Dos
EN el cuarto con paredes forradas de cuero marroquí como libros lujosamente encuadernados, Chadwick y el conde Donatien Alphonse Frangois, marqués de Sade, sentados en sillas de respaldo alto, jugaban al ajedrez sobre una mesa de cambista del S Quince. De pie, Chadwick medía un metro noventa. De pie o sentado, pesaba ciento veinte kilos. Su cabello era un casco de pálidos rizos sobre una frente baja; tenía los ojos grises y oscuras ojeras azulinas; venillas rotas le cruzaban la nariz y le subrayaban las mejillas como telas brillantes. El cuello era grueso, los hombros anchos; sus dedos como chorizos eran firmes y diestros cuando quitaron el peón del contrincante del tablero y pusieron en su reemplazo su propio alfil.
Se volvió hacia la derecha donde una mesita celeste que contenía un posavasos circular lleno de diversos aperitivos, giraba. Fue probando en sucesión uno anaranjado, uno verde y uno oro pálido casi a compás de una música de cuernos y violines. Al devolver los vasos a su lugar, volvían a llenarse instantáneamente.
Se desperezó y contempló a su compañero que, a su vez, se concentraba en su propio tiovivo de bebidas.
—Su habilidad en el juego mejora —dijo— o la mía se deteriora. No sé qué será lo cierto.
Su huésped sorbió sucesivamente un licor rojo brillante y claro, otro ámbar y, de nuevo, el rojo.
—A la luz de lo que usted viene haciendo por mí —contestó—, nunca podría reconocer la segunda alternativa.
Chadwick sonrió y por un momento hizo aletear su mano izquierda con la palma hacia arriba.
—Trato de que en mis talleres literarios enseñe gente interesante —dijo—. Cuando uno de ellos además, resulta una compañía tan agradable, el intento se compensa con creces.
El marqués le devolvió la sonrisa.
—Por cierto, considero las presentes circunstancias incontestablemente superiores a aquellas de las cuales me rescató usted el mes pasado, y debo confesar que me gustaría prolongar la ausencia de mi propio milieu durante tanto tiempo como sea posible, preferentemente, por tiempo indefinido.
Chadwick asintió.
—Considero sus puntos de vista tan interesantes, que me sería difícil separarme de usted.
—...Y estoy subyugado por el desarrollo alcanzado por las letras desde mi propio tiempo. Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé, Verlaine... ¡Y Artaud, ese hombre maravilloso! Por supuesto, previ que todo esto se produciría.
—No me cabe duda.
—Particularmente a Artaud, en realidad.
—Podría haberlo adivinado.
—Su exigencia de un teatro de la crueldad... ¡Qué cosa tan magnífica y noble!
—Sí. Es algo sumamente meritorio.
—¡Los gritos, el súbito terror! Yo...
El marqués sacó un pañuelo de seda de la manga y se enjugó con él la frente. Esbozó una débil sonrisa.
—Padezco mis súbitos entusiasmos —declaró.
Chadwick emitió una risita.
—...Como el juego en el que está usted empeñado... esa, esa década negra. Me recuerda las maravillosas planchas de Jan Luyken que me mostró hace unas noches. Sus descripciones hacen que casi participe en él...
—Es ya tiempo de informarme sobre el proceso —observó Chadwick—. Veamos cómo van las cosas.
Se puso de pie y avanzó por el piso cubierto de pieles aproximándose a una esfinge de mármol negro a la izquierda del hogar que ardía sin fuego. Deteniéndose frente a ella, musitó unas pocas palabras, y la esfinge sacó una larga lengua de papel. La arrancó y volvió con ella a su asiento, donde la sostuvo ante él como si fuera un rollo de pergamino, con el ceño fruncido, y fue desenrollándola muy lentamente.
Cogió un vaso que contenía un dedo de bourbon de Kentucky puro, lo vació y volvió a ponerlo en el posavasos.
—El viejo Red superó la primera prueba —dijo—. Mató al hombre que le enviamos. Eso no era inesperado. Fue un esfuerzo bastante crudo. Sólo para ponerlo al corriente, por así decir.
—Una pregunta...
—¿Sí?
—¿Definitivamente quería usted que la presa tuviera conciencia que el juego había comenzado?
—Pues claro. Eso lo hará sudar mucho más.
—Entiendo. ¿Luego qué sucedió?
—Se comenzó la acción en serio. Se colocó un aparato de rastreo en su vehículo y se le tendieron trampas en múltiples lugares por los cuales quizá pasara. Pero el registro se vuelve confuso a esta altura. Por cierto pasó por una de las zonas de emboscada donde uno de los mejores asesinos, un hombre en quien tenía grandes esperanzas, tenía un plan al parecer excelente para concluir la cosa. No resulta claro lo que ocurrió allí. Pero el asesino desapareció. Nuestros investigadores se enteraron de que hubo cierto altercado, pero el posadero en cuyo terreno se produjo ni siquiera sabe cuál fue su naturaleza exacta; y Red se fue después de quitar el aparato de rastreo y dejarlo atrás.
El marqués sonrió.
—Y de ese modo también fracasó el segundo golpe. Eso vuelve el juego más interesante ¿no es así?
—Quizás. Aunque no habría tenido inconveniente en que terminara allí. El tercero me preocupa, sin embargo. Como intento debe apuntárselo en mi contra, pues hice registrar a la asesina en la Junta de Juegos... aunque parece que nunca se llevó a cabo.
—¿Qué intento fué ese?
—El de la mujer de manos mortales con esa costumbre que a usted le pareció tan deliciosa. Sencillamente se desvaneció. Se fue con un nuevo compañero y nunca más volvió. Mi enviado la esperó varios días. Nada. Le haré saber que abandone esa fase de las operaciones y a ella la excluiré de la lista.
—Es una lástima. No habría que perder a una criatura de semejante temperamento. Pero, dígame, cuando dice "varios días" ¿de qué modo los mide si no tiene certeza de dónde (o debería decir cuándo) se ha ido?
Chadwick sacudió la cabeza.
—Son días "a la deriva" —explicó—. Mi enviado se encuentra en un punto fijo del Camino. Un día allí corresponde al pasaje de un día en la mayor parte de las salidas. Si hubiera de permanecer diez días allí y luego deseara volver al punto de salida de diez días antes, tendría que descender por el camino y coger una salida distinta.
—Entonces ¿las salidas mismas están sujetas a la deriva?
—Sí, ese sería un modo de considerar la cuestión. Pero parece haber un número infinito de ellas que avanza. Periódicamente cambiamos las señales, pero la mayor parte de los viajeros que se embarcan en largas jornadas más que en breves trayectos locales, llevan consigo pequeñas computadoras... esas máquinas de pensar acerca de las cuales le hablé, para seguir el rastro en asuntos tales.
—¿De modo que podría devolverme a mi propia edad un tiempo antes o después o exactamente en el mismo en que me rescató?
—Sí, cualquiera de esas posibilidades podría disponerse sin dificultad. ¿Tiene alguna preferencia?
—En realidad me gustaría aprender a operar uno de esos vehículos... y una de esas computadoras. De ese modo ¿podría viajar solo? ¿Podría volver aquí desde alguna otra época?
—Una vez que se ha viajado por el Camino, parece producirse una especie de alteración física que permite orientarse una y otra vez —admitió Chadwick—. Pero tendré que pensarlo. No estoy dispuesto a sacrificar tan buena compañía a sus caprichos excursionistas o su deseo de asesinar a su abuelo.
El marqués rió sin emitir sonido.
—Tampoco soy yo un huésped desagradecido, se lo aseguro. Pero una vez que haya aprendido a manejar la deriva, podría hacer todas las excursiones que se me antojaran y volver a este momento poco más o menos ¿no es así?
—Preferiría discutir esa cuestión más tarde. ¿La dejamos estar así?
El marqués sonrió y bebió un trago de ajenjo.
—Por ahora —dijo. Y luego—: ¿De modo que su presa se ha vuelto invisible por el momento?
—Se había vuelto invisible, en efecto, hasta que tontamente delató su posición en el S Doce aproximadamente al apostar por sí mismo. Quizá no tiene conocimiento de que el registro de las apuestas en esta especie de asunto se ha centralizado recientemente. Claro que, por otra parte, podría tratarse de una trampa.
—¿Y usted qué va a hacer?
—Responderé, naturalmente. Si ello significa el sacrificio de otro asesino, sea. Puedo permitírmelo a esta altura, y me es preciso descubrir si se ha descuidado o si tiene en mente algo especial.
—¿Qué agente empleará en esta ocasión?
—Siento que tiene que ser uno muy fuerte. Quizá Max, ese cerebro del S Veinticuatro en un vehículo blindado. O aun Timyin Tin... aunque prefería mantenerlo en reserva si todos los demás fracasaran. Lo mejor sería esta vez asestar un golpe muy fuerte. Quizás Archie. Sí...
—Me gustaría...
—¿Qué?
—Me gustaría que nos fuera posible volver atrás y presenciar el acontecimiento. ¿No tiene deseo de ver humillado a su enemigo?
—Recibiré, por supuesto, un informe completo con fotografías.
—Con todo...
—Sí, comprendo su punto de vista. Naturalmente se me había ocurrido. Pero no tengo modo de saber cuál ha de ser el golpe que rinda sus frutos. Mi intención es sencillamente esperar hasta que el acontecimiento haya tenido lugar y entonces volver a presenciarlo. Localizaré algún camino colateral. Terminaré por llegar a verlo. Sólo que primero quiero asegurarme de que haya ocurrido. De hecho, tengo intención de presenciarlo muchas, muchas veces.
—Suena bastante complicado. Me sentiría dichoso de volver atrás y ser su testigo personal la primera vez que se produzca.
—Quizás algo pueda arreglarse... más tarde.
—Pero más tarde puede ser demasiado tarde.
—Nunca es demasiado tarde. En este momento tenemos que completar una partida de ajedrez y luego hay unos manuscritos que quiero que revise.
El marqués suspiró.
—Sabe realmente cómo herir a un hombre.
Chadwick esbozó una sonrisa y encendió un tubo anaranjado. Una tortuga con la caparazón incrustada de oro y piedras preciosas andaba errante por los alrededores. Él se inclinó y le acarició la cabeza.
—Un momento para cada cosa y cada cosa en su momento —dijo.