29

Cuando un letrero indicó que la frontera suiza se hallaba a treinta kilómetros, Ambler abandonó impulsivamente la autopista y tomó por una pequeña carretera rural. ¿Le habían seguido? Aunque no había detectado señal alguna, la más elemental prudencia le decía que no podía pasar el control fronterizo en el Opel cupé alquilado.

Laurel Holland y Clayton Caston habían decidido viajar a Zúrich en el TGV, el tren de alta velocidad, un trayecto de poco más de seis horas, y luego tomar el autocar para Davos Klosters, lo cual añadiría otro par de horas. Abordarían el tren por separado para evitar contratiempos. Pero ellos no eran los objetivos de una operación autorizada por Operaciones Consulares para eliminar a un agente «irrecuperable», o de una persecución no menos letal por parte del GSE, unos adversarios anónimos. De haber utilizado el transporte público, Ambler hubiera corrido el riesgo de caer en una emboscada. No había tenido más remedio que ir en coche, buscar el anonimato entre los centenares de miles de coches que circulaban por la Autopista del Sol. Hasta hora todo había ido bien. Pero el control fronterizo constituía la parte más peligrosa del viaje. Suiza se había mantenido al margen de la integración europea; no había relajado el control de sus fronteras.

En la población de Colmar, en el Alto Rin, Hal encontró a un taxista que, ante un fajo de billetes de banco, accedió a llevarlo a través de Samoëns a la aldea de Saint Martin, al otro lado de la frontera. El conductor, que se llamaba Luc, era un hombre rollizo con los hombros caídos, el pelo liso y grasiento y ese olor a virutas de lápiz, mantequilla rancia y estiércol característico de quienes no se lavan; aunque se hubiese echado encima un litro de aftershave Pinaud Lilac Vegetal no hubiera logrado ocultarlo. Pero era franco y sincero, incluso en su avaricia. Ambler sabía que podía confiar en él.

Bajó un poco la ventana cuando partieron, dejando que el frío aire de la montaña le refrescara el rostro. Su bolsa de viaje reposaba en el asiento junto a él.

—¿Está seguro de que quiere llevar la ventanilla bajada? —le preguntó el taxista, a quien por lo visto no le molestaba el hedor que invadía el coche—. Hace un frío polar, mon frère. Como dicen ustedes los americanos, hace un frío que te hiela el culo.

—Lo prefiero así —respondió Ambler con seca cortesía—. Un poco de aire fresco me ayudará a permanecer despierto. —Se subió la cremallera de su cazadora de invierno forrada de plumón. Había elegido la prenda precisamente para no pasar frío.

Faltaban unos diez kilómetros para llegar a la población fronteriza de Saint Morency cuando experimentó de nuevo cierta aprensión y temor. Empezó a observar signos —equívocos, ambiguos, no determinantes— de que quizá le habían detectado. ¿Simple paranoia? Había un todoterreno, con el techo de lona, que les seguía a una distancia constante. Había un helicóptero, en un lugar y un momento en que no era normal que hubiera un helicóptero. Pero una mente hipervigilante siempre podía identificar anomalías incluso en las circunstancias más inocentes. ¿Cuál de esas señales era significativa, suponiendo que lo fuese alguna?

Pocos kilómetros antes de llegar a la frontera suiza, Ambler se fijó en una camioneta de color azul pálido con una matrícula que le era familiar, pues la había visto antes. Se preguntó de nuevo si no sería mera paranoia. El ángulo sesgado de las primeras luces del amanecer le impedía ver al conductor. Pidió a Luc que redujera la velocidad; la camioneta hizo lo propio casi al mismo tiempo, manteniendo una distancia constante entre ambos vehículos, una distancia mayor de la que un camionero profesional habría guardado. La aprensión dio paso a la ansiedad. Ambler tenía que seguir su intuición. Hemos llegado hasta aquí gracias a la fe. La fe que había salvado hasta ahora su vida era la más austera: la fe en sí mismo. No flaquearía en esos momentos. Tenía que aceptar una realidad profundamente inquietante.

Habían dado con él.

El sol lucía sobre el horizonte, formando una cinta roja; el aire tenía la temperatura de una cámara frigorífica. Hal le dijo a Luc que había cambiado de parecer, que le apetecía hacer autostop a esas horas de la mañana; sí, aquí mismo, en este maravilloso paraje.

La entrega de otro fajo de billetes suavizó la expresión del taxista, que pasó de una clara suspicacia a un escepticismo entre irónico y divertido. El conductor sabía que el pasajero no esperaba que se tragara la trola, pero aunque la historia fuera falsa, el dinero era auténtico. Luc no protestó. Antes bien, parecía divertirle el juego. Existía un sinfín de razones por las que alguien quisiera evitar un control fronterizo, muchas de ellas relacionadas con el pago de impuestos de lujo. Mientras nadie tratara de utilizar su vehículo para transportar mercancías no declaradas, Luc no corría ningún riesgo.

Ambler tensó los cordones de sus pesadas botas de cuero de escalador, tomó su bolsa y se apeó del coche. Cruzar la frontera a pie no era una eventualidad imprevista. Al cabo de unos minutos desapareció entre los abetos, pinos piñoneros y alerces cubiertos de nieve, avanzando en paralelo a la carretera, pero a doscientos metros de la misma. Después de recorrer un kilómetro divisó dos farolas, situadas a ambos lados de la carretera. Los globos de vidrio esmerilado arrojaban una luz intensa. La aduana —un edificio de madera marrón oscuro con persianas verde hoja y celosías decorativas en la segunda planta, cubierto por un inmenso tejado de dos aguas— parecía la típica casa de madera de la región. Hal vio a través de los árboles la tricolor bandera francesa —azul, blanca y roja— y la suiza, una cruz blanca sobre un escudo rojo. En la carretera había unos cantos rodados dispuestos junto a unas líneas blancas, apenas visibles sobre el pavimento cubierto de nieve, que añadían un obstáculo físico al obstáculo legal. Una barrera pintada de un naranja vivo estaba destinada a controlar el flujo de vehículos. A ambos lados de la carretera había casetas desprovistas de puertas. Unos metros más allá de la aduana, el conductor de un camión de cáterin había aprovechado el amplio arcén pavimentado para detenerse y reparar una avería en el vehículo. Ambler divisó la barriga y las piernas de un obeso mecánico inclinado sobre el motor, con la cabeza oculta en las entrañas de éste. Había varias piezas del motor desperdigadas sobre el pavimento, junto al camión. De vez en cuando, se oía una palabrota farfullada en francés.

Al otro lado de la aduana había un aparcamiento situado a un nivel más bajo que la carretera. Hal aguzó la vista; una nube había tapado el espléndido sol; a lo lejos vio el destello de una cerilla, un guardia que encendía un cigarrillo. Era el tipo de detalle que la penumbra resaltaba. Miró su reloj. Eran las ocho y pocos minutos; en enero el sol salía más tarde, y el terreno montañoso demoraba aún más el amanecer.

Vio el todoterreno con el techo de lona detenido en el aparcamiento situado debajo de la carretera, cubierto de nieve; el gélido aire agitaba la lona. Supuso que había transportado a los guardias fronterizos franceses que iniciaban su turno a las ocho. Sus homólogos suizos habrían llegado en dirección opuesta. Ambler se colocó detrás de una arboleda de jóvenes píceas. La mayoría de los pinos, aunque mostraban un denso follaje en el centro, se habían desprendido de las ramas que crecían junto a la base del tronco. Por el contrario, las píceas conservaban sus frondosas ramas junto a la base, proporcionando una cubierta a escasa distancia del suelo. Se llevó los prismáticos a los ojos y miró a través de una abertura entre dos píceas enlazadas. El guardia fronterizo que acababa de encender un cigarrillo dio una profunda calada, se desperezó y echó un vistazo a su alrededor. Hal comprendió que el hombre no esperaba que ese día ocurriese nada de particular en la frontera.

A través de las ventanas del edificio de la aduana, vio a varios guardias bebiendo café y, a juzgar por sus expresiones, charlando sobre cosas intrascendentes. Sentado entre ellos, con aire satisfecho, había un hombre que lucía una camisa de franela roja con un cuerpo en forma de pera que indicaba una vida sedentaria. Dedujo que era el camionero.

El tráfico era esporádico; al margen de lo que dijera el reglamento, era difícil convencer a unos hombres de que permaneciesen a la intemperie cuando la carretera estaba desierta, excepto por el viento. Aun sin oír lo que decían, Ambler dedujo por sus rostros que reinaba entre ellos un ambiente de hosca jovialidad.

Uno de los hombres permanecía algo alejado del resto; su lenguaje corporal indicaba que no formaba parte del grupo. Hal lo enfocó con sus prismáticos. Lucía el uniforme de un funcionario superior de las aduanas francesas. Era un visitante oficial, alguien cuya labor consistía en realizar inspecciones esporádicas de esos pasos fronterizos. Si los otros se sentían cómodos en su presencia, sin duda era debido a la indiferencia que el oficial mostraba hacia su oneroso e ingrato trabajo. Quizá la burocracia le había enviado ahí como parte de una rotación de inspección periódica, pero ¿quién supervisaba al supervisor?

Cuando Ambler ajustó el foco de los prismáticos, vio el rostro del hombre con más nitidez y comprendió que se había equivocado.

No era un funcionario de aduanas. Una cascada de imágenes inundó la mente de Hal: era un rostro que conocía. Al cabo de unos momentos, la sensación de haberlo reconocido se plasmó en una identificación definitiva. El nombre del individuo… Pero su nombre no importaba, pues utilizaba múltiples alias. Se había criado en Marsella y, de adolescente, había trabajado como sicario para una de las mafias del narcotráfico. Posteriormente, al emplearse como mercenario en el sur de África y la región de Senegambia, se había convertido en un curtido asesino. Ahora trabajaba por libre, actuaba en circunstancias que requerían una extremada delicadeza… y una capacidad mortífera. Era un asesino eficiente, hábil en el manejo de un arma de fuego, un cuchillo, un garrote; un hombre muy útil para un asesinato que no pudiera rastrearse. En la profesión, ese tipo de individuo era conocido por el inocuo apelativo de «especialista». La última vez que Ambler le había visto era rubio; ahora tenía el pelo oscuro. Las mejillas hundidas debajo de los pronunciados pómulos y la boca de labios finos no habían cambiado, aunque su rostro mostraba el paso del tiempo. De pronto el hombre miró directamente a Hal. Éste sintió una descarga de adrenalina. ¿Le había visto? Era imposible. El ángulo de visión y las circunstancias lumínicas le ocultaban. El asesino estaba contemplando el paisaje a través de la ventana; el aparente contacto visual había sido momentáneo y fortuito.

El hecho de que el asesino permaneciera dentro del edificio debía de tranquilizar a Ambler. Pero no era así. El especialista no estaba solo. Si estaba dentro del edificio, significaba que había otros hombres desplegados por el bosque circundante. Toda sensación de ventaja que había experimentado se evaporó en el acto. Le perseguían otros hombres de su profesión, los cuales se adelantarían a sus movimientos y los contrarrestarían. Puede que el especialista fuera el jefe, pero otros rondaban cerca. El especialista aparecería cuando fuera necesario.

El reto había sido perfectamente concebido, aprovechándose del terreno natural y del control fronterizo. Ambler no podía por menos de admirar la profesionalidad. Pero ¿a quién se debía el mérito, al equipo de los Servicios Estratégicos o al de Operaciones Consulares?

Los dos guardias del lado suizo salieron del edificio; una pequeña furgoneta Renault se acercó al control fronterizo y se detuvo ante la barrera color naranja. Uno de los guardias se agachó para hablar con el conductor, formulándole las preguntas de rigor. Comprobó que la fotografía del pasaporte se correspondía con su rostro. Otros trámites quedaban a discreción del aduanero. El guardia francés estaba cerca, y ambos se miraron. Habían identificado al conductor y tomaron una decisión. La barrera color naranja ascendió y el aduanero indicó con un ademán indiferente al conductor de la furgoneta blanca que pasara.

En la caseta, los dos hombres se sentaron en sillas de plástico, se ajustaron sus orejeras y sus chaquetas acolchadas.

—La mujer de ese Renault era tan gorda que me recordó a tu esposa —comentó uno de los guardias en francés. Alzó la voz para hacerse oír a través del viento y las orejeras del otro.

El otro guardia fingió sentirse ofendido.

—¿Mi esposa, o tu madre?

Era el tipo de bromas, cansinas y faltas de ingenio, que les ayudaban a matar las largas y aburridas jornadas. En ese momento el asesino marsellés salió de la aduana y echó un vistazo a su alrededor. Sigue su mirada.

Ambler dirigió la vista al lugar hacia el que miraba el asesino: una formación rocosa al otro lado de la carretera. Seguramente había otro miembro de la unidad apostado allí. Debía de haber también un tercero. Alguien cuya misión era la de observador, que sólo participaría in extremis.

El especialista se encaminó hacia la farola y luego hacia el aparcamiento, donde desapareció detrás de una estructura baja de ladrillo, probablemente un almacén en el que guardaban el material. ¿Había ido a consultar con alguien?

Hal no tenía tiempo para analizar las opciones. Tenía que actuar. La creciente luz del día sólo ayudaría a sus enemigos. Hemos llegado hasta aquí gracias a la fe. Podía alcanzar la formación rocosa tomando un sendero zigzagueante que corría en diagonal. La proximidad a menudo reducía el peligro. Abandonó la arboleda de píceas, y tras recorrer varios metros por el sendero, ocultó su bolsa debajo de unos matorrales, cubriéndola con una capa de nieve. Trepó por un pequeño cerro que el viento había despojado de nieve. Ascendió con largas zancadas. Luego agarró la rama de un árbol para ascender un poco más y alcanzar un saliente por el que podría avanzar. La rama del árbol se partió con un ruido seco y Ambler cayó hacia atrás, extendiendo los brazos para frenar su caída. Trató de levantarse, pero pese a los surcos y tacos de las suelas de sus botas resbalaba sobre la nieve. Tras no pocos esfuerzos, logró recobrar el equilibrio. Sabía que si daba un paso en falso se despeñaría más de cincuenta metros colina abajo. Utilizó los árboles a modo de balaustrada, saltando sobre las piedras, obligando a sus piernas a pisar con más firmeza cuando la resbaladiza nieve amenazaba con derribarlo. No dejaría que lo cazaran como a un conejo. De pronto recordó las emocionadas palabras de Laurel al despedirse y sintió renovadas fuerzas. «Cuídate —le había dicho—. Por mí.»

Caleb Norris nunca había tenido sueños agitados. Cuando estaba estresado dormía aún más profunda y apaciblemente. Una hora antes de que el avión aterrizara en Zúrich, se despertó y se dirigió al lavabo del avión, donde se lavó la cara y los dientes. Cuando desembarcó y echó a andar por el iluminado recinto del aeropuerto, no presentaba un aspecto más desaliñado que cualquier otro día.

Paradójicamente, el arma le permitió recoger su equipaje antes de lo normal. Norris se dirigió a un funcionario de Swiss Air encargado de esos trámites y no pudo por menos que admirar, por enésima vez, la eficiencia de los suizos. Estampó su firma en dos hojas y le entregaron su arma de fuego y su bolsa de viaje. En el despacho se habían congregado otros funcionarios del gobierno: agentes del Servicio Secreto, algunos de los cuales reconoció vagamente por unas conferencias a las que había asistido con agentes de contraterrorismo del FBI. Reconoció a un hombre que estaba de espaldas, vestido con un traje oscuro a rayas, pero con el pelo teñido de ese color imposible rayano al naranja. El tipo se volvió y sonrió a Norris, demasiado finolis para mostrar sorpresa. Se llamaba Stanley Grafton, y era miembro del Consejo de Seguridad Nacional. Norris le recordaba de varias reuniones sobre seguridad a las que había asistido en la Casa Blanca. Grafton escuchaba mejor que la mayoría de los miembros del Consejo, aunque él sospechaba que también tenía más que decir.

—Caleb —le saludó Grafton ofreciéndole la mano—. No he visto tu nombre en la agenda.

—Ni yo el tuyo —se apresuró a responder Norris.

—Una sustitución de última hora —adujo Grafton—. Ora Suleiman se ha partido algo. —Suleiman era la presidenta del Consejo y propensa a las frases grandilocuentes, como si hiciera siempre el papel de un personaje en una «recreación histórica» para la televisión.

—Supongo que no sería la lengua.

Grafton sonrió involuntariamente.

—En cualquier caso, han tenido que echar mano de un suplente.

—Yo también he venido en calidad de suplente —reconoció Norris—. Cancelaciones de última hora, sustituciones de última hora. ¿Qué puedo hacer por ti? Todos hemos venido para soltar sonoras peroratas.

—Es lo que se nos da mejor, ¿no? —La risa hizo que aparecieran unas arruguitas alrededor de los ojos de Grafton—. ¿Quieres que te lleve a algún sitio?

—De acuerdo. ¿Tienes una limusina?

El otro dio un respingo.

—Un helicóptero, amigo mío, un helicóptero. Soy miembro del CSN, tenemos que viajar a todo trapo.

—Celebro ver que emplean nuestros dólares en cosas útiles —bromeó Norris—. Adelante, Stan, yo te sigo. —Tomó su maletín y siguió al miembro del CSN. El maletín tenía un peso más equilibrado con la pistola de nueve milímetros de cañón largo que iba dentro.

—Debo reconocer, Cal, que teniendo en cuenta que acabas de bajarte de un avión, tienes un aspecto fresco como una rosa. En todo caso, el mismo aspecto de siempre.

—Como dijo el poeta, tengo que recorrer muchos kilómetros antes de irme a dormir —contestó Norris encogiéndose de hombros—. Por no hablar de las promesas que debemos cumplir.

Cuando Ambler llegó a un sitio elevado que le ofrecía una buena vista del control fronterizo, se detuvo unos minutos para observar el lugar a través de las ramas cubiertas de nieve. El especialista marsellés se había apostado en medio de la carretera, escudriñándola por si se acercaba algún vehículo y oteando el terreno colindante en busca de alguna señal de actividad. Los guardias en la caseta seguían mostrando una expresión aburrida, sus compañeros dentro de la aduana parecían más animados; mientras el camión era reparado, su conductor les entretenía con sus historias y anécdotas.

Fue más fácil descender que subir por la colina. En los puntos en que el terreno era demasiado escarpado, Hal se deslizaba o rodaba por él, controlando la velocidad con sus manos y pies, pero aprovechando la gravedad para darse ímpetu. Por fin, regresó a la arboleda de píceas.

Desde una posición a pocos metros oyó la voz grave de un hombre.

—Aquí Beta Lambda Epsilon. ¿Habéis localizado al sujeto? —Era un americano que hablaba con acento tejano—. Porque no he venido aquí para que se me congele la picha, joder.

La respuesta fue inaudible, sin duda transmitida a través de los auriculares. Lo cual indicaba que el tipo hablaba por una especie de walkie-talkie especial. El tejano bostezó y empezó a pasearse por el arcén de la carretera, con el único propósito de impedir que se le helaran los pies.

En esto se oyeron gritos, pero de más lejos, en el control fronterizo. Ambler observó el coche detenido ante la barrera de seguridad color naranja. Los guardias habían pedido a un airado pasajero —calvo, de rostro rubicundo, vestido con un traje caro— que descendiera de un sedán conducido por un chofer mientras inspeccionaban el vehículo.

—Esta absurda burocracia —protestó el ricachón. Era un trayecto que hacía a diario, y jamás había sido sometido a esas molestias.

Los guardias se disculparon, pero se mostraron firmes. Habían recibido órdenes. Hoy tenían que tomar precauciones especiales. Si lo deseaba, el hombre podía presentar su queja a las autoridades aduaneras; de hecho, hoy había venido un supervisor de visita. Podía hablar con él.

El empresario de rostro rubicundo se volvió hacia el supervisor uniformado y sintió su mirada pétrea de indiferencia y desdén. Suspiró y sus protestas fueron remitiendo, hasta quedar reducidas a un gesto malhumorado. Al cabo de unos momentos la barrera color naranja ascendió y el lujoso sedán prosiguió su camino, con su amor propio herido casi grabado en el radiador.

Pero las protestas de aquel tipo habían proporcionado a Ambler la oportunidad de ponerse a salvo.

Aunque no podía cambiar la situación a su favor, podía mejorarla. Echó a andar sigilosamente por un sendero hacia la carretera, hasta que divisó a un hombre corpulento que lucía un costoso reloj, cuya pulsera de oro relucía bajo el sol que emergía detrás de una nube. El tejano en persona. El reloj no encajaba con esa misión, indicaba que se trataba de un agente privilegiado con una cuenta de gastos de representación que nadie controlaba, alguien cuyos tiempos como comando quedaban muy atrás y le habían contratado en el último momento para participar en una operación debido al carácter inminente de la misma. Ambler se abalanzó sobre él, rodeándole el cuello con el brazo derecho y enlazando sus manos sobre el hombro izquierdo. Le apretó el cuello justo debajo de la mandíbula, oprimiendo las arterias carótidas y haciendo que el tipo perdiera rápidamente el conocimiento. El sujeto tosió una vez y se desmayó. Hal le palpó en busca del walkie-talkie.

Lo encontró en el bolsillo inferior de la cazadora de cuero negra que llevaba el comando, una prenda cara, forrada de piel, tan poco apropiada para un trabajo de vigilancia a la intemperie en el invierno alpino como el reloj de oro Audemars Piguet que lucía en la muñeca. Todo indicaba, sin embargo, que el walkie-talkie se lo habían entregado esa mañana, cuando le habían contratado; era un modelo pequeño, con una carcasa de plástico dura y negra, con un alcance limitado pero una señal potente. Ambler insertó los pequeños auriculares en sus oídos, respiró hondo y trató de recordar la forma de hablar del agente. Luego pulsó el botón para conectar el aparato y dijo con un acento tejano pasable:

—Aquí Beta Lambda Epsilon, informando sobre…

Una voz con marcado acento —el rudo acento de la provincia saboyarda— le interrumpió:

—Te hemos dicho que cesaras toda comunicación. Estás comprometiendo la seguridad de la operación. ¡No nos enfrentamos a un aficionado! En todo caso, el aficionado eres tú.

La voz no pertenecía al asesino marsellés. Debía de ser otro hombre, el que al parecer dirigía la operación.

—Cierra la boca y escucha —le espetó Hal enojado. El micrófono convertía las voces en secas y metálicas, primando la calidad audible, pero eliminando el timbre entre una y otra voz—. He visto a ese cabrón. Al otro lado de la carretera. Le he visto atravesar corriendo el aparcamiento como un puto zorro. Ese gilipollas se está burlando de nosotros.

Se produjo un silencio al otro lado del transmisor. Luego la voz preguntó con tono cauteloso, apremiante:

—¿Dónde se encuentra exactamente en estos momentos?

¿Qué podía decir ahora Ambler? No había pensado en ello y durante unos momentos se quedó en blanco.

—Se ha subido al todoterreno —soltó—. Levantó la lona y se metió dentro.

—¿Sigue allí?

—De no ser así, yo le habría visto.

—De acuerdo. —Una pausa—. Buen trabajo.

Si no hubiera tenido las mejillas insensibles debido al frío, Hal habría sonreído. Los miembros del dispositivo asesino eran de su profesión; pensarían lo mismo que pensara él. Sólo podía ganarles la partida no pensando, siguiendo a ciegas su instinto, improvisando sobre la marcha. Nada sale nunca según lo previsto. Rectifica e improvisa.

El asesino marsellés salió de la caseta y echó a andar hacia el aparcamiento situado más abajo de la carretera, donde estaba aparcado el todoterreno con techo de lona que trasladaba al personal de la aduana. Empuñaba una potente pistola provista de silenciador. Otra fuerte ráfaga de viento sopló sobre los barrancos y la carretera, golpeando a Ambler en la espalda.

¿Y ahora qué? El asesino estaría en un estado hiperalerta, presto a apretar el gatillo al primer movimiento sospechoso. Hal tenía que aprovechar esa circunstancia, tenía que desencadenar una reacción exageradamente violenta. Miró a su alrededor en busca de una piedra, algo que pudiera arrojar, algo que se elevara por el aire y aterrizara al otro lado de la carretera. Pero la gruesa capa de hielo hacía que todo estuviera adherido al suelo: cantos rodados, grava, pedruscos. Sacó la pistola Magnum del tejano y extrajo una pesada bala de plomo de la recámara. Acto seguido la arrojó en el aire. Una ráfaga de viento la impulsó más lejos y, cuando la ráfaga remitió, la bala aterrizó sobre el techo de lona del vehículo. El ruido fue tenue, apenas un chasquido, pero la reacción del especialista fue desmesurada. Sin pensárselo dos veces, el tipo se arrodilló y, sujetando su brazo derecho con el izquierdo, disparó repetidamente contra el todoterreno, perforando la lona y los cojines con una descarga silenciosa de balas de gran potencia.

Ambler observó a través de los prismáticos el violento ataque contra el vehículo vacío. Pero ¿dónde estaba el otro hombre, el saboyardo? No había rastro de él. El mecánico, al abrigo del viento debajo del capó del camión, seguía trabajando sin prisas con su llave inglesa, consciente de que sus honorarios aumentaban conforme pasaba el tiempo. En la caseta exterior, el guardia suizo y su homólogo francés seguían sentados en las sillas de plástico con el ceño fruncido, bebiendo café y cambiando insultos con el acostumbrado aire de aburrimiento de dos ancianos jugando a las damas.

Hal tragó saliva. Todo se reducía a elegir el momento adecuado. Durante unos segundos podría atravesar la carretera sin ser visto y decidió hacerlo. El asesino marsellés era un tipo desalmado, despiadado, implacable: si su presa lograba escapar del cerco, la perseguiría con denodado ahínco. Estaba en juego su orgullo; dedujo que era el especialista quien había ideado la trampa que le habían tendido.

Ambler le devolvería el favor.

Se ocultó rápidamente detrás del almacén bajo de ladrillo, tras lo cual se dirigió hacia el aparcamiento. El especialista había reducido el techo de lona del todoterreno a un colador, asegurándose después de que no había nadie en el vehículo. Empezó a retroceder, alejándose del coche, moviendo la cabeza a diestro y siniestro. De pronto se volvió hacia Ambler. Éste le apuntaba con la pistola de calibre cuarenta y cuatro que le había arrebatado al tejano, pero sabía que la detonación alertaría a los otros, por lo que dudaba en oprimir el gatillo. En lugar de disparar, utilizaría la pistola para amenazarlo.

—No te muevas —dijo Hal.

—Lo que tú digas —mintió el especialista en un inglés pasable.

Dispara ahora contra él, le gritaba su instinto.

—Tú mandas ahora —dijo el especialista con tono tranquilizador. Pero Hal sabía que estaba mintiendo, lo había adivinado aunque el tipo no había alzado simultáneamente el brazo con que sostenía el arma en un gesto fluido.

—¿Qué diablos ocurre aquí? —inquirió una voz atronadora a sus espaldas.

Uno de los guardias fronterizos suizos se había acercado al aparcamiento, quizás había oído el impacto de las balas contra el todoterreno. El especialista se volvió, casi picado por la curiosidad.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó el guardia suizo en francés.

Un pequeño círculo rojo, como un bindi, apareció en la frente del guardia, que cayó al suelo.

Al cabo de unos segundos —unos segundos demasiado tarde— Ambler apretó el gatillo…

Pero no ocurrió nada. Recordó la bala que había desechado, recordó demasiado tarde que la recámara de la pistola estaba vacía. El especialista se volvió hacia él, empuñando su pistola de cañón largo, inmóvil, y la apuntó al rostro de su objetivo. Era un disparo que podría haber hecho un novato, y el especialista marsellés era un profesional.