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Alquimistas de la incomodidad
En una ocasión Buda se encontraba a punto de ser asesinado por el famoso bandido Angulimala. Con la espada en el cuello, dijo:
—Concédeme un último deseo: corta esa rama.
Angulimala le dio un fuerte tajo a la rama, que cayó estrepitosamente.
—¿Y ahora? ¿Ya estás dispuesto a morir? —preguntó el bandido.
—Sólo una cosa más: ponla de nuevo en el árbol, por favor.
El bandido estalló en carcajadas:
—¡Estás loco si piensas que se puede hacer eso!
—Al contrario: el loco eres tú, pues piensas que destruir te hace poderoso. Despierta y comprende que las grandes personas son sólo aquellas capaces de crear.
Este capítulo es uno de los más importantes. Tiene que ver con una habilidad crucial: la capacidad de «transformar la incomodidad». Las personas más fuertes y felices son como alquimistas, pero en vez de convertir el plomo en oro transforman las situaciones incómodas en experiencias agradables, hasta sentirse de nuevo muy a gusto. Aprender esta habilidad cognitiva nos va a dar un empujón enorme en nuestra fortaleza emocional.
Yo he conocido a muchas personas con «alquimia de la incomodidad»: grandes viajeros, religiosos o importantes (y éticos) directivos. Los alquimistas son así:
• Tienen mucha energía
• Casi siempre están alegres
• Son personas sosegadas
• Son muy positivos y constructivos
• Tienen vidas emocionantes y plenas
• Se quieren mucho a sí mismos
• Son muy creativos
• Tienen un espíritu joven durante toda su vida
• Se relacionan magistralmente con los demás
Y todas esas cualidades se las otorga, en gran medida, su secreta habilidad: la alquimia de la incomodidad.
Sin embargo, cuando nos abruman las neuras sucede lo contrario: ¡la incomodidad nos mata! Nos volvemos hipersensibles y todo nos molesta, y eso nos vuelve cascarrabias, intransigentes, negativos, tristes y débiles. Nuestra vida se achica porque, a fuerza de huir de la incomodidad, nos acabamos limitando.
Como siempre, la buena noticia es que el cambio es posible con un poco de trabajo mental perseverante: pasaremos de estar abrumados por las neuras a ser aventureros que disfrutan la vida al máximo.
¡CON TAPONES POR SEVILLA!
La sensibilidad a la incomodidad abarca distintos grados de intensidad y todos podemos situarnos en algún punto. Los cascarrabias están en la parte mala; son personas a las que les molesta todo: los ruidos, el calor, el frío, las aglomeraciones, las esperas... hasta extremos insospechados, al contrario que los alquimistas de la incomodidad, que saben estar bien en cualquier situación.
Yo he conocido a personas que vivían las incomodidades como una tortura. En una ocasión, me encontraba de promoción en Sevilla y le tocó el turno a una periodista de unos cincuenta años llamada Lidia. Estábamos en una de las librerías más bonitas de la ciudad, en la zona de la cafetería, y empezó a entrevistarme. Al cabo de unos minutos, se detuvo muy turbada y nos dijo a la agente de prensa y a mí:
—Perdonad, pero no puedo seguir.
—¿Por qué? ¿Pasa algo? —preguntó la agente, preocupada.
—¡Es que aquí hay muchísimo ruido! ¡Es imposible hacer la entrevista! —exclamó.
La agente —una chica de unos treinta años— y yo nos miramos con cierta sorpresa porque el lugar era tranquilo: se podía conversar sin problema. De hecho, para la media de bullicio que hay en España, en realidad era casi silencioso. De todas formas, le propusimos ir a otra cafetería donde no había nadie.
Proseguimos la entrevista, pero cuando llevábamos unos minutos reparé en que Lidia llevaba algo en los oídos, quizá unos audífonos. Le pregunté:
—Anda, ¿llevas audífonos? Quizá por eso te molesta tanto el sonido ambiente, ¿no? A lo mejor los llevas muy altos.
—¡Qué va! ¡Si son tapones! ¡Yo no salgo nunca sin mis tapones!
¡Menuda sorpresa! Lidia llevaba tapones en una ciudad como Sevilla, que no es ni mucho menos tan ruidosa como Barcelona o Madrid. Indagué un poco más y la pobre me contó cómo sufría con su hipersensibilidad auditiva. Lo pasaba fatal en todas partes: en la redacción del periódico, en su casa, en los bares, en el autobús... Me sonreí por dentro: yo conocía bien ese problema porque había tratado a muchas personas así.
Dejamos de lado la entrevista y estuve un ratito haciéndole terapia. Le expliqué que su hipersensibilidad se la había creado ella misma con sus quejas acerca del ruido. Se había convertido en una cascarrabias debido a su diálogo interno y a su continua búsqueda de comodidad. ¡Un confort absurdo e innecesario!
Lidia es un ejemplo de neurosis causada por el apego a la comodidad. Y, como decíamos antes, en el otro extremo están los alquimistas de la incomodidad, personas alegres y bien dispuestas en todo momento. El ejemplo perfecto de alquimistas son los grandes viajeros que van por el mundo con una mochila y a los que nos les importa dormir en una estación de tren, andar todo el día bajo el sol o soportar días de espera en un aeropuerto. Para ellos, cada momento es una oportunidad para aprender, hacer algo artístico —por ejemplo, redactar un diario— o tener una vivencia interesante.
LA LÍNEA DE LA ALQUIMIA DE LA INCOMODIDAD
Todos podemos determinar nuestro nivel de adaptación a la incomodidad. Se podría evaluar de 0 a 10, donde 0 equivale a ser muy sensible a la incomodidad y 10 a ser casi insensible. Y todos podemos mejorar nuestra capacidad de respuesta: cuanta más alquimia logremos, mayor flexibilidad y menor neuroticismo.
Aumentar la alquimia de la incomodidad es un ejercicio de salud emocional con el que se consigue mejorar en todos los aspectos de la vida interior. Nuestro objetivo será saber estar bien —cada día más— en situaciones presuntamente incómodas. Y lo lograremos cambiando nuestra forma de pensar acerca de la situación: en lugar de alimentar la neura con nuestro diálogo interno, haremos todo lo contrario.
Algunas de las incomodidades típicas que nos suelen amargar la vida son:
• La espera excesiva (en el médico, en la cola del supermercado, en un atasco)
• El ruido (del vecino, en un restaurante)
• El calor o el frío (¡cómo nos quejamos en julio y agosto!)
• El cansancio (por ejemplo, ir en autobús de pie al final del día)
• El tedio (en una conferencia pesada)
• El aburrimiento (en un viaje largo, en el aeropuerto)
• El contacto con lugares sucios o feos (un barrio degradado...)
• El dolor (un dolor de cabeza, de estómago)
• Los fallos de los demás (colaboradores, familia)
• Las aglomeraciones (el metro, la playa cuando está a tope)
A continuación veremos cómo transformar esas situaciones en oportunidades de gozar, aprender y encontrarse muy bien. ¡Nuestra fuerza depende de ello, así que no perdamos ni una ocasión para practicar la alquimia de la incomodidad!
ARGUMENTAR A FAVOR DE LA COMODIDAD
Cuando nos impacientamos en la cola del supermercado es porque nos decimos cosas del estilo: «Pero ¡qué vergüenza! ¡Qué mal funciona esta tienda!», o «He venido aquí para hacer la compra en un minuto y voy a tardar veinte. ¡Qué desastre!»... Es decir, somos nosotros los que encendemos el fuego de la sensación de incomodidad. ¡Nuestros pensamientos azuzan el malestar como diablillos perversos!
Para apagar ese fuego tendremos que apelar a argumentos opuestos. Por ejemplo, podemos decirnos: «Esperar con sosiego es una habilidad que distingue a las personas civilizadas de las infantiles», «Voy a emplear este ratito en algo gratificante como escuchar música o responder mensajes», o «Me encantan las esperas: son momentos exclusivos para mí que puedo dedicar a meditar».
Otra estrategia consiste en imaginar escenarios parecidos en los que la incomodidad no nos afecta. Por ejemplo, si hace un calor «horrible», visualizar que vivimos en Cuba o en Indonesia, donde la temperatura es altísima. Pero allí vivimos de una forma exótica: tenemos un romance con una persona local, llevamos a cabo un trabajo apasionante y vivimos una vida de aventura, aunque haga mucho calor.
La estrategia de visualizar escenarios imaginarios funciona porque le quitamos importancia a la presunta incomodidad a un nivel lógico. Si existe una situación en la que el calor no es un impedimento para pasarlo genial —aunque sea como turista en Cuba o en Indonesia—, eso significa que «el calor» en sí no es tan malo: depende del contexto y de la lectura que hagamos de la situación. ¡Y nuestra mente entiende el mensaje! Con este ejercicio dejamos de quejarnos y nos ponemos en «modo disfrute». Cuanto más rápido cambiemos nuestro diálogo interno, mejor.
Para cada presunta incomodidad existe un pensamiento alternativo: escenarios agradables, cosas que aprender y aventuras vitales que demuestran que la situación no es mala y que podemos ser felices de todas formas. Cada vez que consigamos revertir una sensación de incomodidad habremos avanzado un paso en nuestra madurez emocional.
LA SORDERA COMO MAESTRA
Hace tiempo me sucedió algo que ilustra la alquimia de la incomodidad. Esta anécdota está relacionada con mi fantástica madre, quien, pese a ser juvenil, deportista y dinámica, ha ido perdiendo audición en los últimos años. En determinado momento decidió usar audífonos. Y, como da la casualidad de que conozco a unos fabricantes de estos aparatos, la acompañé a comprarlos.
Pero cuando los tuvo, resultó que no se acostumbraba a usarlos. Los audífonos requieren de un aprendizaje, ya que hay que enfocar la mente para oír bien. Esto conlleva un esfuerzo e imagino que mi madre se cansaba antes de conseguir su propósito.
El hecho es que no se los ponía nunca y, a medida que su oído empeoraba, resultaba más difícil hablar con ella. Había muchas conversaciones del estilo:
—Mamá, ¿fuiste ayer al cine con tus amigas?
—¡Hijo mío!, ¿cómo puedes decir eso? ¡En mi casa no hay hormigas! —respondía sin darse cuenta de que la pregunta iba por otro lado.
O muchos diálogos del tipo qué-qué-qué-qué:
—Hola, mamá, ¿cómo va todo?
—¿Qué?
—Que cómo va todo... —respondía yo un poco más alto.
—¿Qué dices?
—Nada. Déjalo —concluía.
La verdad es que todas esas comunicaciones fallidas resultaban muy pesadas y durante unos meses estuve intentando convencerla de que usase los audífonos, sobre todo por su bien, porque las personas —a la larga— suelen evitar a los sordos.
Le decía:
—Mamá. Al final te aislarás porque, aunque no te des cuenta, la gente ya te está hablando menos. Se cansan.
Y ella solía responder:
—¡Mis amigos me quieren mucho! ¡No como mis hijos! ¡No me hace falta llevar ningún aparatito!
Y al cabo de un tiempo, en un brote continuado de neurosis, empecé a molestarme por el hecho de que mi madre no hiciese el esfuerzo de oír bien. Me decía a mí mismo: «¡Pues si quiere aislarse, es su problema! ¡Yo no voy a repetirle todo mil veces! ¡La visitaré menos y ya está!». Sin darme cuenta, ¡me había hecho hipersensible a la incomodidad de charlar con alguien duro de oído!
Pero, por suerte, ocurrió algo que me enseñó una valiosa lección. Un domingo acudí a comer a su casa y me encontré allí a mi hermano mayor, Cesc. Le saludé y nos pusimos a charlar.
—¿Cómo va todo, hombre? —le pregunté.
—¡¡¡MUY BIEN!!! ¡AQUÍ, EN BARCELONA, PASANDO UNOS DÍAS CON MAMÁ! ¡TENGO UNA SEMANA DE VACACIONES!
Literalmente, mi hermano me estaba gritando.
—¡Oye! —le dije—. ¡Que yo no estoy sordo! Háblame normal...
—Ostras, perdona. Es que llevo todo el día hablando así por mamá —se excusó.
—¡Qué peñazo su sordera!, ¿verdad?
—No. ¿Por qué? Sólo tienes que hablarle más alto, mirándola a la cara y vocalizando bien. Es muy fácil —dijo con decisión.
¡Uau! Me quedé sorprendido por la respuesta. Se le veía completamente relajado mientras que yo había estado crispado por el tema durante los últimos meses.
Desde ese mismo instante probé a hablarle así a mi madre y ¡funcionaba! Sólo había que adoptar esas tres sencillas medidas: hablar más alto, vocalizar bien y mirarla a la cara para que pudiese leer los labios. Enseguida me adapté a hablar de esa forma y no he vuelto a tener problemas con ella. Me entiende perfectamente y yo he aprendido algo muy útil: a comunicarme mejor. De hecho, los presentadores de televisión siguen esas mismas pautas para tener buena dicción.
Pero la lección más importante que recibí es que, por culpa de la sensibilidad a la incomodidad, los seres humanos nos amargamos y nos cerramos a aprender cosas fascinantes. En cuanto dejé de alimentar mi neura, de protestar por esa nimia incomodidad, me adapté completamente a la nueva situación y crecí como persona.
SER JÓVENES VIAJEROS
Tengo un amigo, Josan, que es un gran viajero. Ha estado en muchos lugares exóticos practicando montañismo, explorando ciudades y visitando monasterios antiguos. Josan tiene cincuenta y cinco años pero aparenta muchos menos, ya que está en forma: la mayoría de días va al trabajo en bicicleta y se hace sesenta kilómetros para ir y volver. Es divertido, carismático y muy brillante en su trabajo como periodista. Y, no por casualidad, Josan nunca le ha dado mucha importancia a la comodidad. Es un tipo que disfruta de la naturaleza, de la gente, de su trabajo y de la vida.
Si queremos ser como él, si queremos tener una vida apasionante, démosle una patada a esa absurda necesidad de comodidad. De vez en cuando está muy bien que te den un masaje, ir a un spa, dormir una siesta... Pero sólo de vez en cuando. La mayor parte del día es preferible estar en forma y abrirnos a la incomodidad como una manera de adaptarnos a la vida y gozarla plenamente.
Además, así disfrutaremos mucho más del descanso y de los placeres de la vida, porque los reservaremos para intensos momentos puntuales. «El buen perfume se vende en frasco pequeño», dice el refrán. Sería aburridísimo estar cómodo siempre, todo el día, del mismo modo que acabaríamos hartos de comer chocolate a todas horas.
DISFRUTAR, MÁS QUE TOLERAR
En psicología se habla mucho de un concepto similar a la «alquimia de la incomodidad»: la «tolerancia a la frustración». Se dice que es bueno tener una «alta tolerancia a la frustración». Pero a mí no me gusta mucho este término porque alude a «soportar» o «sufrir», y con el ejercicio que yo propongo no se sufre sino que se goza. Se trata de abrirse a la posibilidad de disfrutar en una situación que, a priori, es incómoda. Por ejemplo, me siento muy bien ahora que he aprendido a hablarle a mi madre más alto y vocalizando. Sé que he aprendido una habilidad muy útil y me gusta practicarla.
Con la «alquimia de la incomodidad» buscamos transformar la «incomodidad» en «comodidad», no solamente «aguantar». ¡Pensemos que todo está en la cabeza! Una lectura diferente de la misma situación la cambia totalmente: levantar pesas en el gimnasio es un hobby; picar piedra en la carretera es un castigo. Los seres humanos tenemos la opción de transformar cualquier experiencia. Hagamos uso de ese poder. Abajo la «tolerancia a la frustración» y arriba «el disfrute de las situaciones que ya no son incómodas».
MANIFIESTO SOBRE LA INCOMODIDAD
Me gustan los manifiestos. Son declaraciones de intenciones que nos ayudan a ordenar nuestros pensamientos y a mantener una actitud firme.
Entre los más emblemáticos de la historia está el que pronunció Martin Luther King en 1963, titulado «I have a dream» («Tengo un sueño»), en el que defendía su posición frente al racismo y su creencia en la igualdad. En su día, millones de personas suscribieron emocionadas sus opiniones y ello impulsó un maravilloso avance en los derechos humanos en todo el mundo.
Mi padre me ha contado muchas veces que, siendo joven, pudo ver en televisión la retransmisión del discurso «I have a dream». Aunque era ajeno a los problemas raciales de Estados Unidos, le impactó aquel pastor negro que, desde Washington, declaraba que el amor está por encima de todo. Ese discurso determinaría para siempre sus valores al respecto.
De la misma forma, nosotros podemos redactar o suscribir un manifiesto a favor de la alquimia de la incomodidad. Sería algo así:
MANIFIESTO SOBRE LA (IN)COMODIDAD
Hoy y para el resto de mi vida, apuesto por una vida plena y con sentido, hermosa y llena de pasión.
Desde ahora me comprometo a tomar el milagro de la vida como venga: con frío o calor, sol o lluvia, tormentas de nieve o tornados.
Quiero tener la vida del viajero que explora, aprende y se empapa de alegría.
Si hace calor, le daré la bienvenida al clima y celebraré la llegada del verano. Sudaré alegre en pos de aventuras que remojaré en poemas intensos. Como si estuviese en Indonesia cual intrépido Indiana Jones.
Si estoy en un lugar feo y pobre, imaginaré que soy un activista que trabaja para mejorar el barrio: un apasionado voluntario que aporta amor y belleza a todas las personas que allí habitan. Y ese lugar será amado por mí. ¡Habrá mucha gente fantástica con la que conectar y las molestias estéticas serán minucias sin importancia!
Si el bullicio es grande, me daré cuenta de que puedo ser feliz también allí. ¡Los seres humanos no necesitan silencio para ser felices! Existe un interruptor mental que apaga los ruidos si no los tenemos en cuenta. ¡Puedo trabajar, conocer gente, amar a los demás... realizar infinidad de actividades valiosas! Entenderé que el ruido también es vida.
Esperas largas y pies cansados: agobio o felicidad, todo depende de mí. Puedo estar lleno de energía y amor y hacer cosas constructivas en todo momento.
Hoy y para el resto de mi vida, me apunto al club de las personas activas, alegres y apasionadas que apuestan por una vida emocionante y plena. ¡No quiero mucha comodidad: no la necesito! ¡Me espera mi mejor versión en el mejor de los universos posibles!
AYUNAR PARA FORTALECER LA MENTE
¡Qué bueno es eliminar cualquier vestigio de apego a la comodidad! Para ser como mi amigo Josan, el viajero; o como el mítico fotógrafo Robert Cappa, que retrataba la actualidad por todo el mundo. La alquimia de la incomodidad es tan buena que muchas tradiciones religiosas han diseñado ejercicios de renuncia programada.
Yo nunca he hecho ayuno, ni para adelgazar ni como práctica religiosa. Es decir, nunca he estado sin comer durante todo un día. Pero no se trata de nada descabellado. A veces renunciar al sexo, a beber alcohol, a salir por ahí... es beneficioso, porque con cada ejercicio de ayuno afinas la capacidad de gozar de otros placeres. Es como el fenómeno del ciego que desarrolla una audición prodigiosa: autolimitarnos en un placer nos abre a los otros goces.
Por eso, si queremos ser personas libres, y cada vez más completas, las renuncias programadas no vienen nada mal. Sólo por un día, en vez de sexo, tener amor fraternal; en vez de la tosca distensión del alcohol, practicar un instrumento musical; en vez de ir al cine, iniciar un estudio apasionante... ¡Uau! ¡Qué de placeres nuevos puede generar un poco de ayuno inteligente!
En este capítulo hemos aprendido que:
• Ser hipersensibles a la incomodidad nos convierte en cascarrabias y neuróticos.
• Todos podemos ganar insensibilidad a la incomodidad mediante el pensamiento adecuado: la comodidad no da la felicidad.
• Algunas estrategias para desensibilizarse a la incomodidad son:
a) Decirse que en cualquier circunstancia podemos hacer cosas valiosas.
b) Visualizar escenarios parecidos en los que esa incomodidad no importa.
• La clave para vivir una vida plena e intensa está en «disfrutar», no en «tolerar» las circunstancias.