3 Los 29 de Solvay
EL universo empieza a parecerse más a un gran pensamiento que a una gran máquina.
SIR JAMES JEAN
Me despierta una violenta sacudida. Pasamos por una zona de turbulencias. Todavía somnolienta, veo a mi lado a Francesc. No ha parado de revisar sus notas en la Moleskine con expresión preocupada. Dice que durante el bachillerato suspendía la asignatura de física una y otra vez, por lo que tiene miedo de no entender nada de lo que se encontrará en el congreso.
—¿Sabes lo que decía Feynman, uno de los grandes genios de la física moderna? —le digo para tranquilizarle mientras las azafatas del Airbus 320 nos reparten café y galletas—. Aseguraba que nadie entiende del todo la mecánica cuántica. Por eso recomendaba «Relájense y disfruten» a los que se interesan por el comportamiento de la materia, pues si pretendes entender cómo puede ser que la naturaleza se comporte de un modo tan extraño, entrarás en un callejón sin salida. «Nadie comprende la mecánica cuántica», decía.
Mi compañero de viaje sonríe y me confiesa:
—He estado leyendo por encima algunos de los principios de la física moderna, y me he quedado un poco desanimado, por decirlo suavemente... Me resulta difícil de creer: partículas que atraviesan paredes, que pueden estar en dos sitios a la vez... ¡No entiendo nada!
—No sólo aquello que nos parece racional se puede comprender... Niels Bohr dijo en una ocasión que si la mecánica cuántica no le deja a uno perplejo, es que no la ha entendido.
—Si los padres de esta extravagante teoría decían todo esto sobre ella... no seré yo quien les desafíe.
—¡Por supuesto que lo harás! —le animo—. Para eso estamos aquí, para adentrarnos en el fantástico mundo de la cuántica.
Hacemos una pausa para tomar el café con galletas.
—Cuando me pediste que te acompañase a este congreso de Bruselas dijiste que era un lugar simbólico para iniciar nuestro viaje cuántico. ¿Qué tiene de especial esta ciudad?
—Fue precisamente en Bélgica donde se celebraron las conferencias científicas que reunieron a los padres de la teoría cuántica: las Conferencias de Solvay.
Las azafatas ya recogen los restos del desayuno. Faltan pocos minutos para aterrizar.
—Llevan el nombre del químico industrial belga Ernest Solvay —prosigo con mi explicación—, pues gracias a su mecenazgo pudieron realizarse estas conferencias. En la primera, en otoño de 1911, se invitó a una veintena de relevantes científicos. El tema principal era «La radiación y los quantos». De entre todos los participantes, el segundo físico más joven de todos fue Albert Einstein. Y entonces no era ni mucho menos el científico más reconocido, en un congreso donde estaban Marie Curie, Poincaré, Planck, Lorentz, Langevin, James Jean, Rutherford...
—Una reunión de cerebritos, vamos.
—Más que eso... ¡Una reunión de célebres cerebritos! En el folleto del congreso hay una imagen de esta primera conferencia —le digo mientras le enseño la fotografía—. ¿Reconoces al joven Einstein?

Fotografía de Benjamin Couprie
Las azafatas nos recuerdan que debemos ponernos los cinturones. Nuestro avión inicia el aterrizaje en el aeropuerto de Bruselas.
Una vez en el taxi camino del hotel, Francesc retoma la conversación:
—Entonces esta conferencia sería un pistoletazo de salida para la teoría cuántica... Por cierto, el origen del término «cuántico», ¿de dónde sale?
—La palabra «cuántica» nace, en 1900, gracias a Max Planck. Un científico estricto que, muy a su pesar, se convirtió en un revolucionario en toda regla al descubrir que la radiación se estaba saltando todas las leyes físicas conocidas hasta entonces.
—¿Y qué pasaba con la radiación?
—Aunque a finales del siglo XIX se creía que ya estaba casi todo explicado, un enigma seguía ensombreciendo el horizonte clásico: la radiación térmica. Al calentar un objeto, por ejemplo, un trozo de metal, hacemos que sus electrones vibren más deprisa. Cuando un electrón se mueve, emite radiación. Simplificando mucho podemos decir que emite luz. Por eso cuando el metal está muy caliente va cambiando de color: lo vemos rojo, naranja, y si lo calentásemos lo suficiente, incluso azulado.[3]
—Eso lo comprendo, al fundir el hierro es cierto que cambia de color. Se ve en los documentales sobre los altos hornos.
—También puedes notar el calor de la radiación que emite la palma de tu mano si la acercas suavemente a la cara.
Francesc reproduce mis palabras para experimentarlo en su piel mientras prosigo con mi explicación:
—Los físicos intentaron describir el fenómeno de la radiación mediante la teoría clásica, pero no les salió bien. A ese fracaso lo bautizaron como «la catástrofe ultravioleta».
—Suena a ciencia ficción.
—Era realmente una catástrofe, pues según una ecuación de la física clásica, nadie podría sentarse delante de una chimenea encendida, ya que la radiación que emiten las brasas nos chamuscaría al instante.
—Muy románticos no eran...
—Planck dio con la explicación correcta de por qué una pareja puede abrazarse a la luz de una chimenea sin peligro a carbonizarse —le contesto siguiendo su chiste—. Aunque lo que encontró no le gustó. La física clásica asume que el electrón del material calentado radia energía al vibrar. La energía, según los antecesores de Planck, se perdía de forma continua: del mismo modo que un niño que se columpia se va frenando poco a poco al rozar con el aire hasta detenerse del todo. —Miro de reojo a Francesc para saber si me sigue—. Planck se escandalizó al comprobar que los electrones se saltan las normas clásicas, ya que, en vez de radiar o perder energía suavemente, lo hacen en pequeños paquetes indivisibles de energía que él llamaría «cuantos». Estos paquetes o cuantos están determinados por la llamada «constante de Planck» o h. Para entendernos, es como si el niño que se columpia se fuese frenando a base de pequeños tirones.
—Es raro... pero si la naturaleza se comporta como tú dices, ¿por qué no vemos a los niños columpiarse a saltos?
—En realidad así lo hacen, pero estos saltos de energía son tan pequeños que el ojo humano los percibe como un movimiento continuo.
—Haber alumbrado la cuántica no me parece algo de lo que arrepentirse. ¿Por qué dices que se escandalizó y que hizo este descubrimiento «muy a su pesar»?
—Planck era la típica persona que siempre seguía las normas y le violentó averiguar que el mundo cuántico no funciona así. De haber podido, habría multado a esos descarados electrones por contrabando de paquetes de energía violando las leyes de Newton. Él mismo ponía en duda que los cuantos de energía existiesen realmente, y se escudaba diciendo que podían ser un simple artilugio matemático. De ese modo, la revolución cuántica llegó casi pidiendo disculpas.
La cafetería del hotel dispone la comida en rebosantes aparadores con todo tipo de manjares, recetas típicas belgas y pasteles. Nos disponemos a llenar nuestros platos siguiendo la cola que se ha formado.
Reconozco al instante a la persona que está justo delante de nosotros: el premio Nobel Murray Gell-Mann.
Mi primera reacción es darle un disimulado pisotón a mi acompañante, seguido de un sutil movimiento de cabeza. Siempre pienso que todo el mundo reconocerá sin problemas a un premio Nobel de Física.
Quizá por la emoción, mi puntapié es más enérgico de la cuenta. Francesc da tal respingo que derrama parte de su agua con gas sobre la chaqueta de Gell-Mann.
Un desastre.
Por fortuna, Gell-Mann es, de cerca, tan amable como en sus conferencias. Nos dedica una sonrisa infantil tras su rostro surcado por la edad mientras nos disculpamos.
—Pero ¿acaso no le has reconocido? —le pregunto a Francesc al ocupar una mesa cercana a los ventanales.
—¿A ese anciano simpático? Ni idea de quién es.
—Pues es nada menos que Murray Gell-Mann, premio Nobel por sus teorías en física de partículas. Fue él quien puso nombre a los quarks, constituyentes fundamentales de la materia.
—Ajá, los carts, claro... Tengo un amigo al que le encanta montarse en esos chismes —bromea Francesc mientras me guiña un ojo.
—Esto que parece tan sólido —prosigo dando un sonoro golpe en la mesa—, sabemos que está formado por átomos. Cada uno de ellos tiene un núcleo con electrones que orbitan a su alrededor. Sin embargo, si nos adentramos en el núcleo, descubrimos que está formado por otras partículas más pequeñas llamadas neutrones y protones. Pero los científicos se adentraron todavía más en la aventura de comprender la materia, y descubrieron que, a su vez, los protones y los neutrones están formados por unas partículas más pequeñas llamadas quarks.
—Y estos quarks son los que descubrió este venerable anciano al que casi duchamos de agua con gas —añade Francesc mientras mira disimuladamente hacia la mesa donde se ha sentado el premio Nobel.
—¡Exacto! Y toda la materia que ves a tu alrededor está compuesta fundamentalmente por quarks y electrones.
—¿Y cómo sabes que no hay nada más allá de los quarks? Es decir, me imagino los átomos como esas muñecas rusas, las matrioskas. A medida que las desmontas vas sacando una figura tras otra hasta llegar a la más pequeña. Pero si siempre que indagamos en la materia se encuentran partículas más pequeñas... ¿Cómo sabemos que el quark es la última matrioska?
—No lo sabemos —le respondo—, pero, de momento, es hasta donde hemos conseguido llegar.
En este punto, Francesc dibuja distraídamente un átomo en su servilleta.

—Ésta es la visión que tenemos de un átomo, ¿verdad? —prosigo con mi explicación—. Pero en realidad esta ilustración no está, ni mucho menos, a escala. Imaginemos que el núcleo del átomo fuese del tamaño de una pelota de ping-pong. Si la colocásemos en el centro de un gran estadio de fútbol, el electrón sería más pequeño que la punta de un alfiler y daría vueltas alrededor de la última gradería. Todo lo demás, porterías, asientos, césped, etcétera, que forma parte del átomo estaría completamente vacío.[4]
—Es decir, que en la materia hay más agujeros que queso.
—¡Y tanto! Cada átomo está un 99,999999999999 % vacío.
—Cuesta imaginarlo.
—Lo sé, pero piensa que si pudiésemos agrupar todos los átomos que forman la humanidad, los de todos y cada uno de los seres humanos que habitamos el planeta, si juntásemos las partículas que forman esos átomos, quitando el espacio vacío entre ellas, toda la especie humana cabría en un simple terrón de azúcar.
—¡Increíble! Pero dulce. De hecho, Buda ya decía que todo está vacío, y en el Tao Te Ching hay un poema muy bello sobre la importancia del vacío. A ver si lo recuerdo...
Treinta radios convergen en el centro de una rueda,
pero es su vacío
lo que hace útil al carro.
Se moldea la arcilla para hacer la vasija,
pero de su vacío
depende el uso de la vasija.
Se abren puertas y ventanas
en los muros de una casa,
y es el vacío
lo que permite habitarla.
En el Ser centramos nuestro interés,
pero del No-Ser depende la utilidad.
—No se podría haber explicado mejor. De hecho, el vacío cuántico es más parecido a una olla a presión, donde hay nada y todo al mismo tiempo, ya que de él puede surgir cualquier cosa. Pero ya entraremos en ello más adelante.
—Me has dejado de piedra... —reconoce Francesc—. Miro a mi alrededor y me parece increíble que todo lo que parece tan sólido sea prácticamente espacio vacío... ¿Tanto nos engañan los sentidos?
—Ay, amigo mío... ¿Realmente te crees aquello que ves? ¿No será que «ves aquello que crees»? Recuerdo un texto curioso que una vez me mandaron por e-mail. Me hizo mucha gracia. Es un pequeño juego muy fácil: de entrada, sólo tienes que contar el número de efes que aparecen en este texto.
Escribo en una servilleta lo siguiente en inglés y se lo muestro:
FINISHED FILES ARE THE RESULT OF YEARS OF SCIENTIFIC
STUDY COMBINED WITH THE
EXPERIENCE OF YEARS.
—Puedo contar tres efes —dice convencido Francesc.
—Igual que yo la primera vez... Pero vuelve a intentarlo, y ahora no te saltes la palabra «of». Verás que no hay tres, sino seis efes.
—¡Es cierto! ¿Cómo es posible?
Veamos otro ejemplo: Si consigues leer las primeras palabras, el cerebro descifrará las otras:
Cierto día...
C13R70 D14 D3 VER4N0 3574B4 3N L4 PL4Y4 O853RV4ND0 D05 CH1C45 8R1NC4ND0 3N L4 4R3N4, 357484N 7R484J4ND0 MUCH0 C0N57RUY3ND0 UN C4571LL0 D3 4R3N4 C0N 70RR35, P454D1705 0CUL705 Y PU3N735. CU4ND0 357484N 4C484ND0 V1N0 UN4 0L4 9U3 D457RUY0 70D0 R3DUC13ND0 3L C4571LL0 4 UN M0N70N D3 4R3N4 Y 3SPUM4. P3N53 9U3 D35PU35 D3 74N70 35FU3RZ0 L45 CH1C45 C0M3NZ4R14N 4 LL0R4R, P3R0 3N V3Z D3 3S0, C0RR13R0N P0R L4 P14Y4 R13ND0 Y JUG4ND0 Y C0M3NZ4R0N 4 C0N5TRU1R 07R0 C4571LL0.
C0MPR3ND1 9U3 H4814 4PR3ND1D0 UN4 6R4N L3CC10N; 64S74M05 MUCH0 713MP0 D3 NU35TR4 V1D4 C0N57RUY3ND0 4L6UN4 C054, P3R0 CU4ND0 UN4 OL4 L1364 4 D357RU1RL0 T0D0, S010 P3RM4N3C3 L4 4M15T4D, 31 4M0R, 31 C4R1Ñ0, Y L45 M4N05 D3 46U31105 9U3 50N C4P4C35 D3 H4C4RN05 50NR31R.
Vilayanur S. Ramachandran y Diane Rogers-Ramachandran, investigadores en el Centro para el Cerebro y la Cognición de la Universidad de San Diego, afirmaban que cuando un objeto queda en parte oculto, el cerebro lo reconstruye con gran maña y crea un todo visual.
El mejor ejemplo lo vemos en la ilustración de Gaetano Kanizsa que podéis ver a continuación:[5]

En la imagen anterior observamos un conjunto de «patas de gallina» ordenadas con cierta simetría. Sin embargo, basta con añadir a continuación unas barras diagonales para que inmediatamente nuestro cerebro lo perciba como un hexaedro.

Es asombroso que ni siquiera necesitamos la visión explícita de estas barras diagonales: unas de ilusorias bastarán para inducir al cerebro a ver un cubo oculto tras unas barras invisibles:

No se conoce el proceso que siguen las neuronas de las vías visuales del encéfalo para unifi car las porciones de información y concatenarlas para construir un objeto completo. A ese proceso se le denomina complementación amodal y resulta difícil, e incluso imposible, programarlo en un ordenador. Sin embargo, nuestro cerebro lo realiza de modo natural. Este proceso ha evolucionado para que los animales —los seres humanos entre ellos— podamos reconocer las presas y depredadores ocultos en medio del bosque.
Cuando un buen amigo se acerca hacia nosotros, enseguida le reconocemos la cara, su perfil, sus movimientos. Incluso lo podemos reconocer viéndole desde atrás. En un instante identificamos millones de tonalidades de distintos colores, percibimos sin dificultad los olores, nos estremecemos ante el tacto suave de una caricia... Todos estos procesos nos parecen muy simples. Sólo tenemos que abrir los ojos y el resto de los sentidos, conectarlos al mundo, y ya lo tenemos.
Sin embargo, para tener estas experiencias sensoriales necesitamos que miles de millones de pequeñas células nerviosas transmitan todos estos mensajes urgentes a través de las autopistas entrelazadas de nuestro cerebro. Unos procedimientos muy complejos que los científicos todavía no han ni empezado a comprender.
Dice Anthony Movshon, investigador de la Universidad de Nueva York: «Podemos pensar en los sistemas sensoriales como pequeños científicos que generan hipótesis acerca del mundo que nos rodea». ¿Qué significa ese olor? ¿De qué color es esto en realidad? Para ofrecernos estas respuestas, nuestro cerebro crea conjeturas a partir de la información a la que tiene acceso, y a partir de ahí construye hipótesis.
Francesc echa una ojeada a mi plato casi intacto. Con tanta charla, me he olvidado de almorzar.
—Hazle un poco de caso a ese manjar —me dice—, no tienes mucho tiempo antes de que empiece la primera charla del congreso. Además, ya no tienes que preocuparte por las calorías. Al fin y al cabo, por lo que me has contado, tu bocata está más de un 99 % vacío.
Mientras termino a toda prisa lo que queda en mi plato, me fijo en que Francesc está absorto en sus propias reflexiones.
—Un penique por tus pensamientos.
—Dos cosas me rondan ahora mismo por la cabeza —explica muy serio—. La primera es que quizá el banco me rebaje la hipoteca. Si les explico que en realidad mi piso es prácticamente espacio vacío, podría incluso liquidarla de manera automática. Por otra parte... si la silla en la que estoy sentado en realidad está casi vacía, ¿por qué no me caigo? ¿No debería atravesarla? Debería poder hacer como Kitty Pryde de los X-Men, que atraviesa las paredes.
—Las fuerzas son las encargadas de no permitirte tal proeza. ¿Tienes apuntadas en tus notas cuáles son las fuerzas que conocemos hoy en día?
—Creo recordar que son cuatro —contesta feliz de demostrar que está aprovechando la lección—: la fuerza gravitatoria, la electromagnética, la fuerza nuclear fuerte y la nuclear débil.[6]
—¡Excelente, Francesc! La fuerza que hace más tiempo que conocemos es la de la gravedad. Podemos pensar que es la más poderosa, pues es la responsable de que los planetas se muevan alrededor del Sol, que se rompa un plato si cae al suelo... Incluso sentimos su efecto cuando nos levantamos soñolientos cada mañana.
—Doy fe de ello —reafirma Francesc—, la gravitatoria es la más poderosa...
—¿Puedes subir este taburete encima de la mesa? —le reto señalándole un asiento a nuestro lado.
Francesc, obediente, no lo duda dos veces y con una sola mano se presta al experimento con éxito.
—Acabas de demostrar —le digo satisfecha— que puedes superar fácilmente, tan sólo con tus músculos, la fuerza que hace toda la Tierra para atraer ese taburete.
—Eso sólo demuestra que soy más fuerte de lo que parezco —bromea.
Como un mago que prepara el truco final, llega el momento de sacar el par de imanes que guardo en la mochila. Con un rápido movimiento coloco uno de ellos sobre una de las cucharillas metálicas hasta levantarla de la mesa.
—¿Has jugado alguna vez con un imán? Como ves, también estos pequeños imanes pueden con la fuerza gravitatoria. Transmiten una fuerza llamada electromagnética, la misma que hay en los rayos y la electricidad. Es millones de veces más fuerte que la gravitatoria. Ahora imagínate que subimos al tejado del hotel y saltamos hacia el jardín. ¿Qué ocurriría?
—Que nos romperíamos una pierna, como mínimo.
—Si lo analizamos más detalladamente, la fuerza gravitatoria nos atraería hacia el patio pero, como bien dices, nos daríamos un buen porrazo. No atravesaríamos los átomos del suelo hasta llegar al centro de la Tierra.
—No sé qué sería peor...
—Los átomos del suelo tienen en su capa externa cargas eléctricas negativas que se encontrarán con las cargas negativas de la de nuestro cuerpo. ¿Me sigues? —Mi acompañante asiente, no muy convencido—. Y ahora dime: ¿qué ocurre cuando juntas dos cargas eléctricas del mismo signo, en este caso negativas?
—Que se repelen entre sí.
—En efecto, y precisamente se repelen con tanta fuerza, que un trocito de suelo consigue resistir la fuerza que toda la Tierra hace para atraerte hacia su centro. Ése es el motivo por el que el suelo nos detendrá.
—Entiendo... —dice él muy serio—. Éste es el motivo por el que ahora mismo no atravieso la silla en la que estoy sentado.
—¡Elemental, querido Watson! Las cargas negativas de la silla repelen las de tu cuerpo y te dan la sensación de estar sentado y tocando realmente la superficie de madera.
—¿Quieres decir que mi trasero no está tocando la silla?
—De nuevo tus sentidos te engañan. No estás sentado, sino levitando por encima de la silla a una altura de un angstrom[7] aproximadamente.
—Lo cierto es que cuesta creerlo...
—¿Nunca has intentado juntar dos imanes por sus caras con la misma polaridad? Pruébalo ahora. —Le animo a que lo haga con el par de imanes que están sobre la mesa—. Fíjate, a medida que los acercas, cada vez cuesta más juntarlos, ¿verdad? Ahora cierra los ojos y repite el mismo movimiento pero lentamente.
Cuando Francesc coloca los imanes lo suficientemente cerca, le pregunto:
—¿No tienes la sensación de que ya están en contacto?
—Pues sí que lo parece, es como si hubiese una superficie esponjosa...
—Pero, si abres los ojos, comprobarás que en realidad todavía queda un pequeño espacio entre ellos. La fuerza electromagnética es la responsable de esa sensación... Exactamente igual a la que tienes al estar sentado.
De repente, me levanto y le doy un sonoro beso en la mejilla.
—Siendo fieles a la física, podemos decir que no ha sido un beso, pues los átomos de mis labios ni siquiera han rozado los de tu mejilla.
—Yo es que soy de letras...
Los dos nos reímos.
—Pero bueno, ¿habéis venido a trabajar o a divertiros?
El que nos interrumpe es Antonio, un viejo amigo que ha centrado sus investigaciones en el campo de la información cuántica y trabaja en Estados Unidos.
Después de fundirnos en un caluroso abrazo, cumplo con las presentaciones.
—La primera charla empieza en cinco minutos —me informa Antonio—. ¿Te vienes?
—No te preocupes por mí —añade Francesc—. Yo quiero visitar el Museo Hergé para ver de cerca el cohete de Tintín. ¡Nos vemos para la cena!
Cuando Antonio y yo llegamos al comedor del hotel, Francesc ya nos tiene una mesa reservada.
—¿Qué tal la visita al museo? —le pregunta mi amigo físico.
—Fantástica, ¿y vuestras conferencias?
Antonio le resume lo discutido en las charlas con una jerga tan técnica que consigue que Francesc ponga cara de chiste.
—Uf... Detente o me voy a mi habitación sin cenar —le suplica—. Y eso que os he reservado una mesa especial.
—¿Especial? —le pregunto.
—Sí, señores —dice señalando la pared a nuestro lado—. En ese cuadro hay una fotografía de la Conferencia de Solvay del año 1927. Lo pone en el marco. Aquí sí que reconozco a Einstein, y ya no está tan joven...
—Ésta es probablemente la conferencia más famosa de las que se hicieron aquí —dice Antonio, admirado.
—Has elegido la mejor mesa —felicito a mi amigo—. Debió de ser emocionante asistir a aquella reunión. Fíjate bien, de los veintinueve que aparecen en la foto, diecisiete ganaron el Nobel, sin contar que Marie Curie lo ganó en dos disciplinas diferentes: uno en Física y otro en Química.

Fotografía de Benjamin Couprie
—¡Qué grande! —exclama Francesc con admiración.
—Un buen ejemplo para las mujeres científicas —le reconozco.
—Todavía me sorprende —añade Antonio— que estos gigantes de la física coincidiesen en un mismo espacio y tiempo. Es como si se reunieran en una habitación Aristóteles, Eratóstenes, Kepler, Galileo, Newton, Maxwell, Kelvin y otros grandes de la física clásica para hacerles una foto.
Los tres nos quedamos unos minutos en silencio, observando aquella instantánea de la historia de la ciencia. Un grupo de científicos que, en un lapso de tiempo muy corto, cambiarían drásticamente nuestra visión del mundo en el que vivimos.
—¿Recuerdas, Francesc, los grandes postulados de la física clásica? —le pregunto interrumpiendo sus reflexiones.
Rápidamente acude a su Moleskine para encontrar esa parte de sus apuntes:
—Sí, aquí lo tengo. El primero era que el universo se comporta como una gran máquina en un espacio y tiempo absoluto. El segundo: el universo es determinista. Todo tiene una causa y un efecto. Tercero: la energía se explica mediante dos modelos físicos distintos: o partículas o bien ondas. Y, finalmente, el cuarto y la joya de la corona de la ciencia: la objetividad.
Francesc termina de leer cerrando, orgulloso, su cuaderno.
—Precisamente —añado—, en su reunión de octubre de 1927, estos científicos harían tambalear estos cuatro principios clásicos, uno tras otro.
—Ojalá pudiese viajar en el tiempo para presenciarlo —suspira Antonio.
Doy una patada a Francesc bajo la mesa al sospechar que está a punto de decir lo que no debe...
—¡Chis, lo de la máquina es top secret! —le susurro antes de que Antonio se percate de nada.
—La anécdota más conocida de esta reunión —prosigue nuestro amigo, que no se ha dado cuenta de nuestro rifirrafe— fue la discusión entre Einstein y Bohr sobre la física cuántica. Fue entonces cuando Einstein lanzó su famosa frase: «Dios no juega a los dados», a lo que Bohr le contestó: «Einstein, no le diga a Dios lo que debe hacer».
—Siempre me he preguntado a qué hacía referencia Albert con esta frase —interviene Francesc.
—A Einstein no le gustaba el rumbo que estaba tomando la nueva teoría —explica Antonio—. Le decepcionaba que se trabajase sobre probabilidades estadísticas en vez de basarse en el principio de causa y efecto.
—No comprendo a qué te refieres...
—Según la mecánica cuántica, las partículas individuales actúan «a su antojo». Realizan saltos cuánticos que jamás seremos capaces de anticipar. Sólo podemos calcular las probabilidades de cuándo y cómo lo harán. —Hago una pausa mientras el camarero sirve la comida—. Einstein no estaba satisfecho con que la teoría sólo describiese las posibilidades, en vez de la cosa en sí misma. Decía que le gustaba pensar que la Luna seguía ahí cuando él no miraba. En una carta describió su insatisfacción con estas palabras: «Me resulta intolerable la idea de que un electrón expuesto a la radiación pueda escoger a su antojo el momento y la dirección del salto. Si así resultara, finalmente preferiría haber sido un zapatero remendón, o incluso un empleado de casino, antes que físico». De ese modo, Einstein pasó de ser profeta de la teoría cuántica a hereje.[8] Murió convencido de que la física cuántica no era la última respuesta.[9]
—¡Y yo moriré de hambre si no cenamos ya! —nos interrumpe Antonio sirviendo más vino—. Vuestro avión de vuelta a Barcelona no sale hasta media mañana, ¿verdad?
Francesc y yo asentimos.
—Entonces, esta noche os llevaré de juerga por Bruselas. Conozco unos bares perfectos para escuchar música y tomar unas cervezas. ¡No estoy dispuesto a que Francesc piense que en los congresos los físicos somos unos muermos aburridos!
—¡Pues claro que nos apuntamos!
Cerramos el trato con un brindis bajo las atentas miradas de los 29 de Solvay.