2 Cuatro fábulas y un prejuicio para entender la resistencia al cambio
ES más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio. ALBERT EINSTEIN
Hay una realidad ahí fuera, según la física clásica, pero ¿y si los límites de nuestra propia realidad los marca el «ancho de banda» de nuestra percepción sobre lo que nos rodea y los filtros que suponen nuestros prejuicios e interpretaciones?
Buda decía que somos lo que pensamos, ya que nuestra forma de ver el mundo acaba dando forma a nuestra realidad.
Siempre pienso en eso al recordar una anécdota de cuando vivía en casa de mis padres. Cada mañana cruzaba un pequeño parque para ir al instituto; unas rocas blancas y planas, colocadas a modo de baldosas, trazaban un camino en forma de serpiente que permitía cruzar el jardín sin pisar el césped.
Recuerdo que las piedras estaban dispuestas con una incómoda separación entre ellas. Para seguir ese camino, los transeúntes se veían obligados a avanzar a saltitos. Por ese motivo, la mayoría evitaban las molestas rocas pasando por el lateral izquierdo de éstas.
Debido a que todos los vecinos pasábamos diariamente por el mismo sitio, en aquel lateral dejó de crecer la hierba y acabó creándose un sendero alternativo en el jardín.
Cuando cruzaba yo también aquella senda, me divertía pensar cómo con mis pasitos contribuía a la creación de aquel camino alternativo.
Una tarde, a la vuelta del instituto, descubrí que los jardineros habían levantado todo el césped del jardín. Las flores, columpios y arbustos, y por supuesto el sendero que entre todos habíamos creado, habían desaparecido.
El jardín se había convertido en un parque de arena revuelta.
Un poco desconcertada, me disponía a recorrer el sendero ya desaparecido cuando un niño pasó corriendo a mi lado persiguiendo una pelota. En vez de seguir el camino que había serpenteado en el parque, lo cruzó de punta a punta trazando una perfecta diagonal.
Fue entonces cuando me di cuenta de que las sendas preestablecidas habían desaparecido. Era completamente libre de elegir un nuevo trayecto, el que yo quisiera. Tenía todos los caminos posibles ante mí.
Años más tarde, aprendí cómo los caminos que tomamos en nuestro pensamiento acaban generando senderos que provocan reacciones determinadas. Por ejemplo, si no frenamos el hábito de pensar mal de los demás, cuando el sendero mental esté ya creado, todo el mundo se convertirá en enemigo a nuestros ojos.
Las conexiones entre nuestras neuronas crean rutas concretas por las que se transmite la información. Como aquel jardín que, después de pasar cientos de veces por el mismo sitio, acaba creando un sendero que parece único, éste es el motivo por el que siempre reaccionamos igual ante un estímulo conocido. Ignoramos que el camino lo decidimos nosotros, es decir, cada cual elige su forma de pensar y reaccionar.
Los procesos automáticos negativos nos frenan y se convierten en una fuerza limitadora. El conductor que grita y maldice al quedarse atrapado en un atasco podría mitigar el estrés sintonizando una emisora de música clásica, pero reacciona automáticamente porque ha creado un camino preestablecido sin darse cuenta. Si alguien le filmara secretamente durante el ataque de furia, al verse se quedaría asombrado y se avergonzaría, cambiando inmediatamente de actitud.
Podemos ser víctimas de nuestras reacciones o dueños de éstas. En última instancia, somos nosotros los que elegimos volver a recorrer, una y otra vez, un mismo camino equivocado. La buena noticia es que también tenemos la libertad de plantarnos y no dejarnos llevar por la inercia del pensamiento negativo.
En el plano de los hábitos y las rutinas, hay gente que se resiste a innovar en el trabajo o en su vida privada y se escuda diciendo: «Esto se hace así porque siempre se ha hecho así». Por eso, tareas que podrían resolverse en diez minutos siguen necesitando más de media hora, así como algunas parejas se enrocan siempre en las mismas discusiones sin buscar un nuevo camino a la armonía.
Esta actitud puede resumirse con las provocadoras palabras de Albert Einstein: «No hay nada que sea un signo más claro de demencia que hacer algo una y otra vez y esperar que los resultados sean diferentes».
La pregunta esencial es: ¿de qué manera puedo borrar los caminos de mi cerebro, como hicieron los jardineros con aquel parque? Necesitamos un instante de creatividad en el que se desvanezcan las rutas preestablecidas y se abra la infinidad de caminos posibles.
Los maestros de Zen utilizan un método singular para llevar a los novicios a adentrarse en el satori, o estado de iluminación: los koans.
Los koans consisten en frases en apariencia absurdas que plantean un problema que no puede resolverse desde el pensamiento racional. Probablemente, el koan más conocido es aquel en que el maestro da un aplauso y plantea: «Éste es el sonido de dos manos, pero ¿cuál es el sonido de una sola mano aplaudiendo?».
Con estos acertijos, el pensamiento lógico se encuentra con una paradoja y queda bloqueado. Entonces, la mejor manera de proceder es dejar que el «pensamiento lateral», la intuición, tome las riendas. El koan se deposita en nuestro interior y después de un tiempo, de manera espontánea, nacen las nuevas ideas.
Estas técnicas se utilizan a menudo en las empresas en dinámicas de brainstorming. En estas sesiones surgen ideas que parecen absurdas pero que pueden llegar a ser revolucionarias, como, por ejemplo: ¿qué ocurriría si a un caramelo le añadimos un palo?, o ¿y si creásemos un refresco negro?
¿Nos suena?
Albert Einstein fue una de las figuras más carismáticas del siglo XX, no sólo por sus contribuciones a la ciencia, sino también por su modo rompedor de pensar e innovar.
En 1905, el «año milagroso» del que hemos hablado, publicó tres trabajos que revolucionarían por completo el mundo de la física. En estos artículos, Einstein aplicó lo que más tarde resumiría con estas sabias palabras: «No podemos resolver los problemas usando el mismo nivel de pensamiento que usamos cuando se crearon».
Siglos antes, Alejandro Magno resolvía un antiguo problema imposible. Las leyendas orientales hablaban de la existencia del «nudo gordiano», un nudo extremadamente complejo que unía dos cuerdas. Según la tradición, aquel que tuviese la sabiduría para desatar el nudo gordiano conquistaría Oriente.
Cuando Alejandro Magno se disponía a dominar el imperio Persa, se enfrentó al reto de resolver el nudo gordiano. Solucionó el problema de manera drástica cortando limpiamente el nudo con su espada. Efectivamente, y con una audacia similar, Alejandro conquistó Asia.
De aquí nace la expresión «complicado como un nudo gordiano», cuando hacemos referencia a un problema de difícil solución y que sólo admite soluciones creativas o de pensamiento lateral.
El pensamiento lateral permitió a Albert Einstein fantasear e imaginarse encima de un rayo de luz, lo que le permitió romper con la idea de un espacio-tiempo absoluto. Sus visiones sobre la naturaleza de la luz, completamente novedosas, contribuyeron en gran medida al nacimiento de la física cuántica.
Cuando nos adentramos en el fantástico mundo de la cuántica, como veremos en los próximos capítulos, enseguida nos encontramos con sucesos extraordinarios: los objetos pueden existir en más de un sitio al mismo tiempo, lo aparentemente sólido está vacío y un gato puede estar vivo y muerto a la vez.
Estas paradojas, como si de koans se tratasen, desmontan totalmente nuestras estructuras mentales y dan paso a un estado de «confusión», que es el umbral al pensamiento creativo. Es en ese instante cuando nuestro cerebro, igual que aquel jardín, se convierte en un parque de arena en el que todos los caminos son posibles.
El mundo ha cambiado más en los últimos cien años que en toda la historia de la humanidad. Por eso hoy, más que nunca, debemos tener presentes las palabras de Alvin Toffler: «Los analfabetos del siglo XXI no serán los que no sepan leer y escribir, sino los que no puedan aprender, olvidar lo aprendido y aprender de nuevo».
Thomas Kuhn, historiador y filósofo de la ciencia, en su Estructura de las revoluciones científicas acunó el término «paradigma» —y «cambio de paradigma»— al analizar las circunstancias y procesos a los que se sometía la comunidad científica a lo largo de la historia.
Del trabajo de Kuhn podemos destacar las siguientes etapas:
0. FASE PRE-CIENTÍFICA
Ésta se da en una sola ocasión para cada civilización. Es la época anterior a que exista algún tipo de estructura o consenso científico.
1. CIENCIA NORMAL
En esta fase, los científicos realizan investigaciones en un marco de referencia establecido, es decir, dentro de unas leyes y teorías aceptadas como verdades.
Existe una creencia implícita de que todos los fenómenos podrán explicarse con estas teorías existentes. Sin embargo, a medida que se avanza en las investigaciones, empiezan a aparecer lo que Kuhn denominó anomalías.
Las anomalías son fenómenos observados que no pueden explicarse dentro del marco de referencia establecido. Las teorías existentes no consiguen darles respuesta.
Cuando estas anomalías son pocas o de ligero impacto, la seguridad ante el paradigma establecido no corre peligro. Sin embargo, en cuanto estas anomalías llegan a un punto crítico, la comunidad científica empieza a perder la confianza en el sistema establecido y su conjunto de verdades.
Es entonces cuando se inicia la siguiente fase.
2. CRISIS
La comunidad científica se centra en el estudio de las anomalías y focaliza sus esfuerzos en encontrar teorías alternativas que puedan explicar estos nuevos fenómenos, aunque contradigan ideas antes incuestionables.
En esta fase de ciencia revolucionaria surgen múltiples teorías, algunas de ellas de lo más estrambóticas. Se trata de uno de los momentos de mayor creatividad de la ciencia. Finalmente, una de estas nuevas propuestas sobresale de entre las demás y es abrazada por la mayor parte de la comunidad científica, dando paso a la siguiente etapa.
3. NUEVO PARADIGMA
Este proceso no termina aquí, sino que, de modo cíclico, vuelve al punto 1.
Merece la pena observar cómo la comunidad científica tiende a centrar su atención en las anomalías, en vez de ocultarlas (como sucede en el ámbito financiero o político). Para la ciencia, estas anomalías son esenciales para avanzar. Hacer lo contrario, esconderlas, sólo sirve para perpetuar la fase de crisis, algo no muy inteligente.
En 1967 un equipo de científicos liderado por Stephenson realizó el siguiente experimento: encerraron a cinco monos en una jaula, en cuyo centro situaron una escalera con unas apetitosas bananas en lo más alto.
El mono más espabilado y rápido enseguida se aventuró a subir los peldaños para hacerse con el botín. En ese mismo instante, los científicos rociaron al resto de los monos, que estaban en el suelo, con chorros de agua helada.
Al cabo de poco tiempo, los monos dedujeron que cada vez que uno de ellos subía a por las bananas, los que quedaban abajo recibían, como castigo, el chorro de agua fría.
Como resultado del aprendizaje, cada vez que alguno hacía el ademán de subir por la escalera, el resto se lanzaba encima del aventurero y se ensañaban con él para disuadirle de que llevase a cabo su hazaña.
Con el tiempo ninguno de los monos se atrevía a subir la escalera, a pesar de la tentación de las bananas.
En ese momento, los científicos decidieron cambiar a uno de los monos. El recién llegado, al ver las fantásticas frutas, se dispuso a subir la escalera. El resto de los monos lo bajaron rápidamente, propinándole una buena paliza. Después de intentarlo en otras ocasiones y recibir palizas una y otra vez, el nuevo integrante del grupo cesó en su empeño, pese a que nunca entendió el porqué de tantos golpes.
Un segundo mono fue sustituido, y ocurrió exactamente lo mismo. En esta ocasión, el primer sustituto se apuntó con entusiasmo a propinarle la paliza al novato.
Los científicos fueron cambiando uno a uno a los monos hasta que no quedó ninguno de los originales. Cinco monos que habían cejado en su empeño de subir a por las bananas, y que además golpearían al que se atreviese a ir a por ellas, a pesar de no haber recibido jamás un chorro de agua fría.
Esta fábula hace que nos preguntemos: ¿a cuántas bananas estaremos renunciando por seguir cargando con antiguas creencias?
Veamos a continuación otra historia que explica cómo se construye un dogma.
Un relato tradicional hindú cuenta que cuando un conocido gurú se sentaba en el templo a pronunciar sus oraciones, un gato del vecindario solía entrar y distraía a los congregados. Esto hizo que el sacerdote finalmente ordenara que se atase al felino a una columna durante el servicio divino. Cuando el gurú hubo fallecido, el gato siguió atado durante las oraciones. Muerto el animal, los fieles trajeron al templo otro gato, al cual ataban mientras tenía lugar el culto. Siglos después, los discípulos del gurú escribieron sesudos tratados sobre la significación litúrgica de atar un gato a la columna durante el servicio divino.
En uno de los argumentos más originales que ha planteado la industria de Hollywood, la comedia dirigida por Harold Ramis El día de la marmota —en España se estrenó como Atrapado en el tiempo— es una fábula divertida e iluminadora sobre la inercia.
Su protagonista —Bill Murray— es el hombre del tiempo de una cadena de televisión que acude a una pequeña población de Pensilvania donde cada 2 de febrero se celebra el Día de la Marmota, una tradición que pronostica, según la conducta de uno de estos animales, cuánto tiempo queda para el fin de la estación fría.
Tras las tomas de rigor, el hastiado periodista se dispone a regresar a su ciudad cuando queda atrapado en una tormenta de nieve y debe pasar la noche en el pueblo. Para su asombro, al día siguiente suena la misma canción en el radiodespertador, «I got you Babe», y a medida que se viste, desayuna y sale a la calle, se da cuenta de que está viviendo nuevamente el Día de la Marmota.
El gran éxito de esta película se debió, en buena parte, a que millones de espectadores se identificaron con la situación del protagonista. Cuando cada día que vivimos es igual al anterior, y el siguiente no promete ser distinto, nos sentimos atrapados en nuestro «día de la marmota» particular.
La resolución de la película es una buena pista para romper este bucle vital que nos llena de apatía y abatimiento. Cuando impedimos que nos arrastren los acontecimientos y empezamos a introducir cambios efectivos en nuestra jornada, la marmota deja de marcar el tiempo.
Sobre esto, no está de más recordar la enigmática frase que iniciaba la aventura cuántica del protagonista de La puerta de los tres cerrojos: «Si quieres que sucedan cosas distintas, deja de hacer siempre lo mismo».
El cuento más conocido del psicoterapeuta y escritor Jorge Bucay ilustra de manera muy diáfana en qué consiste una barrera psicológica en la vida cotidiana. Lo hace a través de la historia de un elefante.
Un niño observaba en un circo un enorme ejemplar que, después de hacer gala de una gran fuerza durante su número, permanecía atado a una pequeña estaca clavada en el suelo, con una cadena que aprisionaba sus patas. Era obvio que un elefante de esa envergadura tenía que ser capaz de liberarse con facilidad de aquel pequeño trozo de madera y escapar.
El niño se preguntaba qué sujetaba entonces al animal. ¿Por qué no huía? Al trasladar su duda a los mayores, le respondieron que el elefante no se escapaba porque estaba amaestrado. «Pero, si está amaestrado, ¿por qué lo encadenan?», preguntó entonces el niño. Y nadie supo darle una respuesta.
Muchos años después, alguien le contó que aquella bestia del circo no escapaba porque había estado atado a una estaca parecida desde que era muy pequeño. En aquel momento, el elefantito empujó, tiró y sudó tratando de soltarse. Y, a pesar de sus esfuerzos, no lo consiguió, porque aquella estaca era demasiado grande para él. Lo intentó hasta el agotamiento, un día tras otro, hasta que el animal aceptó su impotencia y se resignó a su destino. Y ahora ese elefante enorme y poderoso no huye porque aún cree que no puede. Tiene grabado el recuerdo de su fracaso, cuando era diez veces más pequeño. Jamás ha vuelto a poner a prueba su fuerza.
Del mismo modo que ese elefante, muchas personas que en el pasado no fueron capaces de conseguir algo —encontrar pareja, cambiar de trabajo, aprender un idioma o una nueva habilidad—, siguen clavadas a una estaca que podrían derribar con sólo dar un paso hacia delante.
El psicólogo estadounidense Martin Seligman acuñó este término para explicar por qué, bajo determinadas circunstancias, los seres humanos aceptamos el sufrimiento y el dolor sin oponernos a él.
En los años setenta, Seligman y su equipo de colaboradores realizaron el siguiente experimento:
Un primer grupo de perros, colgados de unos arneses, recibían descargas eléctricas continuadas. Los animales no podían hacer nada para evitarlas.
El segundo grupo de perros, colgados exactamente con el mismo dispositivo, recibían también las descargas eléctricas. Sin embargo, este segundo grupo disponía de un botón que quedaba al alcance de su hocico. Si lo apretaban, se libraban de la descarga.
Tras dejar pasar el tiempo suficiente para que el segundo grupo aprendiese a librarse de las descargas y el primero se resignase a recibirlas, los científicos colocaron a cada uno de los perros en una nueva jaula. Ésta estaba dividida en dos partes: en una mitad del suelo se producían descargas eléctricas, mientras que la otra quedaba libre de esa tortura. Sólo un pequeño escalón separaba las dos mitades.
Cada uno de los perros fue colocado en la mitad donde se producían las descargas.
Los animales que habían formado parte del primer grupo, que no habían tenido ninguna opción de librarse de las descargas, simplemente se acurrucaban en una esquina y se resignaban a sufrir aquello. En cambio, los perros que habían aprendido a detener las descargas, acababan subiendo el escalón y se colocaban felizmente en la mitad de la jaula sin ese doloroso dispositivo.
De este experimento se deduce que tanto la iniciativa como la indefensión pueden aprenderse.
Cuando se habla de creencias limitadoras y fronteras psicológicas, a menudo se cita lo que sucedió con la barrera de los 10 segundos en los 100 metros lisos.
Hasta 1968 se consideraba del todo imposible cubrir esa distancia por debajo de los 10 segundos. Era una verdad absoluta que sería puesta en evidencia aquel año por Jim Hines, un afroamericano que asombró al mundo al lograr la marca de 9,95. En una entrevista, reveló que su secreto era correr con la mentalidad de que «la carrera no termina nunca».
Pero eso no fue lo más sorprendente. Teniendo en cuenta que esa barrera se mantuvo a lo largo de siete décadas, en las que se habían celebrado olimpiadas y otros certámenes, pasaron menos de nueve años para que otro atleta, Silvio Leonard, bajara nuevamente de los 10 segundos. El tercero, Carl Lewis, lo hizo cinco años y medio después. Un mes y medio más tarde, un hombre llamado Calvin Smith batía nuevamente esa marca.
¿Qué había sucedido? Algo muy sencillo: al demostrarse que un ser humano podía correr los 100 metros en menos de 10 segundos, los atletas abandonaron la verdad absoluta de que era imposible hacerlo y, eliminada esta barrera psicológica, fueron batiendo la marca cada vez más a menudo.
En la actualidad, es un resultado habitual de esta categoría en las carreras a máximo nivel.
Por lo tanto, además de romper un prejuicio, Jim Hines derribó un muro en la mente de los corredores venideros. El freno de la imposibilidad se había convertido en el reto de lo posible.