1 Verdades provisionales
ME interesa el futuro porque es el sitio donde voy a pasar el resto de mi vida
WOODY ALLEN
De: Francesc
A: Sonia
Querida Sonia:
Muchas gracias por tu estupenda charla el pasado jueves. Creo que por primera vez entendí un poco cómo funciona la física cuántica.
Tal como te comenté al final de la presentación, me gustaría hacer un viaje por este fascinante mundo. Pero antes de sumergirme en los misterios de la cuántica, necesitaría comprender cómo hemos llegado hasta aquí.
Por lo que entendí de tu explicación, la física moderna nos plantea una visión distinta del mundo. Pero ¿cuál era la visión de éste que tenían los que llamas físicos clásicos? Por clásico, deberíamos remontarnos, como mínimo, a la antigua Grecia, ¿no es así?
El problema es: ¿cómo entender la evolución de la ciencia desde unos filósofos de los que apenas se conserva nada? ¿Qué debían de pensar cuando levantaban la mirada al firmamento?
Un beso,
Francesc
De: Sonia
A: Francesc
Francesc:
Acabo de leer tu correo electrónico y tengo que darte toda la razón. El mejor modo para entender la nueva visión cosmológica de la física cuántica es hacer un viaje en el tiempo.
¿Te vendría bien pasarte mañana a las 21 h por mi casa para empezar este «viaje»? Creo que ya tienes mi dirección.
Siento no darte más detalles, pero no puedo arriesgarme a desvelar cierta información por e-mail...
Mañana comprenderás por qué. No hace falta que te diga que se trata de alto secreto. Por favor, no digas nada a nadie.
Un beso,
S.
Faltan diez minutos para las nueve cuando suena el timbre del portal. Sonrío al contestar por el interfono. Sabía que mi críptico correo despertaría la curiosidad de Francesc.
—Sé que todavía no es la hora... —dice mi buen amigo como excusa—. Pero no podía esperar más. ¡Me dejaste en ascuas!
—No te preocupes. Ya lo tengo todo listo. Ponte esta ropa que te he preparado.
Francesc me mira interrogativamente mientras se cubre con la túnica que le he lanzado; yo hago lo mismo.
—¿Vamos a una fiesta de disfraces? —pregunta confuso al ver que ambos vamos vestidos con túnicas propias de la antigua Grecia.
—No exactamente... Subamos al estudio.
Después de ascender por la estrecha escalera de caracol, le muestro «La Máquina» a Francesc, que verbaliza sus dudas con asombro:
—¿Qué es este armario con cables y luces?
—Cuando te escribí en mi correo que teníamos que hacer un viaje en el tiempo, lo decía literalmente.
La cara de estupor de Francesc casi consigue que se me escape una risotada.
—Lo cierto —prosigo recobrando la seriedad— es que ésta debería ser la última opción de todas... Es peligroso utilizarla, cualquier error por nuestra parte podría cambiar el curso de la historia. Pero en esta ocasión creo que merece la pena, seremos prudentes.
—Sonia, no te sigo.
—Esto que tienes delante es una máquina del tiempo. He programado tres momentos de la historia que creo que es importante visitar. ¡Espero no haberme equivocado y que aparezcamos en el Jurásico! No sería nada atómico ser perseguidos por una manada de velociraptores.
Antes de que le entren más dudas, empujo a Francesc conmigo dentro de la máquina y cierro las puertas.
Primer trayecto completado con éxito. Hemos «aterrizado» en la antigua Grecia, año 357 a.C.
—Según mis cálculos, estamos a escasos metros de la Academia —le digo a Francesc.
—¿Desde cuándo eres barbuda? —me contesta tomando una distancia prudencial.
No se ha dado cuenta de que, tras recogerme el pelo, me he puesto una barba muy resultona para el lugar adonde vamos.
—Era imposible presentarse en la Academia y participar en los diálogos siendo mujer. Desgraciadamente, por aquel entonces no estaba muy bien visto que una dama se implicara en las actividades culturales de la ciudad. Ahora ponte este aparato detrás de la oreja —le pido—; es un artilugio que traduce tanto lo que escuchas como tus propias palabras. Así podrás entenderte en griego antiguo.
Antes de que mi compañero pueda replicar, se acercan a nosotros un par de muchachos que están lanzando piedras a un perro callejero.
—Jóvenes —una voz a nuestras espaldas se dirige a los chicos—, dejen en paz a ese perro, pues reconozco en él a un viejo amigo que murió hace tiempo.
Los muchachos, al ver al anciano que acaba de hablarles, le ofrecen un saludo de respeto con la cabeza y se marchan a toda prisa.
—A Sócrates, mi maestro, le gustaba bromear sobre este tema —nos dice el viejo mientras se acerca a nosotros—. Creía que al morir podemos volver a la Tierra, ¡incluso tomando la forma de un animal!
Ambos le saludamos imitando el mismo gesto honorífico de los jóvenes.
—Sois forasteros, ¿verdad?
—Sí, señor —le contesto—; nos dirigíamos a la Academia. Nos gustaría conocer a Aristóteles.
—Dado que justamente voy hacia allí, podéis acompañarme si no os molesta mi lento caminar.
El edificio de la Academia es impresionante. En el gran pórtico de mármol se lee el lema: NO ENTRES AQUÍ SI NO ERES GEÓMETRA.
No dejaremos que eso nos frene.
Cruzamos una gran arcada bajo la que se arremolinan jóvenes y viejos con sus túnicas. Un adolescente levanta una esfera celeste moteada con brillantes para representar las estrellas. A su lado, un hombre grueso despliega un pergamino lleno de cálculos y añade con su plumilla algunas correcciones.
Nos mezclamos entre la multitud, conscientes del privilegio de adentrarnos en la cuna del conocimiento antiguo, la base a partir de la cual se desarrollará la civilización occidental.
Después de atravesar el espacioso salón principal, el anciano nos lleva hasta un recinto con las gradas repletas de curiosos. Nos sentamos en una de las últimas filas. Emocionados, nos damos cuenta de que aquella es el aula donde Aristóteles está impartiendo uno de sus discursos:
—Es necesario que el cielo tenga forma esférica, pues esta figura es la más adecuada a la entidad celeste y la primera por naturaleza. A la recta siempre es posible añadirle algo, pero nunca a la línea del círculo, es evidente que la línea que delimita el círculo es perfecta. Así pues, lo que gira con movimiento circular será esférico. Y también lo inmediatamente contiguo a aquello: pues contiguo a lo esférico es esférico. E igualmente los cuerpos situados hacia el centro de éstos: pues los cuerpos envueltos por lo esférico y en contacto con ello han de ser por fuerza totalmente esféricos; y los situados bajo la esfera de los planetas están en contacto con la esfera de encima. De modo que cada uno de los orbes será esférico: pues todos los cuerpos están en contacto y son contiguos con las esferas...

—Creo que hemos llegado a mitad de la lección —dice Francesc en un resoplido—. Me cuesta entender a qué se refiere.
—Aristóteles está compartiendo su teoría astronómica. Creo haberla leído en un capítulo de su obra La esfericidad del universo, si no recuerdo mal. Según su teoría, el cosmos se dividía en dos esferas o regiones opuestas: una perfecta, la correspondiente a las esferas celestes, y otra imperfecta, que concierne a la Tierra y todo lo que ocurre en ella. Ambas regiones están separadas por la esfera lunar. Por lo tanto, el cosmos quedaría dividido entre el mundo supralunar y el sublunar. Según su visión, la Tierra, imperfecta pero situada en el centro del universo, está compuesta por cuatro elementos fundamentales: tierra, agua, aire y fuego. Todos los movimientos que se producen en esta esfera imperfecta son rectilíneos y esporádicos. Sin embargo, las esferas celestes están formadas por un quinto elemento, el éter, también llamado quintaesencia. En las esferas celestes los movimientos son perfectos: circulares, continuos y en esferas concéntricas.
Tras esta aclaración prestamos atención, de nuevo, al discurso de Aristóteles:
—Hay tres clases de seres: lo que es movido, lo que mueve y el término medio entre lo que es movido y lo que mueve, un ser que mueve sin ser movido, ser eterno, esencia pura...
—Habla de Dios y del origen del movimiento de las cosas —me susurra Francesc—. Creo que se llama teoría del primer motor; me la tuve que empollar para un examen de filosofía. Viene a decir algo así: un objeto se mueve porque lo impulsa otro, el cual a su vez ha sido impulsado por un objeto anterior. Pero si tiramos hacia atrás... la pregunta es: ¿dónde empezó el movimiento?
—Responder a eso es tan difícil como decir qué había antes del Big Bang.
—Aristóteles pone en ese origen a Dios, el primer motor que transmite el movimiento a todas las cosas y lo hace a través de la atracción, del mismo modo que «el amado mueve al amante», creo recordar que decía.
Un joven discípulo, sentado en la grada de delante, se gira con el ceño fruncido. Es una clara invitación a que nos callemos y escuchemos al maestro, que en aquel momento cede el protagonismo al anciano que nos había acompañado.
Sorprendidos, vemos cómo aquel hombre de barba blanca y nariz prominente empieza a decir:
—Imaginad una especie de cavernosa vivienda subterránea provista de una larga entrada...
Un espectador murmura:
—¡Ya está otra vez Platón con su caverna!
Al escuchar aquel comentario, llamo la atención de Francesc con un codazo y le digo emocionada:
—El anciano con el que hemos venido era Platón.
Mi compañero me mira con cara de espanto:
—Sonia, ¡se te está cayendo la barba!
Varios hombres a nuestro alrededor empiezan a mirar con sospecha hacia nosotros.
—Salgamos pitando de aquí antes de que nos metamos en problemas... —digo atropelladamente—. Es hora de volver a la máquina.
En cuanto se abre la puerta de la máquina y aparecemos, sanos y salvos, en el estudio de casa, respiramos tranquilos.
—¡No puedo creer lo que acabamos de vivir! —exclama con entusiasmo Francesc—. Hemos ido a la Academia con Platón y asistido a una clase de Aristóteles...
—Voy a preparar un té verde. Nos ayudará a concentrarnos. Tenemos sólo unos minutos antes del siguiente viaje.
—¿El siguiente? —pregunta mi amigo mientras pongo el agua a hervir.
—Por supuesto —digo con un toque de orgullo—. No pensarás que el viaje termina aquí, ¿verdad? Gracias a este primer salto en el tiempo ya sabemos cuál era la cosmología de la antigua Grecia. Una visión que, a su manera, fue adaptada por la Iglesia católica hasta más allá del siglo XVII. Dos mundos que cumplían leyes muy distintas: el mundo terrestre e «imperfecto», donde habitaban los hombres con todas sus debilidades y pasiones, y el de las esferas celestes, que se creía «armonioso y perfecto», habitado por ángeles y demonios.
—Me sitúo —dice Francesc mientras da un sorbo a la taza de té—. Lo cierto es que parece un poco extraño que personas tan sabias tuviesen una visión del mundo tan fantasiosa.
—No lo juzgues tan a la ligera. Quién sabe si nuestras «verdades provisionales» no estarán también llegando a su fin... —le contesto mientras preparo nuestro próximo disfraz—. Pero ahora sigamos con el curso de la historia. En nuestro próximo salto temporal nos remontaremos cinco siglos atrás, cuando Galileo y Kepler iniciaron una revolución que desbancó la ciencia antigua para dar lugar a la Ilustración.
Apuro a mi compañero de aventuras para que se vista con las ropas que le he dado.
—Vamos a conocer a uno de estos rebeldes que asumieron la peligrosa tarea de unir el cielo y la tierra.
Empujo de nuevo a Francesc dentro de la máquina.
Disfrazados con trajes de sirvientes, aparecemos con éxito en los fríos pasillos de un castillo del siglo XVII.
—Bien, y ahora ¿adónde vamos? —pregunta Francesc.
—Si mis cálculos son correctos, en cualquier momento nos podemos encontrar con Johannes Kepler y sus ayudantes.
Un ruido metálico resuena por el corredor. A lo lejos distingo la silueta de un par de soldados que se acercan a nosotros.
Antes de que nos descubran como intrusos, apresuro a Francesc para correr en dirección opuesta. En cuanto nos encontramos la primera puerta —afortunadamente no está cerrada— nos escondemos en un rincón de la estancia para darles esquinazo.
Volvemos a respirar tan pronto como oímos pasar de largo a los soldados. Un poco más tranquilos, nos damos cuenta de que hemos entrado en lo que parece un estudio. En el centro de la habitación hay una gran mesa llena de libros y pergaminos.
Francesc curiosea los papeles que rebosan en el estudio, mientras yo me siento atraída por un artilugio abandonado en un lateral de la estancia. Lo reconozco enseguida.

Sistema Solar de Kepler, reproducido en su obra Mysterium Cosmographicum (1596)
—¡Ven a ver esto! ¿Lo reconoces?
—No exactamente... ¿Qué es?
—Es el modelo cosmológico que Kepler desarrolló en su obra Mysterium Cosmographicum (El misterio Cósmico) basándose en los sólidos regulares de Pitágoras. Nuestro protagonista creía en el heliocentrismo de Copérnico, es decir, que el Sol estaba en el centro y no la Tierra. Pese a ser una idea peligrosa por la que Galileo sería condenado, Kepler la abrazó con fervor, convencido de que reforzaba su fe.
—¿Qué tiene que ver el Sol con la fe?
—Para Kepler, igual que para los antiguos egipcios, el Sol era la perfecta imagen de Dios y debía ocupar en el cosmos un lugar central, mientras el resto de los planetas serían los que daban vueltas, en círculos perfectos, a su alrededor. Sin embargo, los datos que había recopilado de Copérnico no encajaban con su bella teoría. Por eso vino aquí, a Praga, para acceder a las mediciones del mejor astrónomo de la época, Tycho Brahe. Estaba convencido de que sus datos serían la llave que le permitiría abrir las puertas que encerraban los misterios de los cielos.
—Recuerdo haber leído algo acerca de Brahe. Creo que este noble excéntrico era famoso por haber perdido parte de su nariz en un duelo y verse forzado a llevar una prótesis de oro.
—Ese mismo. Pero Tycho no le recibió con los brazos abiertos. Al parecer recelaba del joven Kepler y, ante su corte de aduladores, se burlaba con frecuencia de aquel campesino que pretendía resolver el misterio del cosmos. Sólo muy de vez en cuando, después de alguno de los banquetes que acompañaba con abundante vino, iba soltando información con cuentagotas al joven teórico, que se apresuraba a anotarla febrilmente. Pero todo cambió al fallecer Tycho. En su lecho de muerte, como si se tratase de un mantra, el astrónomo no cesaba de repetir las siguientes palabras: «Non frustra vixisse vidcor». Es decir: «que no haya vivido en vano». Brahe legó el trabajo de su vida, sus valiosísimas observaciones de los planetas, a Kepler.
La puerta de la habitación se abre de sopetón. El miedo a ser pillados me ha paralizado.
—Ponte a limpiar —me susurra Francesc dándome un codazo—. ¡Disimula!
Me doy cuenta de que las tres personas que han entrado están tan enfrascadas en sus cábalas que ni siquiera se han percatado de que no somos sirvientes de la casa.
—Lo hemos conseguido —le digo disimuladamente—, el de la barba es Kepler. Escucha con atención.
—No puede ser —despotrica Kepler—, no logro comprender por qué el mayor de los geómetras ha escogido una forma tan imperfecta para el mundo celeste.
Sin que se den cuenta, le puntualizo a Francesc en un susurro:
—Kepler se refería a Dios como el Divino Geómetra...
—¿No se tratará de un error en las mediciones de Brahe? —intenta complacerle uno de sus colaboradores.
—Tycho podía ser excéntrico, pero la perfección de sus observaciones era incuestionable. Sabía muy bien que algo no encajaba, por eso insistió en estudiar la trayectoria de Marte.[1] Ahora puedes descansar tranquilo, Tycho, maestro, non vixit in vanum. No has vivido en vano.
Kepler se derrumba en el asiento de su escritorio y murmura:
—La verdadera naturaleza, que había rechazado y echado de casa, volvió sigilosamente por la puerta trasera y se presentó disfrazada para que yo la aceptase. Ah, ¡qué pájaro más necio he sido!
Acto seguido, se levanta de un salto y exclama:
—Ahora no puedo negar la evidencia. La trayectoria de Marte es esta forma alargada e imperfecta parecida a un óvalo: la elipse. Después de tanto tiempo... ¡debo conformarme con este carro de estiércol!
Dicho esto, Kepler sale de la habitación dando un portazo, seguido por sus alumnos.
Volvemos a quedarnos a solas.
—Vaya, no parece precisamente contento —dice Francesc mientras recoge los papeles que Kepler ha tirado al levantarse de golpe.
—¡Claro que no lo está! Tras muchos años de estudio, tuvo que claudicar y aceptar con valentía los hechos: su devoción por el círculo perfecto había sido una ilusión. Finalmente abandonó la idea de las órbitas circulares y, por ende, su fe en el Divino Geómetra. Este golpe en sus creencias permitió a Kepler desarrollar sus tres famosas leyes.[2]
—Ven, acércate a ver esto —me interrumpe Francesc señalando unos papeles—. Si no me equivoco, ¡es una carta de Galileo!
—¡Así es! Ambos fueron contemporáneos y llegaron a cartearse.
—Por lo que entiendo, parece que Galileo le envía la información para fabricar un telescopio...
—Sí, en 1609 Galileo consigue por primera vez un telescopio. Enseguida quedó fascinado por ese aparato. «Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo», se decía en la antigüedad. Para Galileo, el punto de apoyo fue el telescopio, ya que puso en movimiento algo que hasta entonces había sido inmóvil y central: la Tierra.
—Entonces, ¿los telescopios ya existían antes de Galileo?
—Sí, pero los usaban básicamente como instrumento para la navegación. Fue Galileo quien tuvo la astucia para modificarlo y el valor de enfocarlo hacia las inmensidades del cielo. Con ello desmontó todavía más el mito de las esferas celestes. Por aquel entonces se creía que la Luna era una bola perfecta.
—Como un queso de Edam —añade con guasa Francesc.
—Pero al enfocar con su invento mejorado nuestro satélite, descubrió rugosidades, valles y montes que contradecían la concepción aristotélica de que los cuerpos celestes eran esferas perfectas.
—Vosotros dos, ¡holgazanes! —Un soldado nos llama la atención desde la puerta.
Mi compañero palidece y yo no debo de estar mucho más tranquila, pues creo que los latidos de mi corazón se escuchan desde el siglo XXI. Nos han pillado con los papeles de Galileo en las manos.
—Puesto que sois los nuevos, os toca ir a limpiar el estiércol de los establos —ordena el soldado sin entender lo que estamos haciendo.
Tomo la mano de Francesc, que sigue paralizado, y le empujo fuera del estudio para salir pitando y dejar atrás la amenaza de las cuadras.
—La próxima vez que vengamos aquí, propongo que nos disfracemos de reyes, Sonia.
De nuevo en el estudio de casa, nos quitamos las aparatosas ropas del siglo XVII y Francesc se ofrece a preparar otro té.
—Genial, nos vendrá bien —acepto mientras me siento a la mesa—. Así tendremos tiempo para hacer un breve repaso de lo vivido. Hemos estado en el período de tiempo en que «nacía» la física en el sentido moderno del término.
—¿A qué te refieres?
—Para Galileo era esencial demostrar las teorías científicas mediante experimentos y cálculos precisos. Como él mismo diría en una de sus obras, «la Naturaleza está descrita en lenguaje matemático». Desde entonces, la puesta a prueba de las predicciones teóricas ha sido un signo de buena ciencia: el método científico.
—Vaya, pensaba que la ciencia siempre había seguido esa metodología.
—¡Qué va! Este modo de pensar desafiaba las ideas de la filosofía aristotélica, que perduraban en la Italia renacentista. Los científicos de la «Edad de Oro» podían discutir teorías confrontadas hasta el agotamiento: nunca llegaban a un consenso. Aceptaban todo aquello que parecía intuitivo y racional. Por ejemplo, era obvio que la Tierra estaba quieta porque nadie podía sentir el movimiento bajo sus pies.
—Comprendo su modo de pensar, tiene lógica.
—De hecho, seguimos diciendo que el Sol sale por el este y se pone por el oeste. Nuestro lenguaje todavía pretende que la Tierra no gira. Y eso que Galileo se metió en un buen lío por su «y sin embargo se mueve». También Kepler, como hemos visto hace un rato, tuvo que claudicar de su amado círculo para aceptar lo que decían los datos experimentales: que las órbitas son elípticas.
—Ya lo decía Pope: «Errar es humano, rectificar es de sabios y perdonar es divino» —añade Francesc.
—Al parecer, la tumba de Kepler fue destruida durante la guerra de los Treinta Años. En ella se podía leer el epitafio que él mismo escribió: «Medí los cielos y ahora mido las sombras. Mi mente tenía por límite los cielos, mi cuerpo descansa encerrado en la Tierra». Si se reconstruyese su tumba podría cambiarse esa frase, ya que coincido con las palabras que Carl Sagan le dedicó en honor a su coraje científico: «Prefirió la dura verdad a sus ilusiones más queridas».
Me levanto para preparar nuestro próximo disfraz.
—¿Cuál es nuestra siguiente parada? —pregunta Francesc mientras recoge las tazas de la mesa.
—Vamos a cerrar esta revolución con una visita a un científico que nacería el año de la muerte de Galileo: Isaac Newton. Como hemos visto, Kepler ya había descubierto que los planetas describen órbitas elípticas en vez de círculos. Su coetáneo Galileo, al observar las irregularidades de la Luna, ayudó a desmontar el mito de que los cuerpos celestes eran esferas perfectas.
—¿Qué más quedaba por decir? —pregunta Francesc.
—Algo no menos transgresor. Newton, con su teoría de la gravedad, demuestra que la misma fuerza que hace caer una manzana del árbol es la que mueve las estrellas y hace orbitar la Luna alrededor de la Tierra. Parece una obviedad a día de hoy, pero supuso un tsunami para las creencias de su época. Para asombro de sus colegas y alumnos de Cambridge, demostró que las leyes que rigen los movimientos «imperfectos» de nuestro mundo no son distintas de las que gobiernan los divinos cuerpos celestes.
—Así se logró unificar, por fin, Cielo y Tierra.
—Exacto. Dios dejaba de ser necesario en un universo donde la ciencia y la razón ocupaban ahora el lugar de lo divino.
La Naturaleza y sus leyes permanecían en la oscuridad.
Dios dijo: «¡Hágase Newton!» Y la luz se hizo.
ALEXANDER POPE
Sin pensarlo dos veces, nos metemos en la máquina del tiempo rumbo al siglo XVIII. En un abrir y cerrar de ojos, aparecemos en los jardines de una gran mansión inglesa.
Todavía queda más de una hora para el crepúsculo.
Se nos acerca un ama de llaves con cara de mal humor y nos entrega una bandeja con pastas y humeante té negro.
—Vosotros dos, llevadle esto al señor. Los cocineros han echado a perder la cena y tengo que ir a encargarme del estropicio.
Asentimos obedientemente.
—¿Por qué siempre nos disfrazas de sirvientes, Sonia?
—Es el mejor modo de pasar inadvertidos. Cualquier error por nuestra parte afectaría al curso de la historia, ya te lo dije...
Sentados a una mesa del jardín, bajo la sombra de unos frondosos árboles, distinguimos a Isaac Newton y a otro caballero. Están enfrascados en una animada conversación.
—Si no he hecho mal mis cálculos —le susurro a Francesc—, nos encontramos en el 15 de abril de 1726. El tipo que está con Newton es William Stukeley, su biógrafo.
—Yo tenía veintitrés años y estaba estudiando en Cambridge cuando se desató una gran plaga que obligó a cerrar el campus —explica Newton—. No tuve otra opción que recluirme en mi ciudad natal, Woolsthorpe.
—Sin embargo —le responde su entrevistador—, y por lo que tengo entendido, no fue precisamente tiempo perdido para usted.
—Durante aquel intervalo de tiempo —le explico a mi amigo—, con su cabeza como única herramienta, Newton desarrolló el cálculo diferencial e integral. Asimismo, llegó a entender que la luz blanca está compuesta por diferentes colores. También fue entonces cuando estableció las bases de la teoría de la gravitación universal.
—¡A eso se le llama sacar partido de las horas! Tengo entendido que también fue el inventor de la gatera.
—Buena puntualización, ¡eso se me había escapado! En cualquier caso, ese período se ha equiparado en la historia de la ciencia con 1905, el llamado «año milagroso» de Einstein.
—¡Ay! —grita Francesc de repente, interrumpiendo la conversación entre ambos hombres.
Una manzana ha caído directamente sobre la cabeza de Francesc.
Stukeley le pregunta educadamente a mi amigo si se encuentra bien mientras, para nuestra sorpresa, Newton cuenta la siguiente anécdota:
—Precisamente la caída de una manzana, como la que ha ido a parar a la cabeza de este buen hombre, fue lo que abrió mi mente a la idea de la gravitación. ¿Por qué esta manzana cae hacia el suelo? ¿Por qué no se desplaza hacia un lado o hacia arriba y va siempre hacia el centro de la Tierra?
Stukeley toma apuntes en su libreta para no perderse ni un detalle de su explicación.
—Si se necesita una fuerza para una aceleración horizontal —prosigue Newton—, por ejemplo, al lanzar una flecha, también tiene que existir una fuerza para la aceleración vertical de la manzana. Y si esta fuerza empuja la manzana hacia el suelo, ¿por qué no afecta también a la Luna? Y si es así, ¿por qué no nos cae la Luna encima?
—Así fue como concibió sus dos grandes ideas —le alaba Stukeley—, la ley del movimiento y la fuerza de la gravedad.
—Lo publiqué en mi obra Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, tras la insistencia de mi buen amigo Halley —reconoce Newton satisfecho—. La naturaleza no actúa de cualquier modo, sino que es tan predecible como un mecanismo de relojería.
—Halley ha predicho incluso el retorno de un cometa —añade su entrevistador.
El ama de llaves aparece en ese momento para anunciar que la cena está lista. Mientras los dos caballeros se levantan y toman el sendero que lleva a la casa, oímos las últimas palabras de Newton:
—No sé qué opina el mundo de mí, pero yo me siento como un niño que juega a la orilla del mar y se divierte descubriendo de vez en cuando un guijarro más liso o una concha más bella de lo corriente, mientras el gran océano de la verdad se extiende ante mí, todo él por descubrir.
Salimos de la máquina del tiempo con las últimas palabras de Newton resonando en nuestras cabezas.
—Éste era el último viaje que tenía programado —le digo satisfecha a mi compañero de aventuras.
—¡Como si fuera poco! Hemos sido testigos de momentos cruciales de la historia y, además, ahora tengo claro cómo ha ido cambiando nuestra concepción del cosmos, desde Platón hasta Newton.
—En la visión mecanicista del mundo que surgiría después de esta revolución, la razón acabó ganando el pulso a la religión.
—¿Es eso lo que se conoce como física clásica?
—Exacto, este término lo utilizamos para referirnos a los físicos desde Newton hasta finales del siglo XIX. Para ellos, el universo era lo más parecido a un gran mecanismo de relojería. Todo aquello que no tuviese que ver con la «Gran Máquina» quedaba fuera del campo de la física. Las cuestiones como el libre albedrío o la consciencia quedaban para la filosofía.
Antes de seguir fijo mi mirada en un viejo mapa que adorna mi estudio.
—¿Conoces la anécdota de Laplace?
—¿Quién era?
—Un físico y matemático francés muy importante del siglo XVIII. Dicen que Napoleón, al conocer su obra Exposition du système du monde, le dijo: «Me cuentan que ha escrito usted este gran libro sobre el sistema del universo sin haber mencionado ni una sola vez a su creador», a lo que Laplace contestó: «Sire, nunca he necesitado esa hipótesis». Cuando Napoleón le narró la conversación al matemático Lagrange, éste le argumentó: «¡Ah! Dios es una bella hipótesis que explica muchas cosas». Tras reproducir Napoleón estas palabras a Laplace, éste ingeniosamente replicó: «Aunque esa hipótesis pueda explicar todo, no permite predecir nada».
—En algún sitio he leído que se establecieron cuatro postulados de las ciencias clásicas —añade mi amigo.
—Quizá fueran más, pero vamos con ellos. El primero es que el universo se comporta como una gran máquina en un espacio y tiempo absolutos. Todos los fenómenos físicos podían reducirse y comprenderse como movimientos más simples, producidos por los pequeños engranajes de la máquina, aunque fuesen tan pequeños que no se pudiesen ver.
—Entonces, en ese universo el nuevo oficio de Dios era el de Maestro Relojero.
—Sí, pero un relojero retirado, pues una vez estaba todo en marcha, ya no tenía función alguna.
—¡Jubilaron a Dios! Bueno, sigue con la lista.
—Segundo: el universo es determinista. Si conocemos el estado de un objeto en movimiento en un instante dado, podemos predecir su estado futuro y pasado. Todo tiene una causa y un efecto, eso nadie lo cuestionaba.
—Yo tampoco lo cuestiono.
—Tercer postulado: la energía se explica mediante dos modelos físicos distintos: o partículas (como diminutas bolas de billar) u ondas (como las olas de la playa). Ambos modelos se excluyen entre sí. O bien eres partícula, o bien onda.
—Como esta mesa, que está hecha de partículas, o la luz y el sonido, que son ondas, ¿no es así?
—Y, finalmente, la joya de la corona de la ciencia: la objetividad. Desde su altar de conocimiento, los científicos podrían observar la naturaleza y estudiarla. Se partía de la certeza de que existe una realidad única y objetiva ahí fuera. Lo que en filosofía se entendía como materialismo.
—¿Y cómo afectó esa visión del mundo a la vida cotidiana de la gente que no sabía física?
—De mil maneras. El legado de Newton permitió que los ingenieros creasen las primeras máquinas, iniciándose una revolución industrial que desembocó a su vez en una revolución social. Empezaron las migraciones de los campos a las ciudades, produciéndose también una revolución económica. Adam Smith, usando una analogía newtoniana, daba a entender que una «fuerza invisible» equilibraría la economía y la política para un bien global.
—Ya se ha visto que no siempre es así —comenta Francesc mientras mira de reojo un periódico sobre la mesa; en portada, el gobierno propone nuevos recortes.
—El mecanicismo se extendió hasta todas las esferas del conocimiento... Hasta que todos estos postulados que te he numerado, uno a uno, se tambalearon hasta caer con el nacimiento de la física cuántica.
El pájaro mecánico de un reloj de cuco canta las ocho de la mañana.
—¡Vaya por Dios! —exclamo—. Qué tarde se nos ha hecho... ¡Ya es de día! Creo que por hoy es suficiente.
—Es cierto lo que decía Einstein de que el tiempo es relativo: estas horas me han pasado volando. ¿Qué te parece si te invito a un desayuno con partículas?