CAPÍTULO TREINTA Y UNO

«Nada es tan desolador como lo más querido,

nada más querido que uno mismo, poseer y ser poseído

un pensamiento que reclama el homenaje de una lágrima».

LORD BYRON, Las peregrinaciones de Childe Harold

El carruaje de Hallborough iba lleno hasta los topes, seguramente jamás había estado tan repleto. Jeremy, Georgina, Jane, Thérèse y el valiente Fisgón iban en el interior, mientras que Danny y Luc acompañaban a Ned en el pescante. Danny guio a Ned hasta el lugar donde Marguerite había sido retenida contra su voluntad durante cuatro días. O al menos eso fue lo que Georgina captó de la esencia del asunto. Ella apenas había hablado; en realidad no era capaz de hacerlo, porque seguía como atontada después de todo lo que acababa de ocurrir; le resultaba imposible asimilarlo.

Jeremy también guardó silencio, pero la estrechó con fuerza contra su costado derecho; un abrazo muy vigoroso para ser un hombre que acababa de recibir una puñalada en el hombro izquierdo. Ella percibía lo profundo de su respiración, por el movimiento de su pecho, y hasta escuchaba los fuertes y rápidos latidos de su corazón. Por suerte, la herida no era una amenaza para su vida. De hecho, él parecía haberla olvidado y se apoyaba en ella, relativamente sereno.

El carruaje hizo una parada y Jeremy la soltó para salir un momento.

—No bajes del coche por ninguna razón. Quédate dentro. ¿Lo has entendido? —Su voz fue ahora brusca y feroz. Jamás le había hablado así—. Contéstame, ¿lo has entendido? —La miró con los ojos entrecerrados y el ceño fruncido con una dureza similar a la de su tono.

—Sí. —Georgina tragó saliva, jurando para sus adentros que jamás volvería a desobedecerlo con tal de que todo acabara bien.

—Vamos a por ella —les dijo Jeremy a Luc y Danny. Los tres se dirigieron a la salida trasera.

Thérèse la miró con expresión triste.

—El mundo puede ser un lugar muy cruel en ocasiones, pero hay que tratar de ser feliz cuando se puede. Su marido la ama, señora Greymont.

—Y yo a él. —Asintió con la cabeza, incapaz de contener un sollozo que le salió de lo más hondo del pecho. Fisgón se subió a su regazo como si percibiera su dolor. Ella enterró la cara en su cálido pelaje y se estremeció al pensar dónde podría estar si no hubiera sido por el fiel perrito.

—Gracias, Fisgón, me has salvado —susurró. Miró a Jane—. ¿Cómo se escapó?

—Desde que usted salió del carruaje estaba frenético, señora Greymont. Arañó la puerta durante todo el rato como una fiera. Yo solo moví el picaporte y él saltó.

Los ruidos apenas perceptibles de los hombres que regresaban interrumpieron la conversación.

—Necesitaré ir dentro para sostenerla —explicaba Luc con voz temblorosa.

—Jane, ¿puedes ir en el pescante con Ned? —preguntó Jeremy, en voz baja y firme.

—Por supuesto, señor Greymont.

Jane salió y el enorme Luc ocupó su lugar en el asiento. Llevaba a una persona herida a la que sostenía con un brazo bajo los muslos y otro por la cintura. Era una mujer maltratada, una rubia preciosa que iba envuelta en una manta. Tenía la cara y el cuello amoratados y lucía una herida en el labio inferior. Aunque tenía los ojos cerrados, era evidente que estaba despierta y aterrorizada.

«Igual que estabas tú cuando Tom te encontró».

Mon Dieu! —jadeó Thérèse—. ¿Qué te ha hecho ese monstruo, chérie? —La vio poner la mano en la mejilla de Marguerite. La pobre joven emitió un quejido aterrado a pesar de la suavidad del gesto.

Georgina no necesitaba que nadie le explicara lo que le ocurría. Ella había vivido esa pesadilla en sus propias carnes y sabía exactamente lo que pasaba por la mente de Marguerite: el terror, la vergüenza, la agonía que suponían los recuerdos, la incontenible repulsión que ahora le provocaba el más mínimo contacto con otra persona, por leve que fuera. Por eso le dijo a Thérèse, con firme suavidad:

—No la toque. —Jeremy y Thérèse clavaron los ojos en ella; Luc no apartó la vista de Marguerite—. Todavía no lo puede soportar. Cualquier roce se le hace insoportable. Hable con ella, le escuchará. Dígale que está a salvo y que se encargarán de ella… Dígale… Dígale que no es culpa suya… —Terminó la frase con un susurro—. Eso es lo que necesita ahora mismo.

Jeremy le rodeó los hombros con el brazo bueno y se apoyó en ella. La cólera anterior parecía haber desaparecido, y Gina lo agradeció. Notó que tenía la piel demasiado fría; sin embargo, su peso era agradable y no prestó atención al extraño síntoma. Que estuviera a salvo a su lado era lo que más le importaba en ese momento. Tras la tensión pasada, un agradable silencio envolvía a los pasajeros, tan solo roto por Luc, que murmuraba tiernos consuelos a Marguerite en francés; su amor por ella era evidente en cualquier idioma.

Cuando el carruaje volvió a detenerse, Thérèse se levantó y salió, y Luc trasladó a Marguerite al exterior y se volvió hacia Jeremy.

—Me aseguraré de lo que hemos hablado, no lo dude. —En sus ojos brillaba una dura determinación.

—Ya sabes dónde encontrarme —repuso Jeremy, antes de volver a apoyarse pesadamente en Georgina. Se diría que casi no podía mantenerse erguido. La puertecilla se cerró y Ned puso rumbo a la casa del abuelo de Jeremy en Grosvenor Square.

Por fin estaban solos.

—Jeremy, siento mucho todo lo que he provocado. No debería haber venido, pero llegó esa carta y…

—No hables, cariño. No debes atormentarte. Fue culpa mía. Debería haberte dicho por qué venía a Londres. Si no lo hice, fue porque quería protegerte de él, de las malas lenguas, de que volvieras a sufrir… Te amo tanto…

Las fuerzas empezaban a abandonar a Jeremy, que ya apenas podía hablar. Tiritaba. Georgina le puso la mano en el pecho y se sobresaltó. Apartó la mano rápidamente y la alzó para que la iluminara la tenue luz de una farola. ¡Estaba mojada! ¡Sangre! La herida era, por tanto, peor de lo que imaginaba, y la hemorragia no se había detenido.

Le abrió la chaqueta frenéticamente y vio que la camisa blanca estaba literalmente teñida de rojo.

—¡Jeremy! ¡Oh, no! ¡No! ¡No! ¡No! ¡Santo Dios, tienes una hemorragia horrible!

Gritó a través de la ventanilla para que Ned los llevara al hospital más cercano. El carruaje giró en redondo y comenzó a avanzar mucho más deprisa, haciéndolos bambolearse frenéticamente en el interior.

Jeremy gimió quejándose de la brusquedad de los movimientos. Georgina se esforzó en reclinarlo sobre el asiento. Le abrió el chaleco y la camisa lo más deprisa que pudo hasta que encontró la puñalada entre las costillas, en el costado izquierdo. Se arrodilló en el suelo del carruaje e hizo una bola con la tela suelta de la camisa para presionarla contra la herida.

—No te rindas, Jeremy. Quédate conmigo. ¡Necesito que vivas! —rogaba con las mejillas llenas de lágrimas. La idea de perderlo era demasiado aterradora—. ¡Te amo! ¡No puedo vivir sin ti, Jeremy! ¡Por favor, no te mueras! —Lloró mientras intentaba retener la sangre dentro de su cuerpo con desesperación—. ¡Por favor, hazlo por mí! ¡Jeremy, amante mío, quiero que estés conmigo!

El herido abrió los ojos. Habló en un tono casi imperceptible. Ella se inclinó para escuchar sus palabras por encima del estrépito de las ruedas, que volaban sobre los guijarros de las calles. Jeremy la miraba con el amor reflejado en sus pupilas.

—Gina… Tú… eres lo mejor que me ha ocurrido… en la vida. Espero que… estés embarazada… No quiero que te quedes sola… Serás una…, una buena madre…, tan fuerte…, valiente… Ámalo… por los dos.

De pronto cerró los ojos. Aquellos hermosos ojos azules se apagaron y ya no habló más.

Ella siguió presionando la herida y rezó. Rezó como jamás lo había hecho en su vida. Si hubiera algo que ella pudiera ofrecer, cualquier sacrificio terrenal o infernal que pudiera hacer para salvarlo, lo habría hecho sin dudar. Habría entregado su alma a cambio de la de su amado.

«La muerte no es tan mala —pensó Jeremy—. Esto es muy tranquilo y pacífico, como un santuario. Me está hablando un ángel. Y huele a fragantes rosas silvestres. Me gusta su aroma celestial. A ver si puedo ver al ángel, quiero verlo, además de olerlo y oírlo. Tiene una voz preciosa y dice las palabras más dulces».

Sin embargo, el ángel le decía que no podía quedarse allí.

«Debes regresar con los que te necesitan. Tienes mucho que hacer todavía, y ella te ama; te ayudará. Este no es tu destino todavía. Te quiero…, hijo».

Sentía algo raro en la mano, como si la tuviera dormida; entumecida. Algo la apretaba.

Jeremy entreabrió los ojos. Un mechón de pelo rubio cubría la mano insensible. Se inclinó hacia allí y ella cambió de posición, cesando la presión. Al momento, sintió que la sangre volvía a circular precipitadamente por las venas vacías.

Sangre…, mucha sangre. Recordaba la efusión de sangre y a Gina desesperada, suplicante… Recordó otros detalles. Gina en brazos de un loco, la pelea. El rescate de Marguerite en un estado que recordaba lo que su esposa había sufrido…

«¡No pienses en ello!».

Algunas cosas era mejor no removerlas, pensó. Gina estaba a salvo y él estaba vivo. Dado lo difícil que le había parecido lo segundo, se prometió solemnemente no desperdiciar ni un minuto de lo que le quedara de existencia.

El sueño le había parecido muy real.

«Te quiero…, hijo». Aquellas habían sido las palabras de despedida. «¿Hijo?». ¿Sería posible que…? Trató de recordar todas las palabras que escuchara en pleno delirio febril.

Recuperada ya la sensibilidad, movió la mano y acarició el sedoso pelo de Gina. Hundió los dedos en él, disfrutando de su maravillosa suavidad. Suspiró. Tal como se había propuesto, estaba disfrutando del momento.

Sintió que ella se ponía tensa y siguió peinándola con los dedos.

—Jeremy —susurró Gina.

Su nombre pronunciado por aquellos labios era el sonido más dulce del mundo. Puesto que la amada ya se había despertado, le habló muy bajito.

—Creo que vas a tener que cargar conmigo durante algo más de tiempo, cariño. Al parecer la muerte no me quería todavía.

La mujer pareció despertarse del todo al oír estas palabras.

—¡Gracias a los ángeles del cielo! —Le cubrió de besos la mano.

—Pues sí, los ángeles del cielo, precisamente… —Jeremy sonrió.

Hubo unos instantes de silencio, mientras se miraban con arrobo. Jeremy comprobó que ella tenía ojeras, un golpe debajo del pómulo izquierdo, un corte en la garganta y que además estaba muy pálida. Aun así, era lo más hermoso que hubiera visto nunca. Nunca imaginó que pudiese haber una mujer tan hermosa.

—He rezado con todas mis fuerzas. Temí perderte… —Georgina dejó de hablar cuando los sollozos ganaron la partida—. No podría… No hubiera podido… vivir sin ti.

Con extrema delicadeza, Jeremy le puso la mano sobre la mejilla.

—Ni yo sin ti, cariño. —Le rozó el pómulo intacto con el pulgar—. Tu cara es la cosa más bella que haya visto nunca; pero tienes un aspecto horrible, mi amor.

A ella le tembló el labio.

—Estás conmigo, no lo puedo creer —susurró ella, todavía presa de la emoción.

—¿Por qué no te acuestas a mi lado? Junto al lado sano, claro —avisó, moviéndose en la cama para dejarle sitio.

—¡Jeremy, estás en un hospital!

—¿De veras? No me había fijado —bromeó, sin poder quitarle los ojos de encima—. No puedo dejar de mirarte. Solo pienso en ti. Eres todo lo que me importa…

—¡Gracias a Dios! Eso es muy buena señal. Que estés despierto y juguetón es la mejor de las noticias.

Apareció un médico, que tras un breve saludo le tomó el pulso.

Jeremy parpadeó. Esa voz le sonaba.

—Cameron, ¿eres tú?

El médico sonrió de oreja a oreja.

—Lo soy. ¿Cuántos años han pasado, Greymont? ¿Diez?

—¡Santo Dios! ¡Eres médico! Sin duda has cambiado mucho desde la universidad. Jamás lo hubiera creído posible. Recuerdo que tenías aversión a la sangre.

—Sí, pero la perdí con la edad. —Alzó las cejas—. Tu pulso es estable, lo que resulta alentador. ¿Cómo te sientes?

El herido gruñó.

—Como si me hubiera aplastado un buey.

—No me sorprende —repuso Cameron.

—Y tengo sed. ¿Puedo beber algo…? Me da igual lo que sea.

—Tampoco me sorprende. Estás deshidratado por la pérdida de sangre. Tendrás que conformarte con vino rebajado, caldo o té. Nada de licores fuertes todavía.

—Lo que usted diga, doctor —bromeó, con una amplia sonrisa antes de volverse hacia Gina, agradeciendo su presencia. Tenerla sana y salva a su lado era lo mejor que podía ocurrir, la mejor medicina para él.

—Debo advertirte de que he compartido con tu mujer unas cuantas historias sobre tu disoluta juventud. —Vio que Cameron guiñaba un ojo a Gina—. Pero no ha servido de nada: a pesar de todos tus defectos, te ama. Está dedicada a ti en cuerpo y alma. No lo entiendo. Eres un hombre afortunado por tenerla, Greymont.

—Lo sé. Siempre lo he sabido.

—No, quiero decir que es una suerte que estuviera contigo —insistió Cameron—. Estás vivo gracias a ella. Taponó la herida y te trajo cuando aún tenías pulso. No conozco a ninguna otra mujer capaz de hacer tal cosa en vez de desmayarse.

—Ah, pero yo no estoy sorprendido. —Siguió mirando a Gina mientras respondía al médico—. Y tienes razón, mi mujer es única. Es valiente, fuerte y maravillosa… Sin duda no podría vivir sin ella.