CAPÍTULO DIEZ

«Desconozco si mi espíritu podría acomodarse,

ni qué placer me reportaría vivir aquí…

si tu recuerdo no pesara tanto sobre mí».

JOHN KEATS, Carta a Fanny Brawne

¿Señor?

Jeremy contempló la afectada cara de su administrador con la mente en blanco. Se dio cuenta de que no había escuchado ni una palabra, pero ni siquiera se avergonzaba por su falta de modales. Últimamente lo hacía con frecuencia.

—Sí, Paulson.

—Le decía… Acabo de recordarle que a partir de mañana me ausentaré durante varios días —repitió el hombre con vacilación.

—¿Se ausenta?

—Sí, señor. La señora Paulson tiene cita con los médicos, con los especialistas. Debo acompañarla.

Al recordar aquello se sintió avergonzado hasta lo más profundo. La mirada de Paulson era de honda preocupación.

—Oh, sí, por supuesto, Paulson. Recuerdo que me lo comunicó en su momento. Por supuesto, márchese. —Hizo un gesto con la mano, apoyando sus palabras.

Paulson dio un paso atrás sin decir nada, aunque parecía dudar de todo. Le pareció lógico; en realidad, sabía que no había sido el mismo últimamente y su administrador no era tonto, a pesar de que fuera demasiado educado como para preguntar por qué su jefe se había convertido en un muerto viviente.

El hombre era muy trabajador e inteligente; el mejor llevando los libros de contabilidad. No quería imaginar dónde estarían sus negocios si Paulson no se dedicara a tener al día todos sus asuntos en sus oficinas de Londres. El hombre llevaba una pesada carga sobre sus hombros, tanto en su trabajo como en su vida personal. Su administrador tenía una esposa preciosa que, por desgracia, estaba enferma; era asmática, vivía a merced del estado de sus pulmones. Y todo indicaba que el mal se había agravado.

—Vaya con su esposa, hombre, y no piense en esto. El trabajo seguirá esperándole cuando regrese, ya lo sabe —le aseguró.

—Sí. Gracias, señor. Agradezco que me conceda ese tiempo. —Paulson bajó la vista y el silencio se volvió embarazoso. Lo vio cambiar la posición de sus pies antes de hablar de nuevo—. Estaré de regreso el fin de semana —añadió finalmente, alzando la mirada.

La preocupación de aquel buen hombre era clara como el agua. Aquel era el pesar de un hombre que veía a su mujer consumirse ante sus ojos y se encontraba indefenso para detener el proceso. Todos sus gestos reflejaban el dolor y el miedo de perder a su esposa. «El amor es a veces demasiado cruel», pensó.

Se levantó bruscamente de su escritorio y se dirigió a la percha donde colgaba su abrigo. Tomó el de su administrador, junto con el sombrero, y se los tendió.

—Tómese el tiempo que necesite.

Paulson recogió sus prendas y volvió a inclinar la cabeza.

—Venga, por favor, váyase a casa de inmediato. La señora Paulson lo espera. Transmítale mis mejores deseos para que este viaje tenga un resultado esperanzador —añadió con amabilidad.

—Se lo diré, señor. Mi señora no ha olvidado lo bondadoso que fue usted con nosotros la última vez. —Paulson todavía vaciló un poco antes de salir y se detuvo en la puerta, quizá para decir algo más, pero recapacitó. Hundió la cabeza, se puso el sombrero y se marchó.

La tristeza se apoderó entonces de Jeremy, justo en el mismo momento en el que Paulson cerró la puerta. Volvió junto al escritorio y se sentó. Permaneció allí mucho tiempo. No era demasiado consuelo, pero sabía que sus problemas eran menores comparados con los de su administrador, y sentir tanta compasión por uno mismo era, sin duda, patético.

Finalmente, se levantó con decisión, tomó su abrigo y salió de allí. Cenar en el club era un buen punto de partida. ¿Qué haría después? Esperaría a ver cómo se sentía.

El estado de ánimo de Jeremy era parejo a la fría llovizna que estaba cayendo. Londres resultaba casi reconfortante por su familiaridad y esperó que las actividades nocturnas pudieran ayudarlo a dejar de pensar en ella.

El último mes había sido un absoluto infierno. No lograba olvidarse de ella; su cara, sus ojos, su perfume… Incluso la imagen de lo ocurrido con ella volvía a su mente una y otra vez. Aquellos recuerdos eran lo peor de todo. Imaginar que alguna bestia la violaba para abandonarla herida entre los brezales, como un despojo no deseado, manchado y arruinado… «¡Arruinada para que no sea mía!».

¿Qué estaría haciendo ella en ese instante? ¿Pensaría en él en algún momento? Él sí pensaba en ella. De hecho, Georgina Russell ocupaba su mente durante todos sus ratos libres y la mayor parte del tiempo que debería dedicar al trabajo o los negocios. Tom le había dicho que Georgina siempre había hablado de él con cariño y que estaba encandilada con él. Apostaría lo que fuera a que ahora ya no le gustaba tanto.

La mirada de la joven cuando le dijo lo que le había ocurrido no se le iba a olvidar mientras viviera. Tan hermosa y tan avergonzada. Tan emocionante y trágica.

«Pero tú la dejaste y ella no te desea».

Y a pesar de su sufrimiento, y por atroz que resultara, seguía siendo un hombre; todavía necesitaba satisfacer sus impulsos más bajos. Una necesidad que tenía intención de saciar esa noche con una mujer de carne y hueso. Había llegado el momento de continuar con su vida, sin ella. Y ese era el primer paso.

Su imaginación y su mano eran el único consuelo que había buscado hasta ese momento y resultaban tan gratificantes como una papilla de avena para un hombre desnutrido.

El Cisne de Terciopelo —un burdel para aristócratas situado en Covent Garden— sería su salvación. No acudía allí a menudo, pero esa noche, tras abandonar su club después de la cena, había facilitado la dirección del local al cochero. Sin que supiera muy bien por qué, le parecía el único lugar al que podía ir.

La madame del establecimiento lo recibió calurosamente en cuanto atravesó la puerta roja. El pesado aroma a perfume y a humo de pipa se mezclaba con los olores carnales de los coitos. Coitos, revolcones, fornicaciones… No importaba cómo lo llamara, todo significaba lo mismo: follar. Muchas almas se concentraban en aquel lugar para fornicar, y él solo era una de tantas.

La madame, Thérèse Blufette, era una mujer digna de admirar, tanto por su belleza como por su habilidad para el negocio. A él siempre lo había tratado con un cierto afecto que iba más allá de la típica relación con un cliente y nunca había sabido por qué. No se consideraba diferente de ninguno de los otros mil que cambiaban monedas por carne.

Cuando la siguió al salón, le pareció más pálida y delgada que otras veces. Una pena, porque, siendo francesa, Thérèse poseía ese cutis oscuro que favorecía a muchas mujeres europeas y una figura estilizada para su edad. Después de servirle una bebida, la madame se acercó a él.

—Señor Greymont, me siento encantada de su visita. Hacía mucho tiempo que no lo veía.

Él ladeó la cabeza, agradeciendo sus palabras en silencio. Se sentía muerto por dentro y no disponía de la confianza y optimismo necesarios para charlar sobre banalidades con la madame esa noche; daba igual la admiración que le rindiera.

La mujer pareció percibir sus reticencias y fue al grano con rapidez.

—Me gustaría hablar con usted sobre un tema privado que, según creo, le interesará. Si fuera tan amable de llamarme una vez que haya disfrutado de la compañía de la chica, se lo agradeceré, señor.

Él arqueó las cejas y asintió con la cabeza. La madame había captado su interés, y resolvió que, fuera lo que fuera lo que ella quería decirle, no sería una ridiculez. Después de todo, parecía una mujer inteligente.

—Como guste, madame.

Thérèse pareció aliviada y un poco de color apareció en sus pálidas mejillas al ver que él se mostraba de acuerdo. Se lo agradeció con una leve reverencia y salió de la estancia.

Después de que la mujer desapareciera, él miró la mercancía con pragmatismo. Eligió la que más le satisfizo por su aspecto: ojos castaños a juego con el pelo rubio.

«¡Condenadamente perfecta…!».

Siguió escaleras arriba a su atractiva pareja, que le indicó que se llamaba Marguerite y que hablaba inglés con marcado acento francés.

Al llegar al piso superior, le sorprendió ver una cara conocida, aunque era un rostro que no había esperado volver a ver. A su derecha y dándole la espalda estaba lord Pellton, con otro hombre más joven, con el que compartía cierto parecido físico. Negociaban con Thérèse Blufette. Él aprovechó el intercambio para pasar desapercibido.

Al final del pasillo había un guardián de gran tamaño que tenía los brazos, gruesos y musculosos, cruzados sobre un ancho pecho del grosor del tronco de un árbol. Un árbol viejo. Los burdeles tenían que recurrir a tipos expertos en armas y peleas, como aquel, para que no hubiera incidentes. La mercancía era valiosa y necesitaba protección cuando la clientela perdía el rumbo; algo frecuente, habida cuenta de que allí, dado el cariz del local, el alcohol corría en abundancia.

El vigilante lo miró sin disimulo, quizá con más descaro del que requería su trabajo. Él lo saludó con un gesto de cabeza y el gigante respondió del mismo modo.

Marguerite entró en la habitación y él la siguió, cerrando la puerta cuando estuvieron en el interior. Ella se detuvo y lo miró con una lenta sonrisa al tiempo que se abría la bata para revelar una piel suave y desnuda, dispuesta para su placer. Los pezones eran como oscuros botones que se endurecieron cuando Jeremy los miró. Pechos erguidos, largas piernas, un sexo atractivo que solo parecía esperar el contacto de sus manos y su boca, de su miembro viril. Que lo tomara. Se dijo a sí mismo que estaba a punto de hacerlo y que se sentiría mejor cuando terminara.

Cerró los ojos cuando la abrazó, rezando para que fuera como siempre.

Pero no consiguió olvidar…

Sentado en el borde de la cama, Jeremy apoyó los codos en las rodillas y se sostuvo la cabeza entre las manos.

—No puedo hacerlo. Tengo que salir de aquí.

—¿Es por mí? ¿Le gustaría que viniera una chica diferente?

«Sí, una muy diferente, llamada Georgina».

—No, no es por ti. Tú estás bien, cariño. Soy yo. No debería estar aquí, esto no es lo que deseo en realidad.

«Y por lo que parece ya solo puedo excitarme con ella».

—¿Está enamorado de otra?

Jeremy suspiró.

«¡Sí!».

—Intentar olvidar es más difícil de lo que pensaba. —Meneó la cabeza sin poder creer que estaba abriéndole su corazón a una prostituta. Dejó el dinero en la mesilla antes de dirigirle una sonrisa burlona—. No se lo contarás a nadie, ¿verdad?

—No, señor. —Marguerite se puso la bata y lo miró con sorpresa—. Ella es una mujer afortunada por tenerlo. ¿Puedo pedirle que se quede durante algunos minutos más?

—¿Por qué?

—Por los hombres que vimos en el pasillo… No me gustaría tener que estar con ellos otra vez. Y solo puedo evitarlo si estoy ocupada con otro cliente.

—Conozco al de más edad. ¿Suelen venir por aquí a menudo?

—Solo vinieron ayer. El que usted conoce es tío del otro. A madame Thérèse no le gusta tenerlos por aquí. Provocan problemas; hacen daño a las chicas.

—¿Qué tipo de problemas?

—Siempre quieren a una chica para hacer un ménage con ella. Son brutales y les gusta golpear. Ninguna de nosotras quiere ir con ellos, pero lo consiguen pagando mucho más que los demás. Sin embargo, siempre se sienten estafados y su trato se vuelve todavía más rudo.

—¿Y anoche te tocó a ti? —Sentía sincera simpatía por la pobre mujer.

Marguerite asintió con la cabeza.

—Estoy ahorrando para poder volver a Francia, a Calais. Allí vive mi hermana… Solo accedí a sus exigencias por dinero. Vale la pena.

—Te hicieron daño, he visto las marcas que tienes en la piel. —De pronto, se mareó al pensar en el trato que sufriría Georgina a manos de Pellton si acabara siendo su marido.

—Sobreviví y, además, todo indica que no seguirán viniendo. El más anciano se jactó de que pronto no tendrán que pagar por sus placeres; tiene intención de casarse y, una vez que lo haga, harán con su esposa lo que me hicieron a mí, y ella no podrá evitarlo. Su sobrino incluso presumió de que ya la había catado y dijo que había encontrado la experiencia más que satisfactoria, puesto que ella luchaba contra él y eso le gustaba. No puedo entender que una dama de buena familia esté de acuerdo en emparentar con ellos. —Marguerite negó con la cabeza, como si estuviera considerando cuidadosamente los misterios del comportamiento y la forma de pensar de las clases más acaudaladas.

Jeremy sintió que se le erizaba el vello de la nuca. ¡Fue el sobrino de Pellton quien la violó! Por eso sabía aquel sátiro que ella no era virgen…

—Marguerite, ¿parecía muy seguro el anciano de que iba a casarse con la chica?

—Parecía estar muy seguro de ello. Ya le digo que incluso alardeó de que, cuando estuviera casado con ella, ya no tendría que pagar por realizar los ménages.

Un frío terror lo paralizó. Rezó para poseer el raciocinio suficiente como para superar la repentina necesidad de venganza que surcaba sus venas.

—Gracias. —Pensó que acababa de adquirir una gran deuda con Marguerite—. Ahora ya sé por qué he venido aquí esta noche.

Buscó la bolsa donde llevaba el dinero y sacó algunas monedas más y una tarjeta, que le entregó.

—Toma esto, Marguerite. Ve a esta dirección y pide hablar con el señor Paulson cuando estés preparada para marcharte. Dile tu nombre… Perdona, ¿cómo te apellidas?

—LeSavior. Marguerite LeSavior.

—De acuerdo. —Pensó que la vida estaba llena de ironías. Sin duda ella era una salvadora, tal y como decía su apellido—. Cuando gustes, podrás disponer de un confortable pasaje para partir rumbo a Calais. Ve con tu hermana y rehaz tu vida, te mereces algo mejor que esto.

—¿Por qué es tan bondadoso conmigo, señor?

—Porque poseo los medios para ello, porque no me cuesta hacerlo y, sobre todo, porque me has ayudado más de lo que nunca podrás suponer, señorita Marguerite LeSavior. —Inclinó la cabeza en una reverencia—. Gracias. —Se despidió desde la puerta, pensando que si algún día llegaba a tener una hija solo podría ponerle ese nombre: Marguerite. Al menos ese sería uno de sus nombres.

Cuando salió, vio a Pellton al fondo del pasillo, seguido por una cortesana. Ambos entraron en una estancia con su sobrino pisándoles los talones. Clavó los ojos en él y se percató de que el sobrino de Pellton llevaba un abrigo de un profundo color rojo oscuro.

Giró la cabeza y notó que el enorme guarda observaba también a los dos hombres. Su mirada era, a falta de un término más benévolo, absolutamente cruel. Marguerite tenía razón al decir que no querían a Pellton y a su sobrino por allí.

Una vez que los intrusos hubieran cerrado la puerta a su espalda, el hombre posó sobre él sus penetrantes ojos y arqueó una ceja, intrigado, como si le preguntara por qué había sido tan rápido.

Él se encogió de hombros.

—Algunas veces no está en nuestro destino hacer algo.

El tipo ladeó la cabeza y gruñó con simpatía. Era la perfecta comprensión entre dos hombres.

Decidió que podía confiar en él.

—¿Ha visto a los caballeros que han entrado en esa habitación? Estaba preguntándome si sabría usted el nombre del tipo más joven. —Señaló con la cabeza la estancia donde acababan de entrar Pellton y su sobrino.

—¿Por qué quiere saberlo? —preguntó el guarda con la voz ronca y un marcado acento.

—Él y yo tenemos un asunto pendiente —masculló.

—¿Qué tipo de asunto? —preguntó el esbirro con los ojos entrecerrados.

Jeremy lo observó fijamente, sosteniendo su mirada con firmeza. Se sentía muy furioso y por ello contarle sus razones requería un considerable esfuerzo. Sus emociones amenazaban con tomar el control, venciendo su agudo y calculador juicio.

—Me robó algo. Arrebató algo con brutal violencia e hirió a una persona a la que amo. —Levantó la cabeza alzando la barbilla—. Quiero que pague por lo que hizo.

Una amplia y serena sonrisa inundó la cara del guardián.

—Un hombre debe hacer lo que le exige su conciencia. —Pensativo, hizo una pausa antes de tenderle la mano—. Soy Luc, estaré encantado de ayudarlo, señor.