Uno

PENETRÓ en la playa cubierta de grava y se dirigió hacia un grupo de edificios hechos de troncos labrados ante los que había hileras de bombas para diversos combustibles.

—¿Cómo estamos de gasolina? —inquirió Red.

—El depósito hasta la mitad y uno de reserva lleno.

—Aparca junto a esos árboles.

Se detuvo bajo un gran roble. El sol ya había descendido profundamente hacia el Oeste.

—Estamos aproximadamente en el S Dieciséis ¿no es así?

—Sí. ¿Planeabas apearte aquí?

—No. Sólo estaba pensando: Una vez conocí a un tío de este período. Tenía que tomar por el atajo inglés por sobre...

—¿Quieres aparcar e ir a visitarlo?

—No. Él... se encuentra en otra parte. Y tengo hambre. Ven, hazme compañía.

De debajo del tablero de instrumentos cogió un ejemplar de Las flores del mal.

—¿Dónde se fue? —La voz provenía del libro.

—¿Quién?

—Tu amigo.

—Oh. Lejos. Sí, se fue lejos. —Red emitió una risa ahogada.

Abrió la portezuela y salió del coche. El aire estaba frío. Fue rápidamente hacia los edificios.

El comedor estaba en sombras; el candelabro no se había encendido todavía. Las mesas eran de madera y no tenían cobertura alguna, al igual que el piso. En el extremo más lejano del cuarto, un fuego de leños crepitaba en un hogar abierto. Todas las ventanas estaban en la pared del frente.

Miró a los comensales. Dos parejas estaban sentadas ante el gran ventanal. Eran jóvenes. Por su modo de vestir y de hablar, los situó a fines del S Veintiuno. La ropa del hombre de tan delicado aspecto sentado a la mesa de su derecha, indicaba como lugar de origen la Inglaterra victoriana. Sentado de espaldas a la pared más cercana había un hombre de pelo negro vestido de pantalones oscuros, botas y camisa blanca. Estaba comiendo pollo y bebiendo cerveza. En el respaldo de la silla había colgada una chaqueta de cuero oscuro. Todo básico en extremo. Red no logró situarlo en una época determinada.

Se dirigió a la mesa más alejada, la rodeó y se sentó de espaldas al rincón. Colocó Las flores del mal sobre la tabla ante sí y abrió el volumen al azar.

—"Pour l'enfant, amoureux de caries et d'estampes, l'univers est égal á son vaste appétit" —emitió la vocecita.

Levantó el libro rápidamente para esconder la cara.

—Es cierto —replicó en un susurró.

—Sin embargo, tú quieres más ¿no es cierto?

—Sólo mi propio rinconcito.

—¿Y dónde estará?

—Maldito si lo sé.

—Nunca llegaré a entender del todo por qué haces las cosas...

Un alto camarero de pelo blanco se acercó a la mesa.

—¿Qué se va a servir...? ¡Red!

Él levantó la vista y se quedó mirándolo un instante.

—¿Johnson...?

—Sí. ¡Cielos! ¡Han transcurrido años!

—¿En verdad? Solías trabajar algo más abajo en el Camino ¿no es así?

—Sí. Pero prefiero estar aquí arriba.

—Me alegro de que hayas encontrado un buen puesto. Vaya, el pollo que está comiendo ese tío tiene buen aspecto. —Red señaló con la cabeza al hombre de pelo oscuro—. Y también la cerveza. Tomaré lo mismo. Entre paréntesis ¿quién es ese hombre?

—Es la primera vez que lo veo.

—Muy bien. Puedes traerme la cerveza ahora.

—Perfectamente.

Sacó un nuevo cigarro de un bolsillo secreto y lo examinó.

—¿Vas a hacer el truco?

—¿Qué truco?

—Una vez te vi encender el cigarro con una brasa que retiraste del fuego sin quemarte.

—¡Vamos!

—¿No lo recuerdas? Fue hace algunos años... A no ser que vayas a aprenderlo más adelante. Parecías más viejo entonces. De cualquier manera fue medio S Camino abajo poco más o menos.

Red sacudió la cabeza.

—Algún truco infantil. No hago nada de eso ahora. Tomemos la cerveza y el ave.

Johnson asintió con la cabeza y se retiró.

Cuando Red terminó de comer, el comedor estaba lleno. Se habían encendido las luces y el ruido de fondo había aumentado. Saludó a Johnson, pagó la cuenta y se levantó.

Afuera la noche estaba algo más fresca. Caminó por el terreno, dobló a la izquierda y se dirigió a su camión.

—Silencio —fue la breve palabra emitida por el libro que llevaba—. Sí. Yo...

El impacto lo hizo tambalear al mismo tiempo que vio el destello de la boca del arma y oyó el ruido.

Sin detenerse a apreciar el daño causado, se arrojó de lado con el brazo derecho colgante sobre su cuerpo. Llegó un segundo disparo, pero no sintió nada. Con un movimiento brusco, arrojó Las flores del mal al tirador oculto en las sombras y se lanzó luego corriendo en dirección de su vehículo.

Rodeó la parte delantera del camión, se dirigió al asiento del acompañante, abrió la portezuela de un tirón y se arrojó boca abajo dentro de él. Cuando buscó a tientas bajo el asiento la 45 que guardaba allí, oyó al otro lado pasos sobre la grava. Desde una gran distancia, de ese mismo lado, una voz gritaba:

—¡Deténgace ceñor! ¡Eztá rodeado!

Siguió un disparo y una maldición en voz baja en el momento en que sus dedos rodeaban la culata del pesado revólver. Disparó una vez hacia arriba a través de la ventanilla del lado del conductor... Un momento de seguridad. Luego salió retrocediendo y se agazapó.

Ahora llegaban sonidos del edificio, como si la puerta principal se hubiera abierto y se hablara ruidosamente. Se formularon varias preguntas a los gritos. Sin embargo, nadie parecía aproximarse.

Se mantuvo agachado y se dirigió a la parte trasera del camión. Miró tras de sí, se echó a andar sobre las cuatro extremidades, atisbo más allá de la compuerta de cola, y espió el parachoques. Nada. No había nadie a la vista...

Escuchó a la espera de algún paso delator. No oyó ninguno. Rodeó la parte trasera y se arrastró hacia el lado izquierdo.

—Eztá en la parte delantera yendo hacia la derecha —se le dijo repentinamente en un susurro.

Oyó entonces un sonido desde la derecha, unos pasos apresurados sobre la grava.

Arrojó una piedra tras de sí, hacia la derecha del camión. No hubo respuesta alguna. Esperó.

Luego:

—Parecemos haber llegado a un punto muerto —exclamó en prelingua—. ¿Quiere llegar a un acuerdo?

No hubo respuesta.

—¿Alguna razón especial para querer matarme? —trató de averiguar.

Una vez más, silencio.

Rodeó el ángulo trasero izquierdo del vehículo y se echó a andar agachado dando cada paso cuidadosamente y acomodando el peso sobre cada uno de ellos.

—¡Detente! Ce ha ocultado entre loz árboles. Debe de eztar cubriendo el frente.

Cogió el arma con la mano izquierda y deslizó el brazo derecho por la ventanilla abierta. Encendió las luces delanteras y se arrojó boca abajo para atisbar desde la rueda delantera de la izquierda. Un disparo desde los árboles pasó a través del parabrisas sobre el lado del conductor.

Desde el lugar donde había caído, Red vio la silueta parcial del pistolero que retrocedía para protegerse. Le disparó. La figura se estremeció y cayó pesadamente sobre el tronco del árbol. Cuando comenzó a caer lentamente y una pistola se le deslizaba de entre los dedos, Red volvió a hacer fuego. La figura giró, dio contra el suelo y permaneció allí inmóvil.

Red se irguió y avanzó cubriendo al hombre caído.

...Pantalones negros y una chaqueta igualmente negra que goteaba a través de un agujero abierto en el costado derecho. Era el hombre que había visto más temprano en el comedor de espaldas a la pared. Red le puso el brazo en torno a los hombros, le dio apoyo a su cabeza y lo mantuvo en posición erguida.

En torno a los labios del hombre habían aparecido burbujas rosadas. Cuando Red lo levantó el hombre boqueó sin emitir sonido alguno. Abrió los ojos.

—¿Por qué? —le preguntó Red—. ¿Por qué trató de matarme?

El hombre sonrió débilmente.

—Mejor le dejo... algo en qué pensar —dijo.

—De nada le servirá —le dijo Red.

—Nada va a servirme —replicó el otro—. De modo que ¡váyase al diablo!

Red le aplicó un cachetazo en la boca embadurnándole la cara con saliva sanguinolenta. Al hacerlo, escuchó detrás de sí un murmullo de protesta. Se estaba amontonando la gente.

—¡Habla, hijo de puta! ¡O te haré la cosa más difícil de lo necesario!

Le hundió los dedos rígidos en la parte superior del abdomen cerca de la herida.

—¡Eh! ¡No haga eso! —dijo una voz detrás de él—. ¡Habla!

Pero el hombre emitió un sonido ahogado seguido de un suspiro y dejó de respirar. Red comenzó a martillarle con los puños por debajo del esternón.

—¡Vuelve, hijo de puta!

Sintió una mano en el hombro y se la quitó de un sacudón. El pistolero no reaccionaba. Lo dejó caer y comenzó a registrarle los bolsillos.

—No creo que debería hacer eso —dijo otra voz por detrás de él.

Al no encontrar nada de interés, Red se puso de pie.

—¿En qué automóvil venía este hombre? —preguntó.

Un silencio, luego murmullos. Finalmente el caballero Victoriano dijo:

—Viajaba a dedo.

Red se volvió. El hombre, que contemplaba el cadáver, se sonreía ligeramente.

—¿Cómo lo sabe? —le preguntó Red.

El hombre sacó un pañuelo de seda, lo desplegó y se tocó con él varias veces la frente.

—Lo vi hoy temprano descender de un coche —respondió.

—¿En qué vehículo venía?

—En uno negro, del S Veinte. Un Cadillac.

—¿Vio a algún otro que viniera en el coche?

El hombre volvió a mirar el cadáver, se pasó la lengua por los labios y sonrió nuevamente.

—No.

Johnson llegó con un trozo de lona y cubrió el cuerpo. Recogió la pistola caída y se la ajustó por detrás en su propio cinturón.

Poniéndose de pie, puso una mano en el hombro de Red.

—Enviaré un mensaje —dijo—, pero no se sabe cuándo lograremos que venga la policía. Tendrías que quedarte para dar el informe.

—Sí, esperaré.

—Volvamos entonces. Te prepararé un cuarto y un trago.

—Muy bien. Tardo sólo un minuto.

Red volvió a la playa de aparcamiento y recuperó su libro.

—Eza bala me eztropeó el parlante —dijo con voz sibilante.

—Lo sé. Te voy a conseguir otro, de los mejores que se fabrican. Gracias por atajarla. Y gracias también por distraerlo.

—Ezpero que haya valido la pena. ¿Por qué te disparó?

—No lo sé, Flores. Tengo la impresión de que era lo que en algunos lugares se conoce como hombre de choque. Posiblemente de un sindicato. Si es así, no me doy cuenta qué conexión puede haber entre sus empleadores y yo. Sencillamente la ignoro.

Se metió el volumen en el bolsillo y luego siguió a Johnson dentro del edificio.