Dos
TIMYIN Tin trabajaba en el jardín del monasterio y pedía el perdón de la cizaña a medida que la arrancaba. Era un hombre pequeño cuya cabeza afeitada hacía aún más difícil definir su edad; utilizaba la azada con gran entusiasmo y sus movimientos eran veloces y precisos. La túnica le colgaba suelta sobre el cuerpo y ocasionalmente era agitada por el viento frío que venía de los picos nevados. Rara vez dirigía su mirada a las montañas. Las conocía demasiado bien. La aproximación de un monje colega lo colocó inmediatamente en estado de alerta aunque sólo dio señales de advertirlo cuando el otro se detuvo al extremo del surco en el que trabajaba.
—Se solicita tu presencia adentro —le dijo el otro.
—Adiós, amigas mías —les dijo él a las plantas, y procedió a limpiar las herramientas y a guardarlas en el galpón.
—El huerto va muy bien —dijo el otro.
—Sí.
—Creo que se te llama porque han venido visitantes.
—¿Sí? Oí el gong hace un momento que anunciaba la llegada de viajeros, pero no vi quién había venido.
—Sus nombres son Sundoc y Toba. ¿Los conoces?
—No.
Los dos hombres se dirigieron hacia el edificio principal demorándose brevemente ante una estatua del Buda. Entraron y avanzaron por un pasillo hasta llegar a una celda situada casi en su extremo. El segundo hombre entró en ella observando las ceremonias adecuadas y se dirigió al hombrecito arrugado que estaba al frente del monasterio.
—Aquí está, venerado.
—Pues invítalo a entrar.
Volvió a la puerta sin mirar apenas a los dos forasteros que, sentados en esteras frente al maestro, bebían té.
—Puedes entrar —dijo, apartándose para dar paso a Timyin Tin.
—Me mandaste a llamar, honorable —dijo.
El maestro lo miró unos instantes antes de hablar.
—Estos caballeros desean que los acompañes en un viaje —dijo finalmente.
—¿Yo, estimable? Hay muchos otros que conocen la región mejor que yo.
—De eso tengo certeza, pero, según parece, quieren algo más que un guía. Dejaré que sean ellos los que te pongan al corriente.
Dicho esto, el maestro se puso de pie, llevándose consigo un saco en el que algo metálico resonaba, y abandonó la celda.
Los dos forasteros se pusieron de pie ante la mirada inquisitiva de Timyin Tin.
—Mi nombre es Toba —dijo el de piel oscura y barba. Era corpulento y le llevaba quizás una cabeza de altura a Timyin Tin—. Mi compañero se llama Sundoc. —Señaló a un hombre muy alto, de pelo color cobre, piel pálida y ojos azules—. No habla el chino del siglo XIV de este distrito tan bien como yo, de modo que yo seré el portavoz de ambos. ¿Quién eres tú, Timyin Tin?
—No comprendo —replicó el monje—. Soy el que veis delante de vosotros.
Toba se echó a reír. Un momento después, también Sundoc rió.
—Perdónanos —dijo Toba entonces—. ¿Quién eras, antes de llegar a este lugar. ¿Dónde vivías? ¿A qué te dedicabas?
El monje abrió los brazos en un ademán.
—No lo recuerdo.
—Aquí trabajabas en los jardines. ¿Te gusta hacerlo?
—Sí. Mucho.
Toba sacudió la cabeza.
—Cuan bajo descienden los poderosos —dijo—. ¿Crees que...?
El hombre de mayor altura se había acercado un paso al monje. Su puño se lanzó repentinamente.
Timyin Tin pareció apartarse sólo ligeramente, pero el puño de Sundoc pasó de largo sin hacer contacto con su cuerpo. Los dedos del monje sólo parecieron rozar el codo errante para guiarlo. Su cuerpo giró un tanto. Su otra mano desapareció detrás del hombre de mayor altura.
Sundoc voló por el cuarto y chocó contra la pared con la cabeza hacia abajo. Cayó al suelo y allí se quedó inmóvil.
—Perd... —comenzó Toba. Luego también él fue derribado por tierra sin sentido.
Cuando la luz le volvió a los ojos, Toba contempló la celda alrededor de sí. El monje estaba junto a la puerta y lo miraba.
—¿Por qué me atacó —preguntó Timyin Tin.
—Sólo era una prueba —dijo Toba con voz entrecortada—. Ya terminó y la pasaste favorablemente. ¿Practican aquí mucho tipo de lucha sin armas?
—Un poco —respondió el monje—. Pero yo tenía experiencia en ella desde... antes.
—Hábleme de ese antes. ¿Cuándo fue? ¿Dónde?
Timyin Tin sacudió la cabeza.
—No lo sé.
—¿En otra vida quizá?
—Quizá.
—¿Vosotros creéis en cosas tales aquí como... haber vivido otras vidas, no es así?
—Sí.
Toba se puso de pie. Al otro extremo del cuarto Sundoc suspiró y se movió.
—No te deseamos mal alguno —dijo Toba—. Muy por el contrario. Debes acompañamos en un viaje. Es de suma importancia. El que está al frente de vuestra orden lo ha concedido.
—¿Dónde debemos ir?
—El nombre del lugar no tendría el menor sentido para ti en este momento.
—¿Qué queréis que haga en el lugar al que debemos dirigirnos?
—Tampoco entenderías eso en tu actual condición. Otrora... en una anterior encarnación lo habrías comprendido. ¿Has sentido curiosidad alguna vez por conocer al hombre que pudiste haber sido?
—La he sentido.
—Te devolveremos el recuerdo.
—¿Cómo me fue quitado?
—Mediante técnicas químicas y neurológicas muy refinadas que no entenderías. Ya ves, aun para referirme a ella tengo que utilizar palabras que no figuran en tu vocabulario actual.
—¿Sabes lo que fui... antes?
—Sí.
—Dime cómo era.
—Es mejor que lo descubras por ti mismo. Nosotros te ayudaremos.
—¿Cómo lo haréis?
—Te aplicaremos una serie de inyecciones de... Tú no sabes lo que es ácido ribonucleico, pero te trataremos con tu propio ácido ribonucleico tomado de muestras de antes de que fueras alterado.
—¿Esa sustancia me devolverá el conocimiento de mi vida anterior?
—Suponemos que sí. Sundoc es un médico sumamente hábil. Él será quien te la administre.
—Yo no sé...
—¿Qué quieres decir?
—No estoy seguro de que quiera relacionarme con el hombre que fui otrora. ¿Y si no me gusta?
Sundoc, que se había puesto de pie y se frotaba la cabeza, sonrió.
Toba dijo:
—Algo te puedo adelantar: no te sometiste al primer cambio voluntariamente.
—¿Por qué alguien habría de obligarme a convertirme en otro hombre?
—Sólo existe un modo por el que puedas enterarte de ello. ¿Qué dices?
Timyin Tin cruzó la celda dirigiéndose a la urna para servirse una taza de té. Se sentó en una estera y miró fijamente la taza. Tomó un sorbo. Al cabo de un rato también Sundoc y Toba se sentaron en el suelo.
—Sí, la experiencia es inquietante —dijo Toba por último buscando con cuidado las palabras y emitiéndolas con lentitud—. Es la... incertidumbre. Pareces haberte adaptado muy bien a la vida que llevas aquí. Y ahora venimos nosotros y ofrecemos cambiarlo todo, sin explicarte siquiera cuál será la alternativa. No es perversidad de nuestra parte. En el estado en que tu mente se encuentra ahora, sencillamente no entenderías lo que te dijéramos. Te pedimos que aceptes un extraño regalo, tu propio pasado, porque deseamos hablar con el hombre que fuiste. Puede que cuando hayas recuperado la memoria, decidas no tener trato con nosotros. En ese caso, por supuesto, estarías en libertad de seguir tu propio camino, de volver aquí si lo deseas. Pero el regalo que te habremos hecho no es algo que podamos recuperar.
—El autoconocimiento es un caro objeto de mis deseos —dijo Timyin Tin— y el recuerdo de mis vidas pasadas constituye un paso de suma importancia para lograrlo. Por esta razón, debería aceptar inmediatamente. Pero, por cierto, he meditado sobre esto en el pasado. Supóngase que obtuviera el recuerdo de una existencia pasada... no sólo unos pocos recuerdos dispersos, sino una memoria cabal. Supóngase que no me gustara ese individuo y descubriera que es más fuerte que yo y en lugar de asimilarlo a mi existencia, él me asimilara a la suya. ¿Y entonces? ¿No significaría eso un giro hacia atrás de la Gran Rueda? Al aceptar el conocimiento de una fuente que no comprendo ¿no me expondría a que un yo mismo anterior tomara posesión de mí?
Ninguno de los hombres le respondió y él bebió otro sorbo de té.
—Pero ¿por qué os lo pregunto? —dijo entonces—. No hay hombre que pueda responder eso por otro.
—Sin embargo —dijo Toba— es una buena pregunta. Por supuesto, no puedo responderla por ti. Sólo puedo sugerir que, en términos de tus creencias, alguno de tus futuros sujetos pueda algún día pensar lo mismo acerca de ti. ¿Qué piensas de eso?
Repentinamente Timyin Tin se echó a reír.
—Muy bien —dijo—. El yo quiere estar siempre en el centro de todas las cosas ¿no es así?
—No sé que responder a eso.
Timyin Tin terminó su té y cuando levantó la cabeza había una nueva expresión en su cara. Era difícil comprender cómo ese ligero estrabismo junto con la tensión de las mejillas por sobre la semisonrisa podía transmitir semejante caudal de audacia y desafío.
—Estoy dispuesto al esclarecimiento —anunció—. Empecemos.
—Probablemente insumirá varios días —dijo Toba con cautela—. El tratamiento requiere varias etapas.
—Una debe ser la primera —dijo Timyin Tin—. ¿Qué tengo que hacer?
Sundoc miró a Toba. Toba hizo una señal de asentimiento.
—Muy bien, comenzaremos el tratamiento ahora —anunció Sundoc. Se puso de pie y se dirigió al rincón de la celda donde se encontraban sus instrumentos—. ¿Cuánto te insumirá estar listo para iniciar el viaje?
—Mis posesiones no son muchas —respondió el monje—. No bien terminemos con esto, buscaré mis cosas y nos pondremos en marcha.
—Bien —dijo el hombre alto abriendo una pequeña caja que contenía una jeringa y varias ampollas—. Bien.
Esa noche acamparon en las montañas que se elevaban por sobre el monasterio. Habían buscado un declive rocoso en el que rompían los vientos ululantes. En torno a la pequeña fogata, menudos copos de nieve giraban en un remolino. Como almas que se precipitaran para ser derretidas, evaporadas, vueltas a los cielos, pensó Timyin Tin, y se quedó contemplándolos largo tiempo después que los otros se hubieran retirado.
Por la mañana, le dijo a Toba:
—Tuve un sueño extraño.
—¿Qué soñaste?
—Había unos hombres en un vehículo con el que no estoy familiarizado. Yo estaba en un edificio desde donde los veía llegar. Cuando los hombres abandonaron el vehículo los apunté con un arma: un tubo con una empuñaduras y una pequeña palanca. Lo dirigí sobre ellos y tiré la palanca hacia atrás. Fueron destruidos. ¿Puede que este sueño forme parte de mi otra vida?
—No lo sé de cierto —dijo Toba recogiendo y guardando sus instrumentos—. Quizá. Por el momento es mejor no considerar estas cosas de manera excesivamente crítica.
Antes de levantar campamento, Timyin Tin recibió otra inyección y otra más por la noche, al cabo de muchas leguas de viaje por paisajes de montaña.
—Siento que algo está sucediendo —dijo—. Hubo... intromisiones muy extrañas hoy en mis pensamientos.
—¿Qué clase de intromisiones?
—Imágenes, palabras...
Sundoc se le acercó.
—¿Qué imágenes —preguntó.
Timyin Tin sacudió la cabeza.
—Demasiado breves, demasiado fugaces. Ya no me es posible recordarlas.
—¿Y las palabras...?
—Eran en una lengua extranjera aunque no dejaban de serme familiares. Tampoco puedo ya recordarlas.
—Considéralas un buen signo —dijo Sundoc—. El tratamiento está empezando a tener resultados. Es posible que esta noche vuelva a tener sueños extraños. No permita que lo perturben. Lo mejor es sencillamente observarlos y aprender.
Esa noche Timyin Tin no se quedó sentado en vela meditando.
La segunda mañana, hubo algo distinto en sus modales. Cuando Toba lo interrogó acerca de sus sueños, replicó simplemente:
—Sólo fragmentos.
—¿Fragmentos? ¿Fragmentos de qué?
—No lo recuerdo. Nada de importancia. Apliquemos la inyección de la mañana ¿eh?
—¿Te diste cuenta que lo último no lo dijiste en chino?
Timyin Tin abrió grandes ojos. Apartó la mirada. Se miró los pies. Volvió a mirar a Toba.
—No —dijo—. Me salió así simplemente.
Se le llenaron los ojos de lágrimas.
—¿Qué me está pasando ¿Quién será el vencedor?
—Tú serás en definitiva quien venza por haber recuperado lo qué habías perdido.
—Pero quizá... —Luego su expresión cambió. Sus ojos se estrecharon, las de las mejillas se le suavizaron, una ligera sonrisa curvó sus labios—. Claro —dijo— y tendré que estarte agradecido por ello.
—¿Debemos viajar hasta muy lejos todavía? —preguntó luego.
—Es difícil de explicar —contestó Toba—, pero debemos abandonar estas montañas en el término de tres días. Luego quizás al cabo de una semana llegaremos a un camino que debemos seguir. Todo será más fácil después, pero el destino exacto dependerá del mensaje que recibamos en una parada de descanso. Sigamos con tu tratamiento ahora.
—Perfectamente.
Esa noche y al día siguiente Timyin Tin no se refirió a cualesquiera recuerdos que hubiera recuperado. Cuando fue interrogado al respecto, su respuesta fue vaga. Sundoc y Toba no insistieron. El tratamiento continuó. Pero esa tarde, mientras descendían por un pasaje hacia el pie de las montañas, Timyin Tin les tiró de la manga para llamarles la atención.
—Nos están siguiendo —dijo en un susurro—. Continúen como si nada. Yo los alcanzaré más tarde.
—¡Aguarda! —exclamó Toba—. No quiero que corras ningún riesgo. Tenemos armas que tú no conoces. Nosotros...
Se detuvo, porque el hombrecito se sonreía.
—¿De veras? —dijo Timyin Tin—, ¿Estás del todo seguro de eso? No, me temo que vuestras armas de fuego de nada os servirían contra una lluvia de flechas venidas desde lo alto. Como ya lo dije, os alcanzaré en seguida.
Se volvió y desapareció entre las rocas de la derecha.
—¿Qué haremos? —preguntó Toba.
—Lo que él nos dijo: seguir adelante —contestó Sundoc—. Ese hombre no es ningún tonto.
—Pero no se encuentra en un estado normal.
—Es evidente que recuerda mucho más de lo que dejó entrever. Ahora debemos confiar en él. A decir verdad, no tenemos muchas alternativas.
Siguieron adelante.
Transcurrió casi una hora. El viento soplaba alrededor de ellos y el eco de los cascos de sus monturas resonaba contra los muros rocosos. Dos veces Sundoc había disuadido a Toba de volver en busca del hombre que tenían a su cargo. Ahora también su cara estaba tensa y sus ojos se dirigían a menudo a las alturas. Ambos hombres estaban algo más encogidos sobre sus monturas que lo normal.
—Lo hemos perdido —dijo Toba— y eso nos plantea un grave problema.
La voz del más alto de los hombres no tenía convicción cuando respondió:
—No lo hemos perdido.
Siguieron cabalgando todavía algún trecho y un objeto oscuro cayó en el sendero a cierta distancia de ellos. Rebotó y rodó luego dando por un momento la impresión de ser una roca. Luego advirtieron los cabellos. Poco después el torso dio contra el suelo. Un instante más tarde dos cuerpos enteros lo siguieron.
En el momento en que retuvieron las riendas, un grito los envolvió. Al tratar de encontrar su fuente, vieron a Timyin Tin encaramado sobre un risco en lo alto a la derecha. Agitó un sable, lo abandonó en el suelo y comenzó luego a descender por el muro rocoso.
—Te dije que no lo habíamos perdido —dijo Sundoc.
Cuando el hombrecito hubo terminado su descenso y se les acercó, Toba frunció el entrecejo.
—Te arriesgaste innecesariamente —dijo—. No conoces las armas que transportamos. Podríamos haberte ayudado. Tres contra uno no ofrece muchas garantías.
Timyin Tin esbozó una sonrisa.
—Eran siete —replicó—. Sólo tres estaban situados como para caer por el precipicio. Pero no me arriesgué innecesariamente y vuestras armas sólo habrían significado un estorbo.
Sundoc silbó suavemente. Toba sacudió la cabeza.
—Estábamos preocupados. Aunque la tuya haya sido una hazaña, todavía no te encuentras en estado normal.
—En lo que a esto respecta, estoy perfectamente normal —replicó el otro—. ¿Seguimos nuestro camino?
Cabalgaron largo tiempo sin pronunciar palabra y por último Sundoc preguntó:
—¿Cómo te sientes ahora?
Timyin Tin hizo una señal de asentimiento.
—Muy bien.
—Has estado frunciendo el entrecejo como si algo te preocupara. ¿Tiene alguna relación con... el conflicto de esta tarde?
—Sí, estoy algo preocupado por lo que ocurrió.
—Es comprensible. Lo que tienes de monje...
El hombrecito negó con la cabeza violentamente.
—¡No! ¡No se trata de eso! Nos está permitido matar en defensa propia y no cabe duda de que tal ha sido el caso. No es el acto y sus justificaciones, sean estas kármicas o de otra especie, lo que más me preocupa.
—¿De qué se trata entonces?
—No sabía que había en mí la capacidad de obtener placer de ello. Veo ahora que los sueños debieron haberme servido de advertencia.
—¿Fue un placer intenso?
—Sí.
—¿No pudo haber sido orgullo por el buen éxito de tu expedición?
—No fue poco, en verdad, pero sus raíces son más profundas todavía, llegan a un lugar donde no existen razones, sino sólo sentimientos. He tratado de analizarlo, pues aprendí a cuestionar mis motivaciones, y no puedo ir más allá del simple hecho de su existencia. Me he quedado pensando, sin embargo...
—¿Qué cosa?
—Que cuando se me hizo lo que se me hizo para que olvidara quién era y lo que había cometido, no debió de haber faltado una buena razón. ¿No sería quizás una amenaza, no representaría un peligro tal como era?
—Prefiero ser franco contigo para que no sigas pensando y preocupándote —dijo Sundoc—. Sí, así fue. Pero debes además tener en cuenta que no fuiste destruido cuando pudiste haber podido serlo. También había algo en ti que merecía ser conservado.
—Pero ¿qué era? —preguntó Timyin Tin—. ¿Era un cierto grado oculto de valor moral que algún príncipe benéfico deseó que se desarrollara para equilibrar otras cosas que también era? ¿O más bien no tenía deseos de destruir una herramienta que había tenido utilidad en su momento?
—Quizás ambas cosas —contestó Sundoc—, además de ser tu deudor.
—La memoria de los príncipes no suele ser de largo alcance. Pero sea como fuere, sólo veo en mi repertorio un detalle por el que algún poderoso pueda desear mi recuperación. Sea quien fuere el que os haya enviado a mí, pretende que mate a alguien ¿no es así?
—Creo que es preferible discutir estas cosas algo más adelante, cuando tu tratamiento esté concluido.
Sundoc estaba por dar señal a su montura de que se pusiera en marcha, pero de algún modo la mano de Timyin Tin se había apoderado de las riendas antes de que la orden hubiera podido ser impartida.
—Ahora —dijo el hombrecito—. Quiero saberlo ahora. Tengo autoconocimiento bastante como para poder comprender un simple sí o no a mi pregunta.
Sundoc lo miró en los ojos y después apartó la vista.
—¿Y si la respuesta es sí?
—Prueba y ya lo veremos.
—Mira, yo no soy la persona adecuada como para hacerte propuesta alguna. ¿Por qué no esperas a llegar a donde vamos? Tendrás mayor control de ti mismo y habrá alguien allí que...
—¿Sí o no? —preguntó mientras Toba se les acercaba.
Sundoc miró al otro hombre quien hizo una señal de asentimiento.
—Muy bien. Sí, hay alguien que quiere que un hombre muera y cree que tú eres la persona más adecuada para el desempeño de la tarea. Esa es la razón por la que nos dirigimos a ti.
El hombrecito soltó las riendas.
—Eso basta por ahora —dijo—. Todavía no tengo interés por conocer los detalles.
—¿Y bien? ¿Cuál es tu reacción ante la información que te dimos? —preguntó Toba.
—Es agradable que a uno lo necesiten —respondió Timyin Tin—. Sigamos nuestro camino.
—Escuchaste las palabras con ecuanimidad. ¿Te interesa la empresa?
—Mucho —replicó—, pues debe de ser sumamente difícil si por ella se me concede la resurrección. Pero hay otra cosa que me preocupa aún más.
—¿De qué se trata?
—Me encuentro fuerte y me fortalezco más todavía a medida que el tratamiento avanza. Pero el monje todavía me acompaña. Me pregunto si esto continuará de esta manera.
—Sí, porque él no es sino otro de tus aspectos.
—Me alegro. No me gustaría perder todo contacto con esta parte de mi vida. Estaba... en paz. Sólo que... puede que ahora esté equipado con una rara clase de conciencia.
—Esperemos que no se interponga en el camino.
—Depende enteramente de lo que me pidáis que haga.
—Dijiste que no te interesaban los detalles.
—El que hablaba era otro.
—Muy bien. Existe un Camino que avanza infinitamente, y el que tenga una cierta afinidad con él, el que conozca sus entradas y salidas adecuadas, sus desvíos y sus atajos, puede seguirlo casi hasta cualquier época o lugar. De los muchos que recorren esa ruta, hay uno contra el que se ha declarado la década negra...
—¿Década negra?
—A su enemigo se le permite atentar diez veces contra su vida sin previa advertencia. Los atentados pueden asumir cualquier forma. Se puede contratar agentes.
—¿Y vuestro amo desea que yo sea ese agente?
—Sí.
—En primer lugar ¿por qué se declaró la década negra? ¿Qué delito cometió ese hombre?
—A decir verdad, no lo sé. Aunque lo más probable es que nunca llegues a verlo. Uno de los otros, probablemente lo aniquilará antes, si eso tranquiliza en algo tu conciencia.
—¿Queréis decir que os habéis tomado todas estas molestias para obtener mis servicios sólo como respaldo?
—Así es. Se considera a este hombre digno de semejante esfuerzo.
—Si la habilidad de los demás se aproxima a la mía, no tiene posibilidades de salir con bien del primer intento. Pero ¿qué sucede si logra sobrevivir a todos los atentados?
—No tengo noticias de que nadie lo haya logrado jamás.
—Pero ¿este caso es especial?
—Así me lo dio a entender. Muy especial.
—Ya veo. Acampemos pronto, pues quiero meditar.
—Por supuesto. No se decide algo semejante así como así.
—Yo me he decidido. Ahora quiero saber si he sido insultado u honrado.
Cabalgaron dejando atrás los cadáveres. El sol se abrió camino desde detrás de una nube. El viento les acarició la cara.