CAPÍTULO VEINTIUNO

«El amor no se busca por amor

ni por placer o temor,

pero da vida sin celo

y nos concede el cielo

en la desesperación del infierno».

WILLIAM BLAKE, Canciones de experiencia

Cómo podía cambiar la vida de un hombre solitario en una semana. Ahora tenía una esposa, una amante, una compañera con la que disfrutaba de intimidad, de esperanza, de bienestar… Era maravilloso, infinitamente mejor de lo que nunca hubiera pensado. Ahora esperaba el futuro con impaciencia.

El sol otoñal calentaba la arena y la manta sobre la que estaban tumbados. Las olas les susurraban al oído. Georgina le pasaba dulcemente los dedos por el pelo mientras tenía la cabeza apoyada en su regazo. El momento no podía ser más perfecto.

La observó mientras miraba, abstraída, hacia el mar. Sus elegantes pómulos, la línea de la nariz, perfecta, la forma ovalada de la cara, los labios rosados, los ojos color ámbar y el pelo dorado que tanto le cautivaba. Era suya. Viviría para adorarla y protegerla.

A lo largo de la semana anterior le había mostrado cada rincón de Hallborough Park y la había paseado con orgullo ante el servicio y sus arrendatarios. Se sentía como un gigante cada vez que la presentaba como «señora Greymont» y estaba seguro de que todos los que lo conocían se reían disimuladamente a sus espaldas por cómo había caído. Sin duda, y bien lo sabía, a la gente le divertiría la sonrisa bobalicona que ahora lucía en todo momento. Le daba igual. Era un hombre enamorado.

Tenía una esposa. Una esposa más que perfecta; compasiva, elegante y generosa, que lo recibía con los brazos abiertos cada noche en su cama. Una esposa que le sonreía y besaba, que parecía corresponder a su amor, por difícil que pudiera resultar creérselo. El cajón vacío que había sido su corazón era ahora el cofre de un tesoro valiosísimo: estaba rebosante de amor…

Sus abuelos se habían apresurado a felicitarlo. Emocionados con la noticia, insistían denodadamente en que fueran a visitarlos a Londres, a su casa. Esperaban que los recién casados acudieran tan pronto como fuera posible.

Pero todavía no lo harían. La ciudad tendría que esperar. No estaba dispuesto a arriesgarse a que Pellton y aquel monstruo al que llamaba sobrino se cruzaran en el camino de Georgina. Ella parecía haber alcanzado la paz espiritual, olvidándose de la agresión; pero no quería arriesgarse a hacer un viaje que pudiera provocar un encuentro con los canallas. El guardián del burdel, Luc, le había comunicado que Pellton y Strawnly estaban todavía en Londres, así que ellos se quedarían en Hallborough. Y tampoco tenía noticias de que Marguerite se hubiera puesto en contacto con Paulson para conseguir el pasaje a Calais; esperaba que la joven no hubiera olvidado su oferta. En fin, esperaba muchas cosas últimamente.

¿Por qué no había cortejado antes a Georgina? Si lo hubiera hecho tan solo unos meses antes, podría haber impedido que…

Georgina le sacó de sus pensamientos.

—¿Por qué has hecho esa mueca?

—¿Qué? —Se vio reflejado en aquellos preciosos ojos cuando ella se inclinó sobre él. Luego Jeremy clavó la mirada en la cicatriz del pómulo izquierdo.

—Te he visto hacer una mueca. Parecías tan tranquilo y, de repente, has arrugado la frente y fruncido el ceño. Una mueca atroz —bromeó ella—. ¡No me he atrevido a mirarte dos veces!

—No es nada. —Le tomó de nuevo la mano y se la llevó a los labios.

—Dímelo, Jeremy. —El tono festivo dio paso a la firmeza. Ahora ella tenía una expresión resuelta.

Odiaba decírselo, pero no le quedaba otro remedio, pues él no mentía. Siempre decía la verdad porque odiaba las mentiras. Mentir conducía al desastre, la ruina y la traición; no era bueno. Y también sabía que Georgina no lo dejaría en paz hasta que se lo contara. A pesar de lo mucho que la adoraba, sabía que su esposa poseía una vena obstinada digna de respeto.

Meditó la respuesta con cuidado.

—Estaba lamentándome por no haberte cortejado antes, hace seis meses como mínimo. Si lo hubiera hecho, jamás te habrían hecho daño. Ojalá hubiera podido evitarte ese sufrimiento.

Georgina continuó acariciándole el pelo mientras lo escuchaba.

—Los pensamientos que comienzan con un «si hubiera» no tienen sentido. No podemos deshacer lo hecho ni hacer retroceder el tiempo. —Hablaba bajito, con cariño; pero había cierta tristeza en su voz.

—Lo sé, pero me gustaría que hubiese una manera de…

—Jeremy, quizá te ayude saber que no recuerdo el acto… Me refiero al ataque propiamente dicho.

—¿No lo recuerdas?

Negó con la cabeza.

—Pensaba que lo sabías. Era motivo de frustración para mi familia, en especial para mi padre, porque, si lo recordara, podría decirles quién…

Sabía que no debería seguir hurgando en esa herida, y quiso cortarse la lengua en el mismo momento en que soltó aquella pregunta, aunque no pudo contenerla.

—¿Qué recuerdas?

Georgina detuvo la mano en el pelo apenas un segundo, pero él sintió claramente el intervalo antes de que se recuperara y continuara con el suave roce entre sus cabellos.

—¡Dios mío, Gina! Por favor, perdona que te lo haya preguntado, no sé qué me ha pasado por la cabeza. Disculpa que…

Ella lo interrumpió con firmeza.

—Recuerdo que él llevaba una casaca roja y que estaba borracho. Lo sé por el olor. Me acuerdo de que su voz resultaba cruel y de que decía cosas horribles que me aterrorizaron. Pensé que disfrutaba al ver mi miedo y luché contra él, pero, sobre todo, lo que tengo grabado en la mente es el miedo… Cuando me vuelve todo eso a la mente, es como si tuviera una pared negra, un muro de terror ante los ojos, y ya no recuerdo más. Quiero derribar esa pared, pero no puedo.

—Lo lamento mucho, Gina.

—Lo peor de todo es que mi padre se avergüenza de mí por lo ocurrido.

—Eso me resulta increíble. Tú has sido la víctima, tu padre tiene que saberlo. Y, si no lo sabe, ¡se lo diré yo! —Sentía un profundo dolor en el pecho. Escuchar a su dulce Georgina hablar con tal dignidad sobre cómo la habían atacado provocaba en él tal tensión que casi le partía en dos. Quería tener delante a aquel puto pedazo de mierda que era Strawnly y ocuparse de él con un cuchillo afilado, bien grande a ser posible; lo cortaría en rodajas, lo desollaría lentamente y disfrutaría de cada instante. Y empezaría con su repugnante pene.

Georgina movió con pesar la cabeza antes de hablar de nuevo.

—Lo que puedes hacer es ayudarme a olvidar, mi querido amante. Cada día que me amas dulcemente me siento mejor. —Georgina sonrió. Era una sonrisa dedicada solo para él.

Sus amables palabras hicieron desaparecer, casi como por ensalmo, la tensión que lo atenazaba.

—Bueno, tendré que ser un amante todavía más dulce de lo que he sido hasta ahora —declaró, levantando la cabeza de su regazo—. Empezaré ahora mismo. —Le cubrió los labios con un beso y…

… Y casi le dio una apoplejía. Un fuerte ladrido resonó en sus oídos al tiempo que el olor a perro mojado inundaba sus fosas nasales y una rociada de arena le golpeaba la espalda.

—¿Qué demonios es esto? —Se giró con rapidez para encontrarse con el saludo entusiasta de Brutus, un galgo lobero irlandés, enorme y melenudo.

—¡Todavía no me has presentado a todos tus amigos, Jeremy!

—Sin duda. —Sonrió sacudiéndose la arena La ayudó a levantarse y la presentó—. Gina, este es mi vecino, Brutus. Brutus, mi esposa, Georgina. Pero será la señora Greymont para ti —le advirtió—, y nada de saltar a su alrededor, llenarla de babas o cualquier otra conducta poco caballerosa, jovencito.

La gran bestia se sentó a su lado y gimió a la vez que ladeaba la cabeza.

—¡Oh, Jeremy! Es magnífico. —Alargó la mano para acariciar al enorme animal—. ¿A quién pertenece?

—A los Rourke, mis vecinos —escudriñó la playa—. Ah, ahí están. Deben de haber salido a dar un paseo, como nosotros.

Georgina miró a la pareja que caminaba hacia ellos. Otro perro lobero los acompañaba, pero este trotaba con tranquilidad a su lado. La mujer era impresionantemente hermosa, con el cabello oscuro y la piel perfecta. El hombre, tan atractivo y alto como Jeremy, poseía unos rasgos nobles, afilados y serios.

—¡Brutus! ¡Ven! —ordenó el hombre—. No molestes. ¡Es un sinvergüenza! —les dijo a ellos cuando estaba a poca distancia.

—Ya lo sé, Rourke, pero mi mujer parece encantada con él de todas maneras —repuso Jeremy.

En la cara de Georgina apareció una radiante sonrisa, igual que en la del hombre.

—Greymont, ¿has dicho «mi mujer»? Acabamos de regresar al campo y debemos de habernos perdido las amonestaciones. ¡Enhorabuena, amigo mío! ¡Por fin te has decidido!

—Sí, es cierto —convino Jeremy, sonriendo a Georgina y volviendo a presentarla por segunda vez en pocos minutos.

Darius y Marianne Rourke le parecieron encantadores. También le gustaron sus perros. El sinvergüenza de Brutus y la elegante Cleo eran unos hermosos y elegantes galgos loberos irlandeses, perros grandes, pero cariñosos y tranquilos. La pareja insistió en invitarlos a cenar en Stonewell Court; parecían emocionados al conocer a la mujer que había puesto fin a la soltería de Jeremy. Y ella también quería profundizar en el trato con ellos; además, le apetecía asistir a un evento social como matrimonio por primera vez.

—Me gustaría acompañarte, Georgina. La mejor modista de la zona es madame Trulier, y tiene un gusto excelente. Te podrá equipar con todo lo necesario. —Marianne esbozó una sonrisa.

—¿Una modista francesa? —Georgina sonrió encantada—. ¿Resultan muy escandalosos sus diseños? —Se sonrojó sin poder evitarlo al preguntar semejante cosa a su nueva amiga.

—¡Sí! —La amiga acompañó la respuesta con una risita tonta—. Pero a tu marido le encantarán. Darius está muy satisfecho con el resultado de sus esfuerzos.

Se rieron juntas antes de que Marianne pusiera las manos extendidas sobre el vientre. Intuyó que la joven señora Rourke estaba embarazada.

—¡Enhorabuena! —dijo con una sonrisa, mirando la leve curva que mostraba el cuerpo de su nueva amiga.

—Gracias. En abril habrá acabado la espera, así que, ya lo ves, tengo una razón más que válida para acudir a visitar a madame Trulier. Aunque solo sea satisfactoria para mí —añadió con cierta tristeza.

—Jeremy comentó que hace poco tiempo que os habéis casado.

—Sí. Contrajimos matrimonio en junio.

Georgina se quedó paralizada. Junio… Ese era un mes que no olvidaría en todos los días de su vida. Junio había supuesto el final de la inocencia para ella. El final de su antigua existencia.

—¿Te encuentras bien, Georgina? Parece como si hubieras visto a un fantasma. —Marianne parecía muy preocupada y no tenía ni idea de lo apropiada que resultaba su metáfora—. Espera, pediré que te traigan algo de comer…

Vio que Jeremy giraba la cabeza en su busca. Aunque su marido y Darius estaban conversando en otro punto de la estancia, se encontraban tan en sintonía que hasta en la distancia él era capaz de saber cuándo la atormentaba su pasado. Siempre estaba pendiente de ella. Y esa era otra razón más para amarle tanto.

Concentró la atención en Marianne y sonrió.

—¡Oh! No hace falta que pidas nada, estoy bien, de veras. Gracias por tu interés. No soy capaz de expresar lo placentero que es disfrutar de tu compañía.

Se obligó a dejar a un lado la melancolía. No permitiría que el pasado se entrometiera en su felicidad presente.

—Mi marido me ha comentado que te gusta dibujar. —Cambió de tema—. Es una de mis aficiones. Me gustaría poder ver alguno de tus cuadros, Marianne.

—Sí, claro. Por favor, acompáñame a mi estudio. Desde allí la vista del mar es preciosa. Y las estrellas serán brillantes focos sobre el mar esta noche.

Cuando bajaron media hora después, sus maridos las esperaban al pie de la escalera.

—Nos preguntábamos dónde os habíais metido —comentó Darius, acercándose para ayudar a Marianne en los escalones finales, con evidente preocupación. No era ningún secreto que Darius Rourke adoraba a su hermosa esposa, pero además él no tenía ningún reparo en mostrarlo públicamente.

—He subido a enseñar a Georgina mi estudio —explicó Marianne—. Le ha gustado mucho la vista. Me ha dicho que le recordaba a una marina que hay colgada en casa de su padre y que admira profundamente, un cuadro de gran tamaño.

—Qué maravilloso es que las dos disfrutéis con el mismo pasatiempo. Espero que Marianne y tú podáis salir juntas a dibujar. Me encanta que pueda disfrutar de tu compañía, Georgina —dijo Darius.

—Espero con ilusión esas ocasiones, Darius —repuso ella.

Jeremy la miraba. Ella percibió el deseo en sus ojos, como si estuviera pensando en la mejor manera de desnudarla antes de devorarla.

Su marido le tendió la mano cuando alcanzó el último escalón, gesto que aprovechó para hacer que sus brazos se enlazaran y atraerla hacia su cuerpo. Resultaba muy agradable sentirlo a su lado; era un apoyo alto, cálido y firme, que la buscaba y la protegía constantemente. ¡Dios!, qué sensación tan placentera.