Capítulo 3
El plato que estaba secando cayó al suelo y se hizo trizas.
Brittany no se asustó por el estruendo, porque ni siquiera se había dado cuenta de que lo había dejado caer.
El nefasto encuentro de esa mañana en el supermercado había calado hondo en ella. Sabía que Rick Evans había salido de su reclusión y que había regresado a Wichita para vivir con su hermano y la mujer que los cuidaba. Era sólo cuestión de tiempo, algún día se habría topado con él de todas formas.
Creyó que, cuando ese momento llegase, estaría preparada, pero se había equivocado. Lo que Rick Evans le había hecho cinco años atrás seguía demasiado fresco en su memoria. Las cicatrices de su cuerpo no se comparaban con las profundas secuelas que existían en su alma.
La agresión había cambiado su vida trágicamente; podían pasar siglos, pero ella nunca olvidaría la noche en la que el destino quiso atravesar en su camino a Rick Evans.
Se agachó y recogió los pedazos de porcelana del suelo. Al hacerlo, se cortó, y un hilo de sangre brotó de su mano herida. Se quedó mirando la sangre detenidamente; de repente el pasado pareció agolparse en su mente con la violencia de una bestia salvaje. Se arrodilló en el suelo de linóleo; no notó que algunos pedazos del plato roto también se estaban incrustando en sus rodillas desnudas.
Cerró el puño y apretó con fuerza.
No sintió dolor a pesar de que la sangre ahora manaba con más intensidad. Estaba llorando y tampoco pareció darse cuenta. Su cuerpo se balanceaba hacia delante y hacia atrás haciendo que las pequeñas piezas de porcelana se hundieran en sus rodillas más profundamente.
Anthony Hall entró a la cocina, y al ver a su hija en aquel estado, corrió hacia ella.
—¡Brittany! ¿Qué has hecho, cariño?
La levantó del suelo y la sentó en una silla. Quitó los pedacitos de porcelana incrustados en la carne de sus manos y piernas y buscó un paño, al que mojó con agua fría para, lentamente, limpiar cada una de sus heridas. Tomó el rostro empalidecido de su hija; Brittany lo estaba mirando, pero parecía no verlo. La sacudió un poco de los hombros para hacerla reaccionar. Le asustaba aquel estado de trance en el que se había sumido; hacía mucho que no la veía de aquella manera, tan perturbada.
—¿Qué pasó, Brittany? —Se sentó a su lado y sostuvo su mano sana con fuerza.
Entonces ella finalmente pareció retornar a la realidad; lo miró a los ojos y el hombre descubrió que estaba llorando.
—Hoy vi a Rick, papá.
Anthony soltó un suspiro profundo. El regreso de Rick Evans a la ciudad no le había hecho bien a nadie, mucho menos a su querida hija.
—Brittany, él ya no puede lastimarte. —Acarició el cabello de su hija, tan rubio como el de su difunta esposa.
Ella asintió con un leve movimiento de cabeza y se echó a sus brazos.
Anthony la meció hacia un lado y hacia el otro, igual que solía hacerlo cuando era tan sólo una niña y necesitaba de sus mimos. La estrechó con fuerza y la arrulló mientras le cantaba al oído una canción. Ella era lo único que le quedaba, no iba a permitir que aquella pesadilla volviera a atormentarla una vez más.
* * *
—Lamento que tenga que desviarse de su camino para llevarme hasta la casa, comisario, pero mi auto volvió a darme fastidio esta mañana; según Chester no es nada serio, pero quiero estar seguro, no puedo llevar a mi Cindy en esa carcacha al hospital cuando llegue la hora: puede dejarnos a mitad de camino.
Tyler miró de soslayo a Tom Gibbons, el joven que desde hacía casi ocho años era su ayudante, y sonrió.
—No te preocupes, Tom, además quiero saludar a Cindy. Hace mucho que no la veo —respondió mientras entraba con su camioneta en la propiedad de los Gibbons.
Tom y su esposa vivían en las afueras de Eastborough, en una casita pintada de blanco, engalanada con un coqueto jardín en la parte delantera.
Estacionó frente a la propiedad y ambos se bajaron. Tyler se quitó las gafas de sol cuando Cindy apareció acariciando su enorme barriga de casi nueve meses.
—¡Comisario, qué grata sorpresa!
—Buenos días, Cindy.
Tyler observó cómo de inmediato Tom corría al lado de su esposa y le daba un beso tierno en los labios; ella lo miró con amor y por un segundo parecieron olvidarse de su presencia. Tuvo que carraspear para que la notaran.
—¿Le gustaría pasar y beber una limonada fresca? —ofreció Cindy acomodándose un mechón de su rojiza melena detrás de la oreja.
—Me encantaría.
Entraron a la casa y Tom obligó a sentarse a su esposa en el sofá; él mismo se encargaría de servir la limonada.
—Tommy me cuida demasiado —comentó inclinándose hacia atrás para apoyar su adolorida espalda en el sillón.
Tyler se ubicó frente a ella y se cruzó de piernas.
—Es normal, siempre es así con los primogénitos.
Cindy asintió.
—Creo que tiene más miedo que yo, sólo que no quiere demostrarlo —le susurró justo antes de que Tom regresara cargando una bandeja con bebidas.
Tyler podía jurarlo. Conocía bien a Tom, y adoraba a su esposa, pero la llegada de su primer vástago lo tenía preocupado, a pesar de las charlas que les había ofrecido el obstetra o los cursos que ambos habían tomado apenas supieron que iban a convertirse en padres; la felicidad del alumbramiento de su bebé estaba un poco opacada por la angustia y el temor de que algo saliera mal. No lo culpaba, él en su lugar estaría igual de inquieto.
Contempló cómo Tom se sentaba al lado de su esposa tras servirle su limonada y sostenía su mano. Tyler no pudo evitar sentir un poco de envidia por lo que ellos estaban viviendo. Se amaban y el fruto de ese amor llegaría en unos pocos días. Se prodigaban miradas cómplices cargadas de ternura y pasión, y Tyler se encontró preguntándose cómo sería tener algo como aquello. Una mujer a quien amar y que lo amase con la misma intensidad, con la misma devoción.
Había habido varias mujeres en su vida, pero ninguna tan importante como para dar ese primer gran paso y a sus casi treinta y ocho años de edad, tenía que confesar que no le disgustaría tener a alguien a su lado. No era un soltero empedernido a pesar de que muchos lo creyeran, aunque era cierto que había defendido su soltería por temor a perder su libertad. Sin embargo, los años pasaban y él seguía solo, teniendo romances esporádicos que nunca llegaban a nada serio. Siempre le molestaba cuando Mimie le decía una y otra vez que era hora de sentar cabeza y de encontrar una buena mujer que pusiera un poco de orden en su vida, pero ahora, con la dulce imagen de Tom y su esposa Cindy mirándose el uno al otro completamente enamorados, los sermones de Mimie no le parecían tan descabellados.
Una mujer que conquistara su corazón y, sobre todo, que lo volviera loco.
Eso era lo que necesitaba.
* * *
Jon suspiró aliviado cuando divisó la silueta de Erin abandonar el cementerio. Notó que caminaba con parsimonia, sin prisas y, cuando entró a la camioneta, supo que había llorado.
—¿Estás bien? —Le entregó su pañuelo.
Erin lo aceptó.
—Sí… creo que sí.
Secó su llanto y se lo devolvió.
Apollo reclamó entonces su atención y Erin jugó un rato con él mientras Jon volvía a encender el motor para continuar con el viaje.
Agradeció en silencio que Jon no le preguntase nada más: esa era una de las virtudes que admiraba de él y que había echado en falta el tiempo que lo había tenido lejos, Jon era de la clase de amigos que sabía cuándo callar y cuándo hablar.
Aún faltaban casi cincuenta y nueve millas para llegar a su destino; lo que significaba al menos una hora más de viaje. Erin pidió a Jon detenerse en una gasolinera para que Apollo bebiera un poco de agua e hiciera sus necesidades, por lo que se retrasaron un poco más.
A las once de la mañana, agobiados por el calor, llegaron por fin a destino y les llevó sólo unos cuantos minutos más adentrarse en Prince William. El corazón de Erin dio un vuelco cuando Jon tomó la calle que llevaba al emblemático edificio donde se erigía la sede de Quantico.
Cuando se dio cuenta, la camioneta se detuvo y volvió a hacerse el silencio.
—Llegamos —anunció Jon mientras sacaba unos cuantos documentos de la guantera. Uno de ellos se le cayó e inmediatamente los ojos de Erin se toparon con su antigua identificación.
Se inclinó para recogerla y se quedó mirándola durante un momento.
—La conservé todo este tiempo porque sabía que algún día la necesitarías —dijo Jon percibiendo la emoción en el rostro de Erin—. Antes de que partieras a Lexington la puse aquí.
Ella alzó la cabeza y esbozó una media sonrisa.
—Confías en mí más que yo misma.
—¿Qué esperas? —le hizo señas de que se la colocara—. No puedes entrar si no la llevas.
Erin dudó un instante. Ahora sí era oficial. Regresaba al FBI cuando había creído que ya nunca más lo haría. Observó nuevamente su propia imagen en la fotografía y, a pesar de que sólo había cortado su cabello, se vio distinta, como si en vez de haber trascurrido cuatro años hubiera pasado toda una vida. Y, tras un hondo suspiro, se colgó en el bolsillo de su camisa la identificación que la acreditaba como agente especial del FBI.
—¿Lista para regresar?
Erin no respondió. No podía, un nudo en la garganta le impedía pronunciar palabra. Miró a Apollo y tocó su hocico húmedo.
—¿Tardaremos?
—No, tenemos que registrar tu incorporación, deberás firmar unos cuantos papeles y nos asignarán oficialmente el caso de los asesinatos de Wichita —informó Jon acomodando los documentos para que no se le cayeran de las manos—. Además veremos al agente de la Unidad de Crímenes Violentos que trabajará con nosotros. Me olvidé de decirte; reservé tres vuelos para esta misma tarde, pero si quieres pasar a visitar a tus padres tenemos tiempo.
Erin no podía marcharse sin ver a sus padres, jamás la perdonarían si lo hiciera.
—Los llamaré y les avisaré que estoy aquí, me gustaría almorzar con ellos. Estás invitado si quieres, sabes que mis padres te aprecian mucho.
Jon le sonrió complacido.
—Me encantará saludarlos.
Se bajaron de la camioneta y Apollo se movió inquieto en el interior. Erin se cercioró de que las ventanillas estuvieran un poco abiertas, lo suficiente como para que entrara el aire y para evitar que el perro pudiera escaparse. Avanzó hacia el imponente complejo de edificios de Quantico con Jon a su lado. Una mezcla de sensaciones se arremolinaba dentro de su pecho mientras atravesaba el sendero que conducía al área administrativa; miró hacia un lado y divisó la fachada de ladrillos de los dormitorios. Allí, en donde había pasado los meses más intensos y difíciles de su instrucción como agente del FBI. Unos cuantos jóvenes que vestían el uniforme que la academia les brindaba a sus alumnos durante el curso, se cruzaron en su camino y la añoranza la golpeó con fuerza.
Nunca se había arrepentido de la decisión que había tomado, convertirse en agente del FBI había sido siempre su sueño y, aunque le costó, se graduó entre los mejores. Pero, ahora, en retrospectiva, al ver a aquellos jóvenes que con suerte y esfuerzo se convertirían también en agentes, se dio cuenta de que la ausencia de cuatro años había calado hondo en su vida. Por un segundo, creyó que el tiempo no había pasado, que estaba llegando con su jefe dispuesta a enfrentarse a una nueva jornada de trabajo, que llegaría a la Unidad de Ciencias de la Conducta, que sus compañeros la recibirían con una sonrisa en los labios y que comenzarían a hacer su tarea. Se preguntó si las donas bañadas de chocolate seguirían siendo el desayuno obligado y si los agentes más novatos serían aún los encargados de conseguirlas. Una tenue sonrisa iluminó su rostro ante aquel pensamiento que podía parecer banal, pero que formaba parte de sus mejores recuerdos en aquel lugar.
Entraron en el edificio y los ojos azules de Erin recorrieron el pasillo y la enorme sala que servía de recepción. Se cruzaron con algunos agentes, que los miraban con curiosidad, sobre todo a ella. Ningún rostro le resultó familiar, pero lo que sí notó fue que la estructura interior del edificio administrativo seguía tal como la recordaba. Su mirada se desvió hacia el mostrador y emitió un suspiro cuando descubrió que la vieja y adorable Frances ya no estaba ocupando el puesto de recepcionista.
—Se jubiló el año pasado —comentó Jon adivinando sus pensamientos—. Ahora vive en Florida con una hermana en un condominio en donde se dedica, y cito textualmente sus palabras: «A gastar sus últimos años de juventud».
Erin volvió a sonreír. Le habría gustado volver a ver a Frances, pero también debía comprender que, tras su prolongada ausencia, era normal que muchas de las personas con las que había trabajado ya no estuvieran allí. Era algo a lo que también acostumbrarse: nuevos rostros, gente desconocida, y un ambiente que seguramente ya no era el de antes.
—Ven. —Jon la asió de la cintura y la condujo por el pasillo hasta una de las oficinas—. Lo primero que haremos será oficializar tu regreso.
Nerviosa y con ansiedad, Erin entró detrás de Jon.
—¡Jon, finalmente!
Erin reconoció la voz de inmediato. Era Drew Westmore; el director de Recursos Humanos que cuatro años atrás había aceptado su dimisión a regañadientes. Salió de detrás de Jon y observó al hombre que se quedó contemplándola con atención.
—Hola, Drew.
El hombre se levantó de la silla, la que casi fue a parar al suelo, rodeó el escritorio en sólo dos zancadas y se acercó a ella.
—¡Erin Campbell, sabía que llegaría el día que te tendría de nuevo frente a mí! —exclamó asiéndola por los hombros.
Erin tuvo que alzar la cabeza para mirarlo directamente a los ojos. Drew era un hombre de casi metro noventa, de contextura robusta y una eterna expresión bonachona en el rostro apenas cubierto de arrugas; ya estaba cerca de cumplir los cincuenta.
—Es un gusto volver a verte, Drew.
Él la abrazó y, tras soltarla, le dijo:
—Haber firmado ese papel cuatro años atrás fue una de las tareas más difíciles que he tenido que hacer como director de Recursos Humanos; nadie en el FBI estaba dispuesto a perderte, Erin.
—Lo sé, pero tenía que hacerlo —respondió mirando tanto a Drew como a Jon. No tenía la intención de dar explicaciones nuevamente, sobre todo cuando en la academia sabían lo que había sucedido.
Drew regresó a su silla y los invitó a que se sentaran.
—Me puse muy contento cuando Jon me avisó que regresabas. —Sacó unos cuantos papeles de una de las gavetas de su escritorio y se los entregó—. Todo está listo para tu reincorporación, sólo debes firmarlos.
Erin tomó los documentos; notó que le temblaban un poco las manos y se obligó a tranquilizarse. No tenía que dar la imagen de una mujer frágil el primer día de su regreso. Cuando había decidido retirarse, lo había hecho a pesar de que los resultados del último y obligado examen psicológico al que la había sometido el FBI habían sido favorables. Aun así, nadie censuró su decisión de abandonarlo todo.
Tragó saliva y le echó una rápida mirada a cada uno de los papeles, los firmó y Drew los mandó a archivar.
Ya estaba hecho. Ya no podía arrepentirse ni echarse a correr.
Dejó escapar un hondo suspiro mientras escuchaba sin prestar atención lo que los hombres hablaban. Sus voces retumbaban en sus oídos, el único pensamiento que cruzaba por su cabeza en ese momento era que ya no era Erin Campbell, la mujer que se había recluido en su casita de Lexington para dedicarse a escribir novelas románticas como Juliet O’Hara; volvía a ser la agente especial Campbell, cuyo número de identificación era XF58-85697.
Notó que Drew sacaba algo más de la gaveta, y el corazón le dio un vuelco al ver la placa de metal que le había pertenecido durante siete años. Erin extendió el brazo y, cuando Drew se la entregó, pareció arder en sus manos. Tragó saliva y observó la mirada comprensiva de Drew Westmore.
—Antes de marcharte debes pasar a recoger tu arma reglamentaria. —Drew sonrió satisfecho—. Bienvenida de nuevo al FBI, Erin.
Y aquellas palabras sonaron para ella como una sentencia; firme e irrefutable.
Salieron de la oficina y abandonaron el edificio. Ahora debían dirigirse a la Unidad de Ciencias de la Conducta; atravesaron el campus en donde se encontraban distribuidos varios espacios; el comedor, la biblioteca, el pequeño edificio en donde funcionaban los salones, el auditorio, la capilla, el gran gimnasio y la estupenda conglomeración que simulaba ser una pequeña ciudad conocida como Hogan’s Alley en donde, según había leído, tenían su sede los cursos de los agentes que luego se desempeñarían en la división antidrogas. Detrás, a unos pocos metros, se encontraba el campo en donde se llevaban a cabo los entrenamientos de aptitud física. Lugares que no veía hace tiempo, pero que reconoció de inmediato.
Al llegar a la Unidad de Ciencias de la Conducta se armó un revuelo, cuando algunos de los agentes allí presentes vieron entrar a Erin.
Ella trató de sonreír, pero por dentro estaba a punto de desmoronarse. Allí sí se encontró con rostros conocidos y le costó respirar cuando comenzaron a acercarse a ella para rodearla y saludarla con afecto.
De sus antiguos compañeros continuaban Sheena Cosgrove, experta en criminología y a quien recordaba como la más coqueta del grupo; Meredith Pilgrim, criminalista y supervisora del laboratorio forense y Caleb Schwarz, analista de investigación criminal, el bohemio y rompecorazones del grupo.
—¡Qué bueno verte! —exclamaron casi al unísono los tres mientras Erin continuaba con la sonrisa forzada instalada en su rostro. Eran los nervios los que le estaban jugando una mala pasada, le daba gusto ver a sus antiguos compañeros nuevamente, pero parecía que la excesiva muestra de cariño sólo la incomodaba.
Jon intervino y como siempre dijo las palabras indicadas.
—Chicos, déjenla respirar. Erin también está feliz de volver y de reencontrarse con sus compañeros de trabajo. —El jefe de la Unidad asió a Erin de la cintura y la llevó hacia la gran mesa que ocupaba casi todo el recinto.
Apenas se sentó, descubrió que un joven que vestía una impecable camisa blanca con las mangas levantadas la observaba con atención. Se acercó a la mesa y extendió su brazo hacia ella.
—Bienvenida al FBI, Erin, mi nombre es Jesse Widmore.
Erin estrechó su mano y él tardó en soltársela. Aquel gesto la puso más nerviosa de lo que ya estaba. Respiró hondamente, contó hasta diez lentamente mientras repetía mentalmente: «Es sólo un nuevo agente, cálmate».
—Soy especialista en Crímenes Violentos y tengo entendido que trabajaré para el equipo en el caso de los asesinatos de Wichita —señaló, dirigiéndose a Jon una vez que soltó la mano de Erin.
—Así es —afirmó Jon mientras husmeaba dentro de la caja de donas si aún quedaba alguna.
Caleb se alejó de la pantalla en donde había estado analizando el perímetro de ataque de un predador sexual al cual estaban investigando, y fingiendo culpabilidad dijo:
—Llegaste tarde, Jon, me comí la última hace apenas unos minutos —anunció pasándose una mano por el estómago.
La escena era cómica, Jon buscando casi con desesperación una última dona y Caleb diciéndole que él se la había comido mientras intentaba contener la risa. Erin se dio cuenta entonces de cuánto había extrañado aquello también.
—Erin, no es justo que tengas que marcharte cuando apenas has vuelto —comentó un tanto decepcionada Sheena sentándose a su lado y tomando su mano.
—Jon me dijo que la policía de Wichita solicitó nuestra colaboración con urgencia —explicó Erin apretando con afecto la mano de la criminóloga.
—¡Y nosotros debemos continuar aquí, haciendo nuestro trabajo desde las sombras! —alegó Meredith con cierto dejo de fastidio en la voz.
—Si pudiera, te cedería mi puesto…
Jon intervino de inmediato.
—Imposible, como criminalista, Meredith es más necesaria aquí, en Quantico. Nada tiene que hacer en Wichita. Necesitamos a Erin: conseguir lo antes posible un perfil del asesino es vital en estos momentos.
Todos asintieron; una vez más Jon Kellerman tenía razón.
—¿Cuándo partimos hacia Kansas? —preguntó Jesse Widmore.
—Esta misma tarde a las siete sale nuestro vuelo. —Buscó entre los papeles que había traído consigo y le entregó al agente Widmore su pasaje, luego le entregó el suyo a Erin.
Meredith, Sheena y Caleb miraron con expectación a su jefe. Jon cazó al vuelo la pregunta que rondaba en sus mentes.
—Solamente Erin, Jesse y yo iremos. Los demás continuarán trabajando en los casos asignados, pero seguiremos en continuo contacto con la Unidad; les enviaremos todos los datos que vayamos descubriendo para que sean procesados aquí. Pero, eso sí, por nada del mundo quisiera que el resto del trabajo quedara descuidado: no quiero quejas del director durante mi ausencia.
Los tres agentes se miraron entre sí. Estarían lejos del trabajo de campo, pero su colaboración sería tan valiosa como lo había sido siempre.
Media hora después, y tras recoger su arma reglamentaria, Jon, Erin y el agente Widmore abandonaron Quantico con la anuencia de todos.
—Tengo que hacer algunos arreglos de último momento —anunció Jesse Widmore—. Nos vemos en el aeropuerto más tarde.
—Nos vemos. —Jon asió a Erin del hombro, se acercó y en voz baja le preguntó—: ¿Cómo te sientes?
Ella aspiró con fuerza una bocanada de aire y por primera vez en aquella mañana, sonrió con naturalidad.
—Como si hubiese superado una prueba de fuego.
—Y lo has hecho, Erin. —Jon se colocó las gafas para que el sol del mediodía no le molestase y la condujo hacia donde estaba estacionada la camioneta—. Ahora todo será más sencillo, el paso más grande ya lo has dado, y lo has hecho con valentía. Estoy muy orgulloso de ti.
Erin estaba por abrir la puerta del acompañante, pero Jon la sorprendió, dándole un suave beso en la mejilla.
—¿Y eso?
—¿Acaso no puedo besar a mi agente especial favorita?
Le devolvió el beso y se quedó mirándolo durante unos segundos.
—Gracias, Jon… por haberme buscado y por haber soportado mi pésimo humor.
—Erin, soy tu amigo, no sólo tu jefe, y no iba a dejar que vieras pasar la vida metida en aquella casita perdida casi en medio de la nada; no cuando puedes demostrar lo que realmente vales. No dudo de que seas una buena escritora de novelas románticas, pero —le guiñó un ojo—, ¿no has extrañado todo esto, aunque sea sólo un poco?
Erin sabía que no tenía caso negarlo.
—Sí… lo confieso, tenía miedo de enfrentarme a lo que había sido mi vida pasada, pero no fue hasta que llegué aquí, que me di cuenta de lo mucho que me hacía falta mi trabajo. Y es algo que te debo a ti.
—Ni lo menciones, sólo quiero que hagas lo que sabes hacer, porque eres la mejor, Erin.
Antes de que la emoción la dominara, Erin entró a la camioneta. Apollo la recibió eufóricamente, lamiendo su rostro y subiéndose de inmediato sobre su regazo.
Durante el viaje llamó a sus padres; les avisó que pasaría a verlos y almorzaría con ellos. Como había previsto, Vera y Henry Campbell le pidieron que llevara también a Jon, porque hacía mucho tiempo que no lo veían.
* * *
Tyler llegó a la casa ese mediodía y lo primero que hizo antes de que se le olvidara fue ponerse en contacto con el agente Kellerman. Sacó su móvil y buscó su número en la memoria.
El teléfono repicó un par de veces antes de ser atendido.
—¿Agente Kellerman?
—Sí, soy yo.
—Soy el comisario Evans, mi secretaria me ha dado su recado, pero no he podido comunicarme con usted antes. ¿Alguna novedad? —Se recostó en el sofá de la sala vacía y cruzó una pierna encima de la otra.
—Sí, finalmente he logrado convencer a la agente Campbell de que se una a la investigación; será una pieza importante, ya lo verá —afirmó.
Tyler frunció el ceño.
—¿Qué es lo que hace exactamente esta tal agente Campbell? —preguntó sin poder ocultar su curiosidad.
Jon Kellerman hizo silencio durante unos segundos.
—Es una de las mejores psicólogas forenses que ha dado el FBI, su capacidad para comprender la mente criminal es asombrosa, se lo puedo asegurar.
A Tyler aquello le parecía pura cháchara, para atrapar a un asesino se necesitaban pruebas y astucia, no el examen de un curalocos. Obviamente no se lo dijo; prefería guardarse su opinión.
—Supongo que cualquier ayuda extra no vendrá mal.
—Llegaremos esta misma noche a Wichita, debo solucionar algunos asuntos primero. Créame, comisario Evans, no se arrepentirá de tener a Erin Campbell en su grupo de investigación.
—Si usted lo dice… —respondió Tyler con escepticismo, y trató de sonar lo menos antipático posible.
—Confío ciegamente en mi gente —aseveró Jon Kellerman al percibir la actitud del comisario.
—Bien, mejor así. Nos vemos.
Regresó el teléfono al bolsillo de sus pantalones y recostó la cabeza en el respaldo del sofá.
La imagen del informe de la autopsia realizada al cuerpo de Priscilla Caller vino a su mente en ese instante; su otrora bello y angelical rostro completamente desfigurado por los golpes era algo imposible de olvidar. Dudaba mucho, que una doctora de locos pudiera ayudar a resolver el caso; aun así tenía que aceptar que, en ese momento, en el que la investigación se había estancado, cualquier ayuda sería bienvenida. Y si la tal Erin Campbell era tan buena como aseguraba su jefe, sería cuestión quizá de darle una oportunidad. Aunque la idea no le agradase demasiado.
Mimie entró en ese momento a la sala y, cuando Tyler vio la expresión de desolación en su rostro, supo que algo no andaba bien. La observó detenidamente mientras ella colocaba unas flores frescas en el centro de mesa que ella misma había confeccionado con un pedazo de tronco viejo.
Le preguntó entonces por Rick.
—¿Dónde está mi hermano?
Mimie miró hacia las escaleras.
—Me ha dicho que no quiere almorzar hoy.
Eso era mucho más extraño todavía.
—Mimie, ¿qué ha sucedido?
La mujer se desplomó sobre una de las sillas y sus manos regordetas apretaron con fuerza la servilleta de algodón que estaba sobre la mesa.
—Hemos ido de compras esta mañana y en el supermercado nos hemos topado con ella.
Tyler no necesitaba oír el nombre para saber a quién se estaba refiriendo. Corrió la silla que tenía más cerca y se sentó. Tomó la mano de Mimie entre las suyas y le pidió que le contara lo sucedido.
Tras escuchar el relato, Tyler reprimió las ganas de dar un fuerte golpe a la mesa. Eran situaciones como esa la que lo indignaban, Rick lo había necesitado y una vez más él no había estado a su lado.
—¿Ella le dijo algo? ¿Hizo algo?
Mimie negó con la cabeza.
—Se veía tan o más asustada que Rick. Lo más molesto es la gente que parece divertirse atosigándolo; hubieras visto cómo lo miraban y señalaban como si…
Tyler le pidió que no siguiera hablando porque la vio demasiado angustiada. La ayudó a ponerse de pie y le dijo:
—Quiero que te vayas a descansar.
—¿Y tu almuerzo?
—Yo puedo solo, tú no te preocupes ni por mí, ni por Rick, prepararé un par de emparedados y subiré a comer con él.
Recién entonces Mimie le hizo caso y con pesadez se retiró a su habitación.
Cuando Tyler se quedó solo, descargó toda la rabia contenida y pateó la silla donde había estado sentado. ¿Acaso la gente de la ciudad continuaría acusando hasta el hartazgo a Rick por lo que había sucedido? Él ya había pagado, no tenía por qué seguir soportando la maledicencia de los demás.
Encima estaba Brittany Hall, que junto a su padre, se encargaban de recordar a todo el mundo lo que había sucedido cinco años atrás.
El respetado doctor Anthony Hall, que había quedado viudo a una edad demasiado joven y había tenido que hacerse cargo de la pequeña Brittany, contaba con el apoyo de toda la comunidad, mucho más tras la tragedia que había golpeado a su hija.
Y Rick, el problemático Rick, el joven que siempre había sido diferente a los demás debido a su leve retraso mental, se había convertido en el blanco de todas las miradas acusatorias. A nadie parecía importarle que él hubiera pasado más de cuatro años de su vida encerrado en una institución mental en donde su problema sólo se agravó.
Tyler no iba a negar los hechos, Rick había agredido a Brittany Hall, de eso no habían existido dudas, pero nadie le quitaba de la cabeza que la muchachita lo había provocado hasta hacerlo perder el control de sus actos. No justificaba los golpes que su hermano le había dado, pero si ella y su pandilla de amigos no le hubieran hecho siempre la vida imposible, tal vez se habría podido evitar toda aquella tragedia.
Preparó un par de emparedados, uno de pollo y huevo para él y otro de carne y mantequilla de maní para Rick. Buscó dos refrescos en la nevera y subió las escaleras dispuesto a pasar un rato con su hermano.
Llamó a la puerta, pero no hubo respuesta; no golpeó una vez más, sino que entró.
Encontró a Rick sentado junto a la ventana, contemplando hacia el exterior y con ambas manos apoyadas sobre sus piernas.
—Hermano, te preparé un emparedado, tu favorito —dijo Tyler mientras dejaba el refrigerio encima de una mesita que servía de escritorio. Acercó una silla y le entregó el suyo a Rick.
—Gracias —tomó el emparedado y comenzó a comer.
Tyler quería hablar sobre lo ocurrido en el supermercado, pero no sabía cómo abordar el tema, ya que solía ser un poco torpe o bruto con las palabras. Pero no hubo necesidad, porque mientras él pensaba qué decir, Rick tomó la iniciativa.
—Hoy vi a Brittany en el supermercado.
Tyler, que estaba a punto de morder su emparedado, lo volvió a dejar en su sitio. Permitió que Rick continuara hablando.
—Estaba aterrada… Aún me teme. Quise pedirle perdón, acercarme a ella, pero no pude… no supe qué decirle.
Tyler puso una mano sobre el hombro de su hermano.
—No te preocupes, ella sabe que te arrepientes de lo sucedido.
Rick negó con la cabeza.
—No lo creo, Tyler, en sus ojos no sólo había miedo; había odio, mucho odio.
—Escucha, lamentablemente nadie puede cambiar lo sucedido, pero tú ya has pagado tu culpa, no debes preocuparte ya por ella o por lo que pueda sentir… Deja todo eso en el pasado.
—No puedo, la locura que se desató esa noche me perseguirá por el resto de mi vida; nunca supe realmente qué desencadenó la furia, sólo sé que no era yo, una fuerza se apoderó de mi voluntad. —Comenzó a balancearse hacia atrás y hacia delante; el emparedado había ido a parar al suelo. Tyler se agachó para recogerlo y lo arrojó al pequeño cesto de basura que estaba junto al escritorio.
—No eras plenamente consciente de lo que hacías, Rick, los medicamentos que tomabas en ese entonces te obnubilaban la mente, ya no volverá a suceder.
Rick clavó sus ojos castaños en el rostro de su hermano mayor.
—¿Estás seguro? Las lagunas mentales que solía tener en ese entonces han vuelto, no he querido decirle nada a Mimie para no preocuparla, pero se han hecho más recurrentes que antes.
Tyler frunció el ceño.
—¿Por qué no me lo has dicho? Al menos a mí me lo podrías haber contado.
Rick hizo caso omiso al tono de reproche en sus palabras.
—Lo sabes ahora.
—Eso no quiere decir que hayas empeorado, las lagunas mentales forman parte de tu enfermedad.
Rick lo interrumpió.
—Ahora son peores, a veces me despierto y no recuerdo lo que hice antes de quedarme dormido. El otro día estaba en el patio y no puedo recordar cómo llegué hasta la cocina, simplemente se borró de mi mente.
Tyler no quería preocuparse demasiado por aquellos episodios de pérdida de la conciencia de su hermano; habían estado en casi todas las etapas de su enfermedad y estaba acostumbrado a lidiar con ellos, no creía que fuera grave, pero aun así tenía toda la intención de consultar con el médico de Rick lo antes posible.
—No le digas a Mimie nada de esto —le pidió Rick, y él no pudo negarse.
—Tranquilo, no lo sabrá, pero deberé ir a hablar con tu doctor igualmente —le informó.
—Está bien.
—Ten, bebe un poco —le entregó el refresco y la charla se volvió más liviana y relajada, ya no hablaron de problemas y del pasado, las siguientes dos horas las gastaron conversando sobre coches, béisbol y música country.
Ninguno de los dos se dio cuenta, de que oculta tras la puerta entreabierta, Mimie los contemplaba con lágrimas en los ojos.