deben estar tan vacíos.

ATLAS : BUSCANDO A HIGGS DESESPERADAMENTE

Justo en ese instante llegamos frente a un hangar que alberga en su sótano, a unos cien metros bajo nuestros pies, el detector ATLAS. Éste es uno de los cuatro puntos del LHC donde los protones colisionan entre sí, dando lugar a explosiones que provocan el nacimiento de todo tipo de partículas que serán estudiadas por los científicos.

En alguna de estas colisiones, físicos de todo el mundo esperan encontrar una partícula especial: el famoso bosón de Higgs.

Entramos en el edificio y una de las encargadas del experimento nos da los pases de seguridad y una pequeña tarjeta que medirá la radiación a la que estaremos sometidos. Uno de los muchos protocolos de seguridad que implican esta visita.

Antes de entrar en el ascensor que nos bajará hasta las profundidades del acelerador, vemos cómo algunos de los operarios pasan por un detector de retina para poder acceder a las zonas restringidas.

—Los protocolos de seguridad son necesarios, sobre todo cuando el acelerador está en marcha —nos cuenta Mirko a la vez que nos da unos cascos de obra rojos a cada uno—. Pero ahora no tenéis de qué preocuparos, la máquina estará parada durante todas las vacaciones de Navidad.

Al llegar frente al ATLAS es imposible no sentirse impresionado por sus colosales magnitudes. El detector tiene unos 25 metros de diámetro y 46 metros de longitud, como la mitad de la catedral de Notre Dame de París. Pesa nada menos que 7.000 toneladas, algo así como la torre Eiffel o unos 100 Boeing 747.

El detector parece un gigantesco brazo de gitano. En el centro están los tubos por donde pasan los haces de protones, y alrededor de ellos se sitúan las distintas capas de detectores.

—ATLAS es el detector de colisiones de partículas más grande jamás construido. —Mirko consigue que apartemos los ojos, hipnotizados ante esta grandiosa construcción—. Éste es uno de los cuatro puntos del acelerador en los que colisionan los haces de protones. Este experimento registrará todo lo que suceda en estas colisiones. Es tal la cantidad de datos, que sólo en ATLAS se podrían grabar cien mil CD cada segundo. Si los apilásemos planos, podríamos ir y volver a la Luna dos veces al año.

—Si no he entendido mal —interrumpe Francesc—, los protones están compuestos de tres quarks, de modo que al hacer chocar los protones entre sí lo que conseguiremos al «romperlos» es liberar los quarks que tienen dentro, ¿no es eso? ¿Tanta información contienen estos pequeños quarks?

—En estas colisiones no sólo aparecen los quarks que constituyen los protones —le interrumpo con entusiasmo—. Se forman muchas más partículas de nombres divertidos: muones, neutrinos, tau... Y esperemos que pronto el buscado bosón de Higgs.

—No entiendo —dice Francesc—. Si haces chocar dos protones, lo único que puede salir de ahí son los quarks que los forman. ¿De dónde salen todas estas partículas de las que hablas, Sonia?

—Gracias a la famosa ecuación de Albert Einstein, E = mc², sabemos que la energía es igual a la masa por la velocidad de la luz al cuadrado. No sólo la masa se puede convertir en energía, como sucede con las bombas atómicas, sino que la energía también se puede convertir en masa. Es lo que sucede dentro del acelerador. Es como si hicieses chocar dos platos entre sí y, además de trozos de porcelana, aparecieran cucharas, tenedores y toda la cubertería entera. ¡Atómico! ¿No crees?

—Ya me duele la cabeza... —suspira Francesc.

—Pues recupera fuerzas —bromea Mirko—, porque ahora vamos a visitar el hangar donde están los imanes de repuesto. Así podrás ver cómo está construido el acelerador.

El guía nos acompaña en su coche hasta nuestro próximo destino. Para ello tenemos que pasar la frontera con Francia, la misma que yo cruzaba cada mañana para trabajar en el CERN hace unos años. Está a unos pocos metros de la entrada del laboratorio.

En aquella época vivía en el minúsculo Saint-Genis-Pouilly, en un apartamento donde descansaba del trabajo diario en el CERN. Queda a un par de kilómetros de la entrada a las instalaciones que ya estamos visitando.

Me recupero del fugaz ataque de melancolía, pues enseguida llegamos a un espacioso hangar que alberga los gigantescos imanes que se colocarán en el LHC. En los laterales están las maquetas del acelerador y las partes que lo componen para acompañar las explicaciones de los guías.

—Aquí podéis ver los distintos imanes y componentes que forman 23 de los 27 kilómetros de circunferencia —explica Mirko con entusiasmo—. Como os decía antes, uno de los grandes retos cuando se construyó el LHC era conseguir que los haces de protones recorriesen con una precisión milimétrica los 27 kilómetros de circunferencia. Para eso es necesario curvar las partículas con campos electromagnéticos. Aquí hay imanes que miden 15 metros y pesan unas 35 toneladas. ¡Imaginaos! Unos imanes se encargan de mantener la trayectoria curva y los otros, de agrupar los protones dentro del haz.

Decido dar una pausa a Mirko, aportando un dato para entender la improbabilidad de las colisiones:

—A pesar de estrechar el haz todo lo posible, para conseguir una sola colisión necesitamos diez billones de protones.

—Entonces, en realidad tenemos muy pocas de estas colisiones, ¿no? —pregunta Francesc.

—Ten en cuenta que hay trillones de protones dando vueltas en el LHC, de modo que cada segundo se producen unos seiscientos millones de colisiones.

En ese momento llega Lina, una científica checa encargada de que los imanes funcionen correctamente antes de bajarlos al LHC. Le da un cariñoso abrazo a nuestro guía.

Es otra de las cosas que siempre me han gustado del CERN: unir a tanta gente de distintas partes del mundo con un mismo objetivo. En cuanto los científicos se interrogan sobre los grandes enigmas de nuestro cosmos, olvidan rápidamente las diferencias de sexo, raza o nacionalidad. De repente, nos convertimos todos en fascinados y minúsculos observadores del maravilloso universo que nos rodea.

—Acercaos —nos invita Lina—, aquí podéis ver los cables que forman los imanes superconductores. Están compuestos por filamentos de niobium-titanium. Si juntásemos todos los hilos de este material que hay en el LHC, podríamos ir y volver al Sol seis veces y todavía nos sobraría cable para ir unas quince veces a la Luna.

—¿Alguien ha pensado en presentar el LHC a los premios Guiness? —suelta Francesc—. ¡Lo digo en serio! Esto me lleva a otra pregunta que me viene rondando durante todo el viaje...

—Pues tus dudas van a tener que esperar unos minutos... —digo mirando mi reloj—. Tenemos reservada una mesa para cenar una fondue en Ginebra.

LA MAYOR MÁQUINA JAMÁS CONSTRUIDA

Una vez en la mesa, animo a Francesc a que nos plantee las dudas que ha mencionado en la visita a los imanes del LHC.

—No sé si agobiaros con más preguntas —dice cabizbajo—. Tampoco son muy importantes...

—Todas las preguntas lo son —le interrumpo enseguida—. Además, ya sabes lo que se dice: «Si preguntas parecerás tonto un día, si no preguntas serás tonto toda tu vida».

—¿Cuál es la razón para que el acelerador esté bajo tierra? —plantea Francesc mientras nos sirven tres copas de vino de Ticino—. ¿Es peligroso lo que sucede allí abajo?

—El LHC está instalado en los 27 kilómetros de túnel que alojaba el anterior acelerador —contesta Mirko—, que se desmontó en 2000. Se construyó ahí abajo, no porque fuese peligroso, sino porque resultaba más barato excavar un túnel a cien metros bajo tierra que comprar los terrenos de la superficie. Por otro lado, sí es cierto que la corteza de la Tierra es un buen escudo para frenar la radiación emitida en el experimento.

—Entonces... ¿recrear pequeños big bangs ahí abajo no pone en peligro el planeta? —pregunta inseguro Francesc.

—No tienes por qué preocuparte. La energía que generan estas colisiones son menores incluso que la de los rayos cósmicos que llegan a la Tierra constantemente.

—¿Y basta con tan poca energía para entender qué sucedió al principio de todo?

—Sí, en un haz de protones tan pequeñito se concentra suficiente energía para reproducir y entender la densidad que existía en los primeros instantes del Big Bang.

—Así, los que hablan del riesgo de crear un agujero negro que podría tragarse la Tierra y el Sistema Solar enteros...

—Cuando muere una estrella grande, por ejemplo, una vez y media mayor que el Sol, se convierte en un agujero negro. Se ha teorizado que en el LHC, con las colisiones de estas minúsculas partículas, que en realidad tienen la energía de un insignificante mosquito, podrían crearse microscópicos agujeros negros. Sin embargo, si así fuese, serían demasiado débiles para arrastrar la masa a su alrededor. Se evaporarían en un corto instante de tiempo. Así que no debes preocuparte lo más mínimo por este tema.

—Bueno, me has convencido un poco —dice Francesc no del todo seguro—. Cambiando de tema, ¿os puedo hacer otra pregunta indiscreta?

—Dispara —le anima Mirko.

Francesc llena nuestras copas de vino, como si pretendiese relajar nuestras defensas.

—¿Es pública la cifra de lo que ha costado tener este acelerador? ¿No será un agujero negro para nuestros bolsillos?

—Son datos públicos —contesta el guía—. La construcción de la máquina costó unos tres mil millones de euros.

—Es una cifra alta, pero ¡muchísimo más se les ha dado a los bancos para que cubran sus malas gestiones! —protesto—. El CERN, desde sus inicios, ha ofrecido a la humanidad numerosos avances que nos han llevado a vivir mucho mejor. Los detectores que se han desarrollado aquí han dado como fruto gran parte de la maquinaria de detección usada en los hospitales, así como la radioterapia de electrones o protones contra los tumores.

—Eso sin tener en cuenta que fue aquí donde nació la World Wide Web —añade Mirko—. Si en lugar de ser gratuita, el CERN hubiese cobrado un céntimo cada vez que alguien se conectase a ella, ¡ahora podríamos construir cientos de estos aceleradores!

—Bueno —añade Francesc—, no quiero hacer de abogado del diablo, pero muchas personas asociarán un centro de investigación nuclear con el desarrollo de armas de destrucción masiva, como el Proyecto Manhattan.

—Cierto —contesto—. Pero la ciencia no es en sí misma buena o mala. Es lo que nosotros, los humanos, decidamos hacer de ella. Si queremos que nos ayude a seguir avanzando como civilización, debemos trabajar para que el conocimiento científico no se quede en los laboratorios, sino que llegue a todos para el bien de la humanidad.

LA ALEJANDRÍA DE CARL SAGAN

Carl Sagan hace en Cosmos una reflexión preciosa sobre la importancia de la divulgación de la ciencia. Cuenta que existió un momento en nuestra historia en que se desarrolló una brillante civilización científica: la Biblioteca de Alejandría.

Creada en el siglo III a.C. por los Tolomeos, se convirtió en la ciudad que acogió a las mentes más brillantes del mundo antiguo durante siete siglos. En esta biblioteca no sólo se recopilaban y adquirían libros y manuscritos de todo el mundo, sino que se animaba y financiaba la investigación científica. Allí se desarrollaron las matemáticas, la física, la astrofísica, la biología, la medicina y la literatura sobre las que todavía hoy seguimos construyendo la ciencia actual.

Eratóstenes, director de la Biblioteca, calculó en el siglo III a.C. el diámetro de la Tierra. Hiparco de Nicea ordenó el mapa de las constelaciones y midió el brillo de las estrellas. Euclides sistematizó la geometría, y lo mismo hizo con el lenguaje Dionisio de Tracia. Herófilo sería el primero en apuntar que la inteligencia está en el cerebro, y Herón, aparte de ser el inventor de engranajes y aparatos de vapor, escribió el primer relato de robots: Autómata. Sabemos también que allí se encontraban los documentos de Aristarco de Samos, en los que describía cómo la Tierra da vueltas al Sol y las estrellas se encuentran a enormes distancias.

Tuvimos que esperar casi dos mil años para recuperar esas ideas.

Alejandría se convirtió en el corazón y la mente de la antigüedad, donde gente de distintos países, razas y culturas llegaba a sus puertos, no sólo para intercambiar mercancía, sino también conocimiento. Aquella ciudad fue probablemente la que mejor se ajustaría a la definición de la palabra que acuñó Diógenes: «cosmopolita», ciudadano del cosmos. Sentirse unidos, no por formar parte de una nación, sino por ser ciudadanos del cosmos.

Sagan plantea una pregunta crucial que debería hacernos reflexionar para que no cometamos el mismo error:

¿Qué impidió que arraigaran y florecieran? ¿A qué se debe que Occidente se adormeciera durante mil años de tinieblas hasta que Colón y Copérnico y sus contemporáneos redescubrieron la obra hecha en Alejandría? No puedo daros una respuesta sencilla. Pero lo que sí sé es que no hay noticia en toda la historia de la Biblioteca de que alguno de los ilustres científicos y estudiosos llegara nunca a desafiar seriamente los supuestos políticos, económicos y religiosos de su sociedad. Se puso en duda la permanencia de las estrellas, no la justicia de la esclavitud

Sin embargo, también allí la ciencia y la cultura estaban reservadas para unos pocos privilegiados. La vasta población de la ciudad no tenía la menor idea de los grandes descubrimientos que tenían lugar dentro de la Biblioteca. Los nuevos descubrimientos no fueron explicados ni popularizados. La investigación les benefició poco.

Los descubrimientos en mecánica y en la tecnología del vapor se aplicaron principalmente a perfeccionar las armas, a estimular la superstición, a divertir a los reyes. Los científicos nunca captaron el potencial de las máquinas para liberar a la gente. Los grandes logros intelectuales de la antigüedad tuvieron pocas aplicaciones prácticas inmediatas. La ciencia no fascinó nunca la imaginación de la multitud. No hubo contrapeso al estancamiento, al pesimismo, a la entrega más abyecta al misticismo.

Cuando, al final de todo, la chusma se presentó para quemar la Biblioteca, no había nadie capaz de detenerla.

Desayuno con partículas
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