CAPÍTULO VEINTIDÓS

«Él es la porción de belleza

que una vez fue la más hermosa».

PERCY BYSSHE SHELLEY, Adonaïs

Pellton golpeó la puerta con el puño del bastón, dejando una marca en la madera. El inexpresivo mayordomo lo dejó entrar. Se diría que acababa de tragarse un sorbo de vino agrio.

—Milord. —Bowles siempre hablaba con mucha solemnidad. Sin duda pensaba que hacer su trabajo suponía un duro esfuerzo. ¡Dios!, cómo disfrutaría si lo atropellara un carro lleno de barriles de cerveza. Aquel tipo y su idiota sonrisa sabían demasiado; conocía algunas de sus actividades, justamente esas que no debía saber nadie, actos que la sociedad no se tomaría nada bien. Pero matar a Bowles no era una buena idea, y el asesinato no entraba en su repertorio de habilidades. O al menos todavía no, pensó.

—¡Bowles, avisa a mi sobrino! Quiero verlo de inmediato.

—El señor Strawnly me ha dado instrucciones muy severas. No quiere ser molestado durante la noche, lord Pellton —repuso el mayordomo con arrogancia—. Tiene… una invitada.

—Como si está follando con la doncella de la reina, imbécil. ¡Dile a mi heredero que baje a saludarme y muestre el debido respeto o te echaré a la calle yo mismo!

—Sí, señor —recitó Bowles al tiempo que salía de la estancia con cierta urgencia en sus pasos para avisar a su amo.

El viejo canalla esperó con impaciencia a que su renuente anfitrión se presentara. Sacó el periódico del bolsillo y volvió a leer la nota de sociedad, sintiendo la misma oleada de furia.

«¡Cómo se había atrevido…!».

—Querido tío, ¡qué agradable sorpresa! —Su sobrino arrastraba las palabras desde la puerta de la salita.

El chico estaba un poco tocado de la cabeza, pero sabía cuál era la posición que ocupaba. Simon era su heredero hasta que él pudiera engendrar un hijo legítimo. Había seguido fielmente todas sus órdenes hasta el momento, aunque ahora se había ido todo a la mierda. ¡Maldito Greymont!

—¿Has leído el periódico?

Simon observó el diario sin expresión en la cara.

The Times, imbécil. ¿No lo has leído?

—No. No escriben más que mierda sin interés para mí —gimió Simon.

—¡Que Dios nos ayude! —Gritaba meneando la cabeza—. A mí me resulta muy interesante y también debería ser así para ti. ¡Ese bastardo arrogante de Greymont se ha casado con Georgina Russell! Ya lo ha hecho. ¡Hace más de una semana! —Clavó el dedo en la página donde estaba publicada la noticia.

Simon entornó los ojos y se acercó a él. Le arrebató el periódico y leyó la sección con avidez.

—¡Petulante bastardo! —aulló al tiempo que lanzaba el diario al suelo—. ¡Ella era nuestra!

Pellton se sintió algo aliviado al constatar la aparente contrariedad de Simon ante la pérdida del que consideraba un botín de su propiedad. Al menos al muchacho le quedaba algo de cerebro. Definitivamente, no era un caso perdido. Incluso había conseguido desvirgar aquel dulce coñito.

—Sí. Sin duda la palabra clave de tu discurso es «era». Era nuestra, pero ya no lo es. Ahora es la señora Greymont y está fuera del mercado matrimonial. Seguro que se la habrá llevado al campo, donde podrá tenerla bajo vigilancia.

—¡Es una tragedia, tío! Es más deliciosa de lo que pueda decirte con palabras, y quería volver a jugar con ella. Es una rara combinación de lucha e inocencia. Peleaba como una gata salvaje.

—No haces más que recordármelo —replicó Pellton—, pero en estos momentos me siento demasiado desolado, Simon. Salgamos y ahoguemos nuestras penas compartiendo algún rico coño. ¿Qué te parece, hijo?

—Una idea excelente, tío, pero… no será necesario que salgamos de casa.

Pellton sintió que su miembro crecía al escuchar las palabras de su sobrino.

—¿A quién tienes arriba? —preguntó.

—Creo que ha dicho llamarse Ella o Emma… o algo similar. —Se encogió de hombros—. La he secuestrado en la calle esta mañana. No es de nuestra clase, por supuesto, pero hasta hoy no ha conocido varón.

Increíble. Simon era mucho más hábil de lo que había imaginado.

—¿Has secuestrado a una virgen esta mañana en las calles de Londres?

—Sí. Una exuberante pichoncita lista para ser iniciada. Me rogó que la dejara marchar. Dijo que su padre podría pagar un rescate si ella regresaba sana y salva, pero estoy seguro de que no podrá disponer de demasiado dinero siendo un comerciante.

—Depende de con qué comercie… Quizá tenga más de lo que piensas.

—No creas, se trata de un curtidor o algo por el estilo. No me importa su dinero. Ya le he dicho a Emma que lo que ella tiene entre sus piernas me interesa mucho más.

—Ya, ¿estaría dispuesta a practicar un ménage?

—¿Dispuesta? ¿A quién le importa su opinión? A mí no, desde luego. ¿Te importa a ti, tío?

La erección del viejo canalla había alcanzado su máxima extensión y ya no le importaba nada más que fornicar con lo que se le pusiera por delante. Además, le serviría para aplacar la cólera que suponía haber perdido a Georgina Russell por culpa de ese cabrón de Greymont. Rodeó los hombros de Simon con un brazo.

—Tú delante, sobrino. ¿Puedes hacer el favor de presentarme a Emma? Apenas puedo contener la impaciencia por conocerla…, o sea…, quiero decir, follarla.

El trayecto de vuelta a casa era muy corto. Sentada frente a Jeremy, Georgina podía sentir su tensión. Era el perfecto caballero inglés, pero también un lobo a punto de lanzarse al ataque. Su mirada era feroz y brillaba cuando la clavaba sobre ella en la oscuridad.

—¿Te lo has pasado bien esta noche? —le preguntó su marido.

—Muy bien. Los Rourke son muy agradables y espero que disfrutemos de su compañía en más ocasiones.

Se mecían con el balanceo del carruaje. Tras unos instantes en silencio, Georgina lo miró con curiosidad.

—Jeremy, ¿en qué estabas pensando cuando bajé del estudio de Marianne?

—¿A qué te refieres? —Dobló y estiró las piernas antes de cambiar de postura en el asiento.

—Me miraste de una manera muy penetrante, y quiero saber qué estabas pensando justo en ese momento.

La taladró con la vista.

—Pensaba en lo hermosa que estabas cuando bajabas esas escaleras y en la imagen que presentarías esta noche, cuando esté profundamente sepultado en tu interior.

¡Santo Dios! Estuvo a punto de atragantarse. Aquella conversación directa y sin tapujos tenía un efecto inmediato y visceral en ella. Apretó los muslos para intentar aliviar el húmedo calor que se agolpó entre los dos. Se le escapó un gemido ronco sin que pudiera evitarlo y, a pesar del aire frío de la noche, notó que se le formaba una pátina de sudor sobre el cuello y entre los pechos.

Sí, había interpretado perfectamente a su marido. La imagen de Jeremy sobre ella, penetrándola de manera salvaje con una mirada de abandono, inundó su mente. La crudeza de la fantasía la excitó por completo. Santo Dios, en ese terreno cada vez se parecía más a él. Jeremy estimulaba una parte de su ser cuya existencia desconocía hasta hacía muy poco, pero ahora que había tenido conocimiento de ella la conmocionaba por completo. De pronto le pareció que desaparecía el aire en el interior del carruaje y jadeó para poder llenarse los pulmones.

—¿Qué…? ¿Qué quieres? —Apenas pudo formular la pregunta.

Él no dudó ni un segundo.

—Te quiero…

En ese momento el coche se detuvo bruscamente, interrumpiendo la respuesta. Se escuchó un golpe en la puerta antes de que se abriera. Habían llegado. Jeremy se levantó, salió primero y tendió la mano para ayudarla.

Caminaron hasta la casa, donde entregaron los abrigos al mayordomo. Luego subieron las escaleras del ala oeste hasta el segundo piso. Ambos avanzaron con rapidez. Su destino era la suite del final del pasillo. Él abrió la puerta, ella entró y el hombre volvió a cerrarla con un firme empujón antes de mirarla.

—Quiero amarte en mi dormitorio —terminó la frase que había interrumpido el cochero—. No te pongas nada encima, salvo la bata. Estaré esperándote.

Se inclinó con una reverencia, giró sobre sus talones y salió. Ella escuchó que se abría y cerraba la habitación del amo de la casa; a partir de entonces no oyó nada más.

La necesidad de sentarse era infinita. Temió que se le doblaran las piernas y acabara de rodillas en la alfombra. Estaba tan excitada que se estremecía. Sin embargo, no se sentó. Se acercó al tocador, se sirvió una generosa copa de vino y se tomó su tiempo para beberlo. En cuanto hubo terminado, llamó a Jane para que la ayudara a prepararse.

Georgina se acercó a la puerta de los aposentos del amo con el cuerpo en tensión. Tomó el frío picaporte y lo giró antes de empujar.

La estancia apenas estaba iluminada. Había pequeñas lámparas encendidas a ambos lados de la cama y el fuego crepitaba en la chimenea. Olía a él; a aquella particular fragancia de clavo y a la virilidad que caracterizaba a Jeremy y que a ella le resultaba tan enloquecedora.

—Echa el pestillo. —Su voz flotó en el aire.

Georgina hizo le que le pedía y el clic resonó en la estancia. El chasquido y el susurro de las llamas fueron los únicos sonidos que se escucharon, a excepción de sus jadeantes respiraciones.

—Camina hasta donde pueda verte. Cuando me veas, detente.

Así lo hizo y se detuvo cuando él apareció ante su vista, tal como le había dicho. Lo hubiera hecho de todas formas.

Estaba desnudo sobre la cama. Piel dorada sobre músculos suaves y flexibles que se estiraban con poderosa languidez. Apoyaba la espalda contra las almohadas con indolencia. Los pectorales y abdominales, marcados y firmes, hicieron que bajara la mirada hasta el vientre… ¡Oh, santo Dios! Qué pene. Lo vio palpitar entre las caderas cuando él notó que miraba justo hacia ese punto. Ya estaba preparado, pero creció todavía más, agrandándose y alzándose hasta latir en el aire. ¡Jesús! Jeremy era como un hermoso ídolo pagano, casi más animal que humano.

—Ábrete la bata y déjala caer.

Ella ya tenía los pezones erizados antes de que los golpeara el aire fresco. La bata cayó al suelo con un suave chasquido y ella no pudo evitar un estremecimiento.

—Acércate a mí caminando muy despacio —ordenó Jeremy.

Se acercó a aquella bestia viril con pasos medidos. Era un depredador que la miraba con hambre de fiero macho en celo, un soberbio espécimen que aguardaba con tensa calma, saboreando el instante en que atacaría y la tomaría como rehén debajo de su cuerpo para cubrirla con su peso, separarle las piernas y montarla sin dejar que se escapara, clavándose profundamente en su interior y…

—Súbete a la cama y siéntate sobre mí.

—Oh… —Ella se estremeció. Todo su cuerpo se veía afectado por las vibraciones que se originaban en su vientre.

—Bien… Todo está bien —le aseguró él, tranquilizándola—. Toma mi mano y ven aquí. Yo te ayudaré.

Georgina cogió la mano que él le ofrecía y se movió con toda la habilidad que le permitía la húmeda y brutal excitación que la atenazaba, subiéndose a la cama. Dobló las largas piernas junto a las caderas de Jeremy para ponerse a horcajadas sobre él, con su caliente y mojado centro justo encima de la impresionante verga aterciopelada. Un exquisito estremecimiento de placer irradió desde su vientre, como una diminuta versión de los orgasmos que él le había hecho alcanzar.

Jeremy le dejó un momento para que se acomodara. Una lenta sonrisa se extendió por la cara de él mientras se miraban en silencio.

—En momentos como este, para mí no hay mujer más hermosa que tú en el mundo. —Jeremy le acarició el muslo de arriba abajo—. Tus piernas están perfectamente torneadas. Las admiré aquel día bajo la lluvia.

—¿Me viste las piernas entonces? —se extrañó ella.

Él asintió con la cabeza.

—¡Oh, sí, las vi! Te quitaste las medias para cruzar el riachuelo y luego te detuviste para volver a ponértelas. Yo fui testigo de esa deliciosa función. Pensé que me desmayaría ante tanta belleza.

—Qué extraño y tortuoso por tu parte.

—¿Estás enfadada por ello, mi dulce Gina?

—No. Si hubiéramos cambiado los papeles, seguramente yo habría hecho lo mismo. ¿Así que te escondiste detrás de un árbol y me espiaste sin que lo supiera?

Él deslizó la mano por la otra pierna.

—En efecto, cariño. Tus piernas perfectas me aturdieron de tal manera que no fui capaz de moverme. Tuve que disponer de un momento para calmarme y poder hacerlo. —Cerró los ojos como si estuviera recordando la escena—. Eres tan hermosa…

—Tú también. Pienso… Siempre he pensado que eres un hombre muy guapo.

Él llevó las manos a sus hombros y luego al cuello y la nuca, para acabar con las palmas alrededor de su cara. Sus bocas se unieron en una profunda fusión. Jeremy introdujo la lengua entre sus labios e indagó en cada rincón de su interior. Cuando se cansó, le chupó la lengua hasta que sus labios se confundieron en húmeda carnalidad. Luego siguió buscando.

El movimiento erótico se hizo tan necesario como respirar. Georgina no pudo ni quiso contener la lenta cadencia de sus caderas cuando él comenzó a penetrarle la boca con la lengua.

Al rato, las enormes manos abandonaron su cabeza para deslizarse hasta los pechos. Buscó los golosos pezones con los índices y los pulgares para pellizcarlos, convirtiéndolos en picos todavía más excitantes. Ese movimiento arrancó un profundo gemido de la mujer, que arqueó la espalda con descarado abandono. Necesitaba tenerlo más cerca…

—Quiero lo que dije. Antes de que… Quiero que tú… —Él jadeó ahora sobre su cuello y le rozó la piel con los dientes antes de mordisquearla.

—Sí, por favor —imploró ella.

Jeremy la empujó con suavidad y la tendió sobre el colchón. Gina tenía los ojos cerrados, no lo veía, pero era consciente de todos sus movimientos. Así, sintió cómo él cambiaba de posición, cómo se arrodillaba entre sus muslos y le abría más las piernas, todo lo que podía, pero no para colocarse de la manera habitual entre ellas. Hizo algo muy diferente. Algo tan chocante e inesperado que se habría quedado paralizada por la mortificación si no hubiera sido tan placentero.

¡Por todos los ángeles del cielo! ¿Era su boca lo que sentía en los pliegues de su vagina? Sus labios, su lengua estaban en su sexo, suaves como terciopelo. Era una dicha inimaginable… ¡Oh, Dios! Iba a morir de placer. Moriría anhelando cada lengüetazo, cada movimiento, cada húmeda incursión, cada penetración de aquella lengua en su interior. Él le había dicho que quería amarla… y lo hacía de la manera más gloriosa, ¡gracias a Dios! Por favor, que no parara nunca…

Ahora Jeremy le daba largos y lentos lametazos, saboreándola, como si ella fuera el manjar más exquisito. Y lo era. Cada vez que pasaba sobre su abertura, separaba los pliegues y exploraba… hasta que el hinchado brote quedó al descubierto y reclamó una especial atención. Sintió que lo cubría con los labios y lo succionaba con tanta intensidad que sus caderas se alzaron de la cama para contonearse al ritmo de aquella dulce tortura.

En un momento dado la penetró con la lengua hasta donde pudo alcanzar, y ella sintió la nariz presionando sobre el clítoris. Jeremy le plantó las manos sobre las nalgas para alzarla todavía más. Boca, lengua, labios… apresaron su sexo, cautivándola. Se convirtió en una esclava de las sensaciones, que la llevaban cada vez más cerca del abismo.

El orgasmo fue tan poderoso que gritó como nunca lo había hecho. Y fue más que un grito, una explosión de vida. Y a ese grito lo siguió otro con rapidez. El placer la apresó, lanzó su cuerpo a un lugar desconocido donde se desintegró en mil pedazos, hasta dejarla completamente extasiada, con los huesos derretidos, como si se hubieran licuado sin remedio.

Sumido en el goce que implicaba darle placer, Jeremy sintió las palpitaciones del orgasmo de Georgina en la lengua. Eso, el sabor a miel que bajaba por su garganta y los gritos de éxtasis que ella emitía le hicieron perder el control. Sabía que atravesaba un terreno peligroso, que se internaba en unas prácticas que se había jurado que no experimentaría con ella hasta mucho más adelante.

Pero la amaba. No le haría daño. ¡Maldición! Necesitaba liberar toda aquella necesidad. El impulso era tan avasallador que no podía… detenerse. No solo no podía detener lo que iba a hacer… Tampoco quería detenerse.

Se alzó con rapidez y antes siquiera de saber lo que estaba haciendo había apresado las dos muñecas de Gina. La penetró hasta el fondo cuando ella todavía no había dejado de convulsionarse y comenzó a follarla. «¡Sí! ¡Oh, sí!». Glorioso, exigente, jodidamente salvaje. Era carnalidad pura y aplastante dominación, justo lo que necesitaba en ese momento. Buscó su cuello con la boca y comenzó a morderlo, y no con demasiada suavidad.

Succionó con fuerza y, aunque su lado racional le advirtió que debía contenerse por miedo a asustarla, no lo consiguió.

Tras unos minutos de intenso martilleo, eyaculó al tiempo que gemía contra su garganta. Siguió penetrándola con más suavidad para empujar su semilla más profundamente. De alguna manera, su cerebro obnubilado y su instinto masculino le indicaban que aquello era necesario. «¡Condenadamente necesario!».

Cuando se detuvo por fin, fue más por un colapso que por cualquier otra cosa.

Ni siquiera estaba seguro de no haber perdido el conocimiento. Si había sido así, ignoraba durante cuánto tiempo. Lo primero que sintió fue que ella movía las muñecas para zafarse de sus manos. Aquello lo llevó de vuelta a la realidad con rapidez. Apoyó las palmas en la cama y la miró.

«¡Oh, no! ¡No! ¡No! ¡No! ¡No!».

Ella tenía los ojos cerrados y había rastros de lágrimas en sus mejillas. Lucía un enorme chupetón en el cuello, y la delicada piel se oscurecía con rapidez ante el voraz mordisco de amor que le había propinado.

—¿Qué he hecho? Gina. ¡Oh, mierda…! ¡Maldición! Perdóname…

Ella abrió los ojos de golpe. Parecía afligida, absolutamente desolada, aplastada por su peso, con su miembro cada vez más blando todavía en su interior, sumergido dentro de ella hasta los testículos. Jadeaba sin control, haciendo que sus hermosos pechos subieran y bajaran.

—No, Jeremy… —susurró ella.