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Sintonizarse en la armonía
Un joven acudió a un campamento de leñadores para pedir trabajo. El capataz, al ver que era fuerte, lo aceptó sin pensárselo. Podía empezar al día siguiente.
Durante su primer día en la montaña trabajó mucho y cortó decenas de árboles.
El segundo día trabajó tanto como el primero, pero su producción se redujo a la mitad.
El tercer día se propuso mejorar. Durante toda la jornada golpeó el hacha con toda su furia. Aun así, los resultados fueron muy inferiores.
Cuando el capataz se percató del escaso rendimiento del joven, le preguntó:
—¿Cuándo fue la última vez que afilaste tu hacha?
Y el joven respondió:
—No he tenido tiempo. ¡He estado atareado talando árboles!
En este capítulo hablaremos de una de las herramientas fundamentales de la psicología cognitiva, y también una de las más hermosas. Yo la llamo «sintonizarse en la armonía» y consiste en hacer un esfuerzo por apreciar lo que nos rodea.
Se trata de la tercera pata de la psicología cognitiva, tal y como vimos en el capítulo 2. Recordemos los tres pasos para ganar fuerza emocional:
1. Orientarse hacia el interior
2. Aprender a andar ligeros
3. Apreciar lo que nos rodea (o sintonizarse en la armonía)
Vamos a estudiar con detalle esta habilidad y a aprender a desarrollarla para impulsarnos en nuestra fortaleza emocional.
JOSEFINA, LUZ EN LA OSCURIDAD
Hace muchos años, cuando empezaba a ejercer como psicólogo, colaboré con una asociación de enfermos crónicos. Más bien de enfermas, porque el síndrome de Sjögren afecta mayoritariamente a mujeres maduras. Mi trabajo consistía en conducir una terapia grupal con las afectadas. La enfermedad de Sjögren produce una enorme sequedad en todas las mucosas —boca, ojos, piel—, fuerte dolor muscular y mucho cansancio, y hasta ahora no se conoce cura. Muchas mujeres aquejadas de Sjögren acaban deprimiéndose.
Recuerdo que cada semana me reunía con un grupo de ocho a diez mujeres, de entre cincuenta y sesenta años, alrededor de una gran mesa y hablábamos de estrategias mentales para ser feliz en la adversidad. Algunas eran positivas y alegres y otras eran todo lo contrario: quejicas profesionales. Pero nunca olvidaré a Josefina, que era una joya. Llevaba unas grandes gafas oscuras para evitar el dolor ocular y siempre mostraba una amplia sonrisa. Era una de las que tenía los síntomas más acentuados y, sin embargo, transmitía luz a las demás: siempre estaba radiante.
En nuestras charlas de grupo, Josefina solía decir cosas muy valiosas:
—Yo salgo todas las mañanas a ver salir el sol, aunque el Sjögren hace que tenga los ojos muy sensibles. Paseo por la playa y, muchas veces, me detengo delante del mar y lloro de alegría.
Esa pequeña mujer nos daba en cada reunión una lección de psicología positiva. Nos contó que «sintonizaba su mente» a diario para apreciar la belleza de la vida y daba gracias a Dios por lo que veía: los colores, el movimiento del mar, el cielo azul... Y atribuía claramente su bienestar emocional a ese trabajo personal. Todos los días, Josefina se iluminaba.
Todos podemos aprender a «iluminarnos» o sintonizarnos en la armonía, esto es, practicar ejercicios de contemplación o de apreciación del entorno que repercuten en nosotros de manera positiva:
• Nos sosiegan.
• Aumentan nuestros niveles de serotonina y dopamina.
• Nos llenan de alegría.
• Disipan nuestros miedos y neuras.
• Nos hacen comprender mejor los principios cognitivos de la salud mental.
ENSANCHAR LA MENTE
Me encanta la historia y en alguna ocasión he leído que los místicos practican ejercicios para «iluminarse» —como Josefina—. Como veremos, no existe mucha diferencia entre sintonizar con Dios y hacerlo con la naturaleza o con la belleza del mundo.
Teresa de Jesús, la famosa mística de Ávila, escribió hacia 1550:
¡OH, HERMOSURA QUE EXCEDÉIS!
¡Oh, hermosura que excedéis
a todas las hermosuras!
Sin herir, dolor hacéis,
y sin dolor, deshacéis,
el amor de las criaturas.
Oh, nudo que así juntáis
dos cosas tan desiguales,
no sé por qué os desatáis,
pues atado fuerza dais
a tener por bien los males.
Juntáis quien no tiene ser
con el Ser que no se acaba;
sin acabar, acabáis,
sin tener que amar, amáis,
engrandecéis nuestra nada.
Santa Teresa describe en este poema la apertura de mente que se experimenta cuando uno se encuentra en completa armonía consigo mismo y con el mundo. Hasta el punto, según dice de forma tan poética, de «tener por bien los males»; es decir, ser feliz pese a las adversidades.
APRENDIZAJE EXPERIENCIAL
Pero ¿en qué consiste específicamente el ejercicio de «sintonizarse en la armonía», «iluminarse», «apreciar lo que nos rodea»? Lo podríamos definir como una práctica para asumir un talante no terribilizador, pero desde la experiencia más que desde la cognición y el debate racional.
Con la práctica de la armonía buscamos experimentar alegría en la situación actual, sin ninguna razón concreta. Sólo queremos disfrutar del presente. Y este ejercicio de disfrute de las pequeñas cosas implica que necesitamos muy poco para estar bien, y éste es uno de los principios de la terapia.
Algunas formas de experimentar esa sintonía son:
• Pasear por la ciudad contemplando su belleza: arquitectura, iluminación, etc.
• Caminar en medio de la naturaleza con la misma actitud contemplativa.
• Escuchar música y apreciarla con deleite.
• Regodearse en pensamientos agradables.
• Trabajar disfrutando del momento: tratar de hacerlo bien y de forma elegante.
• Tener una conversación agradable y apreciarla.
• Disfrutar de las virtudes personales: ser atento con los demás, ordenado, honesto...
• Disfrutar del arte.
Sintonizarse es ejercitarse todos los días en alguna de estas actividades y sentir el placer que conllevan, con el compromiso de orientarse en la vida hacia el disfrute y erradicar la terribilización, la necesititis y la queja.
LOS PASEOS DE LA BUENA SINTONÍA
La psicología cognitiva nos enseña que los estados emocionales son como canales musicales que sintonizamos. Muchas veces nos quedamos pegados a canales negativos, pero podemos cambiar y sintonizar con los canales del buen rollo, de lo armonioso.
Yo practico senderismo desde hace mucho tiempo y es una de las actividades más desestresantes que conozco. Después de caminar durante horas en medio de la naturaleza, sin ningún propósito salvo el de ir de un lugar a otro, uno se relaja casi por completo. Por muy nerviosos que estemos, la charla en buena compañía, los colores y sonidos de la naturaleza, el ejercicio pausado... nos pacifican.
Cuando estamos estresados, acelerados, temerosos o neuróticos es porque estamos pegados al canal equivocado. Se trata del canal de la lucha, del «deber» y de la queja. En ese momento nuestra tarea consistirá en sintonizar otro canal y ahí nos ayudará la búsqueda de la poesía que hay a nuestro alrededor. ¡Y siempre la hay!
En ese sentido, mis pacientes aprenden a dar paseos para sintonizarse. Aprovechando esa cualidad desestresante que tiene el caminar, recorren la ciudad contemplando la belleza de los edificios, los gigantescos árboles, gozando de la brisa, escuchando música por los auriculares...
El siguiente poema de la Antología de poesía española de Juan Ramón Jiménez debió de ser fruto de uno de esos paseos armoniosos. En él canta extasiado al álamo, sorprendente árbol que parece bañado en plata. (En Madrid hay un ejemplar majestuoso en el jardín botánico, junto al Museo del Prado.)
AL ÁLAMO BLANCO
Arriba canta el pájaro y abajo canta el agua.
(Arriba y abajo, se me abre el alma.)
Entre dos melodías la columna de plata.
Hoja, pájaro, estrella; baja flor, raíz, agua.
Entre dos conmociones la columna de plata.
(Y tú, tronco ideal, entre mi alma y mi alma.)
Mece a la estrella el trino, la onda a la flor baja.
(Abajo y arriba, me tiembla el alma.)
Cuanto más sintonicemos con los canales de la armonía, más sanará nuestra mente. Cuantas más jornadas de paseo para la sintonía llevemos a cabo, mejor nos sentiremos. Paso a paso, esta labor pacificadora irá haciendo su trabajo.
UNA PASTILLA AL DÍA
En una ocasión, hace muchos años, conocí a una persona que me habló de los paseos para la sintonía y ahora, escribiendo estas líneas, me acuerdo de él. Entonces yo acababa de salir de la universidad y trabajaba temporalmente en una fábrica como técnico de Recursos Humanos. El lugar se hallaba en una zona remota de Zaragoza, a las afueras de un pueblo llamado Mequinenza. Alrededor de la fábrica, todo eran campos y colinas, y había un inmenso lago.
Un mediodía de agosto, en la pausa para comer, Tomás y yo nos pusimos a charlar. Él tenía unos cincuenta años, unos kilos de más y la tez bronceada. Trabajaba como ingeniero técnico a cargo de las máquinas de la fábrica y siempre —siempre— desprendía tranquilidad y alegría. Aquel día hablábamos del estrés y de la salud mental en el seno de una empresa grande como aquélla y dijo:
—Yo, desde hace muchos años, antes de entrar a trabajar me doy un buen paseo por los campos. Me fijo en los frutos, cómo están y cómo crecen, respiro el aire puro y recargo pilas.
—¿Y cuánto duran esos paseos? —pregunté.
—Como mínimo, media hora. Aunque casi siempre tardo una hora.
No por casualidad, Tomás parecía el tipo más feliz de la empresa.
EL MILAGRO DE LAS PEQUEÑAS COSAS
Otra forma de experimentar que la vida es maravillosa y que necesitamos muy poco para ser felices es afinar nuestra capacidad de apreciar lo pequeño. Es lo que en el capítulo 2 llamé la práctica del wabi-sabi. Y es que se podría decir que la fortaleza emocional y la felicidad se hallan en las pequeñas cosas de la vida: una copa de vino, un artículo bien escrito, una siestecita después de comer, una ráfaga de aire fresco por la mañana...
Con frecuencia, cuando un paciente está muy ansioso o deprimido —quizá hundido— le pido que lleve a cabo muchas prácticas de apreciación de las pequeñas cosas: que se tome una copa de buen vino, que se dé un paseo por una zona agradable, que se obsequie con pequeños placeres y que los intente saborear con intensidad, como los milagros que son. En cuanto lo empiezan a hacer, se liberan un poco de la losa que llevan encima.
¿Nos hemos preguntado alguna vez por qué en la tradición cristiana se reza antes de las comidas? ¡Es un ejercicio racional buenísimo! Se agradecen las cosas básicas como los alimentos con el objetivo de apreciarlas, de vivirlas con intensidad, de convertirlas en puntales de nuestra felicidad. Pero las personas más fuertes y felices que he conocido no sólo agradecen la comida del día sino también hechos más esenciales que suelen pasar inadvertidos, por ejemplo ¡el que haya aire en la atmósfera, luz o color! Recuerdo que en una ocasión, una gran amiga mía, monja católica, me decía:
—¿Te das cuenta de lo afortunados que somos por estar vivos y poder apreciar la luz?
—¡Sí! —apunté—. Y además éste es un momento precioso porque en un futuro, cercano o lejano, tanto la Tierra como nosotros habremos dejado de existir.
En Japón existe una tradición literaria que alude a esa apreciación de las pequeñas cosas: los haiku o pequeños poemas que cantan las maravillas de lo que nos rodea. No tienen por qué rimar y versan sobre experiencias minúsculas experimentadas como hermosos milagros.
Ahí va un haiku del monje budista Onitsura, compuesto en el siglo XVII:
«Ven, ven», le dije,
pero la luciérnaga
se fue volando.
O, de la misma época, otro del monje Buson:
Noche corta de verano:
entre los juncos, fluyendo,
la espuma de los cangrejos.
Y un último haiku de la famosa poetisa Tatsuko:
Blancos los rostros
que observan
el arcoíris.
Hay pocas cosas tan terapéuticas como componer un pequeño poema al día. Porque el wabi-sabi —apreciar las pequeñas cosas— es un acto que encierra toda la sabiduría de la psicología cognitiva.
PÓSITS POR LA PARED
Existe una palabra que expulsé de mi vocabulario hace tiempo: «despachar». La empleamos en el sentido de «liquidar temas» para pasar a otros, pero el problema es que «despachando» es como los seres humanos perdemos la vida tontamente, porque dejamos de saborearla. Haciendo las cosas mecánicamente nos lanzamos a una carrera descabezada hacia ningún lugar.
El maravilloso juego de la vida transcurre en el presente. Nuestra enorme capacidad de disfrutar se halla aquí y ahora, en las tareas cotidianas, en nuestra habilidad para apreciar y ponerle pasión a todo. Pero frecuentemente nos olvidamos de ello. La mente humana, sobre todo en las grandes ciudades, tiende a ir muy deprisa por la absurda razón de que todo el mundo lo hace. Nos metemos sin darnos cuenta en una carrera de locos. Nos ponemos a hacer cosas pensando: «A ver si acabo rápido con todo esto para después pasarlo bien». Pero después estamos tan fatigados, acelerados o hastiados que ya no tenemos la disposición adecuada para disfrutar.
Para no desperdiciar la vida corriendo disponemos de «herramientas recordatorias». El monje budista Thich Nhat Hanh es el fundador de un conocido monasterio en el sur de Francia llamado Plum Village. Este monje vietnamita, poeta y activista por la paz, trajo de su país natal una gran campana que se puede oír desde cualquier punto del lugar. En momentos inesperados del día, más o menos cada media hora, alguien se turna para hacerla sonar. Se trata de un «gong» hermoso pero penetrante, que tarda unos largos segundos en extinguirse. ¡Goooong! Y todos saben que es el momento de detenerse, inspirar y espirar y decirse: «Oigo la campana. Este maravilloso sonido me trae de nuevo a mi verdadero hogar». El cocinero del monasterio abandona los cuchillos un instante; el administrativo aparta la mirada del ordenador; el profesor calla y los estudiantes dejan de escuchar. En ese momento todos renuevan su compromiso de realizar sus tareas con amor y hermosa intensidad.
En mi consulta de Barcelona tengo una costumbre parecida a la del gong del Plum Village. Por las paredes, sobre el ordenador, en la mesa... cuelgo pósits con llamadas de atención: «¡Concéntrate en este paciente!», «¡El disfrute está aquí, ahora!», «¡Justo esta tarea es la más gloriosa!», «¡Nada de despachar!», «¡Ahora sé feliz!»...
Todas esas notas me recuerdan que mi gran momento es el presente: a las doce del mediodía, delante del ordenador, escribiendo un artículo. O a las cinco de la tarde, justo antes de recibir a un paciente. ¡O a la hora de comer, mientras paladeo un delicioso vino! En todos y cada uno de esos momentos me comprometo a trabajar con el máximo disfrute, atención y pasión. ¡No después! ¡Ahora!
Los ejercicios de atención al presente son muy útiles a la hora de sintonizarse en la armonía, y no por casualidad ocupan un lugar destacado en todas las tradiciones espirituales. Los monjes cristianos cesan todas sus tareas, siete veces al día, para orar o meditar y centrarse en lo esencial, que no es otra cosa que la felicidad.
COMPROMISO TOTAL CON LA ALEGRÍA
Cuando era pequeño estudié en los Salesianos de Horta y allí todos los días se llevaba a cabo un ritual bastante saludable: antes de entrar en las aulas, a primera hora, formábamos en el patio y se cantaba una canción religiosa: «Alegre la mañana que me habla de ti». La verdad es que la canción le iba al pelo a aquellas espléndidas mañanas mediterráneas de Barcelona: luz brillante, cielo azul, aromas del campo colindante.
Esa canción era como un manifiesto personal por el que nos comprometíamos a manejarnos en la vida a través del goce y la apreciación de nuestro entorno. ¡No estaba nada mal!
Y en la edad adulta, cualquier día que nos apetezca, podemos componer nuestro propio manifiesto en defensa de la felicidad. Sería algo así:
MANIFIESTO POR LA FELICIDAD
Me comprometo hoy
y el resto de mis días
a vivir con pasión,
a apreciar lo que me rodea,
a valorar las cosas pequeñas.
Alejaré las quejas de mi mente
ya que no sirven para nada.
Me olvidaré de mis carencias
y me concentraré en lo que poseo
y en mis oportunidades futuras.
Redoblo mi compromiso hoy
de amar a mi entorno,
de trabajar con atención,
de poner todo de mi parte,
de agradecerle a la naturaleza sus regalos.
Viviré con poesía.
Dejaré las necesidades absurdas de lado.
Encontraré la belleza en cada cosa.
Me trataré con cariño a mí
y a los demás.
Todos los días
amor y pasión,
reconocimiento y hermosura,
inundarán mi mente
y todas mis acciones.
COMPROMISO CON LA BELLEZA
Cuando uno se adentra en los terrenos de la racionalidad capta que la vida es hermosa y que nosotros, los seres humanos, tenemos una capacidad enorme para apreciarla.
Cuando alcanzas un nivel de bienestar emocional profundo puedes extasiarte ante el brillo de los rayos del sol en una mañana de primavera, las formas rectangulares de un edificio hermoso, un gesto cariñoso de alguien por la calle... Es el momento en el que uno está genial en su propia piel y en este mundo.
La gente que se encuentra con frecuencia en ese estado de «éxtasis vital» tiene tendencia a intentar crear belleza a su alrededor. La misma que los arquitectos de antes ponían en sus proyectos. La misma que la pedagoga Maria Montessori buscó para fundar sus escuelas racionales. La misma que los artesanos empleaban en sus creaciones. Los iluminados captan la belleza y se sienten impelidos a producir más hermosura en un ciclo parecido al de la lluvia y la evaporación de los mares.
Este compromiso con la belleza hace reverberar nuestra racionalidad, la propulsa, la aumenta y la fija en nuestra mente. Si todos los arquitectos del mundo tuvieran ese compromiso, el mundo sería un sitio mejor. Si todos los profesores, policías o psicólogos lo hicieran, habría mucha menos neurosis y mucha más alegría y plenitud.
Esta actitud es uno de los aspectos de la terapia cognitiva que hay que practicar, cultivar y renovar. Intentar impregnar todo lo que hacemos. Que se refleje en nuestra apariencia, en nuestro modo de relacionarnos. Requiere compromiso, pero ¡se trata de un esfuerzo muy placentero! El compromiso con la belleza también contribuye a que dejemos de preocuparnos.
Recuerdo una anécdota que me contó un buen amigo, empresario y practicante de yoga y meditación budista. Un día estaba reunido con una de sus empleadas, una colaboradora directa muy eficiente, una chica joven. Ella estaba nerviosa por una negociación que estaba llevando a cabo con uno de sus socios más importantes. Mi amigo le dijo:
—Pero deja de preocuparte, Laura. Aquí sólo trabajamos para disfrutar.
Si nuestra actitud está orientada a la producción de belleza, desaparece el estrés porque dejamos de trabajar por dinero o para conseguir resultados materiales.
¿Acaso hay algo mejor en la vida que producir belleza? Una vez cubiertas las necesidades básicas —las únicas que existen—, ¿para qué vamos a malgastar el tiempo trabajando? Lo único que vale la pena es ir directamente hacia la felicidad y la plenitud mediante la producción de hechos hermosos. Eso nos llenará la vida como ningún otro bien podría hacerlo.
¡LA VIDA ES MUY INTERESANTE!
A muchas personas les aqueja la neura de que la vida no es interesante. A esa neura la llamo «el síndrome de las gafas oscuras» porque es como si llevasen puestas unas gafas de sol que hacen que lo vean todo en blanco y negro, cuando en realidad las cosas son de colores maravillosos.
Puedo afirmar con rotundidad que la vida es superdivertida y emocionante siempre. ¿Por qué? Es simple: porque lo es para muchos miles de seres y ¡no son extraterrestres! Son iguales a los demás; la única diferencia es que saben ponerse las gafas adecuadas, saben activar la diversión interior.
Y tengo otra prueba. Mi propia experiencia. En la actualidad, a mis cuarenta y cinco años, cada día gozo más de la vida. La gente suele decir que la etapa más emocionante de la vida es la juventud, pero me he dado cuenta de que no es verdad. Lo mejor de la vida viene en el momento en el que empiezas a pensar bien. Los abuelos también tienen algo que decir al respecto. Si les preguntamos, nos aconsejarán que aprovechemos cada instante. Para empezar, ¡ellos nos ven demasiado jóvenes! Y al final de su vida se dan cuenta de que cada minuto es apasionante.
Yo he tenido la suerte de ser amigo del intelectual catalán Josep Maria Ballarín, sacerdote moderno, escritor y hombre genial. A sus noventa y cuatro años, tuvimos el siguiente diálogo en su casa del Pirineo, una tarde de invierno, frente a una botella de coñac:
—Si volviese a nacer, Rafael, ¡todavía viviría más apasionadamente! ¡Haría más viajes por el mundo, mi entrega religiosa sería más intensa, produciría más arte...! Ay, amigo, te encomiendo que tú actives esa pasión por mí, en tu propia vida.
—¡Joder, Josep Maria! ¡Si tú ya has vivido una gran vida! No creo que yo llegue a tu nivel —respondí con la vehemencia característica de nuestros encuentros etílicos.
—¡No digas eso, amigo mío! Concéntrate en tus tareas y llévalas a cabo con toda tu pasión. Dentro de nada serás tan viejo como yo y estarás pasando revista a tu historia. La vida es un milagro que transcurre muy rápido.
Sus palabras me acompañan siempre y me recuerdan las de otros tantos hombres y mujeres sabios, como Martín, un barcelonés de noventa años que estuvo en un campo de exterminio nazi. El diario La Vanguardia le hizo una entrevista y contaba que después de ser liberado por los norteamericanos vivió unos años apasionantes en Viena y en París, antes de regresar a España. Martín explicaba cómo todas las penurias que vivió en la guerra y la cercanía con la muerte le llevaron a ser consciente del milagro de la vida: de eso mismo que hablaba Ballarín. Y que al salir del campo, se comía la vida: perdió todos los miedos y se lanzó a conquistar su existencia. Y desde entonces había vivido así: de forma fulgurante.
Hace tiempo vi una película en televisión que enseñaba esa misma lección: que la vida es una oportunidad única y que depende de nosotros aprovecharla. Se trataba de una ficción en la que a un abuelo le sucedía algo extraordinario: ¡recuperaba durante un tiempo su juventud! Sólo su nieto sabía que el abuelo había vuelto a ser joven. El joven-viejo, alucinado por la nueva oportunidad, se lanzaba a vivir sin tapujos y sin miedos y se convertía en el muchacho más popular del lugar. La lección para su nieto era clara: el ser humano olvida con facilidad que estamos de paso y que esto dura muy poco. Si lo recordamos todos los días, a todas horas, nos dejaremos de falsas limitaciones y absurdas quejas y nos pondremos a bailar sobre la tarima de la vida.
¡Sí, esto es una fiesta! Y la música suena para todos: sólo hay que saber escucharla.
En este capítulo hemos aprendido que:
• «Sintonizarse en la armonía» es concentrarse en apreciar las pequeñas cosas y la belleza del entorno.
• Esta sintonización produce bienestar pero también nos sitúa en una lógica racional. Implica no quejarse y ser feliz con poco.
• Las «herramientas recordatorias» son campanas, cartelitos o lo que sea que nos recuerde que hay que ponerle pasión a todo.
• Entonar todos los días un manifiesto por la alegría nos ayudará a encontrarla.
• Intentar producir belleza en todas nuestras acciones incrementará nuestro nivel de felicidad.
• Si nos ponemos en la piel de un anciano, comprenderemos que la vida es siempre muy interesante y nos está esperando.