9 El oráculo de Star Trek
LA frase más excitante que se puede oír en la ciencia, la que conduce a nuevos descubrimientos, no es «¡Eureka!», sino «Esto es curioso...».
Beatrice Rienhoff nació en 2003 en California, Estados Unidos, pero ya desde bebé se evidenció que tenía un problema grave de salud. Con el paso de los meses no ganaba peso, ni podía extender los brazos y las piernas. Todo indicaba que sufría algún tipo de enfermedad genética. A pesar de recorrer innumerables hospitales y visitar médicos de todo el mundo, no pudo ser diagnosticada.
No disponer de un diagnóstico significa no tener opción a un tratamiento. Sin embargo, Hugh, el padre de la pequeña Beatrice, no estaba dispuesto a rendirse. Tras convertir el ático de su casa en un laboratorio, se dedicó en cuerpo y alma al estudio del código genético de su hija. Trabajó con más de 20.000 pares de bases de ADN de la pequeña hasta identificar 20 lugares en los que su ADN no correspondía con la referencia del genoma.
A pesar de estar todavía en mitad de su investigación, al menos Beatrice dispone ya de un tratamiento y su padre tiene la esperanza de sanar a su hija.
Ésta no es la única ocasión en la que los sueños, de la mano de la ciencia —en este caso, al servicio de la fuerza más potente: el amor—, consiguen que emprendamos un viaje del que no se puede volver sino transformado.
¿Cuántas veces hemos pensado que nuestros sueños son inalcanzables y pertenecen al mundo de la fantasía y no al de los hechos reales?
La frontera entre ambos es tan etérea como ilimitada la capacidad del ser humano. No pongamos fronteras a los que somos capaces de crear, pues la historia nos recuerda cómo casi todo aquello que la humanidad ha soñado, con el tiempo se ha ido consiguiendo.
Seguro que para los contemporáneos de Julio Verne, cuando escribió en 1865 De la Tierra a la Luna, la idea de viajar al espacio era una locura. Pero el 21 de julio de 1969 a las 2.59 hora internacional, el comandante Armstrong se convertía en el primer humano en pisar nuestro satélite.

Luna llena vista desde la Tierra. Fotografía de Luc Viatour / www.Lucnix.be (CC BY-SA)
El escritor francés Julio Verne fotografiado por Nadar. ©Rue des Archives/PVDE
Buzz Aldrin caminando sobre la Luna, 20 de julio de 1969. ©NASA
El género de la ciencia ficción ha recurrido a los avances científicos para inspirarse y alimentar su fantasía. Pero esta relación no es unidireccional. También la ciencia ficción ha servido, en ocasiones, como inspiración para algunos desarrollos tecnológicos a los que hoy estamos acostumbrados.
El ingeniero Martin Cooper era fan de la famosa serie Star Trek. En un episodio vio cómo el capitán Kirk se comunicaba con su nave, el Enterprise, a través de un aparato inalámbrico. Al ver aquella escena, Cooper se levantó de su sillón y exclamó: «Yo quiero construir uno de esos».

Michelle Nichols, o la Teniente Uhura de Star Trek , en 1966. ©mptv Images
En 1973, en el departamento de comunicaciones de Motorola, el hombre de la fotografía realizaba la primera llamada en público desde el dispositivo que acababa de crear: el teléfono móvil.

Martin Cooper, inventor del teléfono móvil, con el prototipo DynaTAC de 1973. Fotografía de Rico Shen (CC BY-SA)
Está claro que Star Trek contó con unos guionistas bien documentados y con visión de futuro. Unos veinticinco años antes de la aparición del iPad, las tablets ya eran un útil común en el Enterprise.
Es sorprendente cómo realidad y ficción, tan a menudo, parecen sacadas de un mismo cliché.
Mantengamos la cabeza en el mundo de los sueños, pero pongamos ahora los pies en el suelo.
Aterricemos...
Cuando hablamos de extrañas propiedades en la física cuántica nos centramos en explicaciones abstractas y filosóficas. Es lógico que sintamos que esta teoría se aleja de nuestro quehacer diario, que es imprecisa e incluso etérea. Es entonces cuando nos planteamos: pero en la práctica... ¿sirve para algo esto de la física cuántica?
Por supuesto, la respuesta es un SÍ en mayúsculas. Gran parte de nuestra tecnología, y más de un tercio de nuestra economía, se basa en los productos desarrollados gracias a lo que conocemos de la teoría cuántica. Y cuando hablamos de economía y de cifras, como puntualiza Antoine de Saint-Exupéry en El Principito, no podemos estar siendo más prácticos.
No es necesario adentrarse en un laboratorio o en un centro de investigación como el CERN, donde se aceleran partículas a velocidades cercanas a la de la luz y se recrean los instantes del origen del universo, para toparse con el legado de la teoría cuántica.
Con entrar en un centro comercial nos bastará.
A los mayores les gustan las cifras. Cuando se les habla de un nuevo amigo, jamás preguntan sobre lo esencial del mismo. Nunca se les ocurre preguntar: «¿Qué tono tiene su voz? ¿Qué juegos prefiere? ¿Le gusta coleccionar mariposas?». Pero en cambio preguntan: «¿Qué edad tiene? ¿Cuántos hermanos? ¿Cuánto pesa? ¿Cuánto gana su padre?».
Solamente con estos detalles creen conocerle. Si les decimos a las personas mayores: «He visto una casa preciosa de ladrillo rosa, con geranios en las ventanas y palomas en el tejado», jamás llegarán a imaginarse cómo es esa casa. Es preciso decirles: «He visto una casa que vale quinientos mil dólares». Entonces exclaman entusiasmados: «¡Oh, qué preciosa es!».
ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY, El Principito
Ponemos un pie frente a las grandes puertas de cristal y éstas se abren solas ante nosotros, como por arte de magia. Este fantástico fenómeno, al que estamos tan acostumbrados, se lo debemos al efecto fotoeléctrico.
En las puertas hay unas células fotoeléctricas, compuestas de láminas de material semiconductor, que actúan como sensores. Al interrumpir el haz de luz que llega a éstos, se activa un mecanismo eléctrico que produce la apertura de las puertas.
Supongamos que la primera tienda de este centro comercial es de electrónica. Allí encontraremos una fuente inagotable de productos que funcionan gracias al efecto fotoeléctrico. Podemos ver cómo algunos de los aparatos más caros están protegidos con alarmas que funcionan gracias a este fenómeno cuántico, igual que las alarmas de incendio que vemos en el techo. La lista se hace cada vez más larga al llegar a las cámaras digitales, a los sensores para encender la luz cuando oscurece, así como a la sección de calculadoras que se cargan con pequeñas placas solares fotovoltaicas.
Sigamos nuestro recorrido por el hipermercado cuántico... Llegamos a los reproductores de DVD, los lectores de CD, las impresoras láser, los ratones ópticos..., sin olvidar el pitido que provocan las dependientas al leer los códigos de barras.
Todos estos aparatos están basados en el láser, acrónimo de Light Amplification by Stimulated Emission of Radiation, una tecnología —basada en la emisión estimulada— que jamás se habría desarrollado sin antes haber sabido cómo manipular el mundo cuántico.
La aplicación de los láseres abarca desde la electrónica hasta la cirugía, pasando por la topografía o la industria militar.
No nos será difícil encontrar más tecnología cuántica por estas tiendas. Casi todo lo que nos rodea en este centro comercial utiliza uno de los inventos más importantes del siglo XX: el transistor.
Sin él no se habría desarrollado la electrónica moderna, ni nuestro teléfono móvil, ni el portátil, el iPad, la radio, la televisión... Nada de todo esto existiría. ¡Los transistores están por todas partes!
Los transistores los podemos imaginar como un grifo electrónico. Son los que distribuyen y cuantifican la cantidad de corriente eléctrica en los circuitos. Este invento nació en los laboratorios Graham Bell en 1947 y fue el sustituto de las llamadas «válvulas de vacío». Estas últimas —parecidas a grandes bombillas— eran tan grandes como la palma de una mano, mientras que hoy en día un transistor ocupa una millonésima de milímetro.
Los primeros ordenadores, que funcionaban con válvulas de vacío, ocupaban salas enteras y eran tan caros que sólo tenían un uso militar.
Gracias a los transistores nacieron los chips —circuitos con muchos transistores—, que hicieron posible que esos gigantescos ordenadores cupiesen en un maletín.
Hoy en día, estos chips están presentes en otras máquinas que no son ordenadores, cambiando radicalmente aquello que tocan: se instalaron en un teléfono y éste pasó a ser un móvil, transformaron las cámaras analógicas en digitales, los tocadiscos en reproductores de MP3, los libros en e-books y los periódicos en iPads.
No existe producto industrial que no se haya visto transformado por esta milagrosa tecnología. Y todo ello... ¡gracias a la teoría cuántica!
Pero no sólo en el estricto campo de la electrónica vemos los frutos de esta estimulante teoría. También las imágenes por resonancia magnética que han revolucionado la medicina han sido fruto de los avances cuánticos.
Salimos del centro comercial conscientes del fundamento cuántico de nuestra vida actual.
Es el momento de volver a soñar, pues si empezar a desentrañar los misterios del mundo cuántico nos ha llevado hasta aquí, ¿hay alguna duda de que lo más fascinante es lo que está por venir?
Hoy en día no sólo comprendemos cómo está constituida la materia, sino que somos capaces de hazañas casi increíbles como manipular átomos individuales o descifrar códigos genéticos. Este dominio de la materia está cambiando nuestra visión del mundo y del ser humano.
La relación entre la cuántica y la biotecnología aumenta con rapidez. Sus implicaciones en medicina son prometedoras, por ejemplo, en la elaboración de radioterapias precisas gracias a puntos cuánticos (que marcarían la célula cancerígena evitando la destrucción de las células sanas).
Veamos unas pinceladas de los avances que surgirán de esta segunda revolución cuántica.
Ordenadores cuánticos
La potencia de los ordenadores depende de cuántos chips puedan integrarse en un circuito. La ley de Moore, enunciada por el cofundador de Intel, Gordon Moore, en 1965, predice que la potencia de los ordenadores se duplica más o menos cada dieciocho meses.
El crecimiento es exponencial, algo a menudo difícil de imaginar, ya que nuestras mentes están acostumbradas a realizar cálculos lineales. Para ilustrarlo sólo hace falta que seamos conscientes de que un teléfono móvil que cualquiera de nosotros lleva en el bolsillo tiene mayor potencia que todas las computadoras utilizadas por la NASA al enviar por primera vez al ser humano a la Luna.
Sin embargo, este crecimiento de la ley de Moore tiene un límite: el instante en que los transistores lleguen a ser tan pequeños como un átomo. En ese momento las leyes más extrañas de la mecánica cuántica entrarán en juego. Los electrones empezarán a «tunelear» fuera de los cables causando constantes cortocircuitos, por ejemplo.
Es entonces cuando entran en la partida los ordenadores cuánticos.
Así como los ordenadores clásicos trabajan con los llamados bits de información: «0» o «1», como unidad básica de información, los ordenadores cuánticos trabajan en el mundo atómico con el equivalente cuántico: los qubits, que pueden estar en estados de superposición de «0» y «1».
Gracias a la capacidad de los qubits de operar en distintos estados a la vez, podemos realizar operaciones simultáneas superpuestas, como si tuviésemos nuestro ordenador computando en distintos universos al mismo tiempo, lo que permite llegar con mucha más rapidez al resultado final.
Una de las operaciones que con un ordenador cuántico se resolvería en un instante es el de la factorización.
Cada vez que hacemos una compra por internet, por ejemplo, y usamos nuestra tarjeta de crédito, la información de ésta se codifica para que nadie pueda hacerse con nuestros datos. La factorización es la base para esta codificación. Factorizar un número pequeño es relativamente sencillo: el 12 es un producto del 3 y el 4. Sin embargo, con números grandes el problema cambia sustancialmente. Si pedimos a un ordenador que nos factorice un número de cien dígitos, puede tardar un siglo en realizar el cálculo.
Pero éste no sería un reto para un ordenador cuántico.
El poder de descodificar información sería muy atractivo para el servicio de inteligencia de cualquier país, como podréis imaginar, y los ordenadores cuánticos están cerca de hacerse realidad. Ya no son una quimera de ciencia ficción.
Actualmente hay diversos centros de investigación que ya realizan cálculos con ordenadores cuánticos: desde el MIT, donde trabaja Seth Lloyd, hasta el Instituto Max Planck de Óptica Cuántica, dirigido por el español Ignacio Cirac.
Sin embargo, las operaciones que se han conseguido realizar con estos ordenadores cuánticos son todavía básicas, pese a ser un campo de investigación que está avanzando más rápido de lo esperado.
En la Universidad de Waterloo, por ejemplo, han conseguido manipular 12 qubits, el equivalente a unos 1.000 bits clásicos o a un ordenador de los años cincuenta. Esta cifra puede sonar desmoralizante, pero tan sólo necesitaremos llegar a manipular entre 60 o 70 qubits para tener un ordenador cuántico con mayor capacidad de computación que todos los ordenadores del mundo juntos.
Hoy en día, los ordenadores cuánticos ocupan, del mismo modo que lo hicieron sus antecesores, habitaciones enteras. El gran reto al que se enfrenta la tecnología cuántica es nuestra ya conocida decoherencia: conseguir preservar los frágiles estados cuánticos para poder operar con ellos sin que se destruyan por el mero contacto con el entorno.
Estas nuevas aplicaciones tecnológicas pueden suscitar miedos como: ¿qué ocurrirá entonces con nuestra información confidencial?, ¿quedará al alcance de aquellos que dispongan de un ordenador cuántico?
Dice el refrán: «Hecha la ley, hecha la trampa». Gracias a la física cuántica existe también un nuevo sistema de encriptación, que, a diferencia de la encriptación clásica, basada en la factorización, es totalmente seguro.
Criptografía cuántica
La física cuántica nos permite codificar información de un modo seguro utilizando sus extrañas propiedades. Existen distintos protocolos de encriptación cuántica, pero nos centraremos en los dos originales: el BB84 y el Ekert91.
El protocolo BB84 (llamado así por sus creadores, Bennett y Bassard) utiliza con audacia el principio de superposición y colapso de función de onda, es decir, el extraño fenómeno de que lo observado es modificado cuando alguien observa.
Imaginad que Alicia quiere compartir un mensaje secreto con Bob. Temerosa de que Eva, una amiga envidiosa, quiera enterarse del contenido de su mensaje, decide enviarle una clave a Bob —un código que les servirá como alfabeto— para poder comunicarse libremente y sin que nadie les entienda.
Si Alicia utilizase un canal de comunicación clásico, como una paloma mensajera, señales de radio, etcétera, correría el peligro de que Eva interceptase dicha clave. A partir de ahí, Eva interpretaría sin dificultad los mensajes que Alicia compartiese con Bob.
Todo cambia si Alicia utiliza las propiedades del mundo cuántico. Ella codificará la información en una partícula cuántica. De ese modo, en el supuesto de que Eva intercepte el mensaje, por el simple hecho de observarlo —o medirlo— estará modificando el estado de la partícula y, por lo tanto, destruyendo la clave original.
En cuanto la clave interceptada por Eva llegue a manos de Bob, podrá darse cuenta de que alguien ha observado la clave antes que él. Eva habrá quedado al descubierto.
Lo único que deberán hacer Alicia y Bob es descartar esa clave y seguir intentándolo hasta cerciorarse de que Eva no ha interceptado una de las claves. Una vez lo consigan, ya tendrán una clave segura y podrán comunicarse libremente, pues sólo ellos dos tendrán el alfabeto para interpretar sus símbolos.
El protocolo Ekert91 utiliza otro fenómeno de la física cuántica: el entrelazamiento.
En esta ocasión, para evitar que Eva intercepte su clave, Alicia utilizará el par EPR para reproducir el proceso de teleportación.
Al teleportar la clave secreta a Bob nadie podrá interceptarla, pues ésta no se envía a través de ningún canal, sino que la información «aparecerá» directamente en manos del receptor.
En las próximas líneas describiremos con más detalle cómo funciona la teleportación cuántica mediante el entrelazamiento.
Pese a que la encriptación cuántica nos parezca de ciencia ficción, ya existen en la actualidad empresas que se dedican a comercializar estos servicios, por ejemplo, Id Quantique, que se originó en la Universidad de Ginebra. En las elecciones suizas de 2007 ya se utilizó el modelo cuántico de encriptación para garantizar la seguridad del voto.
Teleportación cuántica
Desaparecer en un sitio para aparecer en otro, sin pasar por ningún lugar entremedio, es algo que ya existe en el imaginario colectivo; en gran medida, gracias a la ciencia ficción. ¡Cuánto habremos soñado olvidar coches, aviones y cualquier otro medio de transporte! A muchos nos vendrá a la memoria la mítica frase de Star Trek: «Beam me up, Scotty».
Pese a que teleportar seres humanos es algo aún restringido al mundo de los sueños, la teleportación cuántica para partículas subatómicas es ya una realidad.
En 1993, un grupo de investigadores presentaron las bases teóricas para realizar este sueño mediante las propiedades del mundo cuántico. Cuatro años más tarde, el grupo del reconocido físico austríaco Anton Zeilinger realizaba la primera teleportación con fotones (partículas de luz).
Existen algunas diferencias notables entre la teleportación cuántica y la que vemos en Star Trek, donde unas máquinas psicodélicas escanean al sujeto que va a teleportarse con el fin de reconstruirlo en el lugar deseado.
Aquí es donde la mecánica cuántica nos pone el primer freno. El principio de incertidumbre de Heisenberg nos advierte de que no podemos conocer con exactitud la posición ni la velocidad. Eso nos impide escanear a la perfección algo o alguien para poder reproducirlo más tarde.
La teleportación cuántica elude esa dificultad mediante el entrelazamiento.
Imaginemos que Alicia está en la Tierra y tiene un objeto que desea teleportar (en la práctica debería reducirse a unos pocos átomos, pero para el ejemplo usaremos el término «objeto») hasta la estación espacial de Alfa Centauri, donde se encuentra su amigo Bob.
Alicia mezclará su objeto con un cóctel de partículas que está entrelazado con otro cóctel de partículas situado en la estación espacial de Bob. En un momento dado, este último grupo de partículas se habrá convertido en el objeto inicial. Teleportación conseguida.[22]
Existen en este proceso diversos detalles que debemos puntualizar. El primero es que sólo teleportamos la información —o estado cuántico—, no la materia en sí misma. Necesitamos que Bob tenga ya su cóctel de partículas de la misma masa que el objeto que hay que teleportar.
El segundo es que tampoco se trata de un fotocopiador cuántico. No se produce ninguna copia del objeto que hay que teleportar, puesto que el original queda destruido al hacer la operación. Existe en mecánica cuántica un teorema que incide precisamente en esto: el de la no clonación, que nos prohíbe hacer una copia exacta de un objeto.
Realizar la teleportación con humanos es todavía ciencia ficción, pero su uso para encriptar información es la aplicación más inmediata.
El género de ciencia ficción —sea en forma de películas, telefilmes o novelas— es mucho más que una evasión para mentes cansadas de la realidad cotidiana. Se trata de un campo de pruebas para liberar la imaginación y formularnos preguntas inesperadas que la mayoría de las personas sólo se conceden en la infancia.
A medida que crecemos, vamos dejando de cuestionar todo lo que nos rodea, mientras que los niños pequeños lanzan preguntas que a los adultos les parecen absurdas, pero que son fundamentales para explicar nuestra realidad, como: «¿Por qué el agua moja?», o bien «¿Por qué la Tierra es redonda?».
En el próximo apartado vamos a hablar de un hombre que nunca perdió la curiosidad infantil hacia todo lo que nos rodea, muy especialmente en aquello relacionado con la ciencia y el futuro de la humanidad.
El niño que trazó el mapa de la Luna
Nacido en un pueblo de la costa inglesa a finales de la Primera Guerra Mundial, Arthur C. Clarke no sólo fue autor del libro que inspiró la película 2001: una odisea del espacio. Con sus novelas de ciencia ficción y sus obras divulgativas estimuló a jóvenes que acabarían convirtiéndose en astronautas o en científicos. Empujó a millones de personas a hacerse preguntas sobre los enigmas del ser humano y el universo.
A la altura de iconos como Isaac Asimov, está considerado un maestro del género en el siglo XX.
Su pasión por la ciencia ficción se inició de niño, cuando se aficionó a revistas como Astounding Stories of Super-Science, que empezó a publicarse en Estados Unidos en la década de 1930. Durante su infancia, Arthur llegó a dibujar un mapa de la Luna con la única ayuda de un telescopio casero.
Tras sus estudios en matemáticas y física en el King's College de Londres, su apartamento de juventud llegó a ser la sede de la British Interplanetary Society.
En 1945 publicó un artículo esencial para el desarrollo de los satélites artificiales: «El futuro de las comunicaciones mundiales: ¿pueden las estaciones de cohetes proporcionar una cobertura de radio mundial?». De hecho, la órbita geoestacionaria fue llamada Órbita Clarke en su honor, y se le considera el inventor del primer satélite de comunicaciones.
Sus visiones tendrían una traducción a la realidad en 1957. Aquel año viajó a Barcelona para el Congreso Internacional de Astronáutica que coincidió con el lanzamiento del Sputnik I. Ya entonces vivía entregado a la divulgación científica, lo que le llevó, en la década de 1960, a ser el comentarista de la CBS de las misiones Apolo.
Sin embargo, el apogeo de su fama le llegaría en 1968, cuando publicó la novela homónima de la película de Stanley Kubrick, 2001: una odisea del espacio, en la que había participado también como guionista.
En 1981 fue bautizado con su nombre el asteroide 4923, aunque él se lamentaba de que no hubiera sido elegido para el asteroide 2001, pero ya tenía nombre «asignado a un tal A. Einstein», en sus propias palabras.
Asimismo, Arthur C. Clarke nos dejó como legado tres leyes que se han vuelto muy populares entre los adeptos a la ciencia divulgativa.
Tres máximas sobre lo imposible
1. Cuando un anciano y distinguido científico afirma que algo es posible, probablemente está en lo correcto. Cuando afirma que algo es imposible, probablemente está equivocado.
A esta ley, el mismo Clark añadía la necesidad de definir «anciano». Según puntualizaba, en los campos de la física, las matemáticas y la astronáutica significa tener más de treinta años, mientras que, para otras disciplinas, la vejez llega mucho más tarde; eso sí, exceptuando gloriosas excepciones.
Esta primera ley nos recuerda que debemos replantearnos el término «imposible». A menudo se trata de una barrera mental que nos impide ver más allá de nuestros prejuicios. La historia moderna está llena de pruebas que ponen en tela de juicio lo que en cada momento se consideraba «imposible»:
• Lord Kelvin, un físico y matemático presidente de la Royal Society, afirmó en 1895 que «máquinas voladoras más pesadas que el aire eran imposibles».
• Cuando propusieron a David Sarnoff's Associates, hacia 1920, que invirtiesen en la nueva industria de la radio, contestaron literalmente que «no tiene ningún valor comercial una caja de música sin cables, pues ¿quién pagaría por un mensaje que no va dedicado a nadie en particular?».
• «Poner a un hombre en un cohete, proyectarlo de manera controlada hasta el campo gravitatorio de la Luna, desde donde sus tripulantes puedan hacer observaciones científicas, e incluso aterrizar vivos en nuestro satélite y luego regresar a la Tierra..., todo eso forma parte de un sueño salvaje propio de Julio Verne. Soy lo suficientemente audaz como para decir que este tipo de viajes nunca serán posibles para el ser humano a pesar de todos los avances del futuro.»
Estas palabras las pronunciaba Lee De Forest, pionero de la radio americana, en 1926. Unos años más tarde, en 1936, The New York Times publicaba la siguiente sentencia: «Un cohete jamás será capaz de salir de la atmósfera terrestre».
• El propio Arthur C. Clarke mencionó en el Reader's Digest de febrero de 2001 otro error garrafal de los pronosticadores de los tiempos modernos: «Nadie puede predecir el futuro. Todo lo que podemos hacer es perfilar posibles futuros (...) ya que cualquier predicción es susceptible de resultar absurda pocos años después. El ejemplo clásico es la declaración que hizo el presidente de IBM en la década de 1940. Dijo que el mercado para los ordenadores sólo daba para vender cinco unidades en todo el mundo, cuando yo tengo un número superior en mi propia oficina».
2. La única manera de descubrir los límites de lo posible es aventurarse un poco más allá, hacia lo imposible.
Un ejemplo de la veracidad de este segundo principio es la gesta realizada el 14 de octubre de 2012 por Felix Baumgartner. Este austríaco empezó a saltar en paracaídas a los dieciséis años y pronto empezó a aficionarse a lo imposible. Tras alistarse en las fuerzas especiales del ejército de su país, en 1999 batió el récord del salto humano más alto al arrojarse desde lo alto de las torres Petronas, en la capital de Malasia.
Después de romper muchos otros límites, Baumgartner albergó un proyecto que parecía a todas luces imposible: romper la barrera del sonido en caída libre y sin ningún apoyo mecánico. Para ello era necesario batir un récord que parecía inamovible desde hacía cincuenta y dos años, cuando el estadounidense Kittinger se lanzó desde 31.333 metros. En cuanto al vehículo para ascender, el globo tripulado que había alcanzado la mayor altitud era 34.668 metros, pero su piloto jamás hubiera osado saltar desde tal altura.
Para lograr su proeza, Baumgartner tuvo que batir ambos récords. Subió con un globo de helio —con un grosor de apenas 0,02 milímetros— hasta 39.045 metros. A esa altura, tras salir fuera de la atmósfera, se le congeló el visor al instante, lo que le hizo dudar del salto. Finalmente se arrojó desde la negrura cósmica a la Tierra, cayendo a una velocidad de hasta 1.342 kilómetros por hora, con lo que los giros de su propio cuerpo se volvieron incontrolables. Tras estar a punto de desmayarse, logró abrir el paracaídas. 4 minutos y 36 segundos después de su salto imposible, volvía a tener los pies sobre la tierra.
Vivito y coleando, en su página web colgó el lema: «Todo el mundo tiene límites, pero no todo el mundo los acepta».
3. Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia.
¿Qué habría pensado un hombre de las cavernas si, hallando un atajo en el tiempo, le llegara un móvil con el que hablar con alguien a miles de kilómetros de allí? Al desconocer este tipo de tecnología, pensaría estar asistiendo a un acto de pura magia.
Una situación así es el argumento de la película cómica Los dioses deben de estar locos, en la que un bosquimano que nunca ha tenido contacto con la civilización occidental ve caer del cielo una botella de Coca-Cola que ha arrojado el piloto de una avioneta. Como no ha visto nunca un objeto así, entiende que es un «regalo de los dioses», lo cual acaba generando infinidad de conflictos en la aldea donde vive.
Sobre la conocida frase de Clarke, un personaje del cómic Girl Genius, Agatha Heterodyne, exclama:
Cualquier magia lo suficientemente analizada es indistinguible de la ciencia.
Merece la pena que nos detengamos ante esta reformulación del aforismo, ya que nos recuerda que muchos fenómenos que han sido atribuidos a la magia, si se estudian en profundidad, tienen una explicación científica.
El género que popularizó Clarke nos invita a atravesar los límites de lo posible. Sin embargo, en aras del entretenimiento, a menudo estas novelas y películas priorizan lo especulativo y visual, dejando de lado el rigor científico. Grandes clásicos de la ciencia ficción violan las leyes de la física, como veremos más adelante.
El lado positivo de estos «errores científicos» es que nos permiten corregirlos y aprender física de manera divertida, a la vez que desarrollamos el espíritu crítico.
Veamos algunos de los errores científicos más comunes en este género que hizo furor en la segunda mitad del siglo XX.
• Guerras intergalácticas. En Star Wars y en muchas otras películas oímos explosiones en las batallas que se producen en el espacio, con grandes llamaradas al desintegrarse las naves.
PRIMER ERROR: el sonido necesita un medio o partícula de materia para propagarse. Es por eso que el espacio, al ser vacío, es totalmente silencioso. Pocas películas han sido fieles a esta ley, pero aquí podemos destacar la influencia de Arthur C. Clarke sobre Kubrick al rodar 2001: una odisea del espacio. Lo único que se oye en las escenas que tienen lugar en el espacio es la respiración del astronauta dentro de su traje y la música clásica que acompaña a las imágenes.
SEGUNDO ERROR: las explosiones en el espacio no pueden producir llamas de fuego, puesto que al no haber oxígeno no se pude generar la combustión.
• Hombres menguantes e insectos gigantes. Todos los que sufran de aracnofobia y hayan tenido pesadillas con arañas gigantescas, como era el caso de Ron, el infatigable amigo de Harry Potter, pueden descansar tranquilos. La ley cuadrada-cúbica de Galileo impide que estas monstruosidades puedan campar a sus anchas.
Si duplicáramos el tamaño de una pera, su peso aumentaría ocho veces. Por otro lado, la resistencia del pedúnculo —el rabillo que sostiene la pera colgando del árbol— aumentaría cuatro veces al doblar el tamaño de la fruta. Es por eso que las peras crecen en los árboles y las sandías lo hacen en el suelo.
El mismo Isaac Asimov reconoció los errores que cometió en Un viaje alucinante, donde un submarino y su tripulación se reducen diecisiete millones de veces, hasta el tamaño de una bacteria, para ser inoculados en el torrente sanguíneo de un paciente. A esa escala microscópica, por ejemplo, las moléculas de aire serían para los diminutos tripulantes del submarino como balones de baloncesto. ¿Cómo iban a respirarlas?
En el caso de nuestra araña, sus patas serían incapaces de soportar el peso de su cuerpo, al menos en la Tierra, ya que la fuerza gravitatoria de nuestro planeta las aplastaría.
• Fuerzas gravitatorias de los planetas. La gravedad en los distintos mundos es otra cuestión que no siempre se tiene presente en la ciencia ficción. Del mismo modo que la Luna tiene una gravedad unas seis veces menor que la Tierra, con lo que los astronautas de Tintín dan saltos formidables, los humanos deberían moverse con mayor dificultad en planetas con una masa superior al nuestro.
Este detalle se respeta en los dibujos animados de Bola de Dragón, donde Son Goku se entrena en instalaciones que alteran el campo gravitatorio para poder luchar con agilidad en planetas extraterrestres.
• ¿Hay academias de idiomas en Marte? No deja de ser curioso que los extraterrestres, aunque vengan de los confines del universo, suelan hablar un inglés perfecto. Aunque, por supuesto, esto no contradice las leyes de la física.
En la hilarante novela Guía del autoestopista galáctico, de Douglas Adams, esta dificultad se soluciona cuando el protagonista se ve forzado a colocarse el denominado «Pez de Babel» en el oído para comprender otros idiomas de la galaxia.