6 Las sombras de la realidad

LA necesidad de encontrar una salida de este atolladero no debería verse frenada por el miedo de suscitar las burlas de los sabios racionalistas.

ERWIN SCHRÖDINGER

El principio de superposición nos resulta desconcertante. ¿Acaso no se nos escapa de la imaginación que una canica cuántica pueda recorrer dos caminos distintos a la vez?

Quiona, en el mundo cuántico, nos mostraba la superposición jugando con un cubilete y un dado.[16] Desafiaba nuestra lógica al contarnos cómo antes de levantar el cubilete y descubrir el dado todos los resultados coexistían: un uno, un dos, un tres, un cuatro, un cinco y un seis, todos a la vez. Sólo al apartar el cubilete que cubre el dado, lo observábamos y las probabilidades colapsaban en una sola opción: un seis, por ejemplo.

Francesc le planteaba entonces una pregunta lícita:

—¿Por qué debería creerte? El sentido común me dice que el dado ya marcaba un seis antes de que lo destapases. Simplemente desconocíamos la información, pues hasta que levantaste el cubilete, no lo vimos. ¡Pero el seis ya estaba allí!

Antes de despedirse, el hada cuántica le advirtió de la existencia de un experimento que podíamos realizar en nuestro mundo. Un modo de comprobar, en el laboratorio, las consecuencias de que el dado esté en superposición —ofreciendo todas las caras al mismo tiempo—. Éste es el famoso experimento de la doble ranura versión cuántica.

EL EXPERIMENTO DE LA DOBLE RANURA «VERSIÓN CUÁNTICA»

Con el experimento clásico de la doble ranura entendimos la diferencia de comportamiento entre ondas y partículas, también llamadas corpúsculos.

Cuando hacemos atravesar las partículas (por ejemplo, las balas de una metralleta) por la placa con una doble ranura, obtenemos un patrón muy sencillo: dos franjas que nos ilustran el lugar donde se han incrustado las balas.

Obtendremos un resultado muy diferente cuando lo que hacemos pasar por la doble ranura no son partículas sino ondas: en la pared final se dibuja lo que conocemos como patrón de interferencia.

En los puntos de la pared donde las ondas interfieren constructivamente, como vimos en el capítulo 4, tendremos un máximo de intensidad de luz, y en los que lo hacen destructivamente obtendremos oscuridad. Este patrón se repite y extiende a lo largo de toda la pared.

Muy bien, de momento... Pero ¿qué sucede si nos adentramos en el diminuto mundo cuántico?

Realizaremos el mismo experimento, pero ahora lo que dispararemos no serán balas sino haces de electrones.

Partimos de la base de que los electrones, pequeños pedacitos de materia, son como minúsculas canicas. Lo que esperamos encontrar en la pared es un patrón igual al formado por las balas: dos franjas verticales donde los electrones se habrán quedado incrustados.

Pero los científicos obtuvieron un resultado inesperado. En la pared final hallaron un patrón de interferencia: múltiples franjas a lo largo de la pared. El mismo resultado que se observa con las ondas. ¿Cómo es posible?

Los físicos pensaron que quizá los electrones chocaban entre sí de algún modo concreto para generar este patrón tan reconocible de interferencia. Para descartar que ése fuera el motivo, decidieron lanzar los electrones de uno en uno y así evitar que chocasen entre ellos.

Pasados unos minutos, cuando ya habían lanzado suficientes electrones, observaron que en la pared se había reproducido exactamente el mismo patrón de interferencia que en el caso anterior.

Ese resultado les dejó boquiabiertos, pues la única explicación al fenómeno era de locos: cada electrón, al llegar a la doble ranura, adquiría propiedad de onda, pasaba por ambas ranuras al mismo tiempo (¡como si se desdoblase!), interfería después consigo mismo y proseguía su camino hasta impactar en la pared.

Eso explicaría que encontremos las franjas propias de un patrón de interferencia.

Todavía desconcertados, decidieron colocar un dispositivo para presenciar cómo diablos se las arreglaba esta diminuta partícula para pasar por ambas ranuras simultáneamente.[17]

Fue entonces cuando el mundo cuántico dio su golpe maestro. El simple hecho de observar o medir el electrón provocó que éste no pasase por ambas ranuras, sino que lo hizo sólo por una de ellas. Tal como esperaríamos que lo hiciese una bala. Y puesto que la naturaleza sigue unas leyes —aunque no siempre las comprendamos—, en la pared aparecieron dos franjas verticales, no un patrón de interferencia.

El resultado había cambiado drásticamente.

No obstante, si escogemos no colocar ningún dispositivo de medición, el electrón pasará por ambas, comportándose como una onda.

Todas las posibilidades coexisten. Del mismo modo que coexistían las seis caras en el dado cuántico de Quiona. La forma de detectar la superposición en nuestro experimento es este famoso patrón de interferencia en la pared.

Sin embargo, si elegimos colocar un dispositivo de medición para ver por qué ranura pasa el electrón, éste escogerá sólo una de las posibilidades: o la izquierda o la derecha, pero no las dos. El electrón se «colapsa» en una de las opciones —expresándolo con precisión: la función de onda del electrón colapsa en una de las opciones—. De igual modo que, cuando Quiona levantaba el cubilete y observábamos el dado, éste decidía mostrar una sola de sus caras.

El simple hecho de medir u observar cambia definitivamente el comportamiento del electrón y, en consecuencia, el patrón de la pared.

Hay tres preguntas típicas que surgen al escuchar la narración de este experimento:

1. ¿Cómo diablos la naturaleza se comporta de un modo tan extraño?

Nuestra recomendación en este punto es hacerle caso a Feynman: «No os quedéis atrapados en esta pregunta, pues entraréis en un callejón sin salida del que nadie, nadie, ha logrado escapar hasta ahora».

2. ¿Podemos, entonces, crear la realidad a nuestro antojo?, ¿forzar a la naturaleza a cumplir nuestros deseos?

En ocasiones hemos visto utilizar este experimento como demostración científica de que somos creadores y responsables de diseñar la realidad a nuestro antojo.

Se comete aquí un error por omisión. Es cierto que en este experimento vemos que la observación afecta a cómo se comportará el electrón. Al decidir si colocamos o no los detectores de medición, decidimos qué propiedad se convierte en realidad: o bien pasará por ambas ranuras (onda y patrón de interferencia), o bien por una sola (partícula y dos franjas verticales).

Pero no podemos eludir nuestra gran limitación: aunque optemos por observar la trayectoria del electrón y que éste se comporte como partícula, no atravesará a nuestro antojo la ranura que deseemos. Pasará por una de las dos, sí, pero aleatoriamente.

Totalmente al azar.

La elección de la ranura es impredecible e incontrolable (por muchas ganas que tenga el observador de que pase por una en concreto).

Del mismo modo, si escogemos no observar la trayectoria del electrón, tampoco estaremos influenciando en modo alguno el punto específico en el que cada electrón particular impactará sobre las zonas permitidas por el patrón de interferencia.

Ambos resultados son completamente aleatorios.

Este matiz se convierte en un cañonazo cuya diana es uno de los postulados de la física newtoniana: el determinismo.

La física cuántica es no-determinista.

Esta aleatoriedad molestaba a Einstein. Él creía que debía de haber un motivo determinista para que el electrón escogiese un camino u otro (de ahí la famosa frase «Dios no juega a los dados»).

MATCH POINT — AZAR VERSUS DESTINO

Esta película de Woody Allen empieza con la voz en off del protagonista, que dice:

El hombre que afirmó que «preferiría ser afortunado que bueno» tenía una profunda perspectiva de la vida. La gente teme reconocer qué parte tan grande de la vida depende de la suerte. Da miedo pensar que sea tanto sobre lo que no tenemos control. Hay momentos en un partido de tenis en el que la pelota alcanza a pegar en la red, por una décima de segundo, puede seguir su trayectoria o bien caer hacia atrás. Con un poco de suerte sigue su trayectoria y ganas. O tal vez no y pierdes.

Esta trama nos plantea el papel del azar en la vida del protagonista. El azar le hace perder un partido crucial que le convierte en profesor de tenis en un club de la alta sociedad. El mismo azar le lleva a las altas esferas de la aristocracia hasta casarse con una heredera millonaria, pasando así de la pobreza al lujo. Es también un golpe de suerte el que evita que su horrendo crimen sea descubierto.

Pero en esta presentación de los hechos, el protagonista parece protegerse bajo el paraguas del azar para no asumir la responsabilidad de sus decisiones.

Pero no era la aleatoriedad de la naturaleza lo que más incomodaba a Einstein, sino algo más profundo que enlaza con la tercera pregunta que planteamos aquí:

3. ¿Niega la cuántica una realidad física, o existe la realidad pero no podemos llegar a ella?

Albert Einstein afirmaba: «Una partícula debe tener una realidad separada e independiente de las mediciones. Esto es, un electrón tiene órbita, posición y otras propiedades, aun cuando no esté siendo medido. Me gusta pensar que la Luna sigue ahí cuando no la estoy mirando».

La interpretación más extendida de la mecánica cuántica, sin embargo, sostiene que las propiedades de las partículas fundamentales no están definidas cuando no las observamos.

Estamos acostumbrados a mirar un objeto y asumir que sigue ahí cuando dejamos de mirarlo. Mantendrá una posición, un color, una textura, etcétera. Es decir, posee propiedades bien definidas aunque no lo mire nadie.

Pero a nivel cuántico las cosas no funcionan así. Hasta que no lo observemos no podremos decir que el electrón está realmente en una posición determinada.[18]

¿Qué nos intenta decir la naturaleza con todo esto?

La mecánica cuántica no nos da una explicación, pero sí predice lo que sucederá (gracias a ello podemos desarrollar la tecnología actual). Quizá la física cuántica no sea la última respuesta... Einstein así lo creía y, precisamente en su búsqueda de un mundo real, se dio de bruces contra otro fenómeno extravagante del mundo cuántico: el entrelazamiento.[19]

EL MUSEO DE LA REALIDAD

En su mito de la caverna, Platón nos describe lo que entendemos por realidad como sombras de una entidad superior, el mundo de las ideas. Esa visión metafísica de la realidad está presente en religiones como el cristianismo, que también establece un reino superior que inspira el terrenal a través de Dios y sus profetas.

Con su «cogito ergo sum» (pienso luego existo), en el siglo XVII Descartes presenta una importante novedad: el solo hecho de poder pensar la realidad es una realidad en sí misma, sin necesidad de un ente externo que nos justifique, un principio que dio el pistoletazo de salida a la filosofía moderna.

Ya en el siglo XVIII, Hume profundiza sobre esta idea para llegar a la conclusión de que no hay más realidad que la que percibimos a través de los sentidos, que son la única fuente válida de conocimiento. Por lo tanto, tal como postula el positivismo, no tenemos ninguna seguridad de la existencia de una silla cuando no la estamos mirando.

También Kant trabajará sobre la misma visión al vincular la realidad a la experiencia humana, aunque acepta la más neblinosa realidad del origen del universo como algo que puede ser pensado pero no conocido.

Ya en el siglo XX, Einstein inaugura con la relatividad un nuevo concepto de la realidad. Algo que hasta entonces había sido inmutable, como el tiempo, existe y se comporta de diferente manera según el lugar y el estado del observador.

Para acabar de dinamitar nuestro concepto de la realidad, ésta es transmutada por la física cuántica por las posibilidades. No existe una sola realidad, sino muchas posibles, que además pueden convivir en el tiempo y el espacio, y que colapsan (se determinan) ante la presencia del observador, que, sin embargo, no puede elegir el resultado.

¿Qué es la realidad, entonces?

Vamos a seguir descubriéndolo en nuestro viaje.

LA VERDAD HABITA EN LAS PROFUNDIDADES

En Cuestiones cuánticas, de Ken Wilber, una antología de escritos filosóficos de físicos famosos, hay un artículo de Heisenberg, el autor del principio de incertidumbre que fue fundamental en la física moderna.

Bajo el título «La verdad habita en las profundidades», quien fuera Premio Nobel en 1932 recuerda un encuentro en Copenhague veinte años después con Niels Bohr y Wolfgang Pauli. La reunión de estos «cultivadores de la física atómica», como los llama Heisenberg, tenía como objetivo tratar sobre la construcción de un acelerador de partículas europeo. Lo que más adelante sería el CERN.

Sin embargo, estos tres físicos, que ya habían coincidido en el célebre simposio de Solvay, aprovecharon para filosofar sobre la realidad y los límites de la ciencia. Los tres amigos se preguntaban si las teorías cuánticas formuladas un cuarto de siglo atrás seguían vigentes, cuando Niels Bohr recordó otro encuentro de filósofos que se había producido en la misma capital danesa.

La mayoría de los invitados eran positivistas —es decir, se aferraban sólo a hechos y mediciones demostrables— y pidieron a Bohr que les hablara de la teoría cuántica. El físico danés recordaba lo siguiente: «Al terminar mi conferencia, nadie planteó ninguna objeción ni me dirigió ningún tipo de pregunta embarazosa, pero debo decir que este mismo hecho fue para mí fuente de un tremendo desencanto. Porque si alguien no se siente profundamente extrañado al entrar en contacto por vez primera con la teoría cuántica, la única explicación es que no la ha entendido».

Esta anécdota encendió un profundo debate entre los tres acerca de los límites de la física e incluso de la metafísica y del lenguaje mismo que usamos para describir la realidad.

Niels Bohr citó entonces un poema de Schiller que reza: «Sólo una mente plena es clara, y la verdad habita en las profundidades». Ese abismo del que poco o nada sabemos no sólo afecta a la ciencia, sino también al lenguaje mismo.

Una de las razones por las que los positivistas rechazaban las visiones de los filósofos anteriores a la metodología científica era que intentaban abrazar con su lenguaje conceptos que necesitan una precisión enorme.

Sobre esto, Heisenberg consideraba que era absurdo despreciar los problemas e ideas planteados por los filósofos antiguos sólo porque no pudieran expresarse en un lenguaje más preciso, así como podemos extraer visiones valiosas de las parábolas a través de las cuales las religiones explican el universo.

En palabras del propio Heisenberg: «La solución de los positivistas es muy simple: debemos dividir el mundo en dos partes, aquello que podemos decir de él con toda claridad, y el resto, con respecto a lo cual lo mejor que podemos hacer es no decir nada. Pero ¿puede acaso nadie concebir una filosofía más inútil, cuando vemos que lo que podemos afirmar es poco menos que nada? Si tuviéramos que dejar de lado todo lo que no está claro, muy probablemente nos veríamos reducidos a una serie de tautologías triviales desprovistas completamente de interés».

Dicho de otro modo, si la ciencia se hubiera limitado a indagar en las verdades evidentes y totalmente demostradas, la física cuántica no existiría, así como la mayoría de los avances científicos que nos facilitan la vida. Como decía Julio Verne: «Todo lo que un ser humano pueda imaginar, otro lo acabará haciendo realidad».

¿ VEMOS LO QUE CREEMOS?

El budismo afirma que al ver la realidad la teñimos de nosotros mismos. Eso es así porque nuestra percepción interactúa con lo que creemos que es el mundo exterior. Dicho de otro modo, no se puede separar con un bisturí lo observado del observador.

Esto es algo que hemos planteado en el experimento de la doble rendija.

En una conferencia pronunciada por Beau Lotto para Ted Talks, este investigador habla sobre las ilusiones ópticas, que revelan mucho más de lo que creemos sobre nuestra manera de percibir el mundo: «Dos cuadrados de color gris idéntico ya no son iguales si los sobreponemos encima de fondos iluminados de forma distinta. Si, por ejemplo, uno lo ponemos sobre fondo negro, parecerá más claro que otro sobre fondo blanco. Lo importante que hay que entender aquí es que la diferencia no está en el tono que hemos usado para el fondo, sino en la información cerebral que tenemos guardada de nuestro propio pasado y que es la que nos transmite esta falsa sensación».

Nuestro cerebro no ve el mundo tal y como es, sino tal y como le fue útil en el pasado y, por lo tanto, de la manera más apropiada para nuestra supervivencia.

Desde un enfoque neurológico, la percepción es un punto de encuentro entre el observador y lo observado. No podemos hablar de un «observador externo» porque siempre hay algún grado de interacción entre quien mira y el objeto mirado.

Haciendo un símil en el mundo de la antropología, el trabajo de campo en medio de una tribu nunca será objetivo ni completamente fiable, ya que con su presencia el antropólogo altera el orden natural de la vida que está observando.

Esto es una metáfora de lo que sucede con las observaciones de la cuántica, donde el observador —o la medición— parece tener un papel relevante en los resultados.

Los estudios que se llevan a cabo sobre la percepción, como los publicados por Rainer Rosenzweig en Mente y Cerebro, han demostrado que estamos sujetos a ilusiones que nos pueden llevar a conclusiones equivocadas: «Nuestro sistema visual está acostumbrado a la distorsión causada por la perspectiva, que compensa de forma activa. Durante el procesamiento de información visual, el cerebro contrarresta la deformación sin que podamos influir en ello».

Tenemos una prueba en el experimento de Roger Newland Shepard, de la Universidad de Stanford. Fijémonos en la ilustración de aquí abajo. Al observar estas dos mesas en las que la perspectiva de las patas está mal dibujada se crea el falso efecto de que son diferentes. Pero si las medimos, nos sorprenderemos al comprobar que son idénticas, tanto de largo como de ancho.

Rosenzweig añade que el ser humano actual no se encuentra indefenso ante las ilusiones ópticas, ya que siempre puede verificar las percepciones a través de experimentos. Con los instrumentos adecuados, una simple medición puede corregir una falsa impresión: «El razonamiento crítico aporta a cada individuo aquello que la metodología científica ofrece a la humanidad: una capacidad de discernimiento más allá de la simple percepción visual».

Dado que muchos principios de la cuántica superan los límites de nuestro razonamiento habitual, se trata de aceptar la realidad de lo diminuto sin llevar los prejuicios de la realidad macroscópica.

Sin embargo, que nuestra percepción sea subjetiva no significa que podamos manipularla a nuestro gusto. No podemos elegir lo que deseamos ver, contrariamente a la generalizada opinión de que «vemos lo que creemos», afirman V. S. y D. R. Ramachandran, que apuntan lo siguiente: «La percepción se propone computar rápidamente respuestas aproximadas que resulten aceptables para la supervivencia inmediata; no conviene pararse a valorar si el león se halla cerca o lejos».

Ciertamente, como decíamos al principio, teñimos la realidad con nuestros propios filtros —prejuicios, expectativas, ideas preconcebidas—. Sin embargo, cuando aparece un león todo el mundo echa a correr. En eso sí estamos de acuerdo.

OLLA VIGILADA NUNCA HIERVE... SOBRE TODO SI LA OLLA ES CUÁNTICA

Un dicho popular reza que «olla vigilada nunca hierve». Pese a que en nuestro día a día lo acabará haciendo, la observemos o no, lo cierto es que muchos hervimos de impaciencia mientras esperamos a que así lo haga.

En nuestro mundo macroscópico, medir u observar un objeto no hace que éste cambie de estado. Si la olla está a medio camino de la ebullición, por mucho que la miremos (o que no lo hagamos) le faltará el tiempo necesario para que hierva.

Sin embargo, en el mundo cuántico las reglas del juego cambian. Entra en escena lo que se conoce como el efecto Zenón cuántico que, si nos permitís la analogía —un poco a lo bruto—, vendría a decirnos lo siguiente: si ponemos una olla al fuego y la observamos antes de que rompa el hervor, la física cuántica nos castiga a volver a la casilla de salida, usando el símil de la Oca. El fuego tendrá que calentar el agua de nuevo.

Un observador del mundo cuántico demasiado impaciente, que vigilase cada poco el agua, acabaría haciendo imposible que ésta hirviese.

Este fenómeno que va contra la intuición humana es fruto de la misteriosa influencia que tiene la medición en la física cuántica. Al observar abortamos el proceso que se habría producido sin la observación.

Es como si interrumpiéramos a alguien a punto de dormirse preguntándole cada pocos segundos: «¿Estás dormido?». De este modo tendrá que empezar a conciliar el sueño una y otra vez de cero.

En el apéndice encontraréis el experimento realizado por un grupo de investigadores de Colorado en el que se puso a prueba este efecto Zenón cuántico.

LA LEY DEL ESFUERZO

El impacto de estos experimentos a menudo se ha trasladado a ámbitos que nada tienen que ver con la física. Por ejemplo, muchas personas entienden la ley de la atracción como un poder mágico: basta con pensar en un objetivo para que éste se materialice.

En nuestra opinión, la convicción ayuda a optimizar un resultado, como el corredor que está convencido de poder cubrir 100 metros lisos en menos de 10 segundos. Sin embargo, esta expectativa positiva no sirve para nada sin miles de horas previas de entreno y unas condiciones físicas muy propicias.

Es un hecho que sólo con pensar en algo (por ejemplo, que nos tocará la lotería) no basta para que se convierta en realidad. Pese a que la comparación a nivel psicológico que vamos a plantear es tan errónea como la anterior,[20] a nosotros nos gusta más pensar que el efecto Zenón cuántico nos plantea una nueva ley no apta para vagos: la ley del esfuerzo. Como cita Jorge Valdano en uno de sus libros: «El Éxito sólo viene antes del Trabajo en el diccionario».

Desayuno con partículas
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