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Sin ansiedad de rendimiento
En un pueblo remoto de Oriente, una mujer se encontró sentados a la puerta de su casa a tres ancianos. Vestían con ropas elegantes y departían doctamente. Llena de curiosidad, les preguntó:
—¿Les puedo ayudar en algo?
—Estamos de viaje y queríamos hacer un alto en el camino —respondieron.
—Por favor, entren en mi casa. Les daré un vaso de agua —sugirió ella.
—Estaríamos encantados, pero no podemos entrar los tres juntos. Invite, no obstante, a uno de nosotros —dijeron los forasteros.
En ese momento, el marido y la hijita salieron a ver qué sucedía y el hombre dijo:
—¿Qué tontería es ésa? Entren los tres. Nuestro pueblo siempre ha sido hospitalario.
Ante la insistencia, uno de ellos, de larga barba blanca, respondió:
—Queridos amigos, muchas gracias por vuestras atenciones. Oíd: yo me llamo Riqueza y mis otros dos compañeros, Éxito y Amor. Y los tres no podemos entrar juntos en un hogar. Elegid a uno, por favor.
El matrimonio se quedó pensando un rato hasta que el marido dijo:
—Yo invitaría a Riqueza. Nos va a venir muy bien su compañía.
—Mejor a Éxito; ¡nunca lo hemos conocido! —replicó la esposa.
Y la niña, que había estado atenta a todo, dijo:
—¿No sería mejor invitar a Amor? ¡Así la casa se llenaría de cariño!
Los padres accedieron a ese ruego y tendieron la mano al anciano llamado Amor. Pero cuando éste se levantó, sus acompañantes hicieron lo mismo y se dispusieron a seguirle. Entonces la mujer preguntó:
—Pero ¿no dijisteis que no podíais entrar juntos?
Y Amor respondió:
—De haber entrado Riqueza, los otros dos hubiésemos permanecido fuera. De haber invitado a Éxito, también. Pero como he sido yo el elegido, mis compañeros visitarán vuestro hogar. Porque, queridos amigos, allá donde hay amor, también suele haber éxito y riqueza. Seguid siempre a vuestro corazón y las demás alegrías de este mundo os acompañarán.
Matías era fisioterapeuta, y no uno cualquiera: de los mejores de España. Había estudiado en importantes centros especializados del extranjero y trataba a deportistas de élite y bailarines famosos. Todo le iba de perlas —tanto en su vida profesional como en la sentimental—, pero su problema era la maldita «ansiedad de rendimiento».
Se estresaba ante cada nueva tarea, como escribir un texto médico o impartir un curso. Ante esos retos, casi automáticamente, justo después de que se los planteasen, sentía una punzada en el estómago y su mente se quedaba fijada en el temor a fallar. Era muy molesto porque esos nervios le impedían estar bien durante varios días, y a veces durante semanas enteras.
Y eso no era todo. También le atacaba la ansiedad cada vez que tenía que hacer sus cuentas para Hacienda. De hecho, había decidido que su mujer se ocupase de las cartas del banco, los recibos y las facturas porque eso le producía los mismos síntomas: punzada en el estómago y un bloqueo mental paralizante.
Durante la primera sesión, Matías me contó que padecía de esos nervios desde la época de la universidad y ahora, a sus treinta y cinco años, se daba cuenta de que le habían limitado mucho la vida. De no haber tenido este problema, seguramente hubiese destacado más en su profesión, por ejemplo abriendo una clínica de fisioterapia propia. Además, esa maldita ansiedad había ido aumentando con el paso de los años.
En este capítulo vamos a ver cómo se resuelve este tipo de ansiedad que llamamos «de rendimiento» y que es el problema emocional más extendido de España, ya que lo padece el 80 % de la población en forma de estrés laboral.
Aunque hay que subrayar que esta ansiedad también se da en otros ámbitos, como en el de la contabilidad personal, algo que llamo «economofobia», y que afecta a muchas otras tareas, como ¡las vacaciones!: hay gente que lo pasa mal ante la idea de organizar un viaje de ocio.
En realidad, la ansiedad de rendimiento tiene que ver con la responsabilidad de hacer algo en lo que la persona piense que puede fallar. Muchos de nosotros la hemos experimentado alguna vez en la vida, pero la buena noticia es que la podemos hacer desaparecer para siempre. Requerirá que cambiemos rotundamente nuestra filosofía acerca de la «importancia de las cosas». Vamos a verlo.
NADA ES IMPORTANTE
En una ocasión me hallaba en un programa de televisión de gran audiencia debatiendo sobre el estrés laboral y, para ilustrar el asunto, dije:
—El problema de esa ansiedad radica en que consideramos muy importantes cosas que no lo son. Por ejemplo: el trabajo. Y no nos damos cuenta de que los trabajos que hacemos en la actualidad no tienen la más mínima importancia.
—Pero, Rafael, ¿cómo puedes decir eso? ¡Todos queremos ser buenos profesionales! —replicó el entrevistador.
—Veamos —le dije—. Este programa de televisión, ¿qué importancia tiene? ¡Ninguna! Si desapareciese este programa, ¿sucedería algo? ¡Nada!
El periodista puso cara de asombro. No sabía si hablaba en serio o en broma. Proseguí:
—Ningún programa de televisión, ni siquiera la televisión en general, es necesario para ser felices. ¡Que le den a este programa y a la televisión de todo el mundo! ¿A quién le importa?
Lo único importante en la vida es amar la vida y a los demás (una vez cubiertas las necesidades básicas: comer y beber). Esto es una verdad filosófica y espiritual —y científica, para la ecología—. Y el 99 % de los trabajos que desempeñamos no tienen ninguna relevancia porque se alejan de eso. Si desapareciesen, como le decía a aquel atónito periodista, no sucedería nada. Si no hubiese bancos, escuelas, ni siquiera hospitales, seguramente viviríamos en entornos naturales cazando y pescando. En esa situación, el planeta tendría una oportunidad de sobrevivir y nosotros recuperaríamos la cordura de golpe. Entonces ¿por qué hay que preocuparse por el trabajo, esa cosa completamente innecesaria?
LA ACTRIZ RELAJADA
Hace algunos años leí la autobiografía de la actriz madrileña María Luisa Merlo. A los cincuenta años, tuvo una especie de conversión psicológica y espiritual: pasó de ser desgraciada y neurótica a ser una persona feliz y sosegada. Y contaba que uno de los beneficios colaterales de su nueva filosofía era que había perdido el miedo a actuar.
Los actores de teatro suelen padecer «pánico escénico». Antes de levantarse el telón están nerviosos. Algunos lo pasan tan mal que vomitan y se ponen literalmente enfermos, aunque a medida que transcurre la obra van relajándose.
Pues bien, tras su «terapia», María Luisa se dio cuenta de que eso ya no le sucedía. Para su sorpresa, antes de salir a escena se encontraba la mar de relajada y feliz. Y, según contaba en su libro, les decía a los artistas jóvenes: «¡No me digas que estás tenso por esto! ¡Madura, por favor! No pensarás que lo que hacemos aquí es importante, ¿verdad? ¡No me hagas reír!».
Con esto quería expresar que lo esencial es amar la vida y al prójimo. Las demás tareas con las que nos entretenemos son fruslerías. Cuando tomamos plena conciencia de ello, desaparece por completo la ansiedad de rendimiento. En el trabajo, simplemente jugamos, nos divertimos, gozamos, innovamos, ¡y hasta tenemos orgasmos de placer mental!
A mí me pasa lo mismo que a María Luisa Merlo. Cuando voy a dar conferencias por España y Latinoamérica ya no experimento la más mínima emoción negativa. Antes de dar una charla, estoy relajado como un niño a punto de dormir la siesta. De hecho, la mayor parte de las veces bebo un café para espabilarme antes de salir a hablar. Y eso que, de jovencito, ¡tenía miedo a hablar en público! Pero todo cambió el día que cobré plena conciencia de qué es lo realmente importante en esta vida.
LA «NO-CONFERENCIA»
Desde hace tres o cuatro años llevo a cabo un experimento personal para ilustrar la escasa importancia de las cosas. En muchas de mis conferencias, subo al estrado, me acerco al micrófono y digo lo siguiente:
—Queridos amigos, tengo algo que confesaros. ¡Me tendréis que perdonar! Resulta que esta semana he estado saliendo mucho por la noche. ¡Todos los días! ¡Copa va, copa viene! Ha sido tremendo. Y esta tarde, de repente, me he acordado de que tenía que dar esta charla aquí. Y la verdad es que no he tenido tiempo de preparar nada. Así que no tengo nada que deciros.
Dicho esto, me encanta fijarme en las caras de la gente. Algunos me miran pensando que estoy de broma. Otros, que estoy llevando a cabo una especie de ejercicio psicológico. Y el resto da muestras de indignación. Pese a las miradas, suelo añadir:
—Así que, amigos, creo que tendremos que hacerlo entre todos. Yo os propongo que preguntéis o digáis algo y arranquemos por ahí.
En los últimos años habré dado unas diez o quince de esas «no-conferencias» y tengo que decir que han sido fantásticas. La gente ha participado muchísimo, yo me he sentido genial y todos han quedado muy satisfechos. Creo que incluso han sido las mejores charlas que he dado.
Pero ¿por qué hago este ejercicio? Para demostrarme a mí mismo y a los demás que mi trabajo no es importante. ¡Que casi nada lo es! Que no sucedería nada si no diese la conferencia. Que lo esencial de la vida no tiene nada que ver con eso. ¡Abramos los ojos de una vez!
Mi experiencia de la no-conferencia está inspirada en algo que presencié a comienzos de la década del 2000. Vino a Barcelona el lama budista Sogyal Rimpoché a dar una conferencia ante nada menos que mil asistentes. Mi amiga María, estrecha colaboradora del monje, me proporcionó un pase VIP.
Sogyal Rimpoché es una autoridad en budismo tibetano, a la altura del Dalái Lama, y por eso la sala estaba a rebosar. Entre los asistentes, algunas caras famosas y más de un político. Yo estaba en la segunda fila, al lado de María, y podía ver muy bien el escenario. Detrás, oía todo el bullicio del público.
El caso es que a la hora prevista, a las ocho en punto, no ocurrió nada. Y fueron pasando los minutos. Cinco minutos. Diez... Algunos fotógrafos se levantaban para tomar panorámicas del público y luego se sentaban.
Quince minutos, veinte... Casi todo el mundo miraba expectante su reloj, pues el monje no aparecía. María y los demás organizadores tampoco sabían nada.
Veinticinco minutos: sin noticias de Rimpoché. La gente empezaba a pensar que había habido algún error. ¡Quizá no era ése el día de la charla!
Y por fin, al cabo de unos minutos más, por un extremo de la sala apareció una comitiva con el monje a la cabeza. Recuerdo su túnica de color azafrán, sus sandalias de cuero crudo moviéndose despacio y su amplia sonrisa en la cara. El tipo estaba sosegado, pausado, feliz. Incluso se detuvo a saludar a algún conocido de la primera fila. Subió al estrado y dio una charla de menos de cuarenta minutos. Eso sí: acabamos a la hora prevista. Parece que, para paliar el retraso, Sogyal acortó la conferencia.
Cuando salimos, fuimos a tomar algo y le pregunté a mi amiga:
—María, ¿esto es normal en Sogyal Rimpoché? ¿Suele hacer esperar a la audiencia?
—Pues te voy a decir algo: ¡sí! Y creo que lo hace a propósito, porque alguna vez le he visto fuera de la sala, sin hacer nada, dejando pasar el tiempo.
No sé a ciencia cierta si aquel bondadoso monje quería transmitir con su actitud lo que yo capté aquel día: que nada es importante excepto la felicidad. Pero, de cualquier forma, yo hice mía esa lección. ¿Hay algo realmente crucial en esta vida? Quizá un par de cosas y no tienen nada que ver con la producción, la eficacia y la locura de la industrialización.
SER COMO JOHN MCENROE
Algunas personas me dirán que vivo en «los mundos de Yupi» y que no podemos tomarnos las cosas tan a la ligera, pero tengo pruebas de que sí se puede. Una de estas evidencias es John McEnroe, el famoso tenista de los ochenta.
McEnroe fue el número uno durante años. Todos recordamos sus ataques de ira cuando el juez le quitaba un punto: «¡La bola entró!», bramaba. Sin embargo, leyendo su biografía se aprecia que McEnroe siempre disfrutó del deporte con ligereza. Sí, le gustaba competir, pero sabía perfectamente que era sólo un juego y que el objetivo era pasarlo bien, ser feliz.
Cuando dejó el tenis, abrió en Nueva York una galería de arte contemporáneo y también tuvo éxito en su nuevo negocio. Pero, una vez más, decidió conducir su vida anteponiendo el disfrute. Para McEnroe la vida es un festival de goce y nuestro trabajo puede ser nuestro principal entretenimiento. Si tenemos éxito, genial; si las cosas no salen bien, podemos divertirnos de todas formas. Lo principal es el goce, no los resultados.
Por experiencia propia sé que cuando te tomas las responsabilidades de esa forma todo cuadra: no te preocupas y rindes de la mejor manera posible. Imaginemos que somos unos John McEnroe españoles. Que le vamos a poner a nuestra vida, a todas nuestras responsabilidades, un tinte de diversión y goce. Que vamos calzados con nuestras zapatillas Nike y nuestra ropa deportiva para expresar al mundo que la vida es divertida y así la vamos a vivir: despreocupadamente, sin tanto interés en acertar o no. ¡Lo fundamental es ser feliz!
John McEnroe es sólo una imagen para retener en nuestra mente, pero lo cierto es que la mayor parte de la gente de éxito ha sabido activar el disfrute y no la obligación. Y ése es precisamente su secreto: sin ansiedad de rendimiento, es mucho más fácil brillar. Los que me contradicen en esto aducen ejemplos de deportistas que se condujeron de forma opuesta, como André Agassi, otro número uno estadounidense, que sufrió cada minuto de su carrera como tenista. Él aplicó el sufrimiento, la fuerza de voluntad pura y la preocupación y consiguió llegar a lo más alto, pero yo estoy convencido de que hubiese logrado mucho más de no ser por esa locura neurótica en la que se vio envuelto. ¡La obligación y la preocupación son fuerzas mediocres y, sobre todo, nos llevan por el camino de la infelicidad!
LAS MEDALLAS DE LA MADUREZ
En una ocasión vino a terapia una ejecutiva de una gran multinacional. Mónica tenía unos cuarenta años y, justo entonces, había alcanzado un puesto en el codiciado comité directivo de la empresa. Su sueldo era astronómico y viajaba por todo el mundo. El problema era que, desde que había asumido esa nueva responsabilidad, bajo el mando de un gran jefe estadounidense, se estaba estresando por primera vez en su vida.
El nuevo jefe era muy exigente y Mónica se sentía presionada. En una de las sesiones me dijo:
—Hace dos días expuse en París la estrategia de inversiones para el próximo año. Me salió más o menos bien, pero he estado supertensa toda la semana. Me ha costado mucho dormir.
—Veamos. ¿Y si la exposición te hubiera salido fatal, la peor posible? —le pregunté con vehemencia.
Mónica rió ante la idea de hacerlo exageradamente mal.
—Bueno, imagino que me hubiesen llamado la atención y me habrían pedido que la repitiese otro día —respondió.
—Vale. ¡Imagina que a partir de ahora todas las presentaciones te salen mal! Imagina que inevitablemente todas son un fracaso —planteé.
—¡Entonces me echan fijo, Rafael! —dijo riendo de nuevo.
—Muy bien. ¿Y eso sería el fin del mundo? ¿Qué harías con tu vida? —pregunté muy serio, ya que estábamos hablando de nuestros valores más sagrados.
Mónica reflexionó un poco, miró hacia la pared y volvió su mirada serena hacia mí.
—No sería tan malo. Me indemnizarían muy generosamente y podría encontrar una nueva ocupación.
A la semana siguiente me explicó que por primera vez en muchos meses había conseguido soltar presión y relajarse completamente, y todo gracias a ese ejercicio. Pero nuestro trabajo estaba lejos de acabar. Seguimos razonando sobre su ansiedad de rendimiento.
—Yo creo que el valor de las personas no está en hacer bien determinado trabajo, sino en nuestra capacidad de amar —le expliqué—. Cuando estemos a punto de morir, sólo nos habrán dejado huella nuestros actos de amor...
—Eso es cierto, Rafael —me dijo ella, seria y reflexiva.
—Por lo tanto, si reforzamos este sistema de valores, fallar en cosas mundanas no va a dejar mella en nuestra autoestima. ¿Te das cuenta? Fallar o acertar no es lo importante en la vida: ¡sólo amar y disfrutar mientras estamos vivos!
Mónica asentía con la cabeza, pues a medida que iba interiorizando estas ideas percibía que se distendía y sentía más paz. Proseguí:
—Yo creo que todos podríamos acudir a nuestro trabajo, fallar y estar orgullosos de esos fallos. ¡Con la cabeza bien alta! Demostrando así que, en nuestro sistema de valores, lo único que cuenta es nuestra capacidad de amar.
Mónica, que era creyente, conectaba estas ideas con su religión y a cada momento iba relajando más y más las facciones. Estaba pacificándose profundamente. Continué:
—Y cada fallo que cometiésemos, podría ser una medalla en nuestro pecho. Cada error (con orgullo) equivaldría a una condecoración en la carrera más importante de la vida: la de ser persona.
—¡Vaya, Rafael! Esto me toca de verdad. ¡Tienes toda la razón! No sé cómo lo he perdido de vista.
He trabajado con muchos ejecutivos que se estresaban en su trabajo y, después de cambiar su sistema de valores, se transformaron de manera espectacular. Recuerdo uno en concreto que se convirtió en una referencia para los demás dentro de su empresa: ¡incluido su jefe!
Cuando le vi por primera vez, era un manojo de nervios. Dormía fatal. Los fines de semana estaba obsesionado con el trabajo. ¡Sólo pensaba en la jubilación! Pero al cabo de unos meses de trabajo racional ya era otra persona. Su jefe —que era el director general en España— empezó a convocarlo todos los viernes para comer con la intención de recibir enseñanzas racionales. Sus compañeros también acudían a él cuando se estresaban.
Pero si queremos experimentar un cambio tan profundo tendremos que realizar una mentalización radical. ¡Hasta el punto de convertir lo que antes eran errores vergonzosos en medallas de la felicidad!
HUMILDAD RADICAL: CLAVE DEL BIENESTAR
Existe una cualidad que parece que se ha pasado de moda y que tiene mucho que ver con la salud mental: la humildad. Yo creo que es una virtud básica, pero, para que nos transmita calma en todo momento, tiene que ser una humildad profunda y plenamente convencida. ¡Aquí no valen medias tintas!
Me estoy refiriendo a la humildad propia de la persona que no quiere ser más que nadie, sino sólo uno más. Muchas veces, cuando estamos neuróticos, nos entra la idea de que tenemos que destacar, «ser alguien». De lo contrario, somos unos «fracasados». Pero nada más lejos de la realidad. Para ser felices, lo esencial es la capacidad de pasarlo bien, de apreciar las pequeñas cosas.
Y en el ámbito de las relaciones esto se traduce en tener amigos sinceros y cariñosos, algo que no tiene nada que ver con los logros. Uno quiere tener amigos que le traten de igual a igual, a los que puedas coger por el hombro como cuando éramos niños. Personas sencillas a las que amar.
Cuando recuperamos la salud mental ya no queremos destacar ni ser más que nadie. Podemos tener éxitos, pero se quedarán en meras anécdotas. Los focos y los aplausos habrán perdido toda relevancia.
El dinero o los méritos no son más que resultados colaterales de vivir con disfrute y amor. Pero, si queremos ser fuertes y felices, nuestras relaciones tienen que estar basadas en la humildad más profunda, sabiendo lo ridículo que es tener la necesidad de brillar. ¡Lo único que cuenta es jugar, amar, gozar!
Hace tiempo tuve un paciente que era profesor de antropología. Miguel tenía uno de esos generosos contratos universitarios antiguos que muchos envidiarían: cobraba más de tres mil euros mensuales por dar clase seis horas a la semana. Al margen de eso, podía llevar a cabo investigaciones sobre su campo o no. Nadie le obligaba.
Pero pese a todo Miguel vivía amargado. Dormía fatal. Muchas noches se las pasaba en vela trabajando. Y su mente estaba todo el tiempo llena de ideas negativas acerca de sus compañeros y su jefe. Miguel creía que éste, una eminencia en el campo de la antropología, opinaba de él que era un don nadie y así se lo mostraba en las reuniones.
Por si fuera poco, estaba muy inseguro respecto a su capacidad de dar clases. Enfrentarse a los alumnos le ponía nervioso y si éstos daban muestras de aburrirse, se decía a sí mismo que era un «fracaso». Vamos, que su trabajo era más un infierno que el paraíso que podría ser para muchos.
Y, en la dirección que hemos descrito aquí, su terapia pasó por darse cuenta de que «saber mucho», «ser listo», «cumplir en el trabajo», son necesidades tontas impropias de alguien maduro. ¡A la basura con ellas!
Recuerdo que le sugerí un ejercicio conductual:
—¿Por qué no te haces una camiseta con un lema que diga: «Soy el peor antropólogo del mundo» y la llevas en todas tus clases?
Miguel rió ante aquella propuesta loca. Pero yo insistí.
—Porque si sintieses de verdad que eso no importa, te convertirías en el mejor profesor de la universidad: una persona filosóficamente madura que pretende enseñar con humildad lo poco que sabe. Con cariño. Sin darse aires. Poniendo el amor por encima de todo lo demás. ¡Estoy seguro de que los estudiantes te adorarían!
RANKING DE PROFESIONES MÁS LOCAS
Mi experiencia como psicólogo me ha permitido conocer a muchas personas de muy diferentes profesiones. Y acabo conociéndoles bastante bien porque me explican sus intimidades y, frecuentemente, sus relaciones laborales. Con los años se ha ido estableciendo en mi mente un curioso mapa de lo que podríamos llamar «las profesiones más locas». Esto es, en qué gremios suele haber más neurosis.
Y esto es lo que he comprobado. Los más locuelos suelen ser:
1. Jueces y demás empleados de los juzgados
2. Profesores universitarios
3. Músicos del género clásico (concertistas y cantantes de ópera)
4. Actores
5. Médicos
Estas profesiones tienen en común que sus miembros tienden a autopresionarse en demasía, a «creerse mucho». Esto sucede entre los que yo llamo «los locos del birrete»: jueces, profesores y médicos.
No por casualidad las intrigas están a la orden del día, hasta el punto de que el ambiente puede llegar a estar muy enrarecido cuando en realidad son profesiones muy hermosas. No aprovechan la maravilla que supone ejercer su trabajo. ¡Y es que no hay nada peor para la salud mental que el denominado «prestigio personal»! Es una de las necesidades inventadas que más locos nos vuelve a los seres humanos.
Nunca dejarán de sorprenderme las rencillas internas que hay en los juzgados: jueces y secretarios judiciales suelen llevarse a matar, generalmente por absurdas demostraciones de poder. Muchas veces, los pobres usuarios pagan el pato de esas peleas de gallos.
Y las reuniones de departamento en las universidades españolas son muchas veces una merienda de negros (las conozco bien porque he trabajado en un par de universidades). Como las describe un buen amigo mío, que es profesor de economía: «Se pelean como hienas por una bolsa de fondos ridícula y se odian porque creen que sólo puede haber un genio». Pobres, no entienden que todos somos genios y que la genialidad se encuentra en la capacidad de amar.
Y otro ámbito maldito: la música clásica y la ópera, que se llevan por delante la salud mental de miles de estudiantes de música de todo el mundo. Absurdamente, se persigue la perfección técnica cuando la perfección no es bella: ¡es antinatural!, además de una invención imposible de una mente torturada que no funciona. He conocido a muchos de esos profesionales aplaudidos en escenarios de todo el mundo que odian en secreto lo que hacen.
Y, por último, mis colegas médicos, con los que trabajo estrechamente, que insisten en llamarse «doctor tal y cual» entre ellos, dándose unos aires en realidad patológicos. Nunca he entendido esa extraña costumbre, más propia de Alicia en el país de las maravillas. Sólo les falta ponerse sombreros de copa, como el conejo blanco. ¿Por qué no se llaman a sí mismos por el nombre y el apellido como todo hijo de vecino?
Pero todos esos aires de grandeza sólo juegan en nuestro perjuicio. Tenemos que darnos cuenta de ello si queremos ser realmente fuertes y felices. Cualquier persona, por muy compleja o benéfica que sea su tarea, no es más que un ser humano, desnudo en el mundo, que no se diferencia en nada de un indio del Amazonas. ¡Nadie es más que nadie! Al menos, si quiere mantener su propia cordura.
En este capítulo hemos aprendido que:
• El trabajo sólo es una ocupación para entretenernos. Ningún empleo es realmente importante.
• Si lo desempeñamos con ligereza, disfrutando, los resultados serán excelentes.
• Podemos mostrar los fallos como medallas que nos indican cuáles son nuestros valores en la vida.
• La humildad radical es la base del amor entre las personas. Nadie que se crea superior puede ser plenamente feliz.
• Sólo alcanzaremos el sosiego y el disfrute en el trabajo si asumimos esta filosofía de forma muy profunda. En esto no hay medias tintas.