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Cuidar de uno mismo
El rabino Meir Cohen había dedicado toda su vida a estudiar las Escrituras. Era una autoridad apreciada en todo el mundo y sus sermones se publicaban en muchos idiomas, especialmente los dedicados al pecado de hablar mal de los demás.
En una ocasión, se hallaba en un tren de vuelta a casa y conoció a otro viajero. Éste le habló del propósito de su viaje:
—Voy a la capital para conocer al gran rabino Meir Cohen.
Al rabino le divirtió la coincidencia y quiso indagar más acerca de la opinión que se tenía de él.
—¿Y por qué le llamas «gran rabino»? ¿Qué tiene de especial? Yo creo que sólo es un hombre como los demás.
—¿Cómo osas ser tan insolente con un sabio sin igual? —exclamó al viajero al tiempo que le propinaba un sonoro bofetón.
Días más tarde, ya en la ciudad, Meir Cohen daba una conferencia en la universidad. Al terminar, aquel viajero del tren se acercó avergonzado a pedirle disculpas. Se había quedado blanco de vergüenza al comprobar que había abofeteado al mismo héroe al que quiso defender.
—¡Señor! ¿Qué he hecho? ¡No tengo perdón de Dios! —le dijo.
—No hay nada que perdonar, puesto que me has enseñado algo vital: la importancia de no hablar mal de nadie, pero sobre todo de uno mismo.
Las personas nos volvemos neuróticas a causa de las hiperexigencias. Nos exigimos demasiado a nosotros mismos, a los demás y al mundo.
Cuando los que fallamos somos nosotros, nos decimos: «¡Soy un fracaso total, no valgo para nada!».
Cuando nos parece que los que yerran son los demás, nos convertimos en supertalibanes: «¡Todo el mundo me debe tratar bien todo el tiempo!».
Y con respecto al mundo, nos da la impresión de que TODO debe funcionar SIEMPRE como está previsto. De lo contrario, nos entra un cabreo monumental.
Pero de estas tres familias de neuras la peor es la primera, porque el autofustigamiento mina la autoestima y conduce hacia la depresión.
En este capítulo vamos a aprender a cuidar de nosotros mismos: esto es, a tratarnos siempre con comprensión y amor. Vamos a dejar de castigarnos porque es contraproducente: no sirve para mejorar y nos hace débiles.
«SOY UN MIERDA»
Hay muchos jóvenes de entre veinte y treinta años que se fustigan salvajemente por no tener éxito. Yo he visitado a muchos en mi consulta. Consideran que sus empleos son indignos y que no han cumplido las expectativas que tenían. Ese autocastigo les hace sufrir: tienen una baja autoestima y se impiden a sí mismos disfrutar de su trabajo.
También lo pasan fatal delante de sus amigos. Se comparan con ellos y siempre salen derrotados. A veces, hasta dejan de ver a su cuadrilla para no experimentar esa sensación de minusvalía.
Más de una vez, me han dicho: «Rafael, soy un fracaso». O directamente: «Soy un mierda». No se dan cuenta, pero no es el éxito o el fracaso sino esa autoexigencia absurda lo que les hace infelices de verdad. Y además, paradójicamente, contribuye a que no rindan a la altura de sus posibilidades.
Su verdadero hándicap es su mentalidad de «todo o nada», que incrementa sus temores porque les pone continuamente entre la espada y la pared. Si dejasen de autoexigirse, empezarían a brillar de inmediato, de forma natural, sin apenas darse cuenta.
Yo mismo fui presa de esa autoexigencia loca cuando tenía veintisiete años. Recuerdo que acudí a una psicóloga porque estaba mal: me castigaba a mí mismo por no haber alcanzado ciertos logros.
Yo había sido un estudiante ejemplar y un brillante doctorando, pero tras unos años de impartir clases en la facultad entré en crisis y lo dejé todo. Me acercaba a la treintena y me encontraba enmarañado en una universidad llena de politiqueo, con un futuro precario e incierto. Pero, sobre todo, tenía la sensación de que estaba defraudando a todo el mundo, a mí el primero.
Algunos amigos míos estaban consiguiendo logros importantes en el ámbito laboral y yo no. Consideraba que todos eran mejores que yo. Recuerdo uno de aquellos diálogos con la psicóloga. Le dije:
—Es que todos consiguen sus objetivos y yo no logro ninguno.
—¿Como quién? ¿Quién de tu entorno ha conseguido más que tú? —me preguntó.
—Mi hermano Gener, por ejemplo. Él trabaja en un ayuntamiento como trabajador social —respondí.
—¿Y ése es un trabajo mejor que el tuyo? Tú estás en la universidad y, aunque no tienes un contrato fijo, enseñas muy bien y traduces libros de psicología importantes. Tampoco veo tanta diferencia —espetó.
La verdad es que en aquella época me parecía que a todo el mundo le iba mejor que a mí y lo que ocurría en realidad es que yo tenía unas expectativas sobre mí mismo un poco exageradas. Y unos valores equivocados.
Pero, por suerte, al poco tiempo empecé a limpiar mi mente con la psicología cognitiva y me di cuenta de que la única expectativa lógica sobre nosotros mismos es «ser personas que aman». Todo lo demás sobra. Si queremos ser fuertes, felices y rendir bien, sólo cabe «amar a la vida» y «amar a los demás».
ENDIABLADA NATACIÓN
La hiperexigencia casi siempre proviene de la infancia. La sociedad, con sus erróneos mitos, nos la inocula bien pronto. Hubo una experiencia personal en mi niñez que ilustra ese lavado de cerebro.
Cuando empecé el cole a los siete años fui a una escuela católica de Barcelona. Una de las asignaturas era natación. Mi primer día en la piscina prometía ser maravilloso. Como todos los niños, yo amaba el agua, el mar, ¡la bañera! Sin embargo, aquello resultó ser un horror. Yo no sabía nadar. Los profesores, un matrimonio que parecía salido de la Unión Soviética, nos formaron en una larga fila. Y uno por uno, llegado el turno, nos fueron tirando al agua. El método consistía en «pescarnos» por la cabeza con un largo palo metálico acabado en un gancho mientras chapoteábamos angustiados.
Efectivamente, aprendimos a nadar. Pero también a odiar la natación. Yo aún detesto el olor a cloro. ¡Qué suerte tuvieron los que llegaron sabiendo nadar! Sus padres les habían enseñado de forma amorosa y racional y no a través del demencial método del gancho en el pescuezo.
Han pasado cuarenta años hasta que he superado la fobia a las piscinas (aunque, por cierto, voy a una que se desinfecta con bromo y no huele). Pero, aunque por fin me gusta nadar, no soy un buen nadador. ¿No es increíble que con todos aquellos años de natación obtuviese un resultado tan pobre? Sin duda, aquella pareja de profesores llevó a cabo un trabajo muy mediocre. Su labor es un claro ejemplo de educación errónea.
Muchos todavía creen que exigirse a uno mismo —y a los demás— es la clave del buen carácter y los logros. Piensan que la fuerza bruta, la valentía o la superexigencia son virtudes, cuando en realidad son muestras de locura.
La buena enseñanza es siempre divertida y segura. Cualquier aprendizaje se desarrolla mucho mejor desde la pasión que desde el miedo. La superexigencia es un autosabotaje. Flagelándose se pueden lograr algunas cosas, pero muy pocas comparado con el amor.
EL BOXEADOR ARREPENTIDO
Al principio de este libro hablé de Allen Carr, el autor de Es fácil dejar de fumar si sabes cómo. Sin duda, el mejor psicólogo del mundo, aunque nunca estudió psicología ni ejerció como tal.
En uno de sus libros explica una anécdota sobre la estupidez de la autoexigencia. En sus años mozos, en las frías tierras de Escocia, había practicado el boxeo ¡en el colegio! Eran los años cincuenta y todavía se practicaba esa forma de locura en la clase de gimnasia. Como Carr era un chaval muy atlético, aprendió a boxear muy bien y fue campeón juvenil de su región durante varias temporadas. Pero no fue hasta muchos años después, una vez descubierto su método para dejar de fumar de forma racional, cuando pudo admitir que siempre había odiado boxear y que, en general, la fuerza bruta, la agresividad y la autoflagelación son cosas de locos.
Boxear es un acto demencial que sólo demuestra lo brutos que podemos llegar a ser. Sin duda, una de las cumbres de la estupidez es fingir que puedes ignorar el miedo de forma irracional. No en vano, los boxeadores profesionales abandonan el boxeo en cuanto pueden y no vuelven a subirse a un maldito ring en su vida. ¡Vaya afición es ésa!
Pero mitos como John Wayne o Sylvester Stallone nos empujan a desear presuntas virtudes como la dureza, el aguante o la fuerza de voluntad; cuando son mucho mejores la flexibilidad, la capacidad de apasionarse o la fuerza del disfrute.
CAMPOS BASE
El caso de Eduardo, un chaval que vino a mi consulta hace unos años, puede ilustrar el tema de este capítulo: la conveniencia de saber cuidar de uno mismo.
Eduardo era un niño muy inteligente, casi superdotado. Simpático, cariñoso, divertido... Pero a sus once años había empezado a tener un trastorno obsesivo relacionado con la limpieza. En concreto, se tenía que lavar las manos continuamente por miedo a contaminarse. Y seguía, tres veces al día, un ritual de cuarenta y cinco minutos de cepillado y enjuague dental. De lo contrario, tenía la sensación de que algo malo ocurriría con su salud.
Al poco de empezar la terapia me contó que deseaba ir de campamento con el cole, pero que no se atrevía a causa de su problema con la limpieza. Estaba muy nervioso porque no se decidía. Me explicó:
—El año pasado ya fuimos. Los lavamanos están en una zona común y si me ven lavándome tanto rato pensarán que soy muy raro.
—Y si no te lavas, te pondrás nervioso, ¿verdad? —pregunté.
—¡Sí! ¡Quizá no pueda dormir en toda la noche! —confesó.
—Muy bien, pues no vayas al campamento. Piensa que dentro de unos meses, gracias a la terapia, ya no tendrás este problema y entonces podrás sumarte a tus amigos —sugerí.
—¡Ostras! Pero ¿cómo les explico que no puedo ir? ¡Qué vergüenza! —me dijo casi llorando.
Como sucede casi siempre que tenemos neuras, no sólo sufrimos por ellas, sino que nos castigamos doblemente por el hecho de tenerlas. Efectivamente, a Eduardo le hacían sufrir dos cosas: la obsesión por la limpieza y el hecho de ser diferente, y esa presión extra aumentaba la manía de la limpieza en un bucle endiablado.
De hecho, en aquella sesión no pudimos trabajar sobre la contaminación y los gérmenes. Tuvimos que centrarnos primero en su autoestima. Y para ello le hablé de mi experiencia como montañero. Le expliqué en qué consiste la verdadera valentía, algo que se construye mediante «campos base».
—¿Has visto alguna vez a un alpinista subiendo una montaña?
—¡Sí! En el Himalaya. ¡Edmund Hillary fue el primero en ascender al Everest! —me respondió enseguida.
—Exacto. Pues existe algo que es fundamental para todos los grandes escaladores que se llama «campo base». Se trata de un conjunto de tiendas donde almacenan comida, ropa, aparatos de comunicación y oxígeno. A medida que ascienden, van estableciendo campos base. En una gran expedición, como la del Everest, puede haber tres o cuatro campos base hasta la cima. Si la ascensión se pone difícil, el alpinista vuelve al campo base más cercano para descansar, avituallarse y obtener información sobre el clima.
—¡Sí! Lo he visto alguna vez. ¡Hasta cocinan espaguetis dentro de las tiendas! —me dijo.
—Sí, claro. ¡Y carne con patatas! Pero fíjate, ¡nadie intenta escalar una gran montaña sin campos base! ¿Me entiendes? La valentía racional consiste en saber cuidarse, en ir poco a poco, en establecer redes de seguridad: ¡tantas como necesites! Eso es justamente lo que nos permite llegar a lugares tan lejanos.
Eduardo me entendió al momento. Desde siempre, aquel chaval se había exigido a sí mismo un montón de logros y capacidades, y eso le empujaba a una absurda dicotomía de «todo o nada». Era como si un montañero se dijese: «O subo el Everest de una tacada o soy un cobarde fracasado». Pero Eduardo aprendió que no tenía por qué sentirse mal por no ir al campamento; o si decidía acudir, siempre podría volver si le entraba la ansiedad. Y, en ambos casos, podía emplear mentirijillas para quedar bien delante de sus compañeros.
Y es que establecer campos base, a nivel emocional, significa:
• No sentirse mal por ser vulnerables o experimentar miedos, por muy irracionales que parezcan. ¡Todos somos unos trastos! Fallamos pero también somos maravillosos.
• Aprender a subdividir las tareas difíciles en partes más sencillas. ¡Nadie ha aprendido a hacer ecuaciones de segundo grado sin haber dominado antes las de primer grado!
• Ponerse las cosas fáciles siempre que se pueda. Por ejemplo, a todos nos cuesta decir las cosas difíciles a la cara; pues escribamos una nota, un e-mail o un whatsapp. Lo importante es comunicar: no seamos talibanes de nosotros mismos.
• Darse un margen de seguridad. Esto es, tener un plan B. Si quedamos por primera vez con alguien y nos agobiamos, podemos decir que nos duele la cabeza y nos vamos. Tener siempre una salida preparada es de inteligentes. Exigirnos «ser normales» es lo que nos vuelve neuróticos. Nadie es completamente «normal».
• Decir mentirijillas. Las mentiras sanas y piadosas son el aceite que engrasa este mundo imperfecto. Muchas veces necesitamos «salvar la cara» delante de amigos, jefes o compañeros de trabajo demasiado exigentes (locuelos). Una mentirijilla nos puede ayudar a salir del paso.
LA PERSEVERANCIA Y EL ESFUERZO
A veces nos obcecamos en ponernos las cosas difíciles porque tememos convertirnos en personas débiles, incapaces de llevar a cabo tareas con esfuerzo y perseverancia. Pero nada más lejos de la realidad. La perseverancia y el esfuerzo continuado son habilidades de las que uno puede disfrutar mucho, siempre que se enmarquen en una estrategia de autoprotección adecuada.
Yo recuerdo que cuando era joven podía estar estudiando determinadas asignaturas ocho horas seguidas y gozaba del esfuerzo. Pero se trataba de tareas que conocía, que no me suponían frustraciones absurdas ni combates locos conmigo mismo.
Cuidar de uno mismo no es incompatible con mejorar, aprender, trabajar y esforzarse. Al contrario, cuando uno se siente seguro y protegido es cuando mejor explora el medio que le rodea.
UN BRINDIS POR EL PROZAC
Uno de los autofustigamientos más severos se da cuando nos castigamos por ser neuróticos. Nos decimos: «¡Qué desastre! ¡Nunca me aguantará nadie!». O, como me decía un paciente: «¡Estoy averiado!».
Insultarnos a nosotros mismos de este modo es irracional por muchas razones. En primer lugar, porque no sirve para nada; sólo conseguimos bajarnos la moral e impedirnos cambiar. En segundo lugar, porque la neurosis es la enfermedad del siglo XXI; cada vez habrá más neuróticos poblando el planeta. Y en tercer lugar, porque todos tenemos fallos y eso no nos impide brillar como personas que aman.
¡Cuántos grandes personajes: científicos, artistas, gobernantes, filósofos... han sido neuróticos en muchos ámbitos de su vida!
Citemos, por ejemplo, a mi admirado Winston Churchill, primer ministro de Gran Bretaña, Premio Nobel de Literatura, miembro de la Cámara de los Lores...
O a uno de los mayores científicos de todos los tiempos, Charles Darwin, creador de la teoría de la evolución de las especies, que sufría de fobia social e hipocondría. Él se sentía afortunado de tener limitaciones emocionales porque le habían empujado a focalizarse en su gran pasión: la ciencia. En cuanto se casó, se fue al campo, donde vivía en un plácido retiro que sólo interrumpía para ir a balnearios a tratarse de las enfermedades estomacales creadas por su mente. Muchas veces iban a visitarle sus colegas y él no los recibía. Ya sabían que, en sus momentos malos, era mejor no molestarle.
O mejor aún, al que para muchos ha sido el científico número uno de la historia, Isaac Newton. Recordemos que él solito inventó el cálculo infinitesimal, logró avances en el campo de la óptica, la física moderna y la astronomía actual con su genial ley de la gravitación universal. Einstein tenía un solo cuadro en su despacho y era un retrato de Newton. Pues bien, este superhombre de las ciencias era tremendamente neurótico: al parecer nunca tuvo relaciones sexuales, padecía de insomnio crónico, depresiones, hipocondría, ataques de ira, amnesias y diversas fobias. Pero eso no le impidió llegar a la cumbre de la física. Como escribió el poeta inglés Alexander Pope, «Hágase Newton, dijo Dios. Y la luz se hizo».
Uno de mis mejores amigos se llama Miquel y es un gran artista plástico. Posee una sensibilidad descomunal. Un garabato suyo en una servilleta puede dejarte sin habla. Con Miquel he hablado muchas veces de la abundancia de neurosis entre los artistas. Me contaba en una ocasión que, en una cena con otros pintores, en París, uno de los artistas más prominentes levantó la copa para hacer un brindis y espetó:
—¡Por el Prozac!
A lo que los demás respondieron al unísono:
—¡Por el Prozac!
BENDITA COLABORACIÓN
Algunos pacientes me hablan del temor de que sus neuras les impidan encontrar pareja. Pero se trata de un miedo irracional porque la debilidad es precisamente el principal motor de la colaboración, del asociacionismo y de la pareja misma. Interactuamos porque es placentero hacerlo, pero también porque la colaboración nos permite superar hándicaps. De hecho, si fuésemos extremadamente fuertes y felices, habría muy pocas parejas; iríamos de flor en flor gozando de todo y de todos.
Las personas que aceptan sus debilidades sin avergonzarse son los candidatos perfectos para una vida de pareja hermosa y duradera, porque entienden que el otro será su colaborador más estrecho. Tener neuras no es ningún problema para emparejarse: al contrario. Charles Darwin, por ejemplo, tuvo un matrimonio feliz y una vida familiar muy placentera junto a sus diez hijos. Su fobia social le empujaba a la ciencia, pero también a la familia, que valoraba por encima de todo.
Existe una reflexión racional que hacemos en mi consulta frecuentemente. Para quitarnos la presión, para aprender a cuidarnos, nos preguntamos: «¿Y si siempre fuese a tener ansiedad? ¿Y si no me curase jamás? ¿Podría ser feliz? ¿Podría hacer cosas valiosas por mí y por los demás? ¿Podría adaptarme como Charles Darwin, retirarme al campo, llevar una vida de familia y de ciencia o arte... y alcanzar un buen nivel de plenitud?». La respuesta obligatoria es: «¡Por supuesto que sí!».
SIN PRISA PERO SIN PAUSA
El desarrollo personal es algo que se ha de llevar a cabo sin prisa pero sin pausa. Es decir, ha de combinar el continuo trabajo para suprimir todos los miedos con un exquisito cuidado de uno mismo.
En este sentido, los psicólogos cognitivos estamos a favor de los ansiolíticos y de los antidepresivos porque sirven para cuidar de uno mismo mientras estamos en pleno desarrollo mental, aunque lo sabio es hacer un uso limitado de ellos. El crecimiento personal también requiere de cierto enfrentamiento con las situaciones que nos perturban porque así podemos trabajarlas.
Por ejemplo, las personas que tienen ansiedad generalizada tienen que evitar tomar ansiolíticos porque es en esos momentos de tensión cuando más les conviene trabajar. Ese esfuerzo es el que les curará. Pero, por otro lado, en un día especialmente malo, no es mala idea tomar un ansiolítico al final de la jornada para descansar un poco.
En la vida real, la tortuga, lenta pero implacable, es mucho más efectiva que la alocada liebre. No lo olvidemos nunca: saber cuidar de uno mismo es una de las claves básicas del crecimiento personal.
En este capítulo hemos aprendido que:
• La autoexigencia es la vía más rápida para volverse neurótico porque es una forma de motivación mediocre.
• El mejor desarrollo personal es aquel que se lleva a cabo de forma ilusionante, segura y divertida.
• Siempre que podamos, establezcamos «campos base». Es decir, para conseguir nuestro objetivo, dividamos el esfuerzo en tareas más sencillas, sin olvidarnos de tener siempre un lugar al que retirarnos, una salida.
• No hay que avergonzarse de la debilidad. Todos somos débiles; lo inteligente es asumirlo y encontrar compensaciones y soluciones imaginativas.
• El hecho de ser neurótico no es malo en sí mismo. A muchas personas insignes sus neuras les han ayudado a desarrollar otras facetas.
• La debilidad emocional es un motor para una vida de pareja duradera porque el apoyo del otro es todavía más hermoso y relevante.
• El uso de ansiolíticos y antidepresivos de manera puntual es una buena forma de cuidar de uno mismo.