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Nueva conflictología
Un religioso derviche y su discípulo se hallaban caminando por una tranquila carretera. A lo lejos, distinguieron una nube de polvo: un elegante carruaje tirado por cuatro caballos blancos venía a toda velocidad. A medida que se aproximaba, se dieron cuenta de que el vehículo no frenaba ni se apartaba del centro de la vía. En un minuto lo tuvieron encima, así que saltaron a una zanja. Cuando se levantaron, vieron cómo el carruaje se alejaba levantando más polvo, esta vez sobre sus ropas.
El discípulo pensó en lanzarles una maldición, pero antes de que pudiera hacerlo, el maestro se adelantó y dijo:
—¡Que vuestra vida os colme de felicidad!
El joven, sorprendido, preguntó:
—¿Por qué le deseáis felicidad a esa gentuza? ¡Por poco nos atropellan!
—¿Piensas de veras que si fuesen felices irían por ahí molestando a los demás? —respondió sereno el maestro.
Hace tiempo tuve un conflicto con uno de mis familiares más queridos. Fue importante para mí porque, aunque somos primos, desde niños Francesc y yo hemos sido como hermanos. Nuestros maravillosos veranos en Lleida estarán siempre en mi memoria: aprendimos juntos a montar en bicicleta y tuvimos una cabaña secreta en el bosque; y, ya en la adolescencia, descubrimos las correrías nocturnas y los romances con las chicas...
El asunto es que mis abuelos nos legaron un piso a todos los nietos. Se trataba de su vivienda habitual, que, por una razón burocrática, habían puesto a nombre de Francesc. Cuando fallecieron, todos estuvimos de acuerdo en venderlo excepto Francesc, que se opuso. Y tenía la potestad de hacerlo. Aunque el testamento decía que los abuelos nos dejaban la propiedad a todos, legalmente el piso no nos pertenecía pues estaba a nombre de mi primo.
Cegado por la avaricia y sirviéndose de algunas excusas baratas, Francesc asumía que aquella propiedad era suya. Incluso sus padres —mis tíos— estaban avergonzados por su maniobra. Todos los nietos reaccionamos con rabia e indignación ante el «robo» legal de nuestro primo, pero él se mostraba más que dispuesto a romper relaciones. Llegó a decir:
—Aquí todo el mundo va a lo suyo y yo no voy a ser menos. Mi verdadera familia son mi mujer y mi hijo; nadie más.
En ese momento se habló de llevar a Francesc a los tribunales y retirarle la palabra. ¿Cómo podíamos seguir relacionándonos con semejante egoísta, capaz de robar a sus seres queridos?
En un primer momento yo me sumé a la propuesta guerrera. Incluso puse sobre la mesa el nombre de un abogado que conocía. Pero, gracias un golpe de racionalidad, pude virar hacia una perspectiva totalmente diferente. Los principios cognitivos de «aceptación incondicional de los demás» y «el poder de la renuncia» me hicieron ver una salida no-violenta que, además de darnos más probabilidades de éxito, nos iba a hacer más fuertes a todos.
La solución pasaba por lo siguiente. Le íbamos a escribir todos a Francesc una carta mensual en la que le decíamos más o menos lo siguiente:
Querido Francesc:
Eres una persona maravillosa. Tu interior está lleno de belleza. Te amo.
Hoy te escribo con relación al tema de la herencia de los abuelos. ¿No sería mejor repartirla entre todos los nietos como deseaban ellos? A todos a veces nos entra la locura y una parte oscura de nuestra mente nos pide cometer una injusticia. Lo sé porque yo soy el primero a quien le ha sucedido. Y te confieso que robé. Pero, tarde o temprano, descubrimos que la honestidad radical nos hace más felices y da mejores resultados.
Pero ahora viene la parte más importante de esta carta: créeme, Francesc, que si no puedes ver este asunto como yo, te juro que te querré igual porque tu amor es mucho más importante que ese dinero. Y estaré siempre a tu lado. Incluso más.
¡Cómo se quedaron mis hermanos y primos cuando les mostré esta carta! Se pensaron que me había estado drogando o que había ingresado en los Hare Krishna. O las dos cosas a la vez.
Pero lo interesante es lo que sucedió después. Yo fui el primero en enviar la epístola racional y, al cabo de un mes, mi tío, el padre de Francesc, me llamó por teléfono.
—Hola, Rafael. ¡No sabes lo que ha sucedido! Hace un par de días, Francesc me citó en el despacho del notario. No quiso decirme para qué. Cuando llegué, estaba todo preparado: el piso de los abuelos está ahora a mi nombre. Me ha encargado que lo venda al mejor precio y que reparta el dinero entre los nietos. Pero lo más fuerte es que él renuncia a todo. No quiere su parte.
—¿En serio? —dije sorprendido—. Pero no podemos admitirlo. Tenemos que darle su parte.
—Claro, así lo haremos. Se lo meteré en el bolsillo aunque sea a hostias. Francesc es un buen chaval, tú ya lo conoces, pero a veces se le va la olla. ¿Sabes? Después de estar en el notario fuimos a tomar una cerveza y me enseñó la carta que le habías enviado. Me habló de lo mucho que te quiere y el muy tonto se me puso a llorar.
Increíble, ¿verdad? Con la maniobra de la carta amorosa, en unas pocas semanas Francesc recuperó la cordura y todos aprendimos una gran lección de conflictología.
NUEVA Y VIEJA CONFLICTOLOGÍA
Existen cientos, quizá miles, de manuales sobre conflictología. Se trata de estudios sobre la resolución de conflictos: entre personas, entre organizaciones o entre naciones.
Yo he leído algunos pero no me han aportado gran cosa. Casi todos están basados en una visión del mundo equivocada o, al menos, poco funcional. Tienen buenas intenciones, pero se centran en lo que llaman un enfoque win-win, «ganar-ganar». Suena bien eso de «yo gano-tú ganas», y sin duda es mejor que «yo gano-tú pierdes», pero el enfoque que vamos a proponer aquí es netamente superior: mucho mejor para nuestra salud mental y mucho más eficaz. Se trata del enfoque: no win: love, «olvídate de ganar: ama».
Este nuevo enfoque —que en realidad es tan antiguo como las religiones— requiere que renunciemos a las ganancias materiales en favor del amor y que recojamos la cosecha a medio y largo plazo. Puedo asegurar que funciona en aproximadamente un 80 % de los casos y, además, otorga salud mental.
El enfoque win-win propone que, ante cualquier conflicto de intereses, pensemos con amplitud de miras y propongamos soluciones en las que ganen ambas partes. En el caso del asunto de la herencia, hubiese consistido en diseñar una propuesta con más elementos sobre la mesa para que mi primo cediese y, al mismo tiempo, sintiese que ganaba. Por ejemplo, proponiéndole vender el piso e invertir el dinero en un fondo de inversión común para ganar más dinero a largo plazo.
Las soluciones win-win no están mal, porque son más o menos resolutivas y no se centran en la venganza y la justicia. Pero siguen teniendo un problema: que alimentan la debilidad personal al darle demasiada importancia a lo material. Recordemos que los seres humanos nos hacemos débiles con la necesititis y fuertes con la renuncia.
Y, una vez más, puedo asegurar que el método no win: love es, paradójicamente, más provechoso que el win-win. Y ya no hablemos del método justiciero, el que prevalece en nuestra sociedad. Este enfoque, que consiste en exigir con fuerza los derechos de uno, sólo tiene un 20 % de eficacia y nos vuelve a todos agresivos y neuróticos.
PROHIBIDO EXIGIR
El método no win: love es el modelo de la «sugerencia», en contraposición al modelo de la «exigencia», y consiste en:
• No terribilizar jamás. No decirnos a nosotros mismos que no podemos soportar que el otro haga cosas deshonestas. ¡Claro que podemos! ¡Necesitamos muy poco para ser felices, y menos aún que todos nos traten bien todo el tiempo!
• Practicar la «aceptación incondicional de los demás». Es decir, amar a todo el mundo con sus defectos porque todos somos imperfectos y, al mismo tiempo, maravillosos.
• No activar la exigencia de unos y otros en una espiral de superexigencias continuas. Cuando nos exigen, nos entran deseos de exigir al otro en contraposición: «Tú me exiges que sea justo en esto y lo seré el día que tú lo seas en lo otro». En cambio, cuando nos sugieren con amor, nos abrimos al cambio.
• Activar la buena pedagogía y el divertido arte de la persuasión.
• Resolver los conflictos sin coste emocional y sin emplear la fuerza. Al contrario, es mejor sentir que disfrutamos del proceso, aprendemos y crecemos.
Revisemos un momento el estilo tradicional de resolución de conflictos, que no es el enfoque win-win que describíamos antes. Se trata del enfoque justiciero o «método John Wayne» y consiste básicamente en exigir al otro que se comporte de una forma decente. O cambia de actitud o le obligaremos a hacerlo. Y si no podemos obligarle, tranquilo, que ya nos vengaremos. Y, por último, si la venganza no nos deja satisfechos, le abandonaremos. El motor del enfoque justiciero es nuestro «no-lo-puedo-soportar»; la gasolina es el endiosamiento del concepto de justicia, y el lubricante, el miedo a la renuncia.
Por el contrario, el enfoque de la sugerencia (no win: love) o «método Dalái Lama» consiste en intentar convencer con amor, activando previamente nuestra renuncia. Este enfoque es mentalmente empoderante porque asume que no necesitamos que el otro cambie para ser felices, no necesitamos que nos trate bien o con justicia. Si lo hace, habremos ganado un amigo más justo; si no lo hace, le querremos igual. No hay enfado o decepción.
En un principio, mis primos y hermanos no entendían el método de la sugerencia y me preguntaron:
—Pero si Francesc pasa de esas notas y no reparte el piso, ¿qué haremos?
—Quererle igualmente, porque no necesitamos que él sea de otra forma —respondí.
—¿Y ya está? ¡Eso le encantará! ¡Es como darle la razón! —gritó mi hermano Gonzalo rojo de rabia.
—No, ¡qué va! No le daremos la razón porque, hasta que no cambie de opinión, le iremos enviando esas notas: indefinidamente —apunté.
—Pero si le insistimos tanto con las notitas quizá nos retire la palabra —apuntó Belén, la hermana de Francesc, preocupada por si la relación se estropeaba aún más.
—Eso ya es cosa suya, pero nosotros le amaremos igual. Si nos rechaza por nuestra pedagogía amorosa será una lástima, pero nosotros siempre le abriremos nuestros corazones —concluí.
GANDHI Y LA NO-VIOLENCIA
Hace bastantes años descubrí el pensamiento de Mahatma Gandhi. Leí su autobiografía y me quedé fascinado por ese pequeño hombre que, pese a ser un prestigioso abogado, vestía con un taparrabos y una sábana blanca, las ropas de los pobres en la India.
Gandhi llamó a su filosofía la «no-violencia» y lo que proponía, muy resumidamente, era responder a la injusticia con amabilidad; al maltrato, con cariño. Al mismo tiempo, llevar a cabo una intensa labor pedagógica para enseñarle al otro la superioridad de la cooperación por encima del egoísmo. Con esa estrategia, Gandhi logró algo asombroso: la independencia de la India frente a una violenta Gran Bretaña sin disparar un solo tiro. Pero lo más importante no fue eso, sino que logró pacificarse a sí mismo y alcanzar un nivel de plenitud superior.
Según Gandhi, la no-violencia empieza por comprender que las personas llevamos a cabo acciones deshonestas sólo por confusión o locura. En ese sentido, cuando somos egoístas nos parecemos a un niño de cuatro años que se comporta de forma egocéntrica. Tenemos que madurar.
Recuerdo que en una ocasión le pregunté a una paciente que tenía un conflicto con su hermana:
—¿Qué le dirías a un niño que no quiere repartir el pastel con sus invitados a la fiesta?
—Eso es fácil. Que si se come todo el pastel en un rincón, no gozará tanto como compartiéndolo con sus amigos. Y también que si él reparte ahora, sus amigos le invitarán a sus fiestas después, con más pasteles y más diversión —me dijo riendo.
—Pues tu hermana está siendo una niña de cuatro años que todavía no conoce las ventajas de la cooperación. Pero podemos mostrárselas. Si lo comprende, seguro que cambia —añadí.
TODOS SOMOS UNOS TRASTOS
Érase un escorpión detenido frente al cauce de un río. Estaba ansioso por cruzarlo pues se dirigía al baile anual de los escorpiones. Un rayo de esperanza iluminó su mente cuando vio una rana flotando sobre las aguas, encima de una gran hoja de roble.
—Amiga —dijo—, ¿puedes ayudarme a cruzar? Si me llevas en tu espalda, será sólo cuestión de un par de saltos.
—¡¿Qué?! ¡Todavía no me he vuelto loca! Tú eres un escorpión. Si te subo, me picarás con tu mortal aguijón.
—¡Claro que no! ¿Cómo se te ocurre? Si lo hiciese, morirías y nos hundiríamos los dos.
La rana, después de pensarlo un poco, accedió. El escorpión parecía un tío majo. Así que dejó que se posase sobre su resbaladiza espalda y empezaron a cruzar el río.
Cuando llegaron a la mitad del trayecto, en una zona turbulenta, el escorpión se puso todo rojo, alzó su aguijón y después se lo clavó a la rana, bien hondo.
La rana sintió cómo el veneno penetraba por sus venas y se le iban las fuerzas. Sólo le quedaba un suspiro y quiso preguntar:
—¿Por qué lo has hecho? ¡Nos vamos a hundir los dos!
El escorpión, nervioso ante su inminente muerte, respondió:
—¡Maldición! ¡Porque ésa es mi naturaleza!
La filosofía de la no-violencia implica reconocer que todos cometemos fallos porque ¡ésa es nuestra naturaleza! De hecho, si fuésemos perfectos, la vida no tendría gracia; sería extraña y aburrida.
En efecto, nuestra vida está salpicada de errores: egoísmo, salidas de tono, celos, agresividad absurda... Incluso intentando ser siempre bondadosos, cometemos injerencias indeseables. En ese sentido, el genial Oscar Wilde dijo: «Con las mejores intenciones se cometen los peores desastres».
Pero nada de todo eso es crucial para la felicidad de nadie. En realidad, son niñerías. En el ejercicio de mejorarse, descubrimos nuevas maneras de vivir, más auténticas, hermosas y emocionantes. El error es una oportunidad maravillosa de crecimiento continuo.
Cuando nos ponemos exigentes, creemos absurdamente que los fallos del otro son intolerables mientras los nuestros sólo son minucias. Somos muy transigentes con nosotros mismos e implacables con los demás. Con frecuencia nos decimos: «¡Yo jamás haría eso!», para acentuar la importancia del pecado del otro. Y no caemos en que estamos siendo injustos: es normal que cada uno tenga fallos distintos; lo raro sería lo contrario.
Es cierto que mi primo Francesc era capaz de timar a toda su familia, y eso es algo que yo no haría nunca, pero una revisión sincera de mí mismo me dice que yo soy capaz de otros actos deshonestos: distintos, pero también inadecuados. Y ni él ni yo somos malas personas, sino niños de cuatro años a los que aún les queda mucho por aprender. Quizá juntos, si aplicamos mucha pedagogía amorosa, seamos capaces de llegar lejos en la carrera de la generosidad.
Ése es el principio de la Aceptación Incondicional de los Demás (AID): que todos somos buenos por naturaleza y, cuando no lo somos, es por locura o desconocimiento. Somos infantiles o se nos ha ido la cabeza. O las dos cosas.
La AID es muy importante en psicología cognitiva porque sólo con ella podremos tener «aceptación incondicional de uno mismo», esto es, tratarse con cariño a uno mismo cuando se falla. No fustigarse estúpidamente ante los errores es básico para tener una autoestima fuerte. Y sólo seremos amables y pedagógicos con nosotros mismos cuando lo seamos con los demás. Las personas que castigan también se castigan a sí mismas, y al contrario.
De hecho, convencí a mi familia de emplear el enfoque de la sugerencia con el argumento de que esa estrategia nos haría fuertes y felices a nosotros en primer lugar.
—Tratar con cariño a Francesc, suceda lo que suceda, hará que nos tratemos con cariño a nosotros mismos cuando fallemos —dije en la reunión familiar.
—Pero ¿y si no cambia nunca? —me preguntaron.
—Mala suerte, pero habremos hecho algo importante por nosotros mismos.
EL CURA DE LOS MALOS
Hace tiempo vi una entrega del programa de televisión Salvados en el que se mostraba un ejemplo impresionante de AID. El programa llevaba por título «¿Qué pasa después de la cárcel?» (está colgado en YouTube) y la parte que me fascinó fue la entrevista al sacerdote Josep Maria Fabró. Me quito el sombrero ante él.
La tesis del programa era que el sistema penitenciario no funciona porque está diseñado para castigar y no para rehabilitar, como demuestra el altísimo índice de reincidencia. Y, para demostrarlo, se esgrimía una serie de argumentos.
Pero luego el presentador, Jordi Évole, entrevistó a Josep Maria Fabró y las cosas tomaron un derrotero mucho más profundo. Y es que este sacerdote es una de las pocas personas que comprende la importancia del concepto de la AID. Quizá en todo el mundo. Jordi Évole acudió a la vivienda de Josep Maria en Martorell, un pueblo industrial de las afueras de Barcelona. El diálogo que mantuvieron, de forma resumida, fue el siguiente:
JORDI ÉVOLE: ¿Qué es esta casa en la que estamos?
JOSEP MARIA: Es una casa de acogida de personas que han cumplido una condena de cárcel y no tienen adónde ir.
J. É.: ¿Y cuánto tiempo están aquí?
J. M.: Se trata de algo temporal: cinco o seis meses; aunque muchas veces se convierte en mucho más. Pero, en principio, este hogar está pensado para que la persona pueda situarse en la sociedad, encontrar un empleo...
J. É.: ¿Y cómo escoge a los que pueden venir a vivir con usted? Porque sólo dispone de seis plazas.
J. M.: ¡Yo no los escojo! Son los servicios sociales de la cárcel que me llaman y me dicen: «Josep Maria, tenemos a esta persona que no tiene adónde ir y será muy difícil encontrarle un sitio...». ¡Y aquí acogemos al que sea, al que nos pidan!
J. É.: ¿Y por qué no tiene ningún problema en acoger al que le pidan?
J. M.: Porque si tuviéramos problemas se caería por sí sola la condición de esta casa. No podemos decir: «A éste no lo quiero; a aquél tampoco porque es demasiado malo».
J. É.: Pero esto le habrá traído problemas...
J. M.: ¡Claro! Aquí ha pasado de todo. Personas que han bebido y que han destrozado la casa... Una vez, uno tuvo una sobredosis. En fin...
J. É.: Usted, padre, ¿acogería en esta casa al que llaman «el Loco del Chándal»?
J. M.: ¡Sí! Claro. Además, lo conozco desde que era crío y empezó a entrar en prisión. Es de por aquí.
J. É.: Pero a ese tipo de personas, la gente los rechaza.
J. M.: Sí, lo sé. Hace poco ha habido una manifestación en su contra y le gritaban: «¡Hijo de puta!, ¡asesino!, ¡violador!». Pero ¿qué sentido tiene todo eso?
J. É.: Los vecinos de Martorell se quejan de que «el Loco del Chándal» no está rehabilitado y que es un peligro.
J. M.: Es verdad que se negó a recibir ninguna terapia y seguramente sea un peligro. Pero, ahora que ha cumplido su condena, ¿hemos de echarle una mano o no? ¿Le hemos de ayudar o nos negamos? Si hacemos eso, le condenamos una segunda vez. Yo a estas personas les veo la cara y lo único que entiendo es que hay que darles la mano como sea. Y darles la mano tiene su riesgo, claro.
J. É.: Mire, padre, imagine que una víctima de uno de estos delincuentes se encuentra con usted y le dice: «A mí me parece mal que ayude a ese que a mí me hizo tanto daño. Porque es una mala persona». ¿Usted qué le diría?
J. M.: Pues que si es mala persona, tengo más motivos para seguir queriéndole ayudar y estar a su lado.
J. É.: ¿Todo el mundo merece una segunda oportunidad, aunque no esté rehabilitado y haya cometido el crimen más horroroso?
J. M.: Claro que sí. Otra oportunidad. Y si conviene, otra más. Y otra más. Y cada vez que caiga, le ayudaremos a que se levante. Las veces que sean.
Cada vez que veo esta entrevista me emociono porque en ella hay verdadero amor por los más perseguidos de este mundo: aquellos que detestamos, que consideramos «no humanos». Son la última categoría de personas, mucho peor que los intocables de la India. Y todo ese odio y rechazo es fruto en gran medida del miedo.
¡Y el miedo es siempre un enemigo de la felicidad! Si perdemos el temor a perder lo que poseemos, en este caso nuestra propia integridad física, ya no hay obstáculo para amar a todo el mundo y entender que los agresivos simplemente están enfermos y son los más necesitados de ayuda.
El temor a que nos agredan, a que nos maten, es bastante irracional porque eso sucederá seguro. La misma vida se encargará de ello. Todos enfermaremos y moriremos, y no pasa nada. Lo importante es ser feliz aun con ello. No comprendemos que intentar ahogar a esa serpiente es intentar asfixiarnos a nosotros mismos, porque todos nosotros tenemos la semilla del amor pero también la semilla de la enfermedad.
Pero, tranquilicémonos, en los páramos crecen las flores más hermosas. Josep Maria Fabró es una de ellas. Para las personas fuertes y felices, los riesgos asociados a darles la mano a los locos son minucias. Porque, en realidad, nadie nos puede hacer daño en lo fundamental: en nuestra ciudadela interior.
LA RENUNCIA MENTAL
En casi todos mis libros he escrito esta frase: «En la renuncia está la fortaleza», y cada día que pasa creo más en ello. Quizá el principio fundamental de la terapia cognitiva sea éste: «Necesitamos muy poco para estar bien». Casi todos nuestros ejercicios de visualización van en ese sentido: nos imaginamos en silla de ruedas y felices; en la cárcel y felices; en el albergue público y felices.
Si somos capaces de gozar de la vida con muy poco, nada podrá asustarnos. Por eso el filósofo Diógenes vivía en un tonel, para demostrarse a sí mismo que la felicidad está en la cabeza, no en la comodidad ni el estatus; ni siquiera en la integridad física.
Cuando renunciamos con alegría a un bien se abren decenas de ventanas. La vida es increíblemente abundante si no nos apegamos a un solo modo de disfrute. La renuncia implica dejar pasar aquello que la vida te sustrae, pero aprovechar al máximo lo que te concede. Con respecto a los demás, podemos renunciar a que nos traten bien pero seguir estando serenos y alegres, a la espera de inmediatas recompensas, acrecentadas en forma de madurez y plenitud.
Tras la renuncia, el siguiente paso de la técnica de la sugerencia, «sugerir el cambio en el otro», nos enseña a ser pedagógicos, a aprender a influir en los demás.
SER UN JEFE DIFERENTE
Hace tiempo que doy conferencias en empresas que desean introducir conceptos racionales entre su personal. Y uno de los puntos clave a la hora de cambiar toda una organización es el estilo de liderazgo.
Al buen jefe yo le llamo «jefe modelador» porque basa su estrategia en «modelar» a los empleados, no en «mandar». Y los modela con alegría, capacidad de convencimiento y entusiasmo. La misma estrategia educativa que un buen padre o profesor aplica con sus hijos. El líder modelador parte de las siguientes premisas:
• Todas las personas gozan haciendo las cosas bien, siendo excelentes en algo.
• Todos deseamos estar implicados en un proyecto emocionante.
El jefe racional es aquel que ofrece esas dos oportunidades a sus empleados: entrar en una dinámica de trabajo excelente y vivir implicado en algo hermoso. Y es que no hay nada mejor que tener un trabajo en el que uno pueda realizarse, con autenticidad. Siempre en positivo, siempre con confianza en sus posibilidades, el jefe modelador les conduce hacia esos dos destinos. Les muestra cómo pueden desempeñarse de una forma extraordinaria. ¡Nadie se resiste a la tentación de ser excelente!
En una ocasión empleé a un asistente para que me llevase mis asuntos de oficina: la contabilidad, las gestiones de mi centro de psicología, las relaciones con la prensa, etc. Se llamaba Arturo, un joven licenciado en periodismo que me caía muy bien. Era la primera persona que empleaba en mi vida y no sabía bien cómo dirigirlo.
Al principio, Arturo cometía fallos que me disgustaban: trabajaba desde su casa y cuando le llamaba por teléfono nunca le encontraba, dejaba para el último momento algunas gestiones importantes y, en general, me daba la impresión de que no se esforzaba mucho. Pero para ser un jefe modelador resistí el primer impulso de despedirlo —locuelo impulso— e hice lo siguiente:
• Dibujar el modelo
• Vender la moto
• Volver a dibujarlo
EL MEJOR EMPLEADO DE ESPAÑA
El primer paso consistió en dedicar unas horas a diseñar cómo sería para mí el asistente perfecto y redacté una descripción acorde:
Querido Arturo:
He diseñado el siguiente perfil de tu puesto. Creo que tenemos la oportunidad de trabajar según este modelo, que es la leche: vamos a conseguir que nuestra oficina sea la que mejor funcione de España. Al estilo de las oficinas de los grandes mandatarios, ¿te imaginas? ¡Como la de Obama! Sería genial que todos los procedimientos fluyesen de manera fácil y ordenada para poder hacer un gran trabajo a todos los niveles.
¿Qué te parecería tener las diferentes tareas divididas por departamentos e ir diseñando funcionamientos mejores cada semana? La contabilidad, por ejemplo, que discurra de forma ordenada y clara. Comprobando cada paso y teniendo una relación muy fluida con nuestro asesor financiero, que te dará toda la información que necesites (puedes llamarle cada día para irle preguntando detalles).
Asimismo, sería genial mejorar el orden, teniéndolo todo en carpetas bien claras. Un día de éstos te daré una formación sobre el libro Organizarse con eficacia de David Allen y ya verás qué fantástico es llevar la agenda al día.
Puedes autogestionar tu trabajo de forma que te lo pases genial y aprendas continuamente. ¿Qué tal sería llevar a cabo un trabajo vigoroso en las seis horas matutinas que tienes en tu horario laboral?
¡Qué bien! Tenemos la oportunidad de crear una consulta de psicología moderna y muy por encima del estándar en España, con un personal feliz y excelente, en continuo aprendizaje y muy motivado. ¡Tú serás una pieza clave en este desarrollo! ¡Estoy seguro!
Con respecto a nuestra comunicación, sería genial que estuvieses siempre disponible. Así, si surge un imprevisto o algo urgente, me sentiré cómodo y seguro. Eso es muy valioso para mí. Lo puedes hacer llevando siempre el móvil encima o centrándote exclusivamente en nuestro trabajo durante las mañanas. Por la tarde, puedes mantener el móvil cerca para atender cualquier cosa puntual rápidamente. ¿Crees que es buena idea? ¿Es posible?
También estaría genial mejorar el tiempo de resolución de temas. Es decir, ocuparse de los trámites con mucha antelación. Por ejemplo, podemos tener comprados los billetes de avión con dos semanas de antelación. Eso me daría una sensación de eficacia y tranquilidad fantástica.
Con respecto al trabajo bruto realizado, sería excelente que cumplieras las seis horas de la jornada todos los días, sin saltarte ninguno. Porque así tu trabajo cundirá de forma extraordinaria y te convertirás en un asistente increíble y modélico, quizá el mejor. Creo que sería muy bueno que fueses estricto en cuanto al horario porque algunas claves del éxito son la perseverancia y la constancia. ¿Cómo lo ves? Cuando empezamos a fallar, perdemos esa excelencia. La clave es decir «no» a cualquier distracción en horas de oficina.
No es difícil alcanzar la excelencia: sólo tenemos que ponerle pasión, ilusión y fuerza. Yo tengo esta visión muy clara en nuestro trabajo juntos.
Decidí enviarle a Arturo estas descripciones de su trabajo cada quince días. Cada vez con unas indicaciones diferentes, pero con la misma visión de excelencia y disfrute, y con las ideas y enseñanzas que iba creyendo oportunas.
Es muy importante que convenzamos a los empleados —o a nuestros hijos— de las ventajas de trabajar de forma excelente, sobre todo para ellos mismos. Motivarles: hacerles ver que pueden alcanzar maravillosos niveles de disfrute y excelencia. Y hay que indicarles cómo hacer las tareas con la máxima ilusión, dibujarles el escenario idílico del orgullo por el trabajo bien hecho, el compromiso y la autenticidad. Siempre apuntando muy alto.
En resumen, el primer paso del liderazgo modelador es «vender la moto», seducir para el trabajo excelente. El segundo, «dibujar el modelo», se basa en indicarles el camino para lograrlo. El tercer paso es insistir en estos dos puntos de forma periódica hasta que alcancen el nivel que deseamos. Ser jefe consiste en: movilizar las fuerzas, modelar a la gente como estatuas de barro y perseverar con alegría y optimismo.
EL JEFE/GURÚ
En una ocasión conocí a un jefe extraordinario. Era el director de una editorial. Yo estuve haciendo unas prácticas en aquella empresa cuando era joven, justo después de estudiar psicología. Aquel jefe, que se llamaba Jordi, charlaba con los empleados de su visión de la editorial, de su compromiso con hacer libros con sentido, de anécdotas personales acerca de su trabajo. A esto le dedicaba por lo menos media hora al día.
El resultado es que el equipo de Jordi estaba hipermotivado, hasta el punto de que el trabajo daba sentido a su vida, se sentían vivos, parte de un proyecto emocionante. Jamás he vuelto a ver algo similar. Los empleados de Jordi solían llegar una hora antes de su horario y se quedaban hasta las nueve o las diez de la noche.
En los meses que estuve allí, yo mismo me lo pasé en grande y tenía la sensación de estar viviendo una aventura, como un viaje al extranjero o algo así.
Así de potente puede ser el efecto sobre las personas de un jefe inspirador. Los principios básicos de su influencia son:
• Jamás reprender a nadie, echar broncas o poner malas caras.
• Ser siempre positivo: apuntar a las posibilidades maravillosas del empleado.
• Enseñar que el trabajo puede ser una aventura única.
• Ser muy pedagógico: mostrar el camino una y otra vez.
Uno de los problemas de las empresas —y de las relaciones personales en general— es que frecuentemente nos orientamos según un criterio que podríamos definir como: «Debo escoger empleados/amigos/familiares que valgan», en vez de: «Voy a convertir a estas personas en empleados/amigos/familiares brutales».
La diferencia es crucial porque por el camino de la defenestración —al más puro estilo soviético— el jefe se centra en lo malo y no en lo bueno. Además, no desarrolla su capacidad pedagógica sino la de degollar empleados. Por el contrario, el jefe racional se centra en lo positivo y es muy pedagógico.
El jefe soviético —al que comete un fallo lo manda a Siberia— es paranoico porque está demasiado atento al error. Digamos que se fija demasiado en el fallo y pretende que las personas lleguen sabidas a los sitios. El tipo lo pasa fatal: está casi siempre enfadado y nervioso. Y pone nerviosos a los demás.
El jefe racional tiene espacio mental para disfrutar en el trabajo y goza enseñando a los empleados: los modela hasta convertirlos en ases; lo cual revierte en unos resultados globales de fábula.
Pongamos fin al gulag: ¡arriba la diversión!
ESCUELAS RACIONALES
En una ocasión me invitaron a dirigir un taller en una escuela de postín de Madrid. Sentados en el despacho de la coordinadora del departamento de psicología, me plantearon los casos difíciles. Y me hablaron de Feliciano, un chaval de dieciséis años arrogante que disfrutaba incumpliendo las normas. Según me explicaron, el chico se sentía inmune: era hijo de una persona poderosa y tenía influencia sobre la dirección de la escuela.
La coordinadora me dijo:
—Su tutora está de los nervios. Mantiene un pulso con él pero no logra imponerse.
—Háblame de algún conflicto reciente —le pedí.
—Hace poco toda la clase se fue a esquiar. Un día, Feliciano y su grupito llegaron dos horas tarde a la cita para coger el autocar que les iba a llevar a las pistas. El resto de la clase tuvo que esperarlos en el hotel y estaba muy enfadado. La profesora le reprendió y él la despreció como siempre. Se armó una buena pelotera, pero a Feliciano le da igual todo. ¿Qué podemos decirle a esa profesora? —me preguntó.
—Pues que tiene que aprender a ser una líder modeladora, no neurótica, como es ahora. A Feliciano, como a los demás, no hay que reprenderle ni exagerar sus fallos, sino conducirle hacia el ideal en que se puede convertir —dije.
—Pero ¿cómo no lo va a reprender? Todos los chicos estaban irritados por no poder ir a esquiar —apuntó.
—¿Y es eso tan grave? Hay que enseñarle al resto que podemos renunciar con alegría. Yo les hubiese sentado en el suelo para impartir una clase improvisada de educación emocional. Les hubiese explicado que no necesitamos ir a esquiar y que Feliciano está confundido o en un momento infantil. El proyecto común sería sacar a Feliciano de su confusión. Al menos, el intento sería muy interesante para todos —expliqué.
—¿Y qué le hubieses dicho a Feliciano? —me preguntó la tutora.
—A su llegada hubiese dado por terminada la clase de educación emocional diciéndole: «Querido alumno, me encantaría que estuvieses más atento al grupo y te comportases de forma considerada con todos; yo te puedo enseñar a hacerlo y eso te será muy útil en la vida, pero si no lo haces... yo te apreciaré lo mismo. ¡No pasa nada! ¡Vámonos a esquiar, chicos, es hora de divertirse!» —añadí.
Los psicólogos escolares que estaban en la sala me miraban con la boca abierta. Creo que nunca habían oído un enfoque semejante. Entonces, la coordinadora dijo:
—¡Uf! Está muy bien, Rafael, pero creo que será difícil convencer a esta profesora de que emplee esta estrategia modeladora. Ella está muy metida en su rol disciplinario.
—Sí, ¿y cómo le ha ido? ¿Este chaval ha cambiado a lo largo del año? —pregunté.
—No, para nada. Al contrario: cada vez está más rebelde —respondió.
—Ella también se está comportando de una manera infantil, como si tuviese que imponerse a su alumno. ¡Nadie tiene que imponer nada! Se trata de proyectar un modelo de persona virtuosa, exitosa y feliz y guiarle hacia allí con ilusión. Y si no lo conseguimos, mala suerte. Pero estoy seguro de que, de esta forma, tendría muchos más éxitos que hasta el momento —concluí.
Y es que cambiar a las personas por medio de la fuerza es una labor de mediocres que sólo dará resultados mediocres. ¡Es imposible que alguien se convierta en un músico fantástico por obligación! Para llegar a ser excelente en algo, tiene que ser una decisión voluntaria propulsada por la ilusión. Los líderes racionales son personas que ofrecen esa visión a los demás. Que les abren los ojos hacia un desempeño más elevado, más feliz.
A Feliciano había que tratarle como a un diamante en bruto, que es lo que es, un alumno maravilloso en potencia. La perseverancia es la madre de las consecuciones. Así, cada vez que se mostrase despreciativo y arrogante había que seducirle para el cambio, enseñarle la superioridad de la colaboración pero con alegría y amor. ¡Nada de pulsos o imposiciones!
Y tampoco hay que ponerse nerviosos. La profesora se estaba volviendo hipersensible a las pequeñas incomodidades de su trabajo y veía con fastidio algo que puede ser justamente lo más interesante de éste: enseñar a transformarse, a convertirse en personas excelentes.
En este capítulo hemos aprendido que:
• El método «olvídate de ganar: ama» es la mejor forma de resolver conflictos y consiste en:
a) No terribilizar jamás. No decirnos a nosotros mismos que no podemos soportar que el otro haga cosas deshonestas.
b) Practicar la aceptación incondicional de los demás. Es decir, amar a todo el mundo con sus defectos.
c) No activar la exigencia del otro en una espiral de superexigencias continuas.
d) Activar la buena pedagogía, la fuerza del convencimiento y la persuasión.
e) Resolver los conflictos sin coste emocional. Al contrario, sentir que disfrutamos del proceso, aprendemos y crecemos.
• La mejor forma de ejercer de jefe es orientarse para formar y motivar a cualquier empleado para que sea un as.
• Ante un mal desempeño, el buen jefe no se asusta. Se pregunta: «¿Cómo puedo formar mejor a mis trabajadores para que esto no vuelva a suceder?».
• Ante un alumno díscolo, el buen profesor no se asusta. Se pregunta: «¿Cómo puedo mejorar mi persuasión para que los chavales maduren mejor?».