CAPÍTULO VEINTISÉIS
«Un espasmo en las ingles engendra con el tiempo
la muralla caída, la torre, el techo en llamas
y la muerte de Agamenón».
W. B. YEATS, Leda y el cisne
Georgina regresó a una casa solemne y casi vacía. La señora Richards la puso al corriente de lo ocurrido con todos los detalles y discutió con ella sobre las disposiciones necesarias para la familia Rawles. Las quemaduras eran mortales en casi todas las ocasiones y todo el mundo era consciente del más que posible desenlace. Solo quedaba rezar por el niño.
Entristecida, tomó una cena ligera en la intimidad de sus habitaciones. Se dio un baño y comenzó a desempaquetar los artículos que había adquirido en la tienda de madame Trulier.
Aunque había dejado encargados la mayoría de los vestidos, pudo llevarse consigo algunas prendas. Entre ellas, dos camisones de seda, muy franceses e insinuantes. Ninguno tenía mangas; uno era verde y el otro, amarillo. Sin duda, una modista francesa sabía cómo vestir a una mujer para provocar a su marido, pensó. Estaba segura de que a Jeremy le gustarían y los había elegido pensando en él. Quería recompensarlo de alguna manera por el mal rato que le había hecho pasar esa mañana.
Recordó con cuánta sinceridad le había hablado su esposo de sus aventuras pasadas, a pesar de que no le gustaba nada hacerlo y se sentía muy incómodo. Sí, le repugnó relatárselo, pero lo había hecho. Le contó la verdad a pesar de lo dolorosa que resultaba para ambos. La honradez era una de las cualidades que más le gustaban de su marido. Cuando una persona era honesta, se sabía a qué atenerse con ella y se podía confiar en su palabra. Jeremy le había dicho que la amaba y ella lo creía. Insistió en que había dejado atrás para siempre su antigua vida, y también lo creía. Había dado vueltas a la cuestión bastantes veces a lo largo del día y ahora estaba preparada para olvidarlo definitivamente.
Escribió una larga carta a su hermano y otra más corta a su padre. A última hora comenzó a sentir un fuerte dolor de cabeza y, dado que Jeremy seguía ausente, pensó que lo mejor sería dormir. Esperaba que estuviera bien, dondequiera que se hallara, y que, cuando llegara, lo hiciera con buenas noticias sobre el niño que se había quemado.
Tumbada en la cama, se mantuvo despierta durante horas. Cuando por fin concilió el sueño, entró en un duermevela inquieto, lleno de imágenes, pesadillas y terrores que su subconsciente había escondido en el fondo de su mente durante mucho tiempo.
Jeremy fue directamente a su estudio y se sirvió un whisky doble. Era lo único que podía reconfortarlo un poco en ese momento. La devastación provocada por el fuego había sido absoluta y se había llevado consigo la vida del hijo pequeño de Rawles. El niño había entrado en la casa para salvar a su perrito y quedó atrapado cuando una viga que cayó del techo lo golpeó. Lo más irónico, lo más trágico, era que el animal ni siquiera estaba dentro.
Bajó la mirada al vaso vacío y volvió a llenarlo. El líquido ambarino le quemó la garganta, pero apenas fue consciente de ello.
¡Santo Dios! La expresión de las caras de los familiares del pequeño se le había quedado grabada para siempre. ¿Cómo serían capaces de soportar la pérdida? Había visto cómo la señora Rawles alargaba la mano para acariciar la piel ennegrecida de su hijo mientras su marido le rozaba la espalda con los ojos vacíos, tan muertos como el pequeño Tim Rawles. Aquel hombre amaba a su hijo, lloraba desesperadamente por él.
Los dos hijos mayores permanecían al lado, estoicos, silenciosos en su dolor, cargando con un más que probable sentimiento de culpabilidad por no haber mantenido a su hermano alejado del fuego.
Vació de nuevo el vaso.
Sí, la desgracia había ido a por la familia Rawles esa noche, y había triunfado de manera brutal. «¡Qué horrible impotencia!», pensó, volviendo a llenar el vaso. Y así continuó hasta vaciar la botella por completo.
Además de la terrible experiencia de ese día, tenía otras razones para beber. Por ejemplo, la manera en que Gina lo había mirado esa mañana. Su sorpresa ante el número de mujeres con que se había acostado fue evidente. A ella debía de resultarle especialmente doloroso, porque era la única que lo había considerado siempre un hombre de bien, un caballero respetable y educado. Apostaría sus partes más nobles a que ahora ya no pensaba lo mismo.
Y también estaba la maldita carta de Thérèse Blufette, que le traía a la mente algunos hechos del pasado que no quería remover. Su padre no había amado a su madre ni lo había querido a él. Henri Greymont fue un bastardo egoísta que salió de sus vidas sin mirar atrás. Los abandonó por completo.
Cuando fue tambaleándose hacia la cama, estaba muy bebido y se sentía muy desgraciado. Solo había una cosa que podía cauterizar la herida abierta en ese momento. O, más bien, solo existía una persona. Georgina sanaría su corazón. Ella haría que todo volviera a ser feliz y perfecto. Necesitaba abrazarla…, besarla…, tocarla… y…
—¿Dónde está mi hermosa Gina? ¿Gina? Aquí estás. Eres suave, hueles muy dulce… Te necesito…
Georgina fue arrancada de sus sueños por unas manos insistentes y un caliente aliento con fuerte olor a licor.
—¿Jeremy? ¿Has bebido? —dijo entre dientes, intentando entender sus balbuceantes palabras.
—Hum… Sí. Estoy borracho y con ganas de follar. —Se bajó los pantalones y su verga surgió ante él, enhiesta y dura—. ¿Ves? ¡Ella siempre está ansiosa de ti, cariño!
La joven contuvo el aliento ante las malsonantes palabras y la penosa imagen de Jeremy borracho, desnudo, con su pene a punto de atacarla. Él jamás le hablaba así, nunca lo había visto pasado de alcohol.
Jeremy agarró el nuevo camisón y se lo subió bruscamente, antes de pasarle la palma por el interior del muslo para abrirle las piernas, sin duda dispuesto a llevar a cabo sus deseos, borracho o no.
—¡Oh, Dios! Eres tan suave, Gina. Tan cálida y hermosa en la cama. Cuando estoy lejos de ti, solo puedo pensar en la próxima vez que podré tenerte bajo mi cuerpo. —Susurraba con voz ronca—. Casi todo el tiempo pienso en esto… En tu precioso coñito y mi polla clavada en él.
Lo vio entornar los ojos como si estuviera tratando de aclararse la vista. Estaba claro que tenía una borrachera monumental, pero, aun así, parecía dispuesto a completar su misión. La sujetó por las caderas con firmeza.
Ella no podía creer lo que veía, lo que oía, lo que sentía… En especial cuando él se lanzó sobre ella y la puso sobre las rodillas para sobarle las nalgas, pellizcándolas sin recato.
—Tienes el culo más provocativo… Es, sencillamente, sublime —susurró, besándola torpemente. La urgente y ardiente vara presionó con fuerza entre los pliegues de su sexo.
Nunca la había penetrado en esa posición, desde atrás. Sintió una punzada de ansiedad, pero se dijo que todo estaba bien, que se trataba de Jeremy, aunque estuviera bebido y enfadado. Pero la sensación de angustia se incrementó. Las palabras, los ruidos y los olores despertaron su subconsciente, haciéndola recordar, haciéndola revivir aquella pesadilla del pasado.
Jeremy le agarraba las caderas con dureza, casi con crueldad, la forzaba a aceptarlo quisiera ella o no. Estaba atrapada por su abrazo y era incapaz de escaparse. Ni siquiera podía cambiar de posición.
Comenzó a sufrir un ataque de pánico. En un instante, su percepción de la escena cambió y ya no era Jeremy el que la montaba. Era él. Se acordó de aquel día con horrible claridad. De todo lo que él le había dicho, de todo lo que le había hecho y cómo se había sentido cuando la violó. Lo había hecho así…
«¿Te gusta mi polla, gata salvaje? ¿Verdad que te gusta? Todavía tenemos varias horas por delante. Ya he follado tu precioso coñito y ahora haré lo mismo en este… Eres una chica especial. Especial de verdad. Lo vas a tener todo, gatita».
—¡No! ¡No lo hagas, por favor! —Se resistió a la invasión, retorciéndose debajo de Jeremy para apartarlo. Intentó rechazarlo con bruscos manotazos en su espalda.
Ella era fuerte, pero no tanto como Jeremy, que no tuvo problemas para clavarle el pene profundamente. Tan profundamente que sintió el suave balanceo de sus testículos cuando llegó al fondo. El grueso músculo masculino comenzó a martillear su cuerpo mientras las enormes manos la sostenían por las caderas. El beodo marido empujó repetidas veces con un ritmo casi frenético.
Continuó resistiéndose, lanzando las manos hacia atrás, arañándolo y golpeándolo, presa del pánico.
—¡Nooo! ¡Basta! ¡Nooo! —Comenzó a llorar. Ya no era consciente de con quién estaba.
Jeremy notó vagamente que ella se revolvía de manera agitada. El sonido de sus angustiados gemidos atravesó de forma tenue la neblina de la embriaguez. El alcohol mitigaba los golpes, apenas los sentía. Se quedó quieto durante un momento, con el miembro todavía enterrado en aquel delicioso y cálido nido, intentando buscar una explicación a las extrañas cosas que parecían estar ocurriendo.
—¿Qué…, qué pa… pasa?
Ella siguió llorando y manoteando.
—¿Gina? —Se inclinó para besarla en la mejilla, pero ella se estremeció y apartó la cara, así que sus labios aterrizaron en la nuca.
De pronto se dio cuenta de lo que pasaba.
«La has asustado».
—¿Me tienes miedo? ¡No! ¡No! ¡Nooo!
Un frío helado lo atravesó de parte a parte. Se retiró de su interior y la hizo rodar sobre su espalda, sujetándole la cara para que lo mirase a la cara.
Solo vio terror en sus ojos.
—¡No! No, mi dulce Gina. No me tengas miedo. Soy Jeremy. Tu amante, que te adora.
Recuperó la sobriedad al instante. Siguió sosteniéndole la cara, pero la mirada de terror no desapareció. Cuando por fin la soltó, ella se encogió de miedo, y rápidamente se hizo un ovillo en el extremo más alejado, contra el cabecero. La mirada de humillación y angustia de su rostro lo mató. Sencillamente le desgarró como si le hubieran clavado una espada.
—¿Jeremy? —balbuceó ella.
—¡Oh, santo Dios! Te he asustado. Te he asustado muchísimo. Santo Dios, Gina, lo lamento. Cariño, lo siento. Te he asustado… —Escuchó más sollozos mientras seguía balbuceando lo mismo una y otra vez.
Alargó la mano y le acarició la pierna, indeciso. Ella se estremeció ante el contacto. ¡Se estremeció de miedo por su caricia! En ese momento se sintió enfermo.
Notó que el whisky se revolvía en su estómago. ¡Iba a vomitar! Saltó de la cama y logró llegar al excusado a tiempo para hacerlo allí. Tuvo una segunda y una tercera arcada antes de confirmar que en sus turbias entrañas ya no había nada sólido.
Una suave mano se posó en su hombro y una tranquilizadora tela mojada apareció ante él. Un poco aturdido, cogió la tela como pudo y se la pasó por la cara. Se levantó del suelo con esfuerzo.
—Odio haberte asustado —dijo—. No quiero lastimarte, pero sé que acabaré haciéndolo. Te haré daño y te asustaré una y otra vez, porque soy una bestia cuando fo…
Georgina estaba allí, ante él, hermosa, con un camisón amarillo. Parecía una diosa, pero era incapaz de sostenerle la mirada. La vio rodearse con los brazos y clavar los ojos en el suelo con la cabeza gacha.
Jeremy movió la cabeza con hondo pesar.
—No soy adecuado para ti, Gina.
—Jeremy —susurró ella—. No…
Él suspiró hondo. Se sentía perdido por completo.
—Voy a marcharme.
Silencio.
Se movió hacia la puerta como un autómata, sin saber cómo habían logrado sus pies llevarlo hasta allí. El corazón le dolía al alejarse de ella.
La declaración de Jeremy de que dormiría lejos de ella fue motivación suficiente para que Georgina regresara al presente; Jeremy era su marido, no un violador. Era su amante. Y en realidad fue un recuerdo lo que le dio pánico, no lo que Jeremy le había hecho en la cama. Ella no había recordado los detalles de la violación hasta ese momento.
—¡No! —gimió—. ¡No quiero estar sola aquí, Jeremy! —Le tiró del brazo para retenerlo—. No quiero que te vayas. Lamento que me haya dado un ataque de pánico. He… He recordado por primera vez… lo que ocurrió ese día… —Jadeó, hablando lo más deprisa que podía. Tragó saliva e intentó sosegar su voz—. Por favor, quédate conmigo. Sé que eres tú y no él… Tú no me has hecho daño.
Jeremy pareció conmocionado por su petición, pero agachó la cabeza.
—¡Sí, lo he hecho! He visto tu cara y cómo me mirabas. Me tenías miedo. —Se pasó las manos por la cara—. No quiero volver a asustarte.
—No lo harás. —Negaba con la cabeza con énfasis.
—Lo haré, Gina. Te asustaré otra vez, porque no puedo evitar ser como soy cuando quiero fo… Cuando quiero hacer el amor contigo; lo que ocurre cada vez que estoy a tu lado. —La miró a los ojos con impotencia—. Me excitas. Te deseo a todas horas, pero he actuado mal al exigirte esto, al esperar que pudieras olvidar que…
—Yo también te deseo, Jeremy. No eres tú el que me asusta cuando hacemos el amor. Esta noche ocurrió algo que destapó mis recuerdos. Me tomaste por sorpresa. Me despertaste de una pesadilla… —Intentó explicarse sin perder la compostura—. Me tomaste desde… atrás… y olías a whisky. Dijiste que querías «follar», y por un momento pensé que eras… él. —Notó que Jeremy se quedaba sin aliento, pero no supo si era por repugnancia o por remordimiento. Sin embargo, ella continuó con su discurso—. Él pronunció esas palabras, estaba borracho y él… Él… me penetró desde atrás.
En la estancia había una quietud casi mortuoria. Jeremy se quedó absolutamente paralizado ante ella, su cara era una máscara de remordimiento cuando asimiló la narración de lo ocurrido aquel día de junio, cuando el monstruo la había violado. A pesar de que aquel había sido el día más terrible de su vida, del miedo que sintió entonces, del dolor y la humillación, se sintió peor en esos momentos, al contárselo a él. ¿Y si Jeremy ya no la quería? ¿Y si no podía estar con ella ahora que lo sabía todo con detalle? Una nueva sensación de pánico la inundó…, terror a perderlo.
—¡No lo he recordado hasta ahora! —Se dejó caer al suelo, junto a sus pies—. Pensé que estaba volviendo a vivirlo. Lo siento, Jeremy, mi amante esposo. Me dejé llevar por el pánico y no sabía dónde ni con quién estaba. Perdí el juicio durante un momento.
Jeremy se sentó junto a ella, sobre el suelo de madera, le colocó la cabeza en su regazo y le acarició el pelo.
—Te he asustado, te he causado un terror de muerte —comentó al cabo de un rato—, y todavía te disculpas. Soy yo quien debería implorarte perdón por mis bestialidades. Estoy avergonzado. —Le sostuvo la cara con suavidad—. ¿Podrás perdonarme alguna vez?
—¡Sí y mil veces sí! Pero solo si no te marchas, si te quedas conmigo…
Jeremy se quedó, pero su estado de ánimo era sombrío. Los dos guardaron su pesar en la oscuridad, pero las dudas eran una manta que no daba calor ni proporcionaba comodidad. Georgina percibió el cambio que se había operado entre ellos. Jeremy, se dijo, tenía ahora dudas sobre ella. Sí, recordaba lo que había ocurrido, pero eso no era lo peor. Lo peor era que su marido lo sabía.