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Aprender a dialogar
Cierto día, el mulá Nasrudín visitó el infierno y le sorprendió sobremanera lo que allí vio. Había mucha gente sentada en torno a una mesa muy bien servida. Estaba llena de platos, a cual más exquisito. Sin embargo, todos tenían aspecto demacrado, ¡pasaban mucha hambre! El caso es que tenían que comer con unos palillos largos como remos y cuando atrapaban la comida, no se la podían llevar a la boca.
Tras esto, Nasrudín ascendió al cielo. Con gran asombro, vio que también allí había una mesa llena de manjares y que también comían con palillos largos como remos. En este caso, sin embargo, todos lucían saludables. Allí las personas tomaban la comida para acto seguido alimentar a los de al lado.
En este capítulo vamos a tratar un tema que, aunque pudiera parecerlo, no es baladí. Vamos a aprender a dialogar y a intercambiar ideas, lo que supone una habilidad fundamental para la salud mental por dos razones: la primera porque, en general, no sabemos hacerlo, y muchas veces provocamos discusiones que estropean momentos que podrían ser hermosos. La segunda, y más importante, porque vamos a cambiar toda nuestra dinámica de entender las relaciones humanas: vamos a aprender a disfrutar de la gente y a manejar a las personas difíciles con maestría. ¡Vale la pena!
Recuerdo el caso de dos amigos míos de juventud: Anna y Juanma. Dos personas estupendas, compañeros de la facultad de psicología, que empezaron a salir juntos cuando teníamos veinte años. Anna y Jordi se querían, se compenetraban muy bien, pero desde el principio su relación fue un caos infernal. El problema era que discutían frenéticamente todo el tiempo. Casi todas sus interacciones eran así:
—Juanma, ¡no corras tanto! ¡Sabes que no me gusta que conduzcas así!
—Pero ¿qué dices? ¡Si voy normal! —contestaba él agriado y ofendido—. ¡Y a mí no me grites, y menos en el coche!
—¡Estás yendo a toda leche! ¡Para ahora mismo que me bajo! Y yo no te he gritado, ¡estás paranoico, tío!
—¡Si te bajas aquí no me llames nunca más, doña Broncas! ¡Estoy hasta las pelotas de tus órdenes! —gritaba él ya fuera de sí.
Por separado, Anna y Jordi eran dóciles y amables, pero juntos daban el espectáculo constantemente. Se peleaban en las aulas, en la cafetería, en un concierto, en la playa, en el teatro... Creo que el único lugar donde no la armaban era en la cama, donde finalmente solían resolver todos sus entuertos. Pero, claro, en menos de un año se dieron cuenta de que estaban mejor separados que juntos.
A lo largo de mi carrera profesional he visto muchos casos como éste. Parejas que no saben resolver sus diferencias, una habilidad fundamental para cualquier unión. Pero esta poca cultura del diálogo no sólo afecta a la pareja, sino a todos los demás ámbitos de las relaciones humanas. Sólo hace falta pensar en las reuniones familiares, donde los debates políticos suelen degenerar en absurdas peleas.
La mayor parte de la gente no sabe debatir; no sabe intercambiar ideas. Y eso nos hace ser inflexibles, obstinados, prepotentes, infelices y muy malos a la hora de resolver conflictos. En este capítulo vamos a aprender a hacerlo de otra forma, con un estilo que cambiará nuestras interacciones para siempre y también el conjunto de nuestra mente, que será más flexible y creativa.
EL DIÁLOGO INCLUYENTE
A la técnica básica para aprender a debatir con eficacia la llamo «diálogo incluyente». ¡Es el estilo de los más inteligentes! Básicamente consiste en buscar siempre la verdad del otro antes de exponer la nuestra. Implica preocuparse EN PRIMER LUGAR del otro antes que de querer llevar la razón. Y así, ocupándonos primero del otro y su verdad, ¡nos convertiremos en personas realmente influyentes!
Veamos un ejemplo. Mi padre es un tipo muy agradable. Ofrece a todo el mundo un cariño propio de las personas de montaña. Realmente está interesado en los demás y sus vidas. Pero, como mucha gente de su generación, tiene un fallo: todavía piensa que «¡con Franco se vivía mejor!». Ni me acuerdo del número de discusiones que ha provocado su neura fascista, porque hubo un tiempo en que en cada comida familiar siempre nos peleábamos por culpa del tema de marras.
En un momento dado, mi padre comenzaba a defender la dictadura y, claro, sus cinco hijos entraban al trapo y el debate se caldeaba de forma absurda. Hasta que aprendimos a aplicar la técnica del «diálogo incluyente».
El diálogo incluyente consiste en pensar —antes de decir nada— qué parte de razón tiene la persona con la que estamos en desacuerdo. Por ejemplo: ¿qué hay de verdad en que «con Franco se vivía mejor»? Averiguarlo es trabajo de la persona emocionalmente inteligente.
¡Nadie tiene razón!
La «verdad» es una cosa resbaladiza. No existe una sola verdad sino muchas. Incluso para fenómenos científicos. De hecho, las explicaciones científicas están en constante revisión.
Las otras verdades, las de la calle, son incluso más imperfectas. Lo que opinamos —sobre política, ética, relaciones y demás— depende de ópticas y momentos históricos. Suelen ser visiones que, en pocos decenios, quedan anticuadas. La persona inteligente lo sabe y lo tiene en cuenta. El obstinado irreflexivo, no.
¡Nadie tiene la razón completa sobre nada, jamás!
Lo que podemos hacer es llegar a acuerdos, extraer conclusiones útiles que nos otorguen un buen posicionamiento frente a la realidad. Nada más. ¡Nada de verdades absolutas, nada de «tengo razón», nada de «yo soy listo, tú eres tonto»!
En ese sentido, hasta mi padre tiene razón al pensar que con Franco se vivía mejor. Y yo aprendí a dársela para luego ofrecerle una nueva perspectiva. Siempre que salía el tema, le decía:
—Papá, es verdad que en aquella época había mucha seguridad ciudadana.
Y no se trataba de un truco para ganarme a mi padre. Lo pienso de veras y así se lo transmitía. Luego proseguía:
—Y tienes razón en que la última etapa fue una época de bonanza económica. ¡Los espléndidos años setenta!
Para llegar a captar la verdad del otro es esencial que intentemos comprender por qué piensa así, qué vivencias le han conducido a sus ideas y, por último, reconocer lo que de cierto pueda haber en ello. Siempre hay verdad en el otro porque son ¡evidencias que la otra persona ha experimentado! Y la realidad tiene muchos recovecos y matices.
Sólo tras el reconocimiento de la verdad ajena podremos poner la nuestra sobre la mesa.
—Pero reconocerás, papá, que tú, que has tenido cinco hijos, has podido vivir un hecho muy bonito de la democracia. Cuatro de tus hijos han ido a la universidad por primera vez en la historia familiar. Y yo he estudiado incluso en dos universidades extranjeras. En tiempos de Franco eso era muy difícil. Su sistema prefería la separación de clases: los ricos tenían el monopolio de la buena educación.
—Eso es verdad, hijo. ¡Sí, a la clase dominante no le convenía que los pobres estudiasen con la élite! Y eso estaba muy mal —admitió.
¡Al fin! Mi padre estaba abierto a contemplar otra realidad distinta a la suya en cuestión de política. Pero sólo fue posible el día que hice un auténtico esfuerzo por comprender su verdad.
UNA TÉCNICA EN TRES PASOS
La técnica del diálogo incluyente tiene tres fases:
• Buscar la verdad del otro
• Ofrecer nuestra visión
• Incluir al otro en nuestro mundo
El primer paso es el más difícil porque es donde se produce la auténtica apertura mental, donde aprendemos a ser personas más inteligentes y mentalmente sanas. Buscar la verdad del otro es también un ejercicio de humildad que no estamos acostumbrados a hacer. Nos han enseñado a querer «tener razón», a «defender nuestras posiciones», lo cual es una estupidez porque nadie tiene la razón completa.
Recuerdo que en una ocasión estaba dando una conferencia y en el turno de preguntas salió el tema del aborto. Yo estoy a favor de una ley de plazos, esto es, que abortar sea libre hasta los tres meses de vida del feto, y hasta los veintidós meses por las razones excepcionales que esgrime la ley española: malformación grave y peligro de salud para la embarazada. Pero entre el público había una mujer de unos cincuenta años llamada Pilar que protestó ante mi visión.
—¡El aborto es siempre un asesinato! ¡No deberíamos matar a un niño sólo porque entraña un riesgo para la madre o porque no es perfecto! ¡Nadie lo es! —dijo visiblemente enfadada.
Mientras la mujer hablaba, investigué su posición. ¿Por qué, con toda su buena voluntad, se oponía frontalmente a cualquier tipo de aborto? La observé y vi que era una mujer hermosa y elegante. ¡Seguro que era una madre fantástica!
Tenía poco tiempo para meterme en su mente y acercarme a su posición, pero cuando dejas de lado la absurda necesidad de tener razón no es difícil conseguirlo. «¿Qué verdad hay en la posición de los antiabortistas?», me pregunté. Enseguida lo capté y dije:
—¿Sabes, Pilar? Me encanta que haya gente en el mundo tan generosa como tú, dispuesta a defender a los niños y a los no nacidos. Y entiendo tu posición. Es verdad que muchas veces hay que defender la vida ante sus creadores: los propios padres. No sería hermoso que no nos preocupásemos de los más pequeños.
Y acto seguido expresé otra realidad que creo que también juega un papel importante en este tema.
—Pero, Pilar, ¿qué te parece esto? En muchos libros de antropología he leído que los pueblos del Amazonas, que viven en grupos de unos cien individuos en plena armonía con la naturaleza, llevan a cabo infanticidios en el momento del nacimiento. Y lo hacen cuando hay peligro de que la tribu crezca más de lo debido.
—¡Me parece un asesinato horrible! —saltó la mujer.
—Claro, desde nuestro punto de vista. Pero fíjate que los antropólogos nos explican que, para los indios del Amazonas, controlar la dimensión de la tribu es esencial porque la supervivencia del grupo depende de ello —añadí con toda la dulzura que podía expresar—. ¿Qué harías tú si esto fuese cierto y, por salvar a uno, tuvieran que morir todos?
—Yo no lo mataría. ¡Que sea lo que Dios quiera! —respondió todavía alterada.
—¡Tu posición es bellísima, Pilar! Y que conste que yo también estoy por la vida y el amor incondicional. Pero sólo te comentaba este hecho para que veamos que cada situación merece una lectura diferente, ¿no?
—¡Pero ahora no vivimos en el Amazonas en plan tribu! Tenemos muchos medios para ayudar a las familias con problemas —replicó ella.
—¡Tienes toda la razón! Sólo quería ilustrar que, en cuestiones morales o éticas, muchas veces hay dos bienes que pueden chocar: el bien comunitario y el bien individual. Porque puede darse la paradoja de que buscando el bien individual, nos carguemos a todos los individuos. Eso puede darse, ¿no es cierto, Pilar?
—Pero te repito que ahora podríamos respetar todas las vidas porque tenemos los medios para hacerlo —me dijo todavía de morros.
—¿Sabes, Pilar? Me encantaría tomarme una cerveza contigo algún día. ¡Eres fantástica! —dije para acabar la conversación y poder seguir con la ronda de preguntas de la conferencia.
En ese momento la mujer se rió un poco y me dijo:
—¡Acepto tu invitación! Pero no cambiaré de opinión.
—¡Ni falta que hace! ¡Me encanta que haya personas tan generosas como tú! ¡Y si te parece, podemos concluir que muchas veces hay que defender a los niños de sus propios padres! Y ésa es una responsabilidad del grupo —concluí.
Después de la conferencia charlamos un rato y pude conocerla mejor. Como me imaginaba, era una persona excepcional. Y vi que ya estaba mucho más próxima a mi posición.
—Bueno, el tema del aborto es complejo, tienes razón —dijo—. Lo pensaré más. ¿Me recomiendas algún libro sobre antropología de esos que has mencionado?
El «diálogo incluyente» requiere que nos zambullamos en la ideología de la otra persona para extraer su parte de verdad y, después de conectar a ese nivel, ofrecerle lo que nosotros hemos hallado por nuestra parte. Se trata de conducir al otro hacia otra verdad más amplia que incluya la suya. Por eso lo llamamos «diálogo incluyente», porque incluimos su verdad dentro de la nuestra, más amplia y con mayor perspectiva.
El diálogo incluyente sería algo parecido a lo siguiente:
Y la «inclusión del otro en nuestro mundo» se traduce en decirle al otro de alguna forma que, pese a que haya divergencias, le amamos igualmente. Dentro de la psicología cognitiva esto entronca con nuestro concepto de «aceptación incondicional de los demás». En mi debate sobre el aborto, mi maniobra inclusiva consistió en expresarle mis ganas de ir a tomar una cerveza con ella.
La «inclusión en nuestro mundo» es una parte muy importante del diálogo incluyente porque casi siempre que discutimos de manera obstinada expresamos un distanciamiento personal. Es como si dijéramos: «¡Ya no puedes ser mi amigo porque somos demasiado diferentes!». A veces lo hacemos con gestos o con el tono de la voz.
Para combatir ese distanciamiento es muy importante expresar lo contrario. Las parejas que tienen una buena comunicación se preocupan mucho de decirse frases cariñosas cuando surge una disensión. Algo así como:
—Cariño, sigo pensando que es preferible hacer esto o lo otro.
Y si acompañamos el «cariño» con un gesto amoroso, mucho mejor.
Otra forma de expresar que incluimos al otro aunque no estemos de acuerdo con él es llamarle por el nombre de pila. Por ejemplo, a la señora del debate sobre el aborto me esforcé por llamarla por su nombre en cada frase que dije. Se trata de una expresión de cercanía que acentúa nuestra disposición incluyente.
El diálogo incluyente es la manera más inteligente y saludable de debatir. Para dominarla tendremos que practicar mucho, pero podemos empezar ya mismo, con nuestros familiares, amigos o colegas de trabajo.
AFILIADO AL PSOE Y AL PP
Nuestra sociedad promociona neuróticamente el diálogo excluyente. Sólo hay que ver los debates de televisión. Los modelos que nos ofrecen son los típicos de la cerrazón más ignorante: creerse en posesión de razones que anulan al otro. Parece que estén diciendo: «Pero ¡qué burro eres!» y «¡Qué listo soy!». Y eso es un error porque nadie es listo en todo durante todo el tiempo. Y todos somos tontos o ignorantes en algún momento u otro.
El psicólogo y sacerdote Anthony de Mello dijo que estaba a punto de publicar un libro titulado ¡Tú eres burro, yo soy burro! Quería expresar justamente eso: nada es blanco o negro, todos somos listos e ignorantes. Es mucho más inteligente reconocerlo.
A medida que integro la psicología cognitiva en mi vida más me parece que a la política le iría mucho mejor si nos dejásemos de exclusiones. En ese sentido, yo me considero simpatizante de todos los partidos políticos que existen en España. Podría tener el carnet de cualquiera: PP, PSOE, Podemos, Izquierda Unida, Convergència, PNV... ¡de todos! Porque por supuesto que soy de derechas, pero también de izquierdas. Soy nacionalista español y también catalán y vasco, pero también soy todo lo contrario: antinacionalista español, catalán y vasco.
Cada una de estas posiciones posee una parte de razón. Es cierto que la solidaridad es maravillosa, pero también que nos podemos acomodar a la sopa boba. Si tenemos en cuenta todas las realidades podremos construir modelos de explicación cada vez más amplios y resolutivos. Estamos muy cerca de un modelo mejor, como la teoría de la relatividad general de Einstein, que resolvió la incompatibilidad existente entre la mecánica newtoniana y el electromagnetismo. Fue un nivel de explicación mayor porque explicaba más que los otros dos por separado.
Las ventajas del diálogo incluyente son enormes. Si lo practicamos, seremos capaces de llevarnos mejor con los demás y nos volveremos más inteligentes y flexibles. Y si lo practicamos con perseverancia, empezaremos a ver resultados espectaculares en poco tiempo. Seamos listos de verdad y admitamos que todos somos burros, pero maravillosos.
En este capítulo hemos aprendido que:
• En general dialogamos fatal. Nos empeñamos en imponer nuestra visión, lo cual lleva a la discusión y a la cerrazón del otro.
• El diálogo incluyente es una técnica que implica:
a) reconocer la verdad del otro;
b) exponer nuestra visión;
c) incluir al otro en nuestra vida.
• «Reconocer la verdad del otro» consiste en entender cómo piensa y qué parte de razón tiene.
• A la hora de «exponer nuestra visión» intentaremos que nuestra verdad incluya la verdad del otro, que sea una ampliación.
• «Incluir al otro en nuestra vida» consiste en decirle una palabra cariñosa para evitar que en el debate se sienta rechazado.