Capítulo 21
Tras el regreso a Quantico, les llevó solo unos pocos minutos descubrir que la coartada de Bradley Shadows era tan sólida como una roca. Otro obstáculo que se interponía en el camino. La siguiente en la lista de sospechosos era Lana Hudson, quien, según la apreciación de Kate, era seguramente el eslabón más débil en aquella alianza y, si la presionaban en un interrogatorio, podría ser la primera en cometer un error.
Sin embargo, no todo estaba perdido. La visita de Meredith al laboratorio no había sido en vano. Habían hallado una diminuta fibra de color azul enredada en el cabello de Bonnie Trevors. Era sintética y pertenecía a un tipo de alfombra que había dejado de fabricarse al menos dos décadas atrás en el país. No tenían una muestra para comparar, pero, sin dudas, era un avance dentro de la investigación.
Lo que más angustiaba a todos era que Kimberley Abrams no aparecía. Los equipos de búsqueda y rescate que habían dispuesto seguían sin encontrar nada. Habían rastrillado el área periférica de Burke sin ningún resultado. Si el asesino repetía el mismo patrón, no tardaría en aparecer. Ya nadie guardaba la esperanza de hallarla con vida. A medida que las horas pasaban, las probabilidades de Kimberley de salvarse disminuían.
Jon les ordenó a todos que se marcharan a descansar. Ya no había nada más que pudieran hacer esa noche. Le ofreció a Kate llevarla hasta su casa y se marcharon de Quantico, plenamente conscientes de las miradas curiosas de sus compañeros.
Durante el trayecto siguieron intercambiando comentarios sobre la investigación. No hablaron en ningún momento del pedido de Shadows.
—¿A qué hora quieres salir mañana? —preguntó él, al tiempo que se adentraba en el coqueto vecindario de Lakepointe.
Ella se encogió de hombros.
—Suelo tomar el autobús que sale después del mediodía para llegar a Chesapeake antes de que anochezca —respondió.
—Iremos en mi auto, así que podemos salir un poco más tarde. ¿Te parece bien a las tres?
—Perfecto.
—¿Saben tus padres que voy contigo?
Negó con la cabeza.
—Quería darles la sorpresa, aunque creo que mejor hablaré con mamá antes. Puede alarmarse si me ve aparecer con un agente del FBI.
Jon concordó con ella. Estacionó frente a su casa y dejó encendido el motor.
—Hemos llegado.
Ella se colgó el bolso en el hombro.
—Gracias por haberme traído. A este paso, vas a terminar malacostumbrándome. Sin mencionar el hecho de que probablemente suba algo de peso por no usar la bicicleta a diario como lo hacía antes —se quejó.
Jon se echó a reír.
—Bueno, por lo menos tendrás a quien echarle la culpa cuando eso suceda —bromeó—. Además, supongo que un par de kilos extras no te vendrían nada mal.
Lo miró con el ceño fruncido.
—¿Insinúas que estoy demasiado delgada?
—Yo no he dicho eso —objetó.
—Agente Kellerman, nunca se meta con el peso de una mujer, puede salir muy mal parado.
Habría querido decirle que así estaba perfecta, pero, por supuesto, no se atrevió.
Kate se bajó del Nissan Pathfinder cuando comprendió que él no iba a pedirle que lo invitara a pasar. Se volteó para saludarlo con la mano. Jon le devolvió el saludo y esperó hasta que ella entrase a la casa para alejarse.
Kate se recostó sobre la puerta y cerró los ojos. Estaba exhausta, sin embargo, la idea de ir a Chesapeake con Jon la tenía tan excitada que dudaba de que pudiese conciliar el sueño esa noche.
Se quitó los zapatos, arrojó el bolso en el sofá y caminó descalza hasta la cocina. Sacó una copa de la alacena y se sirvió un poco de vino. La casa estaba en penumbras, pero la luz que provenía de la calle y que se colaba por el gran ventanal era suficiente para alumbrar toda la planta baja.
Dejó caer pesadamente el cuerpo en los mullidos cojines y observó la contestadora automática: la lucecita roja no dejaba de titilar. Con languidez se estiró y apretó el botón para escuchar los mensajes.
Tenía seis, y todos eran de Elliot. Aquello se estaba volviendo abrumador. Decidió escucharlos antes de borrarlos. Comprendió entonces que haber terminado la relación había sido más sencillo para ella que para él.
Alguien golpeó a la puerta y el corazón le dio un vuelco en el pecho. Dejó la copa de vino sobre la mesita y se puso de pie. Por la cabeza se le cruzó la loca idea de que fuera Jon. Caminó deprisa hasta el vestíbulo y, cuando espió a través de la mirilla, descubrió, decepcionada, que se trataba de Elliot.
Pensó en ignorarlo, pero se dijo a sí misma que esa habría sido una actitud cobarde de su parte. Respiró hondo y asió el picaporte con fuerza. Estuvo en duda hasta el último segundo. Cuando por fin abrió, el olor a alcohol la hizo retroceder. Elliot se sujetó del marco de la puerta y le sonrió.
—Hola, cielo —dijo a punto de perder el equilibrio.
—¡Elliot! ¡Estás completamente borracho! Será mejor que te vayas.
Él logró meterse en la casa antes de que ella tuviera la posibilidad de empujarlo fuera.
—Quiero que hablemos. —Se acercó a ella y le acarició el cabello—. No has respondido a mis llamadas, ¿por qué no quieres hablar conmigo?
Kate trató de quitárselo de encima, pero aun borracho, Elliot tenía más fuerza que ella. De pronto, se vio arrinconada contra la pared.
—¡Suéltame! —le ordenó mientras intentaba zafarse.
Él le colocó los brazos en la espalda para poder inmovilizarla. Usó una de sus piernas para evitar que ella se siguiera retorciendo.
—Te amo, Kate; no puedes dejarme —le dijo al borde del llanto—. No voy a permitir que me cambies por ese tipo.
Ella echó la cabeza hacia atrás. El aliento de Elliot apestaba a alcohol y le daba nauseas.
—Te he visto bajar de su auto. ¿Es por él que me has dejado, verdad? —La asió de la barbilla y la obligó a mirarlo.
—¡Déjame, Elliot! Me estás haciendo daño.
—¿Y qué hay del daño que me haces tú al dejarme de esa manera? Creí que me amabas.
—Las cosas estuvieron claras desde el principio. Nunca dije que te amara.
Él apretó los dientes.
—No eres más que una zorra —musitó.
De repente todo cambió. Había odio en su mirada y, cuando intentó besarla por la fuerza, Kate se defendió y le mordió la lengua. Dio un grito de dolor y creyó que por fin la soltaría, sin embargo, su reacción fue completamente inesperada. Le metió la mano por debajo de la falda y comenzó a frotarse contra ella.
Trató de no perder la calma, solo debía esperar el momento justo para actuar. Cerró los ojos y empezó por controlar el ritmo de su respiración. Era experta en delitos sexuales y se suponía que sabía cómo enfrentar una situación como aquella. Pensó en los cientos de casos que había estudiado, en las víctimas que no habían logrado escapar.
No iba a convertirse en una de ellas.
Elliot seguía tocándola mientras le mordisqueaba el cuello. Abrió los ojos y vio su bolso en el sofá.
Todavía tenía posibilidades de terminar con aquella pesadilla. Estaba más lúcida que él y lo usaría a su favor. Si era necesario, entraría en el juego.
—Elliot, bésame.
Dejó de mordisquearle el cuello. La contempló, algo confundido. Entonces ella le acercó la boca y lo besó con intensidad, dejándolo sin aliento. Sonrió.
—Sabía que me amabas.
—Tienes razón, Elliot. ¿Qué puedo hacer para que me perdones? —se apoyó contra él, restregándose contra su erección.
Completamente excitado y embotado por el alcohol, Elliot cayó en la trampa. Mientras continuaba besándolo, Kate lo fue arrastrando a través del salón. Giró y lo empujó hasta que cayó en el sillón.
—Ven aquí —extendió el brazo hacia ella.
Kate lo observó durante un momento. Era ahora o nunca. Con un rápido movimiento, tomó el bolso y sacó la pistola.
—¡Vete ahora mismo de mi casa! —gritó, al tiempo que le apuntaba en la cabeza con la Glock. Las lágrimas le nublaban la visión, pero tenía el pulso firme y, si era necesario, estaba dispuesta a disparar.
—Guarda eso, Kate —le pidió hundiéndose en el sillón.
—¡Levántate, Elliot! —Le quitó el seguro a la pistola y retrocedió unos pasos.
Haciendo un gran esfuerzo, consiguió ponerse en pie. Dando tumbos se dirigió a la salida. Antes de marcharse, se volteó hacia ella.
—Perdóname, Kate. Yo no quería…
No le dio la oportunidad de disculparse. Avanzó hacia él con el arma en alto y lo obligó a salir. Apenas él puso un pie fuera, cerró de un golpe la puerta y le echó llave. Volvió a ponerle el seguro al arma y, en vez de guardarla de nuevo en el bolso, corrió escaleras arriba hacia su habitación y la colocó debajo de la almohada.
Sin quitarse la ropa, se acostó en la cama. Cerró los ojos y, solo entonces, se permitió llorar.
* * *
Sábado 29 de septiembre.
A dieciséis días de la ejecución.
Temprano por la mañana, Jon decidió hacerle una visita a su hermana. Cuando iba de camino, llamó a Kate, pero ella no respondió. Al saltar la contestadora, prefirió no dejarle ningún mensaje. Habían acordado que pasaría por ella a las tres de la tarde, sin embargo, no sabía exactamente por qué, tuvo la repentina necesidad de escuchar su voz.
Colleen se puso feliz de verlo y la pequeña Becky enseguida lo arrastró hasta su cuarto para que jugara con ella.
—¿Te quedas a almorzar, verdad? —le preguntó Colleen asomándose por la puerta. Contuvo la risa al ver a su hermano sentado en la diminuta silla de Becky mientras le enseñaba los nuevos accesorios de la casita de muñecas.
Jon se movió apenas, para no caerse y asintió con un ligero movimiento de cabeza. No se había percatado de lo mucho que extrañaba reunirse con su familia hasta que se encontró sentado a la mesa con ellos, charlando de trivialidades y disfrutando del delicioso almuerzo. Al menos por una hora, había conseguido apartar de la mente los problemas que lo agobiaban. La regla principal que había impuesto Colleen era, precisamente, no hablar de trabajo, y se cumplía a rajatabla cada vez que se reunían.
Jon alabó el pastel de manzana y, aunque estaba más que satisfecho, no podía irse sin probar un poco. Se masajeó el estómago y luego llevó el plato sucio a la cocina para lavarlo.
—Deja, lo hago yo después —dijo Colleen entrando detrás de él.
Jon se volteó y le sonrió.
—Has heredado la habilidad de la abuela para los pasteles —la elogió.
—Nada de eso, no soy tan buena. Lo que sucede es que extrañas la comida hecha en casa. Cada vez que abro la puerta de tu nevera me doy cuenta de la falta que te hace una mujer, hermanito —le soltó—. No podrás vivir a base de hamburguesas, pizza congelada o macarrones con queso toda la vida.
Jon no se sorprendió de que saliera de nuevo con aquel asunto. Parecía que últimamente cualquier charla entre ellos terminaba yendo por los mismos derroteros. Solamente una mujer le vino a la mente. Sin darse cuenta, empezó a sonreír.
Colleen lo escudriñó con la mirada.
—¿Y esa sonrisita? ¿A qué se debe? —Abrió los ojos como platos—. ¡Espera! ¿No me digas que por fin voy a estrenar cuñada?
Él no asintió ni negó nada. No hizo falta; Colleen no veía aquella expresión de carnero degollado en el rostro de su hermano desde la época en la que estaba perdidamente enamorado de Erin Campbell.
Frunció el ceño de repente.
—No será tu vecina, ¿verdad? —preguntó algo preocupada—. No tengo nada en su contra, pero definitivamente no es tu tipo.
—Tranquila, no es Irene.
—¿Me lo juras?
—¿Tan mal te cae? —No quería imaginarse qué diría si se enteraba de que la morena había pasado ya por su cama.
—Es una descarada. La semana pasada me la encontré en el ascensor. Se la pasó coqueteando todo el rato con el señor Gable. ¡Y con su esposa presente! —agregó, escandalizada.
Conocía las mañas de Irene demasiado bien, por lo que no le sorprendió lo que acababa de escuchar. Al parecer, él no era su único interés.
—Creo que Irene ha convertido el edificio en un coto de caza —comentó en son de broma.
—¿Caíste en sus redes? ¡Debí suponerlo! —Hizo un gesto de resignación con las manos—. Ustedes, los hombres, son tan predecibles… ¡y tan débiles! Ven un par de piernas y allí van, corriendo a ciegas como perros detrás de un conejo.
La comparación le arrancó una carcajada.
—Entonces si no es ella —lo miró expectante—. ¿Quién es la culpable de que ahora tengas esa expresión de “niño que acaba de levantarse la mañana de Navidad y descubre un montón de regalos debajo del árbol”?
No iba a poder ocultarle una verdad tan grande y extraordinaria como aquella por mucho más tiempo.
—Se llama Kate —dijo por fin.
El nombre no le sonaba para nada.
—¿La conozco?
—Es Kate Giordano.
La confesión de Jon logró algo casi imposible: que Colleen se quedase muda. Cuando por fin pudo reaccionar, lo asió del brazo y lo sacó fuera de la cocina.
—Ven, vayamos al salón y pongámonos cómodos. Tú y yo vamos a hablar largo y tendido.
Jon no tuvo más opción que dejarse arrastrar por su hermana. Ya había abierto la boca, así que sería una misión casi imposible tratar de escapar de su bombardeo de preguntas.