CAPÍTULO DIECISIETE

«La campana de hierro de la medianoche ha tocado las doce.

Amantes, al lecho, es casi la hora de las hadas».

WILLIAM SHAKESPEARE, Sueño de una noche de verano

Georgina se sorprendió a sí misma, pero de alguna manera logró no vacilar y obedecer. Deseaba hacer lo que él le pedía. Lo conseguiría. Le resultó increíble que él siguiera deseándola. Observó la cara de Jeremy cuando hizo su petición y notó que tensaba la mandíbula y los dientes.

—¡Dios! Te deseo tanto que apenas puedo pensar… —dijo Jeremy casi para sus adentros.

Él siguió con los ojos clavados en su cuerpo mientras respiraba hondo. Su mirada era voraz. Lo vio aspirar y parpadear lentamente mientras se arrodillaba a su lado.

«¡Santo Dios!». Recordó las palabras que le había escuchado un instante antes y comprendió lo que él había sentido. Ahora le tocaba a ella verlo por completo. Si Jeremy pensaba que ella parecía una diosa, entonces él debía de ser el rey de los dioses, pues su cuerpo era impresionante. Erecto y duro en todo su esplendor viril. Los músculos poderosos poseían la misma forma que una estatua clásica de mármol.

Comenzó a jadear al verlo desnudo. Era grande. Su orgulloso sexo destacaba enhiesto, oscuro y púrpura, engrosado, con una brillante gota en la punta y los pesos gemelos colgando debajo, llenos y tensos.

«Ahora. Debe ocurrir ahora».

No pudo evitar ponerse rígida cuando él se arrodilló entre sus muslos. La recorrió con la mirada de pies a cabeza. Ella abrió más las piernas para aceptar su peso y el roce de su piel. Estaba tan caliente como la de ella.

Había llegado el momento. Era hora de completar los votos que habían hecho ese mismo día. Entregarse voluntariamente, someterse a las demandas de su marido, ser su esposa en toda la extensión de la palabra.

Todavía sentía algo de temor, pero estaba decidida a hacerlo. ¿Y si los recuerdos regresaban de nuevo? ¿Y si él le hacía daño? ¿Y si no lo podía soportar? ¿Y si volvía a tener un ataque de pánico? ¿Y si él se enfadaba por ello?

Jeremy le puso la mano en la corva y le dobló la rodilla lentamente para engancharla en su propia cadera, uniéndolos por completo al tiempo que bajaba la pelvis hacia la de ella, una contra otra. Carne caliente contra carne caliente. Ella no pudo contener un gemido que emergió desde lo más profundo de su pecho.

—Estás preparada para esto, Gina —susurró entre suaves besos, con voz tierna y sensible—. Lo estás. No tengas miedo de mí. No te haré daño.

Cuando su sexo besó el de ella, sintió un destello de alarma y se preparó para lo peor.

Al momento, él le acarició la cara.

—Soy yo, Jeremy —murmuró, apretando sus labios con la boca y rozándolos con tanta suavidad como si ella estuviera hecha de la porcelana china más frágil—. Soy yo quien está haciéndote el amor.

—Lo sé —repuso ella, golpeando sus labios con el aliento.

Él se mantuvo quieto sobre ella.

—Confía en mí, preciosa. Déjame mostrarte cómo puede ser esto.

Le resultó imposible ocultar la sorpresa que le produjo el firme contacto de aquel músculo duro como una piedra, aterciopelado pero rígido. Se estremeció y casi perdió la cabeza cuando notó la punta de su erección en la entrada de su cuerpo. Cerró los ojos.

Jeremy le sostuvo la cara entre las manos al tiempo que la apresaba con su peso contra el colchón.

—Estás bien, cielo —le dijo mientras le besaba con ternura las mejillas y la frente—. ¿Por qué no me miras? Así podré verte los ojos cuando esté dentro de ti y nos convirtamos en uno solo. Es un momento irrepetible.

—Jeremy… —Ella abrió los ojos, deseando poder rendirse a aquella intimidad con él. En realidad no podía hacer otra cosa y tampoco deseaba nada diferente. Necesitaba que él hiciera eso. Lo necesitaba de verdad. Aquel acto, con él, en ese momento, era lo único que la liberaría del horrible pasado que la atormentaba.

Él le soltó la cara y le buscó las manos para entrelazar sus dedos, antes de presionar hacia delante.

Ella se relajó bajo su cuerpo y él la besó en profundidad, introduciendo la lengua hasta el fondo de su boca al tiempo que se deslizaba unos pocos centímetros en su vagina. La besó una y otra vez entre hermosos susurros. Le decía lo maravillosa que era y cuánto la deseaba, lo increíble que era sentirla a su alrededor. Entre aquellos besos y palabras continuó hundiéndose en el interior de su vientre, hasta que estuvo enterrado por completo. Toda su aterciopelada fuerza estaba sumergida en su palpitante interior.

—¿Estás bien? —jadeó él casi sin aliento.

—Estoy… bien —repuso ella con la respiración entrecortada.

Sentir los músculos internos de Georgina apresándole era como un sueño. Jeremy se detuvo y se quedó quieto durante un momento antes de impulsarse con un firme y fluido movimiento. Notó que ella abría más los ojos cuando él se retiró y volvió a penetrar en aquella cavidad lubricada.

—Eres hermosa —susurró él en ese instante, antes de reclamar de nuevo su boca—. Y ahora eres mía.

Se estremeció al pensar en lo que estaba haciendo. Resultaba exquisito. Ella era exquisita, tal como había imaginado.

La invasión de su cuerpo le arrancó un pequeño gemido que reprimió mientras la besaba. Aquel sonido solo sirvió para excitarlo más. Estaba llenándola por completo, poseyéndola hasta el final. Estaban tan unidos físicamente como era posible, sin ninguna barrera que los separara.

Jamás había mantenido relaciones sexuales sin utilizar preservativo. Una de las primeras cosas que aprendía un joven eran las consecuencias de las enfermedades venéreas, y que había prostitutas que garantizaban el contagio. Él siempre había protegido su miembro. Se había asegurado de utilizar un condón con las cortesanas, de modo que ahora, perdido en su interior, experimentaba sensaciones que nunca había conocido.

Al verla abrir los ojos como platos deseó que no fuera a causa del pánico.

—Gina, quiero que sepas que yo… —intentó hablar—, que llevo toda mi vida esperando este momento contigo. —Se mantuvo en silencio durante el tiempo necesario para besarle el cuello mientras intentaba contenerse—. Dime que estás bien.

Ella lo miró con los ojos brillantes.

—Lo… estoy. No te preocupes por mí.

«Siempre me preocuparé por ti».

—Tú lo eres todo en este instante —susurró antes de volver a capturar su boca, moviendo la lengua de una manera que imitaba lo que estaba haciendo más abajo.

Había soñando con hacer el amor con ella durante tanto tiempo que se sintió atrapado por una espiral de deseo infinito, imposible de contener.

La acarició de arriba abajo sin dejar de mirarla a los ojos.

—Es tan bueno… Contigo es mejor que nunca —graznó.

Entonces comenzó a moverse en serio. Sus embestidas provocaron que la cabeza de Georgina golpeara la almohada con cada envite. Pensó que podría permanecer el resto de la vida en su interior. Quería que aquello fuera para siempre; sentir su tensa calidez envolviéndolo y su suave respuesta, con aquellos jadeos entrecortados ante sus envites… Le entregó su corazón en un instante.

Se sentía conmovido… Diferente. Aquella mujer era preciosa y él la necesitaba como nunca había necesitado a alguien en su vida. Se recordó a sí mismo que debía proceder con ternura, que debía enseñarle el placer sexual lentamente.

La escuchó suspirar, responder a sus embestidas vacilante, hasta que encontró un ritmo primitivo y cadencioso en contrapunto a sus movimientos. Entonces, Georgina arqueó el cuello y cerró los ojos otra vez.

Él siguió clavándose en ella lenta pero profundamente; poseyéndola, reclamándola, haciéndola suya por completo, hasta que él mismo casi perdió el conocimiento de puro gozo.

Recuperado, empujó un poco más rápido para sopesar su reacción.

—Mírame, Gina. ¡Necesito que me mires! —Tenía que verle los ojos para poder juzgar cómo estaba soportando aquello. La voluntad de protegerla del temor era mucho más importante que cualquier otra cosa.

Ella abrió sus ojos dorados otra vez y lo miró. No vio miedo en sus pupilas, más bien incredulidad. La dulce rendición que leyó en su esposa lo incitó a impulsarse hasta el borde del precipicio. Notó que sus testículos se tensaban, a punto de soltar su semilla en el interior de ella. Quería marcarla, hacerla suya sin remisión. Una vez que eso ocurriera, su unión estaría irremediablemente completada.

La pasión lo envolvió de forma inexorable; el ardor que había estado conteniendo, que crecía en él desde que volvió a verla aquel día lluvioso, encontró su codiciada liberación.

Palpitando sobre ella, cedió a la absorbente tensión. Su miembro se puso todavía más duro, hasta el punto del dolor, antes de soltar una cálida inundación en lo más profundo del vientre de Georgina.

—¡Oh, Gina! Gina… Gina… Gina… —gimió desde el fondo de su pecho, con las manos todavía entrelazadas con las de ella. La soltó y enmarcó su cara, en una especie de abrazo, con los cuerpos todavía unidos.

Se sentía saciado, pero todavía se estremecía de placer mientras la estrechaba con firmeza. ¡Santo Dios!, con ella todo era diferente… Nunca había sentido nada igual. Nunca volvería a ser lo mismo para él, ni querría que fuera diferente. Lo sabía sin ningún género de duda.

Estaba ocurriendo. Él estaba dentro de ella y no le dolía. No sentía dolor ni miedo ante la experiencia. Jeremy buscaba apasionadamente su placer con ella. Era dominante pero tierno y demostraba su deseo y necesidad con cada movimiento. Era un amante elocuente, hablaba sin cesar mientras la acariciaba, susurraba sus sentimientos, gritaba su nombre y el de Dios y gemía con cada envite revelándole aquel misterio, lo que un hombre buscaba en el cuerpo de una mujer.

Ella sentía cada centímetro de pasión y, con cada nueva embestida, la presión daba paso a bienvenidas sensaciones de deseo hasta ahora desconocidas. Dejó que la poseyera. De hecho, lo deseaba. Él era diferente en ese momento; se mostraba salvaje e incontenible, arrebatado y hermoso… Sí, perdido en su pasión era absolutamente hermoso.

Por fin, llegó un punto en el que ella sintió un cambio en él. Su respiración se volvió más superficial, su miembro se puso más duro y, de repente, notó que se ponía rígido. Que se tensaba de pies a cabeza sobre ella. Le vio echar la cabeza hacia atrás y separar los labios en un grito. Pronunció su nombre con un aullido, una y otra vez; sin embargo, sus ojos jamás abandonaron los de ella; la miraba con ferocidad, con emoción, con dolor… hasta que por fin acercó su cara a la de ella.

Sintió que explotaba en su interior antes de bajar el ritmo de las arremetidas y, por fin, se detuvo. Luego se desplomó sobre ella con las extremidades laxas y supo que había derramado su semilla al encontrar la liberación. Entonces se sintió todavía más mojada. «¡Santo Dios! ¡Así era estar con él!».

Querer entregarse y ser tan apasionada como él parecía natural. Aquel acto, con él, no era desagradable… Ni mucho menos. Estar con Jeremy era lo natural. Se había sentido querida y hacía eso voluntariamente porque era lo que su marido necesitaba. No había dolor ni vergüenza en lo que acababan de hacer. Por extraño que resultara, quería más, pero no sabía exactamente qué podía ser aquel «más».

Jeremy tardó mucho tiempo en normalizar la respiración. Por fin, se retiró de su interior. Ella sintió una extraña sensación de vacío cuando su semilla la empapó, mezclada con sus propios fluidos. Aquella humedad era la evidencia de la unión más íntima entre un hombre y una mujer. Por fin estaban realmente casados.

Jeremy le besó la frente y le rozó los labios con el pulgar.

—¿Estás bien?

—Mmm —aseguró ella, frotando la cara contra la mano con que él le acariciaba la mejilla—. Lo estoy… —Tras un momento de silencio, preguntó lo que más necesitaba saber—. Jeremy…, ¿esto ha sido…, bueno…, ha estado bien? Quiero decir si ha sido… Si he hecho…

Él se rio.

—Inundas mi corazón con tu dulzura. La respuesta es solo una: «Sí». Has sido perfecta. —Volvió a besarla—. No dudes de mi placer cuando te tengo entre mis brazos. De hecho, es ahí donde debes estar todas las noches. —La acomodó contra su cuerpo en previsión del sueño—. Aquí mismo, junto a mí. —Le pasó la mano por la curva de la cadera y la atrajo hacia él, fusionando la parte inferior de sus cuerpos.

Las palabras de Jeremy la aliviaron, pues si podía estar así, junto a él, se sentiría segura, libre de preocupaciones.

—Es lo que más deseo.

Las tres copas de vino debieron de hacer finalmente efecto porque se quedó dormida. Cuando abrió los ojos, más tarde, sintió el calor que desprendía el cuerpo de Jeremy a su lado y notó su mano sobre un pecho. Y también otra parte de él. Dura, muy dura. Sintió el mástil de su virilidad contra su trasero y le gustó la idea de que se viera tan afectado por ella que la deseara otra vez.

—¿Cómo estás, Gina? Dímelo, necesito saberlo.

Ella se pensó mucho la respuesta antes de contestar.

—Siento que me aprecias, Jeremy.

Escuchar esas palabras debió de animarlo bastante, porque rodó sobre ella, dando inicio de nuevo a aquel acto íntimo.

Ella contuvo el aliento al pensarlo. Emociones y codiciosos sentimientos la inundaron.

«¡Sí! ¡Santo Dios, sí! ¡Vuelve a hacerlo!».

No se sentía preocupada esta vez. Sabía que no tenía nada que temer de Jeremy cuando le hiciera el amor. El júbilo que provocó tal conocimiento le daba un poder que no había sentido nunca.

Escuchó que Jeremy gemía, desesperado.

—Te deseo demasiado. ¡Llevo tanto tiempo necesitándote que no puedo contenerme! ¡No puedo! ¡Lo siento!

Ella lo empujó para obtener su atención.

—No lo sientas. ¡No lo lamentes nunca! Deseo estar contigo, Jeremy. ¡Oh, no lo lamentes nunca!

«Ella lo ha dicho. Me desea».

Jeremy la poseyó otra vez. Se demostró a sí mismo que podía ser más cortés y controlado de lo que nunca había pensado y alcanzó una bienaventurada paz. Una paz que nunca había conocido. El alivio lo inundó mientras el aroma de sus cuerpos se transformaba poco a poco en olores almizclados de sudor y pasión que lo envolvieron por completo.

—Cuando me acueste cada día, te quiero aquí conmigo para poder llegar a ti y abrazarte en cualquier momento. Todas las noches, Gina. Deseo estar así contigo.

Ella suspiró feliz y se acurrucó contra él, dibujando con ternura la forma de su pecho y acariciando el mismo lugar repetidas veces. Él no sabía que se podía llegar a disfrutar de esa intimidad con otra persona. Resultaba extraño y maravilloso. Ahora era él quien se sentía apreciado. ¡Oh, Dios, era una sensación maravillosa!

Mucho más tarde, con las piernas entrelazadas con las de ella, resultó más fácil conciliar el sueño que aquella primera noche. El pensamiento de que Gina durmiera en otro lugar le parecía inconcebible.

Sin embargo, no pegó ojo durante toda la noche. Se sintió encantado de ver dormir a su esposa. Su oscuro pelo dorado se extendía en hermoso desorden sobre la almohada, formando remolinos que enmarcaban su cara y su cuello y se colaban en el valle que acotaban los pechos.

¡Aquellos pechos! Desde el principio se dijo que tenían que ser espectaculares, pero la realidad había superado largamente cuanto había entrevisto e imaginado. Eran una obra de arte. Tersos y adorables montículos coronados por unos pezones de color rosa oscuro que parecían flotar con la gravedad a la que estaban sometidos. Recordaba perfectamente su sabor indescriptible. En la oscuridad de las sombras, evocaba los mordiscos amorosos que le había dado a aquella piel deliciosa.

¡Dios, su Georgina, su Gina era el sueño de cualquier artista! Haría las delicias de un pintor de desnudos, pensó pícaramente, recordando con un estremecimiento el momento en que ella dejó caer la bata. Había sido la mayor y más deliciosa sorpresa de su vida.

Ahora parecía tranquila, pero quería preguntarle cómo se sentía realmente con respecto al sexo. ¿Se había sometido solo por deber? ¿Había disfrutado algo? No estaba seguro.

Después de aquella primera vez fallida, cuando fue a él para un segundo intento, no había parecido asustada ni alterada. No había llorado ni se había resistido. Incluso le había preguntado si había encontrado satisfactoria la experiencia, derritiéndole el corazón a lo largo del inolvidable encuentro.

Quizá fuera frágil, pero era una mujer valiente. Si estaba seguro de algo sobre su esposa, era de que poseía el corazón de una leona.

Saber en lo más profundo la clase de madre que sería Gina le hizo sonreír en la oscuridad. Había elegido bien, estaba más seguro de ello que nunca.

También sabía que no había procedido de la mejor manera, que al final no había conseguido ser todo lo delicado que se había propuesto, y se sentía avergonzado por ello. Sin embargo, en alguna ocasión le pareció que Georgina respondía, tratando de recibirlo lo más profundamente que podía. La próxima vez sería mejor. Le enseñaría lo que era el placer aunque muriera en el intento. De pronto se dio cuenta de que tales pensamientos lo habían excitado una vez más. Es igual, se dijo, y siguió meditando. Recordó de nuevo la primera vez, hacía solo unas pocas horas, en la que se había perdido en la necesidad de alcanzar el éxtasis sin que nada pudiera detenerlo.

Pero a pesar de dejarse llevar por el deseo no se había abandonado por completo. Eso lo había hecho bien. Supo que Georgina sería incapaz de tolerar un trato brusco y, aunque lamentaba no poder disfrutar de tal experiencia con ella, la necesidad de protegerla y ser un amante solícito predominaba sobre cualquier quimérico éxtasis demasiado prematuro. El bienestar de Gina era mucho más importante que su gozo sexual.

Pensar en que la depravada bestia que llevaba dentro le arrebatara la inocencia y la paz a su esposa era demasiado inquietante y le servía para mantener cierto grado de raciocinio, incluso en los momentos en que se encontraba al borde del orgasmo. Sin embargo, algo era cierto: cuando fuera el momento adecuado y se presentara la oportunidad, mandaría al sucio bastardo que la había violado al infierno. Y disfrutaría haciéndolo. No tenía ninguna duda al respecto.