Capítulo 9
Viernes 21 de septiembre.
A veinticuatro días de la ejecución.
Jon estiró el brazo y miró la hora en el teléfono móvil. Se había dormido. Al darse vuelta se sorprendió al descubrir que el lado opuesto de la cama no estaba vacío como cada mañana. Irene, la vecina que vivía un piso más abajo, dormía apenas cubierta por las sábanas.
Le dolía la cabeza y tenía los labios resecos. Lo último que recordaba era haberse tomado un par de copas con ella la noche anterior. Era evidente lo que había sucedido luego. Se incorporó despacio para no despertarla y se sentó, dándole la espalda. Respiró hondo. ¿Qué demonios le sucedía? Hacía mucho tiempo que no se emborrachaba al punto de olvidarse de que había pasado la noche con alguien.
Era bastante obvio que los últimos acontecimientos estaban minando su buen juicio. Después de que la pista sobre el móvil que habían usado para enviarle un mensaje de texto a Bonnie la noche de su desaparición resultara un fiasco, la investigación se había estancado. Aunque había otra cosa que lo atormentaba más que nada: el hecho de tener que reabrir el caso de Livy Giordano cuando él mismo lo había cerrado tantos años atrás. Nunca era agradable volver a escarbar en viejas heridas. No resultaría sencillo para él, mucho menos para la familia de la muchacha.
Completamente desnudo, saltó fuera de la cama y se dirigió al cuarto de baño. Se volteó antes de cerrar la puerta y descubrió que Irene seguía durmiendo. Era mejor así, tal vez cuando terminase de darse una ducha, descubriría que su vecina ya se había marchado.
Unos cuantos minutos más tarde, al salir del baño, creyó que la suerte estaba de su lado. No había rastros de la morena por ningún lado. Rápidamente se quitó la toalla y se vistió. Llevaba casi una hora de retraso, por lo tanto, desayunaría de camino a Quantico.
Atravesó el pasillo en dirección a la sala y entonces escuchó ruidos en la cocina. Dejó el nudo de la corbata a medio hacer y entró.
Irene estaba sirviendo café en una taza. Alzó la vista y le sonrió.
—Buenos días.
Intentó sonreír también, pero la verdad era que ni siquiera sabía cómo reaccionar. No estaba acostumbrado a encontrarse con una mujer en la cocina, a no ser, claro, su hermana Colleen.
—Ven, siéntate antes de que se enfríe.
Olía delicioso, y el estómago le rugía de hambre, aunque también era cierto que no podía quedarse.
—Irene, voy retrasado.
Ella se acercó, le tomó una mano e hizo que se sentara. Jon no tuvo el valor de protestar. Se sentía demasiado culpable por haberla metido en su cama y haber olvidado lo sucedido.
Le ofreció un pancake de zarzamora que había ido a buscar a su apartamento mientras Jon se estaba duchando y le alcanzó el periódico. Él bebió un poco de café. No se había equivocado. Ni siquiera su hermana lo preparaba mejor.
Hojeó el ejemplar del Washington Examiner y decidió que no le haría mal a nadie si llegaba un poco más tarde esa mañana.
En silencio, Irene lo observaba mientras terminaba su café. Él se sintió algo inquieto, presentía que, en cualquier momento, ella le saldría con alguna pregunta incómoda. Sin embargo, no fue el posible planteamiento que pudiera hacerle Irene lo que le robó la calma. Casi se atraganta con el pancake al toparse con un artículo que hacía referencia al FBI.
El encabezado, escrito con enormes letras negras, decía:
“¿Es posible que el FBI haya metido la pata?”
No esperaba que la noticia saltara tan rápidamente a los medios. Según el autor de aquella nota, alguien que se hacía llamar Themis y que escribía para el Burke Herald, había sido el primero en cuestionar el accionar de los federales en un renombrado caso ocurrido en Burke, trece años atrás. En un párrafo aparte, se trascribía un fragmento de lo que Themis había publicado en la edición del día anterior en el periódico on-line.
Jon seguía sin dar crédito a lo que veían sus ojos.
“Nadie puede negar que dentro del sistema judicial se cometen errores. Hay gente inocente pagando crímenes ajenos y existen asesinos sueltos en las calles, gozando de una libertad que no merecen. Una de nuestras agencias federales, la más respetada a nivel mundial, no está exenta de cometer los mismos errores. ¿Pueden dos muertes perpetradas con trece años de diferencia poner en tela de juicio la capacidad del FBI? ¿Es posible que el agente Jon Kellerman haya enviado al hombre equivocado a prisión? Si es así, ¿estará dispuesto a aceptar que se equivocó?”
¡Era inaudito! ¿Cómo se había atrevido el tal Themis a mencionar su nombre?
Arrojó el periódico a un lado y dio un fuerte golpe a la mesa. Irene se sobresaltó.
—Jon, ¿qué pasa?
Se puso de pie bruscamente. Al hacerlo, tiró la silla al suelo. Se detuvo antes de abandonar la cocina.
—Irene, gracias por el desayuno. Asegúrate de cerrar bien la puerta cuando te marches.
—Jon.
—¿Sí?
—Que tengas un buen día —le sonrió tímidamente.
Él ni siquiera le devolvió la sonrisa. Llevaba un humor de perros.
Apenas puso un pie dentro de las instalaciones de Quantico pudo sentir como todas las miradas se le clavaban en la nuca. Masculló el nombre de Themis y maldijo a quien fuera que se escondiera detrás de aquel ridículo apodo. Entró al despacho y se quitó la chaqueta. El teléfono sonó. Se lo quedó mirando durante un momento antes de responder.
Con ímpetu tomó el auricular.
—Kellerman.
—Jon, ¿has leído el periódico?
Respiró hondo. No tenía ganas de lidiar con la prensa. Tenía un homicidio que resolver y no necesitaba distracciones absurdas.
—Zane, temo que medio mundo lo ha leído —repuso incapaz de disimular su enojo.
—No nos conviene que los medios se involucren, Jon. Si lo que sospechamos es verdad, nos van a caer encima como buitres a la carroña —vaticinó Zane Griffin desde el otro lado de la línea—. Anoche la novia y el hermano de Shadows junto a un importante grupo de personas se manifestaron frente a la prisión de Greensville abogando por la inocencia de Craig. Salieron en el noticiario central. Si le sumamos lo que el tal Themis está publicando en el Burke Herald, toda la investigación se nos puede ir de las manos. Lo último que necesitamos es que se ponga en duda nuestra labor. Más que nunca debemos resolver el caso y, de ese modo, demostrar que no cometimos un error cuando detuvimos a Shadows.
—Si existió un error, solo hay un único responsable.
—Kellerman, eres uno de mis mejores hombres; un elemento imprescindible dentro del FBI. Nadie va a culparte de nada. Tú solo hiciste tu trabajo, además, somos un equipo, no olvides eso nunca.
Las palabras de apoyo de su jefe eran precisamente lo que necesitaba oír esa mañana. Aunque siempre había estado convencido de que había hecho lo correcto, empezaba a tener dudas. Era humano y, como tal, podía haberse equivocado, pero, sobre todo, cuando le había tocado hacerse cargo de investigar el homicidio de Livy Giordano, era joven y con poca experiencia. ¿Habrían influido esos dos factores para que ahora, trece años más tarde, alguien se atreviese a poner en tela de juicio su accionar?
—¿Sigues ahí?
—Sí, Zane.
—Jon, quería avisarte que el juez Gellar autorizó que se reabra el caso de Livy Giordano. En vista de los acontecimientos suscitados en las últimas horas, creo que sería prudente mantenerlo en secreto. La prensa parece estar dispuesta a hacer añicos nuestra reputación, y es mejor no arriesgarnos.
—Estoy de acuerdo. —Antes de colgar, le preguntó a su jefe si tenía alguna noticia sobre el refuerzo que había solicitado para su grupo, pero no había novedades todavía. Según las palabras de Griffin, “los especialistas en criminología no crecen en los árboles precisamente”. Aquel comentario había conseguido arrancarle una sonrisa.
Sabía que los demás lo esperaban en la sala de reuniones, así que, sin perder más tiempo, hacia allí se dirigió.
—Ahórrense los comentarios —fue que primero que exigió no bien entró.
Caleb y Meredith siguieron cada uno de los movimientos de Kellerman atentamente. Él caminó hasta la ventana y metió las manos en los bolsillos de los pantalones. Su mirada se perdió en el horizonte y, durante unos cuantos segundos, no dijo nada. Ni siquiera preguntó si había novedades.
—Sheena avisó que no viene hoy —anunció Meredith tras esperar un tiempo prudencial antes de abrir la boca.
Jon se volteó. No se había dado cuenta de que la muchacha no estaba.
—¿Ella está bien?
—Sí, tenía cita con el médico. Espero que esta vez sí le haga caso y decida quedarse en casa hasta que nazca el bebé.
Los dos hombres concordaron con ella.
—Esperemos contar pronto con la colaboración de un nuevo agente. Zane me dijo que está complicado, pero, bueno, el FBI está en el ojo del huracán en este momento y, mientras se arregla ese asunto, ocupémonos de hacer bien nuestro trabajo —manifestó Jon y se sentó—. Lo primero, ya contamos con la autorización del juez para reabrir el caso Giordano, así que en vista de que no han surgido nuevos indicios que nos ayuden a avanzar en el homicidio de Bonnie, quiero que repasemos todo lo que sucedió en 1999.
—Me comunicaré con el departamento de casos cerrados para que nos envíen los archivos —se ofreció Caleb.
—Perfecto —respondió Jon al tiempo que abría su laptop—. Meredith, quiero que te encargues de examinar todo el material genético que se recogió aquella vez para volver a analizarlo. La ciencia forense ha avanzado mucho en estos últimos años y pueden surgir nuevas evidencias.
La criminalista asintió.
Jon volvió a concentrarse en lo suyo. Abrió la página de Google y escribió “Themis” en el buscador. Los únicos resultados que obtuvo se relacionaban con la mitología griega y así supo que en la antigüedad Themis era considerada la encarnación del orden divino, las leyes y las costumbres. Se rió al leer que la describían como “la de preciosas mejillas”. Se llevó una mano al mentón. ¿Acaso la persona que se escudaba detrás de aquel sobrenombre era en realidad una mujer? No había barajado aquella posibilidad. Sería sencillo comprobarlo. Entró a la página web del Burke Herald y buscó datos sobre Themis. Se llevó una gran decepción cuando descubrió que en su perfil solo había una fotografía de la diosa, con una balanza en una mano y una espada en la otra. La identidad de la persona que había vapuleado su reputación era un completo misterio.
No importaba. Le encantaba resolver misterios.
* * *
Esa tarde, cuando Troy abrió la puerta de la celda de Craig Shadows, lo encontró de buen humor. Supuso que se debía a que era viernes y que recibiría la visita de su novia. Antes de sacarlo al pasillo, le colocó los grilletes en los pies y las esposas alrededor de las muñecas.
La sonrisa en el rostro de Craig ni siquiera se borró al ver, al otro lado del patio, la jaula de alambre galvanizado donde era metido cada vez que llegaba el día de las visitas. Los condenados a muerte tenían terminantemente prohibido el contacto con cualquiera que viniese del exterior de la prisión.
Como cada semana, Lana iría a verlo. Llevaba haciéndolo más de cuatro años. En la agobiante soledad de su celda, muchas veces se preguntaba por qué se había interesado en un hombre como él. Todo había empezado con una carta, días después de perder la segunda apelación. Lana había seguido todo el proceso desde el principio y siempre había creído en su inocencia; le había dicho que no podía existir la maldad en un hombre con los ojos tan transparentes. Después de un par de meses de contacto epistolar, había decidido ir a visitarlo y fue allí que se enteró de que Lana coleccionaba todo sobre él, incluso había armado un álbum de recortes y fotografías.
Se sintió algo raro al principio, sin embargo, con el tiempo se fue encariñando con ella. No la amaba, al menos no como Lana esperaba que él la amase, aunque parecía conformarse con lo poco que le daba: una hora los viernes por la tarde y un par de llamadas al mes. Jamás le había exigido nada más y podía jurar que Lana sería capaz de hacer cualquier cosa que él le pidiera.
Entró en la jaula y esperó.
Un par de minutos después, uno de los guardias entró acompañando a Lana. Aprovechó para observarla mientras avanzaba hacia él. Era una mujer excedida de peso, unos pocos años mayor que él. Nunca se había atrevido a preguntarle la edad, pero suponía que había pasado los cuarenta hacía tiempo. Llevaba el cabello teñido de rubio recogido en una cola de caballo. Un abundante flequillo le cubría toda la frente. Usaba unas enormes gafas ovaladas de color azul y anillos de fantasía en ocho sus dedos. No era atractiva, aunque tenía que reconocer que tenía una bonita sonrisa.
Se sentó frente a él y extendió el brazo, olvidándose de que no podía tocarlo. El guardia golpeó la jaula con su porra.
—¿Cómo estás, cielo?
Craig la miró. No había ningún rasgo de emoción en sus ojos. Desde que Lana se había autoproclamado su novia, usaba aquellos términos cariñosos para dirigirse a él. Nunca le había dicho que le molestaba que lo hiciera.
—Bien, Lana. ¿Y tú?
La mujer miró de reojo al guardia. Luego alzó la vista hacia una de las cámaras de vigilancia.
—Anoche salimos en la televisión —le anunció sin poder contener el entusiasmo.
La noticia era buena y logró hacerlo sonreír.
—Bradley cree que, si hacemos ruido, conseguiremos al menos sembrar la duda. Themis también se ha hecho eco de nuestra causa. —Juntó ambas manos y suspiró hondo—. Ha mencionado a Jon Kellerman en su artículo.
La sonrisa en el rostro de Craig se borró rápidamente. Llevaba maldiciendo aquel nombre los últimos trece años de su vida. El soberbio agente del FBI se había ganado su odio. Solo existía una persona en el mundo a quien odiaba más que a él: Kate Giordano. Era gracias a su testimonio que lo habían condenado.
Esa chiquilla malcriada había arruinado su vida.
Apretó los puños con fuerza.
Si hubiese tenido la oportunidad, la habría silenciado para siempre con sus propias manos.